Los Cofres del Saber

By PatCasalaAlbacete

3.4K 18 0

El padre de Sara era el descendiente de una saga de custodios de un secreto antiquísimo, un cofre que contien... More

Los Cofres del Saber (prólogo y primer capítulo)
Los Cofres del Saber (Capítulos 4 y 5)
Los Cofres del Saber (capítulos 6 y 7)
Los Cofres del Saber (capítulo 8 y 9)
Los Cofres del Saber (Capítulo 10 y 11)
Los Cofres del Saber (capítulo 12 y 13)
Los Cofres del Saber (Capítulo 14 y capítulo 15)

Los Cofres del Saber (capítulo 2 y 3)

540 2 0
By PatCasalaAlbacete

                                                                       Capítulo  2

         Ignacio estaba en su camerino, acababa de representar la última función de la temporada en Barcelona y estaba enrarecido, agobiado, como si algo le rondara por la cabeza y no lograra saber qué era. En sus múltiples giras por el mundo, pisando escenario tras escenario, Ignacio siempre había sido feliz, como si ante el público todo él se transformara en otra persona y sus miedos, sus angustias y sus traumas se fundieran con el clamor de las personas que lo corean y lo aplaudían.

        Pero sus viajes a Barcelona siempre lo ponían nervioso. Ahí su vida cambió de una manera implacable a los quince años. En esa ciudad perdió a su familia, a su amiga del alma y toda una vida plagada de mentiras y trampas. Barcelona fue el lugar donde su devenir sufrió una catarsis, donde inició su nueva andadura y dejó todo un mundo atrás, donde se transformó en Magus Ignio y abandonó a Ignacio. Barcelona escondía el secreto que lo obligó a cambiar, a buscar una salida, a pasarse la vida escapando.

         Se miró al espejo con las manos llenas de crema desmaquillante para deshacerse de los restos de pintura negra que ensombrecían un poco más sus ojeras para resaltar el aspecto fantasmagórico que presentaba en el escenario. Se miró y no puedo encarar la imagen que le devolvía el cristal, como si su pasado quisiera atraparlo de golpe, como si la amistad que había abandonado lo llamara, clamara su presencia, lo instara a buscarla con urgencia.

         Esa visión en el espejo, con su cara de antaño acompañada de Sara, medio borrosa entre unas rayas difuminadas parecidas al codificado de un canal de pago, aparecía hacía tres días, desde que en medio de su actuación en un programa de variedades el susurro impertinente de la voz de su amiga lo instó a acudir a una cita. Las palabras entrecortadas de Sara le habían  llegado medio apagadas, como el murmullo de un río que discurre a kilómetros de distancia, pero anuncia su presencia con el discurrir de sus aguas por un cauce invisible.

         Cerró los ojos con saña, evitando ver, sentir y, sobre todo, recordar. Pero cada vez que sus ojos disipaban el mundo que lo envolvía e intentaba hacer desaparecer la escena del espejo, Sara ocupaba la negrura de su mente. Estaba demacrada, con la cara pálida y enferma, los labios pintados con un rojo que casi dolía en su rostro lúgubre, ojeroso, triste. Los ojos estaban apagados, sin luz, como si se hubiera fundido la bombilla que los iluminaba y ahora sólo pudieran mostrar un mundo extinto.

      Durante diez minutos Ignacio intentó con todas sus fuerzas aplacar la imagen, deshacerse de ella, hacerla desaparecer, pero esta vez no pudo, los murmullos de Sara empezaron a subir de intensidad, adquiriendo una tonalidad fría y real que envolvía todo el camerino, como si saliera de unos altavoces instalados en la pared. Ignacio se reveló, se levantó, pataleó, se golpeó la cabeza con la mano y le suplicó a su amiga que desapareciera. Sin embargo la voz enfiló en unos gritos desgarrados, fuertes, rozando la desesperación.

           -Ven a buscarme al bar de siempre, te necesito

                                                                         Capítulo  3

         El tercer día tracé un plan de huida que parecía viable en unos minutos e hice una lista mental de los pocos recuerdos que deseba conservar: una foto de mis padres, la cajita de joyas, el reloj de papá, el Mont Blanc que me regaló por mi doceavo cumpleaños y la libreta de poemas.

         Aquella noche cené como si fuera un autómata y permití que Úrsula me condujera a mi habitación como si ella se hubiera convertido en mi titiritero. Metí en el bolso las cosas que había decidido llevarme y esperé dentro de la cama a que las luces de la casa se cerraran. Sólo quedaba encendida la de la habitación de Úrsula cuando me puse en marcha.  

         Escuché los cuchicheos de dos personas mientras caminaba por el pasillo con un nudo en el estómago, el miedo a ser descubierta me disparó un cosquilleo incesante en el abdomen, como si varios gusanos deambularan por las tripas. Caminaba de puntillas, con las bambas en la mano y la parka puesta, pasando un calor de mil demonios.

        ¡En la habitación de Úrsula había un hombre! A medida que avanzaba hacia las escaleras que conectaban con el piso de abajo era más consciente de las palabras susurrantes que salían de la alcoba de mi madrastra. ¿Quién era él?

          Bajé las escaleras despacio, agarrándome a la barandilla para pisar la madera con sigilo, casi rozándola. Cuando estaba a punto de llegar abajo la puerta de Úrsula se abrió e iluminó la penumbra del pasillo del piso superior.

         Mi corazón se aceleró cuando escuché los ruidos amortiguados de unas suelas de goma avanzar por el pasillo. Tragué una ingente cantidad de saliva, me agarré más fuerte a la barandilla y descendí uno, dos, tres escalones… ¡Me quedan tres! ¡Y los pasos estaban a punto de llegar al descansillo que precede la escalera!

           Los ojos se me humedecieron al comprender que no lo lograría. La fricción de dos pasos más en el piso superior casi me arrancan un grito de angustia. Mis respiraciones eran entrecortadas y roncas, casi silbantes. Resollaba debido a la ansiedad.

         Sólo me quedan dos escalones para llegar al rellano cuando en el pasillo de arriba los pasos del hombre que estaba en la habitación de Úrsula se detuvieron de repente.

         Miré hacia arriba completamente aterrada, si me descubría bajando las escaleras todo mi mundo se hundiría, si Úrsula supiera que no estaba bajo los efectos de las pastillas me quedaría encerrada de por vida, sin ninguna esperanza de salir y vivir una vida normal. Las lágrimas cuajaron en mis ojos y se deslizaron hacia las mejillas creando caminos sinuosos. Me quedé quieta, paralizada, expectante, a la espera de la constatación de que el hombre me había descubierto.

            Pasó un segundo, que me pareció un siglo. Me tapé la boca para reprimir un jadeo que lanzaban las cuerdas vocales para dejar constancia de la ansiedad que las estrujaba. Pasó otro segundo y otro y otro. Yo seguía quieta, aferrada a la barandilla, con las lágrimas manando sin fin, la cara contraída por el espanto y el cuerpo tembloroso. Pero en el piso de arriba no se escuchaba ningún sonido, ningún paso, nada que me diera una pista de qué estaba sucediendo.

            Me armé de valor, suspiré sin hacer ruido, entrecerré los ojos y volteé la cabeza hacia arriba, para observar entre las sombras de la oscuridad. Cuando mis pestañas volvieron a abrirse y mis pupilas se acostumbran otra vez a la falta de luz vi una silueta de hombre apostada ante mi habitación, que estaba justo delante de las escaleras. El hombre estaba de espaldas, con medio cuerpo dentro del dormitorio. ¡Si empezaba a correr con todas mis fuerzas  lograría salir antes de que me viera!

         Estaba tan paralizada por el miedo que me debatí entre la necesidad de escapar y el deseo de conocer la identidad del hombre. Había algo en su posición, en su cuerpo semioculto por la penumbra, en toda la situación que me intrigaba. Desde que mis ojos se habían posado en él sentí como si toda la piel empezara a conectarse con él, como si pudiera sentir la determinación ciega que lo empuja a mirar dentro de la habitación, la ambición contenida que emana al mirar hacia la cama ocupada por los cojines que había dejado fingiendo ser yo, su perversidad, su ira, sus ansias de poder.

            Tras unos segundos de indecisión, enganchada a esas emociones, desvié la mirada y me decidí a descender los dos peldaños que me faltaban. Lo hice de manera sigilosa, sin rozar casi el suelo, de puntillas, intentando no alertar al hombre que me había dejado una sensación de maldad asida a la piel.

            Caminé por el distribuidor evitando que los resuellos roncos de ansiedad se escapran en forma de sonido. Apreté los labios con fricción, tensionando toda la cara. El corazón se había convertido en un tambor en medio de una selva tropical donde los árboles le impedían ver la salida.

            Cuando llegué a la puerta de la biblioteca escuché con claridad los pasos del hombre en el piso superior. Me detuve en seco, una visión extraña se acababa de apoderar de mi mente: La figura de la silueta recortada en la penumbra, en el umbral de mi habitación, sujetando la puerta entreabierta con la mano. Reproduje sus movimientos como si estuviera mirándolo. Él se dio la vuelta despacio, encarándose a la escalera. Sus pupilas negras miraban en la oscuridad, acechando, alcanzándome en la distancia.

            Sin perder un minuto empecé a caminar de nuevo con la sensación de tener la mirada del hombre fija en mí, a pesar de que él no podía verme sus ojos me seguían penetrantes, duros, amenazantes, como si quisieran constatar que por mucho que corriera él me atraparía.

         En ese instante todo mi cuerpo sintió una chispa, como si los órganos internos estuvieran cargados de electricidad y la bombearan a través de mis circuitos. Una fuente de confianza se fue apoderando de mí, ayudándome a apartar la amenaza, a esquivar aquellos ojos oscuros que me observan en la distancia. Y poco a poco fui deshaciéndome de él, de su presencia, de su cercanía, de su intención de seguirme.

            Encendida por la renovada confianza palpé uno de los anaqueles para apretar el botón que abría la entrada a los pasadizos dentro de la chimenea de piedra que se asentaba en una de las paredes. No tardé ni un minuto en introducirme por el boquete y bajar las escaleras.

         La entrada se cerró automáticamente al accionar un mecanismo interno que encendía el circuito eléctrico del recinto. Los recuerdos de mi padre me bombardearon de golpe mientras caminaba por las galerías de piedra que él me había enseñado de pequeña.

         Mi casa estaba ubicada en Vallvidrera y en sus entrañas guardaba el gran y magnífico secreto de unas galerías que la conectaban con la ciudad. Era una casa de factura antigua que se alzaba en un recodo del cerro y dominaba una vista espectacular de Barcelona.

         El cableado era una instalación anticuada, constituida únicamente por un hilo eléctrico que se asentaba en las paredes y dejaba a la vista una bombilla ovalada cada metro. Se respiraba un olor rancio, el suelo estaba lleno de suciedad acumulada a lo largo de los años y mis pies se encontraban constantemente con roedores que caminaban impunemente por el túnel que recorría lo más rápido que las piernas me permitían.

            Estaba asustada, la confrontación con el hombre que estaba con Úrsula me había despertado un hormigueo en la piel que no había desparecido, era como si todo el cuerpo acabara de levantar una coraza para impedir que él me localizara, como si estuviera bloqueando inconscientemente una extraña conexión en la distancia que ese hombre intentaba reestablecer.

            Avanzaba con pasos largos y nerviosos, con la respiración acelerada y la mirada puesta en el suelo irregular de roca que conducía al pie de la ciudad, justo a la estación del metro de Vallvidrera, donde pensaba caminar hasta el Paseo de la Bonanova para encontrar un taxi que me acercara al barrio Gótico.

            Era como si un animal rabioso me acechara en la lejanía, como si pudiera sentir sus pasos amortiguados por la distancia, acercándose inquietos, vigilantes. Cuando llegué a la salida accioné de nuevo el interruptor para apagar la luz y condenar los pasadizos a la negrura, tal como me había enseñado mi padre cuando era una niña. El mecanismo que Jaime había instalado cerraba también la roca por donde había salido al exterior, encerrando a un posible perseguidor.

            Toqué el dinero que había guardado en el bolsillo antes de salir, era una pequeña fortuna que había rescatado de la caja fuerte del comedor donde sabía que Úrsula guardaba el efectivo.

           En el taxi seguí sintiendo la amenaza del hombre de los ojos oscuros. Al cerrar los ojos veía dos pupilas marronosas en medio de una niebla espesa. Se movían en todas direcciones, buscándome con un pico de desesperación.

            Eran las doce y media de la noche de un sábado de principios de diciembre. Las calles estaban desiertas de coches. Un frío glacial se había apoderado de la ciudad condal, el viento azotaba a los pocos transeúntes que se atrevían a desafiar la gélida atmósfera para caminar con los abrigos arrebujados por el exterior.

         En las caras enrojecidas de una pareja que esperaba en un semáforo leí las huellas de una pelea. Sentí la rabia de la chica y la ira en él. Fue como si pudiera entrar en sus mentes y sentir sus emociones. Cuando el taxi se puso en marcha de nuevo perdí esa conexión, pero entonces, en medio de un monólogo del taxista, penetré lentamente en sus pensamientos, leyéndole la mente, descubriendo sus recuerdos y destapando sus más íntimos secretos.

            Cerré los ojos con fuerza e intenté por todos los medios a mi alcance deshacerme de esa extraña sensación de que estaba dentro de la mente del taxista. Mi cuerpo seguía alerta, en guardia y no era capaz de dominarlo. A medida que leía en el taxista sentía la presencia del hombre de las escaleras en el interior de aquella mente. Unos labios se perfilaron de repente, con una sonrisa irónica, y me susurran unas palabras; “te encontré”

            Bajé en el barrio Gótico, a dos bocacalles del bar donde había quedado con Ignacio, con la necesidad de escapar, de olvidar lo que le acaba de suceder, de librarme de los pensamientos del conductor.

            Una ráfaga de aire gélido me abofeteó la cara. Me enguanté las manos y me envolví con la parka de nylon negra, larga hasta los tobillos, que llevaba dos meses acumulando polvo en el armario perchero. La calle estaba desierta. Mis pasos resonaban cada vez que las bambas Nike impactaban contra el suelo adoquinado de la parte antigua de la ciudad.

            La respiración se me aceleró de repente, cuando otras pisadas empezaron a oírse a la espalda. Eran largas, poderosas, rápidas. En ellas sentía la amenaza del hombre de la escalera, llevaban su firma, sus ojos clavados en la espesura de la noche, fijos en mí, convocándome en la distancia.

         Apreté el paso, tragué saliva e intenté por todos los medios deshacerme de los roncos jadeos que se me escapan por la garganta. Los pasos se acercaban cada vez más, me acosaban, me perseguían.

            Empecé a escuchar unas palabras claras introducirse dentro del cerebro, como si fueran dagas mortíferas lanzadas en la oscuridad: “por mucho que corras te alcanzaré”. Empecé a correr y, de repente, sentí el brazo de mi perseguidor en la espalda, agarrándome por el hombro y tirando de mí.

            Me di la vuelta, pero el frío golpe de un puño contra la mejilla me impidió descubrir al autor del puñetazo. Cerré los ojos por la inercia del propio golpe. La cabeza se me ladeó con el impacto, toda la piel se retorció hacia un lado y bamboleó, entonces un reguero de sangre se desprendió de la nariz y las lágrimas me humedecieron el rostro.

Continue Reading