Los Cofres del Saber

By PatCasalaAlbacete

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El padre de Sara era el descendiente de una saga de custodios de un secreto antiquísimo, un cofre que contien... More

Los Cofres del Saber (capítulo 2 y 3)
Los Cofres del Saber (Capítulos 4 y 5)
Los Cofres del Saber (capítulos 6 y 7)
Los Cofres del Saber (capítulo 8 y 9)
Los Cofres del Saber (Capítulo 10 y 11)
Los Cofres del Saber (capítulo 12 y 13)
Los Cofres del Saber (Capítulo 14 y capítulo 15)

Los Cofres del Saber (prólogo y primer capítulo)

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By PatCasalaAlbacete

                                                                       Prólogo

         Llevaba tantos meses planeando el momento que la visión de casa envuelta en la hoguera le arrancó una pérfida sonrisa de satisfacción. Admiró unos segundos la explosión de colores anaranjados y rojizos que iluminaban la oscuridad de la noche, las llamaradas danzaban al son del viento invisible que se había levantado como llamado por la providencia, creando figuras fantasmagóricas que se elevaban desde la construcción anticuada y mugrienta donde había nacido y crecido.

El olor a humo le llenó las fosas nasales, envuelto en las cenizas que el aire atrapaba para lanzar hacia el jardín abandonado que rodeaba aquella casona medio destartalada que se alzaba cerca de un pueblo de Trasilvania, en un lugar recóndito, perdida entre la espesura de la nada. 

 Sintió un leve escalofrío cuando las partículas negruzcas que llevaba el aire se le posaron el los cabellos, como si en un lugar de su alma se despertara la conciencia olvidada. Se las sacudió deprisa, con ansia, sin detenerse a pensar en las implicaciones de lo que acababa de hacer, negándose a abrir la puerta a las emociones cálidas, substituyéndolas por hielo y frialdad.

       Se dio la vuelta, dándole la espalda a su lugar de origen, alejándose a grandes zancadas de la casa que había cobijado su infelicidad, su tristeza, su ambición frustrada. Su pasado moriría en esa hoguera que había propagado gracias a una explosión de gas, allí encontraría su tumba su yo antiguo. Caminando hacia adelante sería capaz de reinventarse, de crear una nueva persona, con otros rasgos, con otra identidad, con una vida plena.

          No escuchó los gritos de dolor y angustia de sus padres y sus hermanos mientras las llamas les devoraban la piel con su quemadura mortal, no sintió ni un átomo de arrepentimiento ni permitió que su mente se llenara con imágenes fidedignas de la muerte horrible a la que había condenado a su familia.

 Siguió caminando con firmeza, con pasos largos y poderosos, avanzando hacia el destino que se había trazado.  

          Sentía felicidad, liberación, alegría. Era como si todo el cariño y el esfuerzo de sus padres se hubiera perdido en los confines de una conciencia arrasada por el odio y la venganza, como si aquella obsesión que le había atrapado en el bar del pueblo, con la mirada fija en la pantalla de televisión, descubriendo un mundo de lujos, dinero y poder, se hubiera enredado entre sus sentimientos, estrujando con fiereza la bondad que podría haber anidado en su corazón.

          Y la casa ardió, se quemó, desapareció consumida por las llamas del odio y el dolor, arrasada por la ambición desmedida de esa sombra que se alejaba en la oscuridad para dar rienda suelta a sus sueños. Y sus habitantes perecieron a manos de esa sombra, la misma que se forjó una nueva vida sin detenerse a pensar en sus actos, en sus crueldades, en sus víctimas.

                                                                      Capítulo 1

         Era media tarde. El sol se había escondido en algún lugar indefinido para traernos la oscuridad que envuelve las largas tardes de invierno en la ciudad. Estaba sentada en el enorme salón de mi casa, con la bandeja de la merienda vacía sobre la mesa de centro de madera lacada que jugaba con la decoración minimalista que me envolvía.

      ¿Cuánto tiempo llevaba ahí sentada? ¿Qué hacía? Esas fueron las primeras preguntas, las que me cruzaron por la mente embotada y espesa, como si estuviera llena de una pasta consistente que se hubiera pegado a los circuitos neuronales y no los dejara funcionar con fluidez.

      Notaba la boca pastosa, con la lengua seca y los labios agrietaos. Los ojos me lloraban, como si el cansancio los vaciara de líquido lentamente y desplazara las lágrimas creando caminos sinuosos en mi rostro pálido y estático. El sabor salado de las lágrimas me despertó el sentido del gusto. Las saboreé de una manera casi furiosa, como redescubriendo una sensación olvidada.

      Un leve temblor se apoderó de mi cuerpo. Los recuerdos se fueron formando despacio, como si al principio sólo fueran un cúmulo de arena que poco a poco se fue solidificando a mi alrededor, creando muros de experiencias y ciudades cargadas de historia. Y el dolor me golpeó de nuevo. Fue como si mi padre volviera a morir. Como si mis entrañas recibieran de nuevo el golpe de perderlo y un dolor intenso recorriera todos los nervios de mi cuerpo.

         Parpadeé varias veces antes de centrar mi mirada en la tele encendida y ver la fecha y la hora en un lateral de la pantalla: 10 de diciembre de 2011, 19.15. Mi cabeza empezó a perderse en frenéticos pensamientos que despertaban interrogantes cada vez más intensos. ¿Cómo se me habían escurrido dos meses de la memoria? ¿Qué hacía yo sentada en el salón? ¿Dónde estaba Úrsula?

         La agonía de mi padre había sido larga e intensa, con palabras extrañas susurradas en su lecho de muerte y la sensación de que había algo que se me escapaba de la situación, algo que había provocado aquella angustia y aquella desesperación, que la muerte de mi padre no había sido natural.

         Úrsula centró entonces mis pensamientos. Nunca me había gustado para mi padre, era manipuladora, ambiciosa y demasiado opaca como para pensar que se había casado por amor. A ella le movía el interés, la avidez de hacerse con la fortuna de la familia, de figurar, de ser alguien en la alta sociedad catalana.

        Cuando mi padre murió ella mantuvo un fingido dolor que desaparecía al llegar a casa. Me trataba con despotismo y frialdad, como si no fuera más que una simple mota de polvo que la incomodara. Entonces las palabras de mi padre en su lecho de muerte adquirieron un nuevo cariz, una nueva dimensión. ¡Él había descubierto su cara oculta!

         En la lectura de su testamento se me hizo entrega de una carta con muchos párrafos sin sentido, una carta que por suerte en mi memoria fotográfica retuvo hasta la última coma, porque despareció misteriosamente de mi cómoda tres días después.

        ¿Cuándo perdí la noción del tiempo? ¿Porqué los últimos dos meses no eran más que un cúmulo de sensaciones ahogadas en la desmemoria? No podía dar respuesta a tantos interrogantes, pero un sexto sentido me obligó a fingir que seguía medio ida cuando Úrsula apareció en casa aquella noche. Entonces comprobé la existencia de una pastilla en la bandeja de la cena y mi mente no tardó en atar cabos: ¡Me estaban drogando!

        Al día siguiente empecé a desembotarme del todo del efecto de las drogas y mi cabeza funcionó a máxima potencia. Me pasé el día entero con una aceleración de mis latidos y los pensamientos total y absolutamente desbocados, buscando una explicación a tantos sinsentidos.

        Por la noche, sentada enfrente de la tele, con la bandeja de la cena a medio consumir sobre mis rodillas, la pastilla de la noche escondida en el bolsillo para ser desechada en el lavabo más tarde y la mirada fija en la pantalla de televisión, reconocí al mago que está realizando sus trucos en un programa de variedades. ¡Era Ignacio! ¡Mi gran amigo de la infancia que desapareció sin decir nada!

           Entre nosotros siempre existió una relación extraña y perfecta que nos unía con una conexión que iba más allá de la racionalidad, como si fuéramos dos almas gemelas que se compenetraran más allá de los gestos y las palabras. Cuando uno pensaba, el otro entendía. Cuando uno estaba triste, el otro lloraba. Cuando uno estaba feliz, el otro reía. Daba igual que nos separaran muros, kilómetros o ciudades, poseíamos una clase de empatía inexplicable.

            A los once años, tras la muerte prematura e inexplicable de mi madre,  Ignacio había sido mi único apoyo, mi único amigo. Me había pasado la niñez rehuyendo a los demás, evitando congeniar con nadie, con un carácter cerrado, huraño y un tanto frío. Pero con Ignacio todo era diferente, él era parte de mi mundo, parte de mi ser, parte de mí misma. Con él sentía cariño, afecto, ilusión. Y a su lado logré lidiar con la tristeza que arrastraba su padre y con la mía, con la oscuridad que impregnaba la mansión donde todas las estancias recordaban la presencia de mi madre, donde mi padre tardó varios años en borrar las huellas de la mujer de su vida y en volver a sonreír.

          Cuando Ignacio desapareció de mi vida de la noche a la mañana tardé varios meses en reencontrar mi camino, pues la conexión se rompió de repente.

         Al ver a Ignacio en la televisión, con su larga melena rizada recogida en una cola, sus manos pálidas hechizando al público y sus ojos brillantes clamando su cercanía empecé a sentirme encerrada, como si me faltara el aire y a ver la opresión de mi madrastra como un dolor que recorrió mis entrañas y me instó a salir, a buscar el secreto de mi padre, a escapar del mundo opaco donde moraban mis esperanzas.               

       Me pasé los tres días siguientes fingiendo, representando el papel de persona subyugada por los fármacos, siguiendo las indicaciones de Úrsula a rajatabla. Por las noches me escapaba de la cama y buceaba en Internet para recomponer la vida del Magus Ignio y encontrar el rastro perdido de mi amigo, llamándolo entre susurros ahogados con mi mente, suplicándole ayuda.

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