Entre vientres de papel

By YuvandeJZV

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¿Conoces el nuevo camino por donde se atreve a cruzar el mal? "Entre vientres de papel" es el primer libro d... More

Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47

Capítulo 38

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By YuvandeJZV

Los cuatro cuadros fotográficos fueron llevados al hospital. El tamaño correspondía con la estatura de Légore, igual que el peso, así las mujeres dueñas de los fetos tuvieran pesos y estaturas diferentes.

Al llegar, debieron ser cargados sobre camillas como cualquier paciente. Siendo la maternidad un suceso natural visto como el mayor de los prodigios, el espectáculo de los cuadros creaba indignación y rabia.

Los vientres estaban abultados suponiendo el último mes de gestación. Pero no había forma de precisar el momento del parto cuando las pacientes estaban exentas de emociones. Los senos sobresalían delicados en alto relieve. Y debajo del pubis, entre las piernas, comenzó a fluir de uno de los cuadros, hilos de líquido amniótico que avisaban el alumbramiento. Era el signo de que el nacimiento sin contracciones estaba cerca.

Las emociones generadas en los pacientes y el personal médico, que presenciaron el desplazamiento de los extraños retratos hacia una de las salas médicas, concluyeron con algunos vahídos y demasiadas incertidumbres.

No faltó quién reprodujera el momento en el celular para alarmar en las redes sociales.

El médico Aranzazu que creía su labor terminada por aquel día, quedó consternado con el espectáculo previendo el reto que le esperaba. Inició con una consulta que jamás se le ocurrió durante su vida profesional:

—¿Y cómo se supone que va a pujar una fotografía?

—Ese es su trabajo, doctor —dijo la oficial Eminda—. Yo ya hice el mío.

Identificó la voz y de inmediato la buscó entre los presentes para acusarla con la mirada. Nata tenía sentido. Su cerebro abrumado por las circunstancias no previó una cesárea. El papel fotográfico de aspecto mate lucía firme como la piel humana, sin que el supuesto ser albergado en su interior pudiera deteriorarlo. O probablemente, sí previó la cesárea, pero a cambio de la sutileza del escalpelo sobre la piel sonrojada, un macabro pensamiento le insinuó un par de garras destrozando el papel desde adentro, luego de la decorosa abertura.

—Dios nos ampare —dijo el ginecobstetra, luego de contorsionar el rostro y santiguarse tres veces. Una vez por cada miembro glorificado de la sacrosanta colectividad trinitaria. Sabía que el maquiavélico asunto de naturaleza apócrifa demandaba la presencia de un consagrado equipo de trabajo.

—¿Y quién alimenta los cuadros de vida? —preguntó la doctora Swana—. ¿Dios, o...

—Ni lo menciones —intervino el ginecobstetra.

La solución iba en camino.

Légore agarró la mano de su hermana cuando sintió un tirón al interior de su estómago. Un dolor punzante que cortó su respiración, la obligó a arquear el cuerpo hacia delante y entreabrir la boca. Ante el asombro de todos, su barriga fue adquiriendo un leve abultamiento que insinuaba un vientre en gestación, hasta alcanzar la madurez de un abdomen redondo de curva pronunciada, que le estrechó la blusa y le forzó el pantalón de tela. Sucedió a la vez que el vientre emblemático de la fotografía perdía su gracia, sincronizados en una inexplicable transferencia de material genético y anatómico.

El proceso de desarrollo prenatal superó la velocidad del más nefasto pensamiento, cuando recorrió doscientos ochenta días en cuestión de pocos minutos para detenerse en el noveno mes de embarazo.

La música olvidada del coito con su aroma, casi pudo escucharla y hasta olerla el feto.

Los cambios físicos y sicológicos centellearon su existencia como el último latido antes de la muerte, que el dolor vivido, se convirtió en náusea y pánico absoluto cuando no hubo tiempo para la aceptación, pero sí, nueve meses transcurridos en tres minutos de rechazo. Ni siquiera alcanzó el tiempo para un antojo.

El vientre biológico quedó totalmente moldeado en el cuerpo de Légore, y su cabeza a punto de estallar. El vientre de papel mate recuperó la superficie plana al desaparecer la protuberancia que daba miedo.

—¿Esto responde a su inquietud sobre la lentitud con que el mal pueda esparcirse, oficial Eminda? —comentó el doctor Sié.

—No sabemos si esto es obra de Dios o del demonio —respondió sin dejar de mirar con ojos de pánico el vientre de Légore, y acariciar la funda del arma.

—Es cierto —intervino el padre emérito que intentaba llenar el garrafón de agua desde el grifo—, pero son creados de la misma naturaleza, con la diferencia de que cada uno está en el extremo opuesto de la creación: el día y la noche. La luz y la oscuridad. Siendo la luz, el único elemento existente para combatirla y dominarla, cuando surgió de la nada para aclarar su existencia. El espíritu del bien y el espíritu del mal. A dónde va el primero, el otro lo olfateará y merodeará.

Todas las emociones quedaron congeladas, y los gritos en la boca de Légore se multiplicaron como injertos de mal agüero, al imaginar su vientre convertido en un abismo carnal que conducía a la entrada del infierno. Los cerebros quedaron aturdidos y el conocimiento médico ultrajado.

La ciencia médica ruborizó con el escalpelo del mal amedrentando su sistema nervioso. En un abrir y cerrar de ojos, una ecografía habría mostrado el fantástico desarrollo del embrión en sus treinta y seis o más semanas, pero nadie se hubiera atrevido creyendo la existencia de un demonio.

Un suceso sacrílego que en las limitaciones del cerebro humano es un síntoma de locura.

El vientre de Légore resplandecía en el punto de cocción resaltando la línea alba, la mancha del ombligo y el lunar, que aunque lucían en un cuerpo colorido de vida, la angustia lo hizo parecer la misma fotografía en blanco y negro del museo. Era cuestión de imaginar su cabeza como un gancho de ropa. La línea alba quedó por debajo del esternón en un delineado imperceptible que auguraba la existencia de un ser distinto al del primer embarazo.

No era su hijo.

El estímulo fue una alta crisis de nervios que conllevó a imaginar el peor de los perjurios habitando en su cuerpo.

Era de esperarse un desvanecimiento de Légore, que lo resistió como una guerrera celestial; y a cambio, una de las enfermeras menos experimentadas, no lo soportó. Fue conducida a atención prioritaria cuando su cuerpo desvanecido por el impacto emocional experimentó el escalofrío de la muerte.

De pronto, el sitio era un cementerio de pensamientos muertos con el rigor mortis flameando en sus emociones. Todos menos Légore.

Tenía la guillotina de la angustia acariciando el cuello, y aun así, suplicaba piedad al Todopoderoso entonando el padrenuestro que mutiló en fragmentos con los dientes del cerebro, cuando modulaba con su voz cristalizada y desastillada, partes desordenadas entre las que se escuchó: «santificado sea tu nombre y líbranos del mal». También imploraba por los que no padecían. Las alteradas palabras llevaban fe, fuerza y sentimiento, suficiente para que Dios lo comprendiera e hiciera su voluntad en el pedazo de tierra que ella pisaba, como en el cielo.

El mismo padre Milson sufrió de amnesia parcial cuando también olvidó el orden de las oraciones. Aparentaba ser la práctica de un módulo avanzado de fenómenos paranormales. Aquel del que no había estudiado la lección. El sudor frío que corría sobre el rostro lo había delatado y no paraba de susurrar haciendo cruces sobre el tarro plástico.

La oficial Eminda que estaba atenta de todo movimiento y actitud en la sala, no desaprovechó el susto para instigar:

—¿Espero que no haya bendecido el agua al revés, padre?

Hasta las contracciones, Légore debió padecerlas en milésimas de segundos, que para su cerebro en choque, quedarían en reserva y consulta durante el resto de su existencia, como un libro mohoso en una biblioteca olvidada.

El ginecobstetra reaccionó cuando la ruptura de la bolsa en el vientre materno, luego de la transferencia desde el vientre de papel fotográfico, era el indicio de una necesidad médica.

—¡Va a nacer! ¡Vamos! ¡Vamos! —vociferó con ímpetu, para despertar las emociones que recuperaron su docilidad, como el primer síntoma de la mansedumbre que significa un nacimiento.

No todos lo sintieron de esa forma, pero estaban dispuestos a cumplir con su tarea por más que se hayan estremecido sus entrañas.

La condujeron veloz al quirófano. Siendo primeriza, estaba dentro de los días calculados por la doctora Swana para dar a luz.

Como una partitura de dolor los lamentos previos al parto volaron sobre el pasillo por donde se desplazaban. Provenían de alguna parte.

El doctor Sié, el padre Milson, la oficial Eminda, el oficial Frank y un agente de la policía se sintieron parte del equipo médico. También Analé que no desamparaba a su hermana. Obligadas por la labor, dos enfermeras acompañaban al especialista médico que no se sentía incómodo con la numerosa y variada comitiva, cuando el asunto de naturaleza paranormal lo exigía. Igual que todos, desconocía el desenlace, por lo que era conveniente estar acompañado.

—Nunca imaginé sentir nervios ante un inofensivo vientre —secreteó el ginecobstetra ubicado entre las piernas de la madre gestante, a la doctora Swana que lo acompañaba muy de cerca.

Los dos tenían enclavados sus ojos en la compuerta vaginal, a la espera de que el visitante le quitara desde adentro el cerrojo imaginario que todos habían recreado con sus miedos, incluyendo a la imprevista madre.

«Hasta hoy tuve conocimiento del ser que descendía por la cavidad uterina». Susurró en su intimidad el médico. Una canción de iglesia crepitaba distorsionada en su cabeza al estilo del rock.

Légore continuaba entonando estribillos desordenados del padrenuestro aferrada a la mano de su hermana que había convertido en parte de su sistema muscular. La necesitaba para desahogar sus miedos y darse cuenta que no estaba sola. Tras pujar con todas sus ganas, los gemidos del recién nacido en la embocadura vaginal de la incertidumbre, fluyeron como la melodía virginal esperada para apaciguar parte del tormento, cuando por los miedos, se esperaba un silbido de horror proveniente del averno que corroyera los oídos.

Al nacer fue examinado por las miradas intrusas y filosas que contaron sus partes y detallaron su fisonomía. Hasta afinaron sus oídos para descifrar las notas atropelladas del primer llanto. Querían estar seguros de que era humano. Y sí que lo era con el encanto excepcional de una doncella.

Luego de comprobar que físicamente no era la morfología imaginada en el antro abandonado donde hallaron los cuadros y habitaban los murciélagos, por mera precaución, el sacerdote roció a la cría con agua bendita.

El ginecobstetra lo observó con recelo, al imaginar bacterias en el agua y en el tarro plástico por más que estuviera santiguada. Pero al apreciar el vientre del cuadro que albergó al bebé quien sabe desde cuándo, un escalofrío interior asesinó toda intención de escrúpulo. El tema fue olvidado, al retornar la mirada sobre el cuerpo acongojado de la madre prestada.

Luego del alumbramiento con la expulsión de la placenta, el cordón umbilical y las membranas..., el segundo cuadro que permanecía sobre una de las camillas, y que se movió con el forcejeo del vientre llamando la atención, les recordó que el padecimiento todavía no terminaba.

—Ahí va de nuevo —dijo la oficial Eminda.

Casi hablaron los gestos inconscientes de las mujeres en el recinto, que tocaron sus vientres vacíos al mismo tiempo como si fuera la partitura mímica de una obra teatral.

Si bien las fotografías tenían una correspondencia física, era claro que Légore ya había dado a luz y no todos los fetos eran suyos. El eclesiástico no disimuló para mandar su mano a la barriga, que por la gracia de la alimentación grasosa y quien sabe cuántas hostias en varios años, ya aparentaba algunos meses... Con lo sucedido, cualquier cosa podía esperarse.

—¡Oh por Dios!

De nuevo, la voz agitada de Légore se escuchó.

—No puede ser —susurró Analé.

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