La memoria de Daria

Von AnnRodd

333K 45K 18.2K

Brisa es arrastrada a través del tiempo a 1944, donde un chico fantasma en su propio año aún está vivo. Ahora... Mehr

Prefacio
Capítulo 1: Lo que el río se lleva
Capítulo 2: Daria Dohrn
Capítulo 3: La mejor opción
Capítulo 5: La cena de planificación
Capítulo 6: Voces en el camino
Capítulo 7: Amigos en el río
Capítulo 8: La decisión de Daria
Capítulo 9: Lo que se dice en el bosque
Capítulo 10: La dulzura de un sueño
Capítulo 11: Cuando la muerte toca la puerta
Capítulo 12: Los dichos del más allá
Capítulo 13: Conversaciones de cama antes de la boda
Capítulo 14: El nombre que no sabría nunca
Capítulo 15: Detrás de la puerta
Capítulo 16: Guerras internas
Capítulo 17: Golpes en el alma
Capítulo 18: La Brisa que quedó
Capítulo 19: Cuentos de tragedia
Capítulo 20: Ciclos para cerrar
Capítulo 21: Desaparecer
Capítulo 22: En la piel de una Dohrn
Capítulo 23: Verdades en la cara
Capítulo 24: La manera inesperada
Capítulo 25: Telegramas
Capítulo 26: Granos de arroz
Capítulo 27: Una vida juntos
Capítulo 28: Hilos del pasado
Capítulo 29: Cenizas
Capítulo 30: Un lindo nombre
Capítulo 31: Cerca
Capítulo 32, parte 1: El alma vacía
Capítulo 32, parte 2: El rostro de la foto
Capítulo 33: Una estrella en la oscuridad
Capítulo 34: Esperanzas
Capítulo 35: Encontrarse
Capítulo 36: Recuerdos turbios
Capítulo 37: En las buenas y en las malas
Capítulo 38: Volver a casa
Capítulo 39: La hora de la verdad
Capítulo 40: Voluntad
Capítulo 41: Justicia
Capítulo 42: Libres

Capítulo 4: El señor Hess

8.5K 1.2K 507
Von AnnRodd


Capítulo 4: El señor Hess

El padre de Daria no regresó esa noche. Bonnie me dijo que seguramente se habría retrasado con un tema del hotel en Carlos Paz y que había avisado antes de irse que eso podría pasar. En esa época no había siquiera teléfonos de línea como para mantenernos al tanto de esas cosas.

Por mi parte, no me molestaba en absoluto. Antes de la cena, le pedí a Bonnie que enviara algo de comida a la casa de Daniel, cuyo apellido desconocía, y ella lo tomó como un gesto de agradecimiento por su heroica acción. Yo pensaba, más bien, que eso era lo que una señorita de alta sociedad habría hecho. Nada de invitarlo a comer sin permiso de papá.

A la mañana siguiente, mientras bajaba todavía en pijama a desayunar, escuché que Bonnie despedía a un hombre en la puerta, avisando que el señor todavía no había regresado. Me pareció que era el mismo de la vez anterior, así que cuando entré a la cocina pregunté por él.

—No es alguien de importancia —me dijo Bonnie, mirándome de reojo—. Su padre me pidió que no lo dejara pasar mientras él no estuviera, señorita. ¿Necesita que la ayude a vestirse?

Me miré el camisón, mi pijama de esas épocas. Era de seda y encaje y arriba me había tenido que poner una bata porque me parecía demasiado fino y revelador aunque no tenía ningún tipo de escote y la verdad es que no era nada corto.

—¿No estamos nosotras solas? —pregunté, mirando por la puerta, pensando que quizás había más empleados.

—Ahora, sí —dijo Bonnie—, pero pensé que quizás iría a ver al Señor Hess.

Alcé las cejas.

—Ah... —contesté, asintiendo—. ¿Quién es el señor Hess?

Bonnie se mojó los labios. Otra vez se olvidaba que no me acordaba de nada.

—Su prometido, señorita.

¡Ah! Daniel Hess, claro; él también era extranjero entonces. O por lo menos, hijo de extranjeros.

—Bueno, Bonnie —dije, apoyándome en la mesada. Nuestra cocina era más grande que la de Daniel—. ¿Estaría mal que fuese a verlo? Me dijo algo así como que en realidad él debería venir a visitarme.

—Se acostumbra que el caballero venga a ver a la dama, sí.

Me marché de allí arrugando la nariz. Tenía la ligera impresión de que iba a esperar siglos antes de que Daniel viniera a ver a su prometida. Subí a mi cuarto y me vestí, sacándome el sensual camisón de Daria y buscando un vestido que fuese más cerrado y que no tuviera la elegancia del rojo que había empapado hacia dos días.

Daria le encantaba el rojo. Suspiré cuando no me quedó otra que elegir uno estampado cuya tela era menos suave y delicada y más humilde y para todos los días. Nunca se me hubiese ocurrido que ese color me iba a quedar bien, pero ella parecía tener un gusto más refinado y acertado.

Me recogí el cabello y bajé otra vez a desayunar. Lamentablemente, me gané otra mirada desaprobatoria de Bonnie. La ignoré lo más que pude cuando me servía la comida y me relajé cuando me dejó sola. Ahí, ella no tenía permitido sentarse conmigo.

Comí sola, aburrida, y tratando de imaginar cómo se peinaban todos los días las mujeres. Había visto que usaban muchos rulitos, pero no pensaba usar ruleros todos los días de mi vida. Tenía que haber otras opciones, más aun viviendo en el campo.

Al terminar, pregunté qué era lo que yo solía hacer para pasar el tiempo. Bonnie me dijo que solía leer, que buscaba libros en la biblioteca de mi padre, que iba a dar paseos y que luego me encerraba en mi habitación.

Era una vida terriblemente monótona, pero la verdad es que tampoco había mucho más que hacer. No había televisión, ni internet, ni ganas verdaderas de meterme en el río a refrescarme porque esa agua estaba congelada debido a la cercanía a las cumbres de las sierras y a las vertientes.

Sin embargo, a pesar de mis decepciones, salí de la casa para explorar. Quería ver qué más podía reconocer del pueblo en su estado actual. Bonnie me acompañó hasta la puerta y me preguntó si no quería llevar sombrero. Afuera, el sol estaba bastante fuerte y me imaginé que también lo decía porque no le gustaba mi cola de caballo. Me solté el pelo y le dije que no tenía ganas de volver arriba. No pudo decirme nada más, sobre eso al menos.

—Por favor, señorita Daria, recuerde que a su padre no le gusta que hable con otros hombres que no sean el señor Daniel, ¿si? —me dijo, un poco temblorosa.

—No, Bonnie, no lo recuerdo. ¿Y eso por qué? —dije, deteniéndome antes de salir del jardín.

—Porque no sería correcto, usted está comprometida.

—Entiendo.

Era bastante obvio —o eso suponía— y bastante exagerado. Me despedí de ella y llegué a la calle con rapidez. No contaba con ver a Daniel y la verdad es que tampoco quería que pensara que era una pesada. Por ahí empezaba a creer que dependía mucho de él. No estaba bueno que se la creyera y la verdad es que prefería averiguar un poco más de su relación con Daria por otros medios.

En el camino, me saludó una señora y me preguntó por mi estado de salud. Luego, me crucé con un par de trabajadores agrícolas, que iban al pueblo a almorzar desde temprano, y al final con una mujer bien distinguida que apenas era un poco mayor que yo. Tenía bien armados los rizos a la altura de los hombros y me sometió a un escrutinio bárbaro.

—Daria, querida, ¿qué le pasó a tu pelo? —me dijo, llevaba una fina sombrilla además de un sombrerito con red. Sus tacones eran más altos, parecidos a los que había llevado el día que había llegado allí y no parecía importarle eso.

—Se me perdieron los ruleros —contesté, pues pensé que decirle que no tenía ganas de hacérmelos iba a quedar muy mal. Ella arqueó las cejas y la fugaz idea de que quizás éramos amigas se esfumó. No sabía entonces porqué me tuteaba, si era una cuestión de intensidad en el ataque o qué.

—¿Se te perdieron? —respondió, con sorna—. Bueno, pero de verdad parece que te diste la cabeza con algo. ¿Es verdad que perdiste la memoria? ¿Qué no recordas ni quién era tu prometido? ¿Te olvidaste que ese estampado es historia vieja también?

Me quedé muda, buscando la lógica al nivel de acoso que ella intentaba someterme. No encontraba nada por lo que sentir vergüenza, más que por su patético intento por molestarme.

—No tengo ni idea de quién sos, es verdad —contesté, sin molestarme demasiado—. Pero evidentemente no puede ser tan difícil. Preguntaré a ver si alguien te conoce... —suspiré y negué con la cabeza—. Ah, no, esperá, mejor preguntémosle a quién le importa. —Se quedó viéndome con la boquita pintada de rojo ligeramente abierta—. Corazón, anda a joder a quien le interese.

Pasé junto a ella, decidida a no darle más de mi tiempo. Supe que se había quedado mirándome, incrédula, hasta que llegué a la plaza principal e intentó volver a la carga.

—¿Perdón? ¿Cómo te atrevés a hablarme así? Soy una mujer casada y con mucha dignidad. Una nena como vos no puede ni debe referirse así a una señora como yo.

Clavé un talón en el suelo. Me giré a verla, con pena. Resultaba que su valor dependía de su marido, qué triste.

—Pobre de vos que necesitas valerte de eso para sentirte más que otros —contesté—. Otro día, si me da gana, me contás, ¿dale? Por ahí te venga bien relajar la cara de culo que tenés.

Eh, seguro que Daria nunca habría dicho eso. Pero yo no era Daria y me importaba poco lo que esa persona tuviera que decir de mí. Al fin y al cabo, la que había empezado a intentar molestarme era ella y se notaba a leguas que me consideraba una competencia. Me pregunté cuántas mujeres jóvenes y de gran poder económico vivíamos allí. Quizás ella y yo éramos las únicas. Eso lo comprobé cuando vi a otra señora que estaba embarazada y que me saludó desde lejos por compromiso y luego un par de niñas que tenían la mitad de mi edad.

Llegué al puente que atravesaba el río del medio y observé lo que iba a ser en un futuro el estacionamiento del pueblo. Ahí era donde había dejado a Luna y a papá, pero estaba tan irreconocible que no pude sentir ni pena ni congoja relacionada con ese sitio. Lo que sentía tenía que ver únicamente con ellos y con la idea de que quizás no volvería a verlos.

—No —me dije—. Es imposible que me quedé acá.

Antes prefería arrojarme por la cascada, tal y como Daria había prometido.

Me quedé ahí, parada, por un buen rato. Hacía calor y lamentaba no haber llevado una sombrilla también.

—Señorita Daria.

Me volteé. Un hombrecito un poco extraño estaba detrás de mí, quizás demasiado cerca.

—Hola —dije. Parecía tímido y un poco debilucho, como si estuviese enfermo—. Perdón, pero no sé quién sos.

El hombrecito asintió con la cabeza.

—¿No ha vuelto su padre aún?

—No —dije, sin sorpresas. Así que ese era el que se había paseado por la casa más temprano—, no sé cuándo vaya a volver.

El hombre se sacó el sombrero. En definitiva, no estaba tan bien vestido como Daniel. Llevaba unos pantalones negros, zapatos viejos y una camisa oscura, y aunque se había esforzado en peinarse, era evidente que su clase social era inferior.

—Yo podría...

—¡Daria! —Escuché la voz de Daniel desde la calle principal y me emocioné como una tonta. Le sonreí, mientras trataba de acordarme que todavía él podía estar mintiéndome. Daniel llegó hasta nosotros con prisa y apenas saludó al hombrecito con un gesto de la cabeza—. Acá está, la estaba buscando por todos lados. Bonnie me dijo que salió, hay un mensaje de su padre.

Me agarró del brazo como en las películas, saludo otra vez al señor y me instó a acompañarlo. Cuando estuvimos lejos, bajo la sombra relajante de los primeros árboles que se aparecían en nuestro camino, soltó el aire que tenía en los pulmones.

—Le gusta mucho salir sola —dijo—. Le hubiera dicho a Bonnie que me mandara a llamar.

—¿Para qué? Estamos en medio de la nada, ¿qué podría pasar acá?

Daniel giró la cabeza brevemente hacia atrás.

—Otra crecida, por ejemplo.

—A que nunca salimos a caminar juntos.

Él sonrió.

—Una sola vez, la primera vez. Fue esa en la que intenté ser amable y me ignoró durante todo el trayecto. Después me dejó solo sin dar explicaciones.

Me reí.

—No te voy a dejar solo ahora. Pero de verdad no va a pasarme nada esta vez. Me fijé bien en el agua. No estaba turbia ni nada. Me puse zapatos más bajos también, por si el otro día me caí por culpa de eso.

Daniel negó.

—No sé cómo se cayó, la verdad.

—No importa —respondí, sujetándome de él cuando la subida se me complicó un poco—. ¿Pero ahora se supone que tengo que tener guardaespaldas o algo así?

—A su padre no le gusta mucho que salga sola cuando él no está —me contestó.

—Ni que hable con otros hombres que no sean mi prometido —agregué, chistando—. ¿Si me saludan tengo que ignorarlos solo porque estoy comprometida? Como el hombre de recién, me saludó y me preguntó por mi papá, no podía salir corriendo sin abrir la boca.

Con un gesto extraño, él me guio de vuelta a la casa. Pasamos la plaza y recién ahí me acordé de la estirada que usaba su matrimonio para joder a otros. Ojalá me hubiera dicho: "No hables con mujeres casadas, acordate que estás comprometida y si te acercas mucho a ellas corrés el riesgo de convertirte en una de su bando". Era más lógico que correr el riesgo de interesarme por otro hombre, porque, en primer lugar, no había muchos hombres en el pueblo en esos años, mi prometido parecía ser el único lindo... y la verdad es que no pensaba quedarme. Al fin y al cabo, mi prometido iba a morir.

Me sentí un poco mal y lo miré con tristeza.

—¿Qué? —preguntó, al darse cuenta de mi gesto.

—Nada —contesté, pero me arrepentí—. ¿Vos estás enfermo o algo?

Daniel me miró como si estuviese loca. Parecía que iba a mirarme así seguido.

—No, ¿por qué? ¿Tengo cara de enfermo?

—No, ¿pero te hiciste algún chequeó recientemente? —insistí—. No quiero un marido que pueda enfermarse pronto y dejarme sola.

Su cara fue épica otra vez. Le resultaba raro que Daria aceptara ser su esposa; si contaba con suerte, cuando eso pasara yo ya no sería ella. Todavía tenía tiempo para buscar soluciones.

—Me chequeo regularmente. No estoy enfermo de nada.

—Qué bueno.

Todo eso solo me dejaba a opción enfermedades a desarrollar de golpe, o un grave accidente. O un asesinato, pero eso era menos probable teniendo en cuenta el lugar en donde estábamos. Era más seguro que Daniel descubriera que tenía cáncer, pescara una neumonía o se cayera de un barranco por accidente y se abriera la cabeza. Después de todo, yo había estado a punto de morir y Daria igual. A menos que ella hubiese muerto y yo también y no me quedara otra que continuar lo que me quedaba de vida en su mundo.

Tragué saliva, asustada. Si eso era lo que había pasado, dudaba poder volver. Y si eso era lo que me había pasado, pues entonces iba a casarme con un tipo que realmente iba a dejarme sola.

—Daniel —dije, ocultando un temblor—. ¿Crees que podríamos llevarnos bien?

—Si sigue en este estado de amabilidad absoluta, por ahí sí.

—¿Y no hay otra razón por la cual no me gustes? —pregunté, cuando llegábamos a mi casa.

—No tengo ni idea, Daria. No hablamos casi nunca. Me ignora todo el tiempo, si está de buen humor, y yo hago lo mismo. Hablamos cuando no queda otra opción. Ya se lo dije.

Asentí y empecé a subir las escaleras.

—Ya lo sé. Pero estuve pensando en las razones por las cuales podría estar enojada con vos, además de estar resentida o frustrada.

Daniel me soltó el brazo de pronto y su tono fue apático.

—¿Otra que no sea el hecho de que en realidad es usted bastante irritable? Su papá siempre dice que se enoja enseguida y pude comprobarlo.

—Ja, ja, ja —contesté, fingiendo diversión—. Hablo en serio. Por más que no te guste algo o seas irritable, esa no es razón para insultar gente porqué sí. Una persona normal no lo hace y la verdad es que no creo ser tan anormal.

O quizás era como la estirada del paraguas y por ahí si era así de bruja. Daniel me miró de arriba abajo y luego se concentró en las plantas de su jardín.

—Está muy habladora. Y preguntona.

—Tengo curiosidad —admití—. Y estoy tratando de ver si en realidad el guacho sos vos y te odio por algo que me hiciste.

Entonces, empezó a reírse. Me giré a verlo con el ceño fruncido.

—Por ahí me propasé, ¿no? —ironizó—. Por ahí le metí la mano por debajo de la pollera... o quizás le dije que cuando sea mi esposa me encargaré de encerrarla en un cuarto a bordar todo el día.

Me crucé de brazos.

—Hablo en serio —repliqué—. Esas sí son cosas serias, no me parecen graciosas —Cuando lo dije, él suavizó su expresión por un segundo, pero no dejó de reírse. Me molestó, porque estaba menospreciando mis dudas y mis miedos—. Pero lamentablemente no sé a quién más preguntarle por vos. Bonnie me va a decir que sos divino. Y mi papá... Uno no puede confiar en alguien que se parece a Hitler.

Dejó de reírse y se limpió un cachete con una mano. No se vio tan caballero por ese momento, sino como un muchachito de veinte como los que yo conocía. Uno que además era bien menso. Mantuve a raya mi irritación, porque también era consciente que Daniel había nacido en 1924 y era más viejo que mis abuelos y sus costumbres y pensamientos eran otros. Por desgracia, bastante misóginos.

—¿Qué tiene con Hitler?

—Nada —contesté, dura—. Ese no es el punto acá, pero está bien.

—Parece que no está bien —me contestó, notando que estaba enojada, avanzando por el jardín.

Lo seguí con la mirada y me mantuve recta, firme.

—Más vale que no. Te estabas burlando de mis preocupaciones como si no pudiesen ser posibles.

Se quedó mirándome por un segundo, en silencio, tratando de definir cómo debía actuar ante mi reacción a su burla. Luego, torció el gesto e hizo una inclinación con la cabeza.

—Son preocupaciones válidas —aceptó—. Le ruego que me disculpe.

Nos observamos en silencio, recelosos, por unos momentos más, hasta que Daniel suspiró y volvió a inclinar la cabeza.

—Le ruego que me perdone. Esas son las acusaciones que me esperaría de usted, después de todo. No lo digo para justificarme, lo digo porque es así como usted me trata a menudo. Yo jamás le haría algo que la lastimara. Aunque usted parezca creerlo todo el tiempo.

Continué mirándolo en silencio hasta que terminó de hablar. Procesé sus palabras y me pregunté si debía creerle o no hasta que me dí cuenta de que seguía sin tener opciones. Si mentía, de algún modo también lo descubriría estando cerca de él.

—Gracias por las disculpas —contesté, descruzando los brazos y caminando de nuevo—. ¿Vos también sos alemán?

Él parpadeó, confundido por mi repentino cambio de tema, pero me alcanzó, agradecido de que no siguiéramos peleando. Seguro tampoco se esperaba eso.

—Mis padres sí. Nací acá. Ellos vinieron de chicos.

—Entonces, sos argentino. ¿Qué dijo mi papá en el mensaje?

Daniel se detuvo al llegar a la puerta principal.

—No había mensaje. Era una excusa para llamarla.

Ladeé la cabeza en su dirección y volví a cruzarme de brazos.

—No me digas que ahora que estoy re dulce te gusto y te pusiste celoso —le dije, con la intención de provocarlo. Una pequeña venganza por su actitud anterior, pero en vez de molestarse, primero me dirigió una sonrisa trémula—. ¿Qué? ¿Tengo cara de payaso? Ya sé que hoy me maquillé y me peiné como el traste, pero tampoco es para tanto. Deberías estar agradecido por estar comprometido con un bombón como yo. Si no te quedaba la opción de la rubia estreñida a la que le falta tomarse su agüita de lino que anda por ahí. Uf, esa sería peor opción que yo, eh.

Su sonrisa se convirtió en una carcajada y antes de que me diera cuenta, hasta estaba conteniendo las ganas de llorar de la risa.

—No sabía que era tan divertida —confesó, agarrándome la mano y dándome una palmadita—. Ay, Daria, por favor, quédese así. Por lo menos no vamos a estar tan amargados el resto de nuestras vidas.

Me soltó y se fue. Me quedé como una tonta mirándolo y pensando que realmente no podía haber nada tan malo en ese chico. No parecía tan terrible, hasta sabía disculparse. Era hasta divino. Daria estaba loca. 

Weiterlesen

Das wird dir gefallen

22.1K 2.1K 35
Emeraude Blanchard es una sonriente chica que junto a Laetitia, su mejor amiga, decidió estudiar Diseño Gráfico en la Universidad de Copper Grace, Ne...
6.7K 734 38
Esta es una historia que ha sido escrita a través de los siglos en Txard y ha tenido más de mil versiones: Poemas, historias, canciones, obras de tea...
23.5K 4.5K 43
Dulce ama a Chayanne. Después de sus intentos fallidos por convertirse en su esposa, su asistente y la cuidadora de su perro, decide ponerse una meta...
195K 32.7K 51
Los hombres son un lujo que solo pocas mujeres pueden darse. Aria se hace con uno, pero descubrirá que hay más cosas detrás del hecho de poseer a un...