El hijo de la Bestia © [Tomo...

By Mikita19

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[No es una novela de fantasía] Sinopsis: Lara no predijo, mejor dicho, no logró huir del peligro que se atra... More

Página cero: importante
Sinopsis + prefacio
🥀"Ceguedad"🥀
🥀Capítulo I🥀
🥀Capítulo II🥀
🥀Capítulo IV🥀
🥀Capítulo V🥀
🥀Capítulo VI🥀
🥀Capítulo VII🥀
⚔️"Ave enjaulada + Extra"⚔️
⚔️Capítulo VIII⚔️
⚔️Capítulo IX⚔️
⚔️Capítulo X⚔️
⚔️Capítulo XI⚔️
⚔️Capítulo XII⚔️
⚔️Capítulo XIII⚔️
⚔️Capítulo XIV⚔️
Gasper
⚔️Capítulo XV⚔️
⚔️Capítulo XVI⚔️
⚔️Capítulo XVII⚔️
⚔️Capítulo XVIII⚔️
⚔️Capítulo XIX⚔️
⚔️Capítulo XX⚔️
⚔️Capítulo XXI⚔️
⚔️Capítulo XXII⚔️
⚔️Capítulo XXIII⚔️
⛤"Caballo de Troya"⛤
Introducción. Parte II
Prefacio

🥀Capítulo III🥀

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By Mikita19

Me aferré a mis piernas flexionadas para así usar mi propio cuerpo como refugio, de esta manera permanecí ajena a lo que acababa de ocurrir. Tal vez si no miraba a esos hombres a los ojos, mucho menos a él, no sentiría tanto miedo o ya habría muerto de un paro cardíaco.

―Ya saben qué hacer con estos dos―reconocí la voz de mis pesadillas.

Me encogí. Deseaba hacerme cada vez más y más pequeña, casi como una partícula. Necesitaba ser invisible, desaparecer de este lóbrego lugar y reaparecer en los refugiados brazos de mamá.

De pronto, unos ásperos dedos detallaron con delicadeza mi mentón. Me sobresalté al instante, arrastrándome sobre el colchón hasta que el respaldar no me permitió retroceder más, en ningún momento me permití abrir los ojos. Sabía que se trataba de él, su aura maligna intentaba invadir mi espacio personal.

―Te lo advertí, muñeca, no debiste contradecirme. Peor, intentaste asesinarme pero tu plan no incluía al inútil de Gregorio―su voz sonaba tranquila, acariciaba cada palabra con púas incluidas.

Me mantuve al margen, sin verlo, pero atenta. Lo penoso era no lograr controlar los efectos del espanto. Un ciego podía percibir mi miedo de solo tocar mi brazo y palpar mis poros erizados.

Él, apretó mi quijada con brutalidad, arrebatándome varios jadeos de dolor.

―¿Sabes una cosa, golondrina? Hay una ínfima parte de tu plan que no advertiste para que obtuviera éxito―susurró a escasos milímetros de mi boca y añadió―: subestimar mi inteligencia. Se te escapó la posibilidad de que enviaría a alguien a averiguar en qué condiciones estabas. Esta mañana descubrí algo en ti, además de miedo, que me mantuvo alerta.

Quería alejarme... No podía. Su cercanía me volvía débil, como cual venado siendo rodeado por bestias feroces. Sin más salida que un trágico final.

―No debí subestimarte, sientes el vértigo pero no te intimida la caída, porque de igual manera caminas a orillas del vacío. Tu intento de valentía será tu castigo―me soltó violento―. Llévenla al sótano―ordenó a los gorilas que trabajaban para él.

Con espanto, observé a los tipos de mirada penetrante y sombría. Negué con la cabeza en un intento de impedirles que cumplieran esa orden contra mí. Era evidente que de nada serviría, ambos planeaban acorralarme. Uno pasó por una de las laterales de la cama, el otro se acercaba por el otro lado.

Sin escapatoria y desesperada por encontrar una, de un salto bajé del lecho, enfrentando al grandote que se acercaba por la derecha. Éste se detuvo, ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa macabra.

―¿Planeas ir a algún lado, pequeña?―cuestionó el mastodonte, burlándose de mí.

Escucharlo me produjo un estremecimiento que llegó a sacudir mis extremidades, es intimidante al cien por ciento, desde su cuerpo hasta el rugir potente de su voz.

A sus espaldas Michael se cruzaba de brazos, con ojos divertidos evaluaba la situación. Aparté la mirada al sentir la suya encima.

―Por favor, déjenme ir―rogué. Pero fue en vano.

Con decir eso solo provoqué que los tres se me rían en la cara. Mis palabras fueron absurdas y divertidas para ellos, a duras penas comprendí que ninguno sentiría ni un ápice de compasión por mí, al contrario, encontraba entretenida mi desesperanza.

El gigante trajeado frente a mí no paraba de reírse, entonces aproveché su distracción como mi oportunidad para zambullirme. Al ser menuda y unos metros más baja que él, pude esquivarlo.

Pero en el transcurso pise algo resbaloso, lo cual provocó que cayera al instante al piso. Me golpeé tan fuerte en la cabeza que me atonté.

Fue una tarea forzosa volver a levantar los parpados, para cuando lo logré me encontré apresada por la mirada verdosa de Michael Johnson, secándome la garganta y acelerándome, más aun, el ritmo cardíaco.

―Tonta―espetó él―. Deja de burlarte de ti misma. ¿Qué no lo ves? No irás a ningún lado a menos que yo te lo permita y eso jamás pasará. Tu vida me pertenece―aseveró con sorna. Los ojos se me humedecieron―. Levántenla―se apartó para que sus empleados cumplieran con el mandato.

Ambos grandotes me agarraron de los brazos, levantándome sin esfuerzo y solo permitiendo que la punta de los dedos de mis pies rozara la fina cerámica.

Puntos blancos y rojos se mezclaban en mi visión. Las sombras se movían o eran dobles, el charco de sangre se extendía por el suelo. Abrumada, seguí con los ojos el camino del que provenía tanto líquido escarlata. Hasta encontrar el cuerpo sin vida de la mucama muda.

Cerré los ojos al instante, perturbada. Esa imagen aterradora no salía de mi mente y disolver el recuerdo me resultaba una tarea imposible. Sin poder evitarlo, las lágrimas se libraron de su retención sin control.

―Erraste, golondrina, ahora obtendrás tu castigo―espetó Johnson, después se dirigió a sus empleados―: Ya saben dónde llevarla.

Poco a poco levanté la cabeza. Él se dirigía a la puerta, sin preocupaciones, tranquilo como si no hubiese ocurrido una masacre en una de las habitaciones de su lujosa mansión. La sangre me hirvió de rabia e impotencia. Y eso fue lo que incrementó mi ira, instándome a detenerlo por impulso:

―¡No!―exclamé. El infeliz se detuvo bajo el marco de la puerta. Aproveché para soltarle todo el odio acumulado en mi pecho―: Soy dueña de mi vida, no soy tu prisionera, no puedes privarme de mi libertad. Solo yo me pertenezco y tú no eres más que un vil asesino, demente, narcisista...

De pronto sentí la necesidad de cerrar la boca y nunca más volver a abrirla. Michael se acercaba a paso firme y rápido, de su mirada centellaban llamas salvajes y violentas.

Con rabia inyectada en los ojos, enroscó una mano en mi cabello y tiró para pegar mi rostro al suyo. No pude evitar fruncir los parpados, mi cuero cabelludo palpitaba al ser arrancado y percibir su cara tan cerca incrementaba el peor de mis temores: sufrir una muerte dolorosa.

―¡Mírame!―ordenó rabioso, escupiéndome en la cara.―¡Que me mires!―zamarreó con brusquedad mi pelo.

Con esfuerzo, porque el dolor no me lo permitía, levanté lentamente los parpados, viéndolo todo nebuloso. Su cuerpo siendo solo una sombra resaltando en un ambiente sombrío y tétrico. Unas cuantas lágrimas se escurrían y empapaban mis mejillas.

―El concepto de libertad para ti es lejano, tu vida me pertenece. Tú me perteneces. Eres mía, de mi propiedad. ¿Te quedó claro?

Frené el temblor en mis labios para dirigirle mi respuesta:

―No―articulé.

Desconocía el valor de mi atrevimiento al enfrentarlo, pero no podía controlarlo. Reconocía que a lo largo de los años he desarrollado pensamientos empáticos y sostenido ideales independientes, siempre he considerado a la opresión y depresión parásitos que enfermaban la estabilidad emocional del ser humano. Y no pensaba en dejarme arrastrar hacia ese pozo. No sin luchar.

Johnson me soltó, levantó su brazo y, combatiendo toda ley de gravedad, me dio una cachetada a tal fuerza que terminé con la mirada clavada en el piso. Saboreé el gusto metálico de mi propia sangre y le escupí en los zapatos.

―Te odio―mascullé sin mirarlo.

―Tampoco busco tu amor, pero sí divertirme mucho contigo. Nos veremos pronto, golondrina.

Tras decir eso último, una mano grande y pesada se posó en mi hombro, ejerció presión en un punto definido y al instante mi sistema nervioso decayó de manera tortuosa. Obligándome a caer en un profundo sueño.

~~~~

Desperté con dolores musculares y pesadez, como si anteriormente hubiese abusado de varias horas de ejercicio. El ambiente en el nuevo lugar en el que acababa de despertar, era frío y sombrío. Lentamente fui sentándome sobre el colchón plano para observar mi alrededor.

Este no era un simple dormitorio, cuartucho o como quiera llamársele. Más bien, por su aspecto obscuro y paredes ásperas y grises se asemejaba más a una mazmorra pero sin barrotes.

Estaba sentada sobre una cama con dosel, deteriorada y vieja, telas rojas y rotas colgaban a los costados.

Lancé a un lado las mantas grisáceas que me cubrían, tomé un profundo respiro, extendí las rodillas hasta que mis pies hicieron contacto con el helado contrapiso―me hacía falta un par de medias―, y aferrándome a una de las laterales de madera del dosel, fui parándome poco a poco. Al terminar de incorporarme, apoyé la espalda unos segundos en la pared. Recuperando así el aire que con el esfuerzo absurdo que hice pareciera que acabara de perder al correr una maratón. Apreté los parpados unos instantes, la cabeza no paraba de darme vueltas como una calesita. Respiré hondo incontables veces para lograr aplacar ese malestar.

Una vez recuperada mi estabilidad, volví a observar mí alrededor. En el centro estaba la cama con dosel; no habían ventanas, solo una tenues luz proveniente de un solitario foco; frente a la cama posaba un espejo de cuerpo completo empotrado en la pared, con un marco de madera astillada, al lado había una firme mesita de metal y una silla del mismo material; en uno de los rincones encontré un pequeño espacio con un inodoro y un lavamanos; y en la otra esquina una puerta de acero que aparentaba ser muy pesada.

Inmediatamente me dirigí hacía la única entrada y salida. Pero no encontré picaporte, solo una inútil cerradura. Mi única escapatoria era un pedazo de metal encajado a la pared.

―Maldición―pateé la puerta. Provocando un profundo sonido que quebraba el silencio del lugar y se convertía en ecos rebotando por las paredes―. Maldición, maldición, maldición―repetía mientras le proporcionaba varios puñetazos al acero. Lastimándome los nudillos.

Sabiendo lo inútiles que eran mis golpes, me detuve y planté mis rodillas en el áspero suelo. Me cubrí el rostro y lloré desconsoladamente. Otra vez.

Me levanté de un salto al escuchar un ruido proviniendo desde afuera. El pesado acero de la puerta fue empujado hacia dentro. La empleada extraña apareció. Estaba a punto de hablarle cuando reconocí a uno de los matones de Michael Johnson entrar detrás de ella. Retrocedí hasta que mi espalda hizo contacto con la pared contraria. Lo miré con miedo y desconfianza, él me observó satisfecho por mi reacción. Desgraciado.

Ninguno dijo nada, la mujer acomodaba una bandeja con comida sobre la mesa de metal. Luego dejó sobre la cama unas mudas de ropa y así retomó nuevamente su camino devuelta.

Ninguno me miró después de salir y asegurar la puerta.

En ese momento sentí como si mi desconfianza reservara mis deseos, pues una vez me descubrí sola nuevamente, mi estómago vacío reaccionó y de mi saliva comenzó a fluir la ansiedad. Miré con aprecio el plato de arroz blanco y la botella de agua.

Poseía un apetito voraz y la sequedad en mi garganta suplicaba a gritos beber ese litro de agua, era consciente de que tenía que mantener el control sino me ahogaría por la tormentosa necesidad de abalanzarme sobre esos aperitivos. Entonces proseguí a darle un gran sorbo al agua hasta dejar la botella a la mitad, me senté en la silla y engullí desesperadamente el arroz.

Esta reacción era muy impropia de mí, en otras circunstancias me avergonzaría si alguien me viera arrasando el contenido de la bandeja como una salvaje. Hoy por hoy nada de eso me interesaba. Necesitaba recuperar fuerzas para después pensar con claridad.

Dudaba que la comida fuera condimentada con veneno, si ese tipo quisiera acabar con mi existencia ya lo hubiese hecho. Como hizo con la mucama muda y el mayordomo.

Recordar la sangre, los cuerpos y al señor desangrándose bajo el vidrio empuñado por mi mano, fue como sentir una patada en el pecho. El hambre desapareció en un chasquido de dedos y los ojos se me llenaron de lágrimas.

Rencorosa, dolida y asustada, agarré la bandeja y largué todo a la mierda. El plato de porcelana se hizo añicos estrellándose contra el piso. El estruendo sonó tal cual mi magullado corazón, grité con toda la potencia que mis pulmones me lo permitieron. Desesperanzada.

Perdí la noción del tiempo, paré de llorar cuando mi mente hizo un bloqueo de pensamientos y mi sistema encendió sus alarmas de sequía. Como un cuerpo sin alma, arrastré los pies hacia el desastre que hice. Agarré la botella, abrí el grifo del lavamanos―éste escupió aire dos veces y después el chorro de agua―, llené el plástico y me llevé el pico a los labios. Unas cuantas gotas cayeron sobre mi ropa. Entonces noté que todavía llevaba puesto el vestido blanco, convertido en un trapo harapiento, con manchas de mugre, tierra y... sangre.

Me tragué la angustia que me ocasionó memorar esto último, dejé la botella de agua sobre el lavamanos y proseguí a quitarme el vestido, sin importarme el ambiente gélido que me albergaba. Quedé solo en ropa interior, lo que me llevó a abrazarme a mí misma porque moría de frío. A los tiritones, giré sobre mis talones y vi la ropa perfectamente apilada que había dejado la mucama extraña sobre la cama. Qué oportuno.

Segundos después me enfundé en unos pantalones de deporte negros, camiseta blanca y buzo azul. Mis pies continuaban desnudos, por ese motivo me hice un ovillo sobre el colchón y me cubrí con las mantas hasta la cabeza.

No lograba dormirme, cada vez que cerraba los ojos revivía una y otra vez la misma escena: cuerpos mutilados sobre charcos de sangre en el suelo. Y el estruendoso sonido de los disparos que me obligaban a levantar sobresaltada. Aunque en realidad los estaba imaginando.

Cuando no soportaba seguir en la cama, me sentaba en una esquina y abrazaba mis rodillas, mirando a la nada. Intentando no pensar en todo lo ocurrido. Sin embargo, resultaba inevitable, ni siquiera los recuerdos de mi familia o de mi mejor amiga podían opacar aquella mortal noche que me llevó a estar encerrada en este espantoso sitio.

Los días transcurrieron lentos, sombríos, solitarios. Reconocía cada momento del día cuando la empleada extraña entraba con el desayuno, después de unas horas volvía con el almuerzo y casi al final, ingresaba con la cena. Así se me hizo costumbre reconocer, más o menos, los horarios. Ya que no había una sola rendija o abertura por la que pudiera filtrarse un rebelde rayo de sol.

Miré la bandeja del desayuno, sin comida porque ya la ingerí, y me puse de pie. A un lado de la puerta estaban dibujadas seis líneas horizontales. Agarré la piedrita con la que venía trazando los días en la pared―porque los cubiertos son inservibles plásticos desechables―, y tracé una séptima línea. Luego dibujé sobre ellas una raya horizontal y así agrupé siete líneas.

Una semana de cautiverio.

¿Debo conformarme por no haber visto el endemoniado rostro de Michael Johnson durante estos días? Sí, eso es lo único que me mantenía segura por el momento. No obstante, soy consciente que no será así por mucho tiempo. Este sujeto algo tramaba.

No he podido idealizar múltiples posibilidades para salir de aquí porque lo único que he visto es al mismo matón y a la mucama extraña entrar y salir. Nadie más, ningún solo movimiento más.

Suspiré antes de sentarme nuevamente en el suelo. ¿Hasta cuándo seguiré viviendo como ave enjaulada?

De pronto la puerta volvió a abrirse. Observé entrar a la vieja, pero no a su habitual acompañante. Juntó los residuos del desayuno, se detuvo unos segundos y resopló sonoramente. Volvió a agarrar la bandeja y caminó hacia la puerta abierta.

Me mordí la lengua, moría por sacarle al menos unas cuantas palabras. Resignada, me puse de pie, dispuesta a volver a la cama.

Últimamente, lo que hacía era intentar dormir o al menos eso pretendía porque las pesadillas reaparecían con tal insistencia que lograban desvelarme por varias horas. También está el hecho de que no he tomado una ducha de verdad durante varios días, el agua del grifo del lavamanos era demasiado fría, pero de todos modos me he aseado un poco con eso, sin jabón, no resistía sentirme tan sucia.

Hace dos días la empleada extraña me entregó unos jogging azules, zapatillas de tela negra―calidez individual para mis pies―, una camiseta blanca y, para espantar el frio, un buzo negro con capucha, el cual no me quitaba por el clima fresco ahí dentro.

Antes de dirigirme a la cama, me detuve al notar un objeto plateado sobre la mesa. Mis ojos se abrieron con asombro al percatarme de que se trataba de una llave. Con la forma exacta de la cerradura.

No pensé dos veces antes de abalanzarme sobre el objeto metálico y aferrarlo a mi pecho.

La empleada extraña, ella lo ha dejado para mí. ¿Por qué razón? ¿Planea ayudarme? ¿Y si era otra trampa de Johnson para saber si sigo con mi intento de escapar? Recuperar mi libertad era lo que más deseaba, pero morir en el intento no estaba en mis planes y Johnson ya ha demostrado lo que era capaz de hacer si se incumplen sus reglas.

Guardé la llave en el bolsillo de mis jogging, ansiosa y desconfiada a la vez. Algo se me ocurrirá.

~~~~

Desperté sobresaltada y soltando una bocanada de aire cuando me chapotearon una buena cantidad de agua en la cara. Esto me trajo nefastos recuerdos. Miré aturdida al responsable, temblando de frío por las ropas mojadas que se me ceñían al cuerpo.

El matón de Johnson parecía entretenerse con mi aspecto desalineado y el líquido chorreando de mi vestimenta. Gruñí, pero no hablé, por más que mis ganas de insultarlo fueran desmedidas.

La empleada extraña entró detrás de él y se horrorizó al ver mi apariencia. Primer gesto humano que vi en ella. Me abracé con fuerza, me estaba congelando.

―Hora del baño―anunció el mastodonte imbécil. Le aparté la mirada. Qué ser despreciable―. Maricela, tienes unos minutos para ayudarla―advirtió antes de cerrar la puerta de acero y salir.

La empleada extraña, que ahora sé que se llama Maricela, asintió con la cabeza antes de que él desapareciera tras la única salida y acomodó unas cuantas mudas de ropa sobre la cama.

Dejó extendida frente a mí una toalla blanca, la cual no tardé en recibir para cubrir mi cuerpo mojado por culpa del idiota desconsiderado que me despertó con el baldazo de agua.

A la vez que lograba conciliar el sueño.

―Venga conmigo―pidió la mujer.

Trazó un camino hacia la puerta y dio dos toques. El gigantón al otro lado le abrió. Dudé unos segundos en seguirla, sin embargo el imbécil aferró sus gruesos dedos en mi delgado y pálido brazo y tiró de mí a la fuerza, arrastrándome por un pasillo iluminado con unos cuantos candelabros. Las paredes y piso han sido creados con nada más que cemento.

Sin más, seguí a Maricela por el pasillo, ignorando a aquel hombre. Claro que no podía evitar sobarme el brazo, el muy desgraciado me ha dejado su mano marcada.

―Por aquí―indicó Maricela.

Se detuvo frente a otra puerta de metal, solo que ésta era corrediza. Tocó un interruptor y el parpadear de un foco iluminó una regadera.

Tragué saliva. ¿Qué clase de lugar es este? ¿A cuántas personas habrán tenido cautivas? Por Dios, de solo pensarlo volvía el pánico.

―Pase, he dejado todo los productos de limpieza necesarios para que pueda ducharse―informó Maricela―, también llené el tanque con agua hirviendo. Por los minutos transcurridos, lo más probable es que el agua esté tibia. Apresúrese, el tanque no tardará en enfriarse.

Sin más y necesitando urgente esa ducha, caminé a las regaderas. La tal Maricela cerró la puerta pero no se fue. Bufé hastiada, ¿hasta en la ducha van a vigilarme?

―No se preocupe por mí, ignore que estoy aquí―se adelantó a decir la mucama, deduciendo mi incomodidad―. Son órdenes de mi patrón. Debo estar aquí.

―No lo dudo―murmuré.

Moría de ganas por quitarme esa ropa mojada y mugrienta que se me pegaba al cuerpo. Me quité el buzo, pero me detuve antes de deshacerme de la roñosa remera, que ya no era tan blanca que digamos.

―Maricela, podría hacerme el favor de... darse la vuelta― pedí, tímida―. Por favor.

Por un momento pensé que la mujer se negaría, pero no tardó en responderme con un acertado . Al darme la vuelta para mirarla me di cuenta que estaba haciendo caso a mi petición.

Suspiré y terminé de quitarme la ropa.

Me relajé bajo la ducha. El agua cálida caía a borbotones sobre mi delgado y pálido cuerpo, era renovador y a la vez molesto. Pues me dolía mucho el cuello por la pésima postura al dormir sobre un colchón tan incómodo.

Al lavar mi cabello noté que el chichón en mi cabeza se había deshinchado bastante los últimos días y ya no dolía tanto como antes.

No lo pretendía, pero recordé la razón por la que se me produjo ese golpe, como también las muertes que hubo esa noche. Que por más que no se haya tratado de dos personas inocentes, porque estaban encubriendo a un secuestrador, eso no restaba en que el tal Gregorio y la mucama muda eran seres humanos. Preferiría que obtuvieran su castigo otorgado por un juez, no que su vida acabara de esa manera.

Nadie tiene derecho a atentar contra la vida de otros. Nadie puede creerse dueño de la vida de una persona que nació libre. Estamos en el siglo XXI, la esclavitud se terminó hace años.

Cerré los ojos, intentando calmarme. No lo lograba, el dolor estaba incrustado en mi interior, en mi memoria y era tan inmenso que ennegrecía mi alma, arrastrándola a la desoladora angustia.

He pecado. He asesinado a otra persona.

Refregaba con fuerza el jabón en mis manos. «Sangre. Sangre. Mis manos están empapadas de sangre ¡Debo quitarme la sangre de las manos!»

―Señorita―Maricela detuvo mis bruscos movimientos.

Abrí los ojos, volviendo a la negra realidad. Negué frenéticamente con la cabeza.

―No puede ser ¡no!―grité al caer en la cuenta de que ya nada será igual. He perdido mi vida.

―Cálmese, señorita, por favor hágalo―susurró con voz tranquila, pero su mirada no demostraba lo mismo. Algo la inquietaba. Tal vez sea mi reacción, la locura en la que he caído al fin.

Retrocedí a su intento de reconciliarme, largándole un manotazo para que no se me acercara.

―Saldrá de aquí―me detuve al escuchar sus palabras―. Tenga, cúbrase del frio―me entregó la toalla.

Perpleja por mis acciones y pensamientos, le permití colgarme la toalla sobre los hombros.

―Solo esté atenta a mi señal―volví a mirarla. Su ceño estaba levemente fruncido. Era tan tangible su seriedad, su mirada crítica y expresión severa, que me desconcertó bastante, ¿cuál era su plan conmigo? ―. Saldrá de aquí. Se lo prometo.

~~~~

Al desayuno siguiente, Maricela me dirigió una breve mirada antes de salir y cerrar la puerta junto con ese tipo.

Miré el té con algunas tostadas que dejó para mí sobre la pequeña mesa de madera. Me quité las mantas, ya vestida con los jogging grises y el buzo negro con capucha que me entregó la mucama después de la ducha que me di el día anterior.

Miré el desayuno, agarré las dos servilletas y las revisé esperando que hubiese algo escrito en ellas. Nada.

Me mintió, esa mujer era tan maldita como todos los que trabajaban para Johnson. Estaban poniéndome a prueba y yo estuve a punto de caer nuevamente.

Encolerizada, agarré la bandeja y la empotré contra el piso. Poco me importaba que quién vigilara haya escuchado el alboroto.

Llevé mi cabello hacia atrás y miré agitada el desastre que dejé. Cuando la furia dejó de cegar mi visión, descubrí un pequeño papel amarillo pegado entre las mitades de la taza partida en dos. Para ser precisa, estaba pegado en la base de la taza.

Me coloqué de cuclillas y aparté un poco de loza para poder agarrar el papel.

«Es el momento» Leí.

Momentáneamente recordé la llave que aún seguía en mi poder. Como si la nota estuviera sincronizada con mi siguiente movimiento, corrí hasta la cama, agarré la almohada y la sacudí. La llave cayó por la pequeña abertura que le hice a la tela para poder ocultarla.

Me precipité hacia la puerta, introduje la llave y tragué miedo. Los ojos se me iluminaron esperanzados, la cerradura cedió y el metal brincó un poco en mi dirección. Tiré con fuerza hasta conseguir el espacio necesario para que mi cuerpo pasara.

Alivio fue lo que sentí al encontrarme con el pasillo completamente aislado, pero la adrenalina no descendía. Entendía que debía seguir avanzando.

Corrí por las conexiones de los pasillos―en total venía atravesando unos tres―, segura de que no me toparía con nadie. Por el eco revotaba el sonido de mis pasos apresurados y mi respiración agitada.

Al final del pasaje me topé con una escalera de madera clavada al suelo. Suavicé mis manos y me preparé para trepar las tablas clavadas en posición horizontal.

En la superficie, una gran tabla rectangular de madera maciza, bastante pesada, era la última barrera que debía cruzar para salir de esta cueva maldita. La sola idea de pensar que saldría de ahí me motivaba a seguir empujando a un lado la tapa del pozo. Rayos solares se iban filtrando en el espacio que estaba consiguiendo y el cantar de las aves que aleteaban por ahí fue como música consoladora para mis oídos.

Desesperada y con rapidez, escalé lo poco que faltaba y me lancé fuera. Me faltaba el aire, pero no me aguanté las ganas de reír por el triunfo obtenido. Sabía que debía continuar, pero antes tenía que volver a acostumbrarme a los brillantes rayos del sol. Mucho tiempo bajo tierra y encerrada entre penumbras afectaron mi visión. Para cuando se me pasó el encandilo, observé con determinación mi entorno. Monstruosos árboles altos y anchos me cercaban; bajo mis pies abundaba una extensa cantidad de césped silvestre, yuyos, entre otra vegetación propia de un bosque.

Nuevamente volví a pensar en la misma pregunta inevitable que ya se me hacía costumbre hacerme a mí misma: ¿dónde estoy?

Estaba harta de tanto desconcierto y de tanto misterio. Me esforzaba pero no recordaba para nada como fue que paré ahí dentro sin ver, sentir ni escuchar absolutamente nada.

Reflexioné, tarde, en que fue demasiado fácil para mí escapar. Desobedecí a mi conciencia por más que me advirtiera que posiblemente la ayuda de Maricela fuera una trampa. Fue algo más lo que me impulsó a obedecer a esa mujer, un algo que me decía que no perdiera más el tiempo. Me da escalofríos creer que en ese lugar no estaba sola. Incluso llegué a sentirme observada.

De pronto, los reconocidos ladridos de un perro me despabilaron de mis pensamientos. Alarmada, busqué al can por todos lados, hasta que descubrí su arrugado hocico a unos metros de distancia. Estaba en posición de ataque, gruñéndole a su presa.

El pitbull llevaba puesto una correa con cadena, siendo manipulada por un extraño hombre delgado.

―¡Oye tú!―me señaló el dueño del perro.

No perdí tiempo y emprendí mi huida por el camino contrario.

Con los pulmones ardiéndome y la respiración agitada, visualicé una enorme mansión a unos cuantos metros. Los ladridos del aterrador pitbull cada vez más cercanos detonaban mi alarma de supervivencia y avancé lo más veloz que la adrenalina me atribuía.

Ignoré el aumento de mi ritmo cardiaco y el sudor que se esparcía por mi espalda, cuello, frente y manos y avancé lo más necesario posible, no me iba a dar por vencida tan fácilmente.

Obstaculicé la mansión, para solo dirigirme hacia el enorme portón de entrada que en ese momento se estaba abriendo para cederle el ingreso a un motociclista. Me detuve en seco al ver a un hombre con uniforme de seguridad salir de su garita. Ambos, motociclista―con el casco puesto―, y el encargado de seguridad me miraron. Giré sobre mis talones y vi al hombre reteniendo al perro con su correa.

Por ese motivo el animal no me alcanzó, su dueño corrió a la par.

De un lado estaba el pitbull amenazante y su amo y del otro el sujeto de seguridad y el motociclista. Estaba atrapada. Eran tantas mis ansias por escapar de ese espantoso sótano que no medí las consecuencias ni me senté un segundo a planificarlo meticulosamente. No tenía escapatoria, nunca la tendré.

Pasé saliva. Ahora si se me viene lo peor de lo peor.

Derrotada, me dejé caer de rodillas sobre el césped. Bajé la cabeza y esperé el primer golpe, bala, mordida o que alguno de ellos me agarrase y arrastrase a la fuerza devuelta a la mazmorra. Aguardando a que su patrón reapareciera para dar la orden de exterminio.

Sollocé, aún con la respiración agitada y el corazón golpeándome salvajemente el pecho. Ya no hay esperanzas para mí.

La moto dejó de rugir a un par de centímetros, varios pasos se acercaban. Pero solo un par de piernas, cubiertas por unos jeans azules, se plantaron frente a mí.

Vi como la sombra de su mano se alzó en el aire, cerré los ojos con fuerza, esperando el primer impacto.

No sucedió. Su mano fue a parar a mi hombro y dio un suave apretón, sorprendiéndome. Permanecí con la guardia alta, sin moverme.

―¿Estás bien?―preguntó una voz masculina que no estaba registrada en mi memoria. Pero su tono fue tan sereno que me confundió.

No gritos, no insultos, no amenazas, no represarías. ¿Qué estaba pasando?

Lentamente fui sacando mi rostro de su escondite, desconfiada. Los rayos del sol brotaban tras su reflejo. Se me encandiló la vista y tuve que volver a bajar la mirada.

―¿Escuchaste?―inquirió la misma persona. Vi su sombra en el suelo, él se ha colocado de cuclillas frente a mí.

Lo busqué y me encontré con una simpática sonrisa curvada en los labios de un varonil rostro joven. Pasé saliva. Su amabilidad me estaba inquietando.

―En serio, ¿te encuentras bien?―cuestionó arrugando la frente, parecía preocuparse.

―Señor Kevin, que sorpresa su visita―dijo el dueño del perro, lo sé porque hablaba a mis espaldas. Por el timbre torpe de su voz, podría decir que algo lo ponía nervioso―. No creo prudente que...

―Hola Fausto, tanto tiempo. No me lo tomes a mal, pero por favor no interfieras―pidió el muchacho, saludando con cierta ironía. Volvió a fijar sus ojos castaños en mí―. ¿Cómo te llamas? ¿Por casualidad hablas o... escuchas?―pereció broma, hasta que hizo una seña indicando sus oídos y esperando mi respuesta.

Su amabilidad y postura relajada me perturbaba. Ya no sabía qué creer, en quien confiar, qué decir o qué hacer. Voy a terminar volviéndome loca.

Era tanto mi terror, que en el segundo que él formuló la primera pregunta cerré la boca, por eso mis pulmones no han recuperado el oxígeno perdido durante la persecución, al contrario, la agitación se me atoró en la garganta, recordarlo casi me ahoga. Abrí la boca y tosí, deshaciéndome del aire contenido e intentando desesperadamente inhalara oxígeno nuevo y puro.

Me agité y el muchacho no pasó por alto mi reacción, frunció sus cejas pobladas y pretendió agarrar mi mano, pero la aparté de inmediato. Volvió a intentarlo y logró atrapar mi muñeca con una mano, a la otra la plantó con suavidad sobre mi espalda. Mientras volvía a estirar las piernas, en el transcurso fue incentivándome a hacer lo mismo.

Al final puso ambas manos sobre mis hombros, retrocediendo el espacio que sus brazos estirados nos otorgaba manteniendo así la distancia.

―Oye, pareces exaltada. ¿Qué pasa? ¿Te puedo ayudar en algo?

Negué con la cabeza. En nadie podía ni tenía que confiar. Seguiré encerrada aquí por el resto de mi vida. Vida que ya no me pertenecía.

―No―respondí con dificultad―. No puedes ayudarme.

Entristecí al darle la razón a mis palabras.

Nadie podía ayudarme.

El chico, al cual escuché que llamaron Kevin hace unos segundos, quitó sus manos y dio otro paso atrás, escaneándome con incertidumbre.

―¿Por qué no?

―Porque ella está bien ¿verdad, cariño?

Se me vino el mundo encima. Michael Johnson hizo su gran acto de presencia, descendiendo de un moderno auto gris. No me di cuenta de la llegada del vehículo por estar ensimismada en el muchacho atento y educado.

―¿Cariño?―cuestionó confundido el tal Kevin.

Johnson no respondió. Sino que se dirigió a mí, colocando su pesado brazo sobre mis hombros y así apretar con fuerza uno de ellos. Tensé la mandíbula para no relucir mi dolencia. Su agarre estaba lastimándome. Y sé que esas eran sus intenciones: herirme, callarme, amenazarme, tenerme a su merced.

―Kevin―habló Michael Johnson, con tono orgulloso―, te presento a Keyla, mi prometida.

Lo miré atónita. No porque me haya cambiado el nombre, sino por el adjetivo adjunto: prometida.

¿Qué carajos está haciendo? ¿Con qué propósito inventó tal aberración?

―Y Keyla―prosiguió el muy ruin, dirigiéndose a mí como si desconociera mi rencor y odio hacia él―. Él es Kevin, mi hijo.

*****

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