Secretos en Amarna (FDLA #2) ©

By thewingedwolf

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Segunda parte de la serie 'Fantasma de las arenas' Desde su fracaso en el Valle de los Reyes, Isaac descubrió... More

Sinopsis
Prefacio
Capitulo uno: Empezar con el pie izquierdo.
Capitulo dos: Desde el inicio (Parte I)
Capitulo dos: Desde el inicio (Parte II)
Capitulo tres: Ella es la clave
Capitulo cuatro: Quiero ser ella
Capitulo cinco: Nueva clave, nuevo secreto (Parte I)
Capitulo cinco: Nueva clave, nuevo secreto (Parte II)
Capitulo cinco: Nueva clave, nuevo secreto (Parte III)
Capitulo seis: Un pequeño cambio.
Capitulo siete: Cada vez peor (Parte I)
Capitulo siete: Cada vez peor (Parte II)
Capitulo ocho: El tiempo está contado
Capitulo nueve: En Luxor
Capitulo diez: Áspid y dinamita.
Capitulo once: Recorridos, golpes y notas. (Parte I)
Capitulo once: Recorridos, golpes y notas (Parte II).
Capítulo doce: El por qué de todo.
Capítulo trece: Atada al pasado
Capítulo catorce: Una batalla por un imperio (Parte I)
Capítulo quince: Dos almas por un cuerpo (Parte I)
Capítulo quince: Dos almas por un cuerpo (Parte II)
Capítulo dieciséis: Una despedida agria
Epílogo
Agradecimientos

Capítulo catorce: Una batalla por un imperio (Parte II)

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By thewingedwolf

Nefertiti

Lancé la espada ensangrentada apenas ingresé a mi habitación. Cerré ambas compuertas y me apoyé en ellas con la mirada fija a la abertura que mostraba el cielo anaranjado. Solo quedaban minutos para que el cielo se tiña de negro, y aparezca la redonda luna blanquecina por las montañas.

Desde que decapité a ese traidor, he intentado mantener la calma y concentrarme en la estrategia para enfrentar a los hititas, pero la mirada de ese hombre no ha dejado en paz mi mente, torturándome cada segundo. Esa mirada amenazante que me observaba hasta después de muerto, hizo que sintiera miedo y dudara de mi decisión. No es coincidencia que justo en el momento en que escupió con repugnancia sus últimas palabras, Atón me haya abandonado.

Mi sangre comenzó a hervir, mi corazón empezó con adrenalina y en el interior de mi garganta se formó un desagradable nudo que me impedía tragar. Tomé mi corona con ambas manos, retirándola de mi cabeza rapada y la lancé con furia, estrellándola sobre la mesa. La cerámica voló de la mesa, quebrándose en el suelo y haciendo un gran estruendo. Empecé a gritar hasta que mi garganta presentara un ardor como si unas uñas me la desgarraran. Mis brazos azotan cada mueble y objeto que se me cruzara. Reliquias familiares y de mi amado Akhenatón, dejaron de existir en un solo segundo. Mis pelucas volaron por la ventana, mis ropajes terminaron manchadas por la cebada derramada, y las joyas dejaron de existir cuando cayeron del balcón.

Retiré todo rasgo de lágrimas en mis mejillas. Tomé aire y recogí mi corona. La observé con cuidado, solo había recibido un diminuto daño. La serpiente dorada que se posicionaba en el centro, se había desprendido ante el golpe. Mi respiración se dificultó por largos segundos, una vez controlada me acerqué a la única mesa sobreviviente tras mi arrebato, y por Atón, agradezco que la estrategia de la batalla aún permaneciera intactica en la base. Desplomé mi cuerpo en la silla y observé atentamente las figuritas de mis compañías contra los Hititas.

—Con esto, la gloria ya está en la palma de mi mano —comenté a la nada—. La gloria para mi gente, para mí, sobretodo para mi amado. Pero...

Incliné mi cuerpo analizando con más profundidad el mapa, evitando saltarme algún pequeño detalle que acomplejaría esta batalla. Y justó allí, bajo mis narices, había olvidado algunos pueblos que rodeaban a los Hititas. Tomé una de las figuras en mi mano, incliné mi cuerpo hacia atrás y observé detenidamente el objeto.

—Si se integran... —fruncí el ceño al darme cuenta en lo que estaba pensando. Negué con la cabeza y lancé las figuras talladas por la ventana—. Jamás pasará.

Fuertes golpes se presentaron en las grandes puertas de mi habitación. De soslayo observé por la ventana, la oscuridad ya se encuentra sobre nosotros y Atón ya nos ha abandonado para darnos fuerzas en el amanecer. Las puertas abrieron dejando a entrar al comandante al mando de las compañías. Con los brazos detrás de su espalda, una postura firme y con su armadura esperó hasta que le hiciera un ademán para comentarme algo que ya sabía.

—Las compañías ya se encuentran fuera del palacio, mi Diosa. La luna ya se ha asomado por las montañas de Atón, solo nos hace falta su presencia para marchar.

—Bajo de inmediato.

El oficial asintió y se retiró con pasos marcados y firmes.

Me encaminé hasta la mesa y tomé entre mis manos mi corona. La admiré por última vez y la coloqué sobre mi cabeza. Me coloqué la armadura y tomé la espada de Akhenatón en mis manos alzándola a las pinturas de la habitación donde se encontraba mi amado alabando a Atón. Respiré con fuerza y solté el aire con convicción.

—Llegó la hora —comenté a la soledad.

Al llegar a las puertas principales del palacio, las compuertas se abrieron a la par. Los jefes de cada compañía se encuentran formados. Miré alrededor, eran menos compañías de lo que creía tener. Caminé hasta quedar al centro de las líneas y observé a los pocos oficiales. Agarré con fuerza el puñal de la espada y con la mirada al frente solté:

—¿Y el resto?

—Mi señora, puedo explicar la ausen...

—Habla ya, o tu cabeza rodará por este lugar —lo encaré—. El resto, ¿dónde está? No acepto balbuceos, ni dudas. Tienes tres segundos. Uno... dos...

—Se fueron —escupió con un poco de nerviosismo—. Varias compañías decidieron desertar ya que le tienen miedo al poder de los dioses en la noche.

—¿Dioses? —crucé mis brazos atrás de mi espalda—. Por lo que tengo entendido, nuestra ideología no ha cambiado y solamente tenemos un solo Dios, Atón. No deberían tener miedo a la noche sabiendo que dejaron de lado a los antiguos Dioses.

—Lo sé, Mi Señora.

—Mátalos cuando volvamos. Quiero las cabezas de cada uno a los pies del trono, ¿está claro? —El oficial asintió—. Si no lo haces, pediré la tuya y toda tu compañía. Ahora, marchemos a la batalla.

El oficial asintió nuevamente. Giró sobre sus talones y se encaminó a su compañía correspondiente. Con la mirada sobre el carro que me espera en la delantera, me dirigí hacia allí decidida, pero con un leve temor en mi interior. Con menos compañías en mi poder, el ejercito podría tener más pérdidas contra los Hititas que ganancias. Traté de quitar los malos pensamientos de mi cabeza, y algo despistada le di señal a mi acompañante para que comenzara a marchar.

En ningún momento quité la vista del frente. No sé cuantas veces habré pestañado, tal vez ni siquiera lo hice ya que siento mis ojos deshidratados. ¿Y si hubiese considerado los aliados que tienen los Hititas? ¿Si no hubiese tirado las figuras representativa de cada pueblo? En este mismo instante estaría buscando una que otra solución si me hubiese enterado antes de los desertores. Sin embargo, la decisión que haya tomado o cambiado, todo apuntaba a un mismo objetivo, y es que en este amanecer, estaríamos luchando contra nuestros enemigos.

El carro giró en una de las curvas de las montañas, saltando sobre una de las pequeñas piedras. Miré hacia el cielo, aún no amanece, el color oscuro que lo cubre se está tornando un poco más claro, pero las estrellas aún permanecen intactas en aquel manto.

El carro frenó en un lugar estratégico y con excelente vista hacia la dirección de mis enemigos. En unas horas más, Atón se asomará entre las montañas y nos deleitará el poder que necesitamos para atacar a los Hititas. Ahora, mientras el cielo se está tiñendo de un color violáceo, decidimos descansar, alimentarnos y plantear nuestro plan de batalla. Llamé la atención de varios oficiales de campaña y nos apartamos a un lugar más solitario.

El comandante del ejército se acercó a mi con el mapa, y con malas noticias.

—Su Alteza, si me permite informarle, he recibido noticias sobre el ejército Hitita—comentó evitando cruzar miradas—. Los Mashedi, Mitania, Ugarit y Lukka, se han sumado a los Hititas para la batalla.

Esa noticia fue un golpe bajo. La cólera se está formando en mi interior, subiendo lentamente por mi garganta impidiendo que entre la paz. Lo sabía, simplemente lo sabía desde un principio, pero lo ignoré hasta el último momento. Mantuve mi postura firme y mis pies bien pegados en el suelo. No podía mostrar debilidad, y que la información entregada por el comandante no me haya afectado en lo absoluto y demostrando que todo tiene solución. Pero, fijarme en la poca cantidad de compañías, que son la mitad de lo que sería el ejercito Hitita, esta claro que no tendremos una victoria segura.

—El problema...

—No habrá ningún problema, comandante. No nos retiraremos, y lucharemos como se debe. Durante generaciones, los egipcios han luchado contra los Hititas, triunfando en cada batalla, y esta no será la excepción. Seremos menos, pero sabemos luchar y tendremos el apoyo de Atón.

—Su Alteza, si me permite...

—No, comandante. Seguiremos con el plan de batalla actual, no nos queda otra. Debió controlar a sus jefes de compañías y evitar que se marcharan minutos antes de la batalla. ¿No tiene nada más que ocultar? ¿No habrá otro traidor entre sus tropas? —Él balbuceó. Estaba nervioso—. Dedica este poco tiempo que nos queda en encontrar a cada traidor y que le esté rezando a los antiguos dioses. Ellos tíralos como carnada, los quiero en la delantera. El resto, que siga tal cual el plan.

—Sí... Su Alteza.

—Una última cosa —me acerqué a él y lo observé detenidamente.

Una gota se presentó en su frente, resbalando por su mejilla hasta llegar a su mandíbula. Pasé mi mano lentamente por el uniforme del comandante hasta llegar a la correa que sostenía su espada. Detrás de la funda, se encontraba una figura de la Diosa Sakhmet. Levanté mi mirada hasta encontrarme con la suya que aún estaba fija en el horizonte. Sonreí con picardía y me acerqué a su oído.

—Tu serás el primero —susurré—. Encabezarás la fila de los traidores, ¿pensaste que no me daría cuenta? De todos modos, gracias por no desertar.

Le pegué un par de palmas en su mejilla sudorosa y volví a integrarme a las tropas.

El sol ya se está asomando entre las montañas. El cielo se encuentra anaranjado. Siento como Atón se está apoderando de mi cuerpo. Puedo sentir como la fuerza corre por mis venas; la cólera y la venganza también inundan mis pensamientos al tan solo ver como el ejercito enemigo se acercaba. Nos triplican. Los murmullos de mis seguidores también se multiplicaron. Muchos comentan entre ellos en desertar, pero una mirada mía bastó para detener sus intención y no transformarse en gente cobarde. Hice un ademán con el brazo, y el carro comenzó a descender de las montañas.

Una vez frente al gran ejército Hitita, sentí nervios. Sentí miedo. Sentí el miedo de mis compañeros y la tensión en el aire. Frente a ellos, el ejercito se ve más numeroso, mejor preparado. Ordené al comandante posicionarse al frente junto con una gran cantidad de traidores con los escudos en un brazo y la espada en el otro.

Respiré hondo. Una, dos, tres veces. Una vez segura, tomé el arco y una flecha. Los tensé y apunté diagonal al cielo. Lo mantuve por varios segundos. Mi pecho subía y bajaba con rapidez. Cerré los ojos esperando que el rayo de Atón me alumbrara. Abrí los ojos. Los rayos se encuentran esparcidos por el desierto, hasta que el último alumbró mi figura. Solté la flecha con seguridad. Enseguida un mar de flechas se unieron. Los Hititas se agacharon y se cubrieron con sus escudos en el momento exacto en que las flechas caían. Se escucharon algunos gritos de sufrimiento, y sin perder un segundo, alcé mi espada y con un movimiento, los carros corrieron junto al mío. Los Hititas levantaron sus escudos, alzaron sus espadas y lanzaron un grito de guerra.

Mi espada dejó de brillar a la luz del sol, y se tiñó de color rojo. El filo partía los cuerpos de mis enemigos en dos. Hacía mucho tiempo que no sentía tanto poder en mi brazo. Alcé la espada, y antes de asestar un golpe, pude ver como uno de mis soldados caía estrepitosamente en el suelo rocoso con su cabeza desprendida de su cuerpo. Las flechas del bando contrario volaban por los aires. Levanté mi escudo y me cubrí con el. De soslayo miré a mi alrededor, una flecha atravesó entre los ojos a uno de mis soldados; varios carros se desviaron por la caída de los caballos y otros, terminaron con sus intestinos afuera. Los Hititas se esparcen por masas, parecen una plaga en el desierto. Al volver al mando, un soldado de Mitania aparece por el costado izquierdo con la espada en el aire, listo para asestar un golpe en mi. Por reflejo, me agaché y de una manera fugaz, logré enterrar mi espada entre sus costillas. Sus ojos se abrieron al igual que su boca y la sangre comenzó a emanar. Torcí la espada en su torso antes de retirarla y logré admirar como su cuerpo era pisoteado por los caballos. Agarré el arco, el carcaj y mi espada y decidí bajar del carro. Comencé a correr. Mi espada danzaba entre los cuerpos del enemigo formando una futura obra de arte para mi tumba y los templos que adornarán esta gran victoria. Decapité un soldado de Ugarit, destripé unos cuantos Mashedis y dejé tullidos a unos cuantos soldados de Lukka.

Ya estoy en las entrañas del ejército enemigo, y aún no encuentro el rastro del Rey de los Hititas. Mi brazo aún tiene energía para seguir masacrando. Miré a mi alrededor, mi ejercito ya se redujo. Atón se encuentra sobre mi cabeza, agobiando a nuestros enemigos con su calor. Entre la multitud logré captar al líder que se encuentra luchando con el comandante del ejército. Con paso decidido atravesé el corro cortando unos cuantos cuerpos para hacerme espacio. Al estar detrás de su espalda, hablé:

—Mata a ese idiota de una vez. Es a mi a quien quieres —agregué adusta.

El giró su cuerpo hasta cruzar nuestras miradas. Su rostro se encuentra cubierto de sangre con algunos rastros de arena. Una sonrisa torcida y diabólica se posicionó en su rostro y con un leve movimiento de su brazo, cortó profundamente la garganta del comandante.

—Gracias, me has ahorrado un problema —exclamé sarcástica—. Es una lástima que no te haya traído al responsable de la muerte de tu hijo —agregué con una risa traviesa.

Suppiluliuma levantó con fiereza su espada para asestar un golpe. Logré esquivarlo y fue mi turno de atacar.

—Aunque debo admitir que gracias a la muerte de tu hijo, me estoy entreteniendo en esta guerra.

—Querida Dahamunzu, esto es solo el inicio de un triunfo para mi gente. Ya he tomado varias ciudades egipcias y tengo varios reos a mi poder.

Atacó nuevamente con la espada, logré frenarla con la mía. El chirrido de las espadas al chocar fue excitante. Mantuvimos la presión de ambas espadas hasta que él decidió soltarlo.

—Ahora, ya no me preocupa eso. Todos son unos traidores, iba a matarlos a todos.

Moví mi brazo y logré herir a Suppiluliuma en su brazo derecho. No sé inmutó y atacó hasta que recibí un leve rasguño en mi pierna izquierda. Alcé mi espada en el aire, hasta que escuché los gritos de unos soldados que ordenaban retirarse. Deseé con el alma que fuera uno de los ejércitos aliados de los Hititas, pero para mi sorpresa, eran mis compañías. Observé como los pocos caballos que seguían con vida arrastraban los carros por la dirección que habíamos llegado. Logré agarrar a un soldado que carecía de un brazo y lo miré a los ojos con cólera.

—¡¿QUÉ ESTÁN HACIENDO?! —grité con amargura. Pude sentir como mi garganta se desgarra por la rabia—. ¡VUELVAN A PELEAR POR NUESTRO IMPERIO!

—Lo siento, Su Alteza, pero cada vez somos menos y sentimos que el enemigo se multiplica. Debería hacer lo mismo.

—Jamás me rendiré —escupí con desagrado—. No puedo creer que todos ustedes me hayan traicionado, grupo de ratas.

Dicho eso último, enterré la hoja de mi espada en su garganta. Dio unos cuantos gorgoteos por la sangre acumulada en su boca, que de a poco comenzó a caer como una cascada.

—Si sigo así, terminaré matando a toda mi gente —comenté como si mi enemigo fuera mi amigo más cercano.

—Una lástima —agregó él con ironía.

Giré mi cabeza y por un acto reflejo logré salvarme de una decapitación. La batalla entre nosotros fue tensa, golpes van y vienen. Heridas aparecen y cada vez perdemos más soldados. No sé cuanto tiempo estuvimos chocando nuestras espadas, hasta que me di cuenta que estaba sola. Las compañías sobrevivientes abandonaron el lugar y me encuentro rodeada del ejército enemigo, no tengo escapatoria. En el centro estamos los dos, alrededor están los arqueros apuntando sus arcos en mi.

—No tienes escapatoria, querida Dahamunzu.

—Te propongo un trato —comenté mientras rondaba por el diminuto espacio que se encuentra entre nosotros dos—. Una batalla entre tu y yo. Ninguno de tus soldados debe entrometerse. Tu mueres, ellos se marchan.

—Hecho.

Su espalda dio unos cuantos giros en el aire y la punta pasó cerca de mi rostro. Volvió a alzar la espada y con un rápido movimiento lo pasó cerca de mi estómago. Los movimientos son rápidos y cada vez más difícil de esquivar. Aún no tengo tiempo de atacar, mucho menos reaccionar y detener uno de sus golpes. Logré agacharme en uno de sus movimientos. Su espada chocó con mi corona desprendiéndola de mi cabeza. Logré actuar de inmediato y pude enterrar una de mis flechas en su muslo derecho. Escuché como los arqueros tensaron más sus arcos, estaban dispuesto a romper las condiciones con tan solo salvar a su Rey. Detuve uno de sus ataques, lo mantuve durante unos segundos, no quise pestañear. Mantuve mi mirada fija en esos ojos negros llenos de venganza y triunfo, y fue en ese momento, en que vi la cara del sacerdote antes de morir. Su expresión aún no abandona mi mente.

Ahogue un grito. Miré hacia abajo. No sé en que momento sucedió. No sé cuando mi cuerpo se tornó débil y Atón me abandonó. La espada había atravesado mis costillas desde el costado izquierdo. Mis manos aún sostenían la espada en el aire. Encaré al rey Hitita, aún podía ver la cara del maldito sacerdote.

Mis manos soltaron la espada. Mis rodillas chocaron en el suelo. No sentí dolor. Mis ojos se humedecieron dejando escapar algunas lágrimas. Por mi garganta recorría el sabor a bilis combinado con sangre. La espada fue retirada de mi cuerpo con lentitud.

Antes que mi cuerpo se desplomara, escuché las últimas palabras de Suppiluliuma:

—Dejen que su cuerpo se pudra en las arenas. Ahora, sigamos con nuestra conquista.

Hubiese deseado que el último rostro que iba a ver antes de morir, fuera la de mi amado Akhenatón.

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