Trust ©

By FlorenciaTom

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Alia Mcgregor fue expulsada de la escuela que está localizada en Oregon, Estados Unidos. ¿Motivos? Problemas... More

Prólogo.
Capítulo 1.
Capítulo 2.
Trust: Vídeo presentación.
Capítulo 3.
Trust: Vídeo presentación II
Capítulo 4.
Trust: Video presentacion III
Capítulo 5
Capítulo 6.
Capítulo 7.
Capítulo 8.
Capítulo 9.
PRÓXIMAMENTE: Distrust
Capítulo 10.
Capítulo 11 (Parte 1).
Capítulo 11 (Parte 2)
Capítulo 12.
Capítulo 13.
Capítulo 14.
Capítulo 15 (Parte 2).
Capítulo 16.
Se viene...
Agradecimientos y Distrust.
Distrust.
PRÓLOGO DE DISTRUST
Trailer de la Saga Trust.
HISTORIA COMPLETA
A la mierda la gente
Trust NUEVA VERSION

Capítulo 15(parte 1)

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By FlorenciaTom

Cuando era solamente una niña, me gustaba vestirme de princesa y bailar en la pequeña biblioteca que teníamos en mi casa. Estar sola era lo más parecido a escapar a un reino encantado en donde yo estaba en mi palacio y la soledad era mi súbdito. Me imaginaba que tenía el poder sobre todo y el control de hasta lo imposible.

Soñaba con aquel príncipe azul que vendría a buscarme y me llevaría lejos, muy lejos, hasta un castillo gigante. Cuando él viniera por mí, la soledad ya no sería mi única compañía. Mamá no iba a lastimarme en aquel castillo.

Me gustaba escuchar "Don't Look Back in Anger" de Oasis. Era una de las canciones favoritas de papá en aquellos tiempos. A medida que la iba escuchando en el auto o cuando mi padre encendía la radio, me iba gustando más y más. 

Yo, en ese tiempo, no le daba mucha importancia al significado de las palabras que el joven cantaba. Pero a medida que los años pasaban, empecé a examinar la letra de la canción, y hubo una frase que perduraría en mi memoria hasta el final de mis días:

"No mires atrás durante la rabia."

¿Saben por qué hoy en día me identifico con esas palabras? Porque, a pesar de lo que he vivido permití avanzar con lagrimas, latigazos y la espalda marcada por los golpes.

Bueno, creo que he cambiado de tema y me he ido por las ramas, así que comenzaré a explicarles lo sucedido aquella tarde en la biblioteca.

Yo bailaba un intento de vals por toda la biblioteca. Recuerdo que llevaba un vestido blanco (hasta hoy ese color me fascina) esa tarde. La melodía de Oasis invadía mis tímpanos hasta más no poder. Mi melena rubia era tan larga que llegaba hasta por debajo de mi espalda. Mis familiares decían que me parecía a Rapunzel.

Escuché que la puerta se había abierto y la cabeza de mi abuelo se había asomado por ella. Cuando me percaté de su presencia, enrojecí como un tomate. Fui corriendo hasta el equipo de música y lo apagué rápidamente.

— ¿Puedo pasar? —Me preguntó él, con una sonrisa radiante.

— Sí.

Mi abuelo se adentró en la habitación con lentitud, ya que su bastón le impedía aumentar la velocidad de sus piernas al caminar.

Se sentó en un viejo sofá antiguo que teníamos, y me miró con sus ojos azules decaídos por su edad que tanto me gustaban. Mis ojos verdes no se comparaban con esos faroles que él tenía. Mi abuelo tomó mis manos y las acunó en las suyas. Estas se sentían suaves y ásperas a la vez.

— El día en que crezcas y te conviertas en una niña adulta y responsable, sabrás lo que estas preciosas manos pueden hacer — Había susurrado en dirección a la puerta con miedo a que alguien entrase y lo escuchara.

Claro, yo en ese momento no comprendía lo que decía, como era muy pequeña para entender a lo que se refería, sólo le sonreí alagada.

A la mañana siguiente, había encontrado la perla en las hojas de otoño.

Cuando él falleció, simplemente ya nadie me sacaba una sonrisa como lo hacía él. Ya no me importaba ser princesa; ahora, ya no me sentía como una, sino que era la bruja malvada de todos los cuentos. Las princesas no tenían poderes. Ni Cenicienta, ni Blancanieves, y ni tampoco Rapunzel. Ellas eran bondadosas y amorosas con todo lo que tuviera vida en la tierra, pero cuando perdí a lo más preciado que era a mi abuelo, me convertí en la persona más egoísta y fría del mundo. Era extraño saber que tenía un don que consistía en hacer volar, estallar y controlar objetos y a seres humanos con mis manos y con la mente. Yo no tenía amigos; siempre preferí mantenerme alejada de los demás por el miedo de que estos se enteraran de lo que realmente era. Mi actitud con la gente siempre era estar a la defensiva. Podrías decirme hola, y para mí, ya eras un nuevo enemigo.


Cuando comenzó el primer año de la secundaria, mis días fueron un asco. Todas las chicas de allí se vestían de una manera que no entendía mucho, y todas criticaban la vestimenta sin importarles tus sentimientos o su situación económica. Pero eso no fue lo más espeluznante.

La pesadilla empezó cuando conocí a Blis por primera vez.

En aquel pasillo escolar, la figura de Blis resaltaba entre la multitud. Acompañada por su séquito de cuatro chicas, todas parecían estar cautivadas por su presencia. Desde lejos, la primera impresión era que Blis emanaba una dulzura que atraía amistades. Después de todo, lo bueno atrae a las personas, y lo malo, aún más.

Con su falda, camisa blanca y corbata verde, Blis se presentaba como la chica del momento. Su cabello oscuro, corto, enmarcaba un rostro con ojos oscuros pero brillantes y enormes. La visión de su grupo de amigas la mantenía centrada en su propio mundo, y tardaron en percatarse de mi presencia cuando me cruzaba por el pasillo en dirección opuesta.

Al disminuir su paso, sus amigas aprovecharon para inspeccionar mi uniforme, desaliñado por haber llegado tarde el primer día. Fue en ese momento que Blis, la líder del grupo, dirigió su atención hacia mí.

—Este año hay basura nueva, chicas —anunció con desdén, sus ojos fijos en mí.

Lo que me faltaba...

Cerré la puerta de mi casillero mientras intentaba ignorar sus palabras. Sin embargo, decidí contraatacar uno de los primeros insultos que había recibido.

—¿Comienzas la escuela este año? —le pregunté, desafiante.

Blis, sorprendida por mi respuesta, se acercó a mí con determinación. En un intento de intimidarme, golpeó mi casillero con furia. Sin embargo, su esfuerzo resultó ineficaz, ya que no logró doblegarme. La resistencia era algo que había aprendido con el tiempo.

—¿Deberia tenerte miedo o pena?—le pregunté.

Blis no tardó en manifestar su crueldad arrastrándome hacia el baño de damas, sujetándome fuertemente del cabello con violencia. Intentó sumergir mi cabeza en el inodoro en un acto de humillación. Aunque intenté defenderme de manera desesperada, mi cuerpo frágil y sin entrenamiento no podía hacer mucho frente a su brutalidad.

Mi madre, en sus advertencias, dejó claro que si utilizaba mi don, el castigo que recibiría de ella sería aún peor. Así que, después de que Blis y su grupo triunfaran, dejándome en el baño con mi uniforme empapado de orina y risas burlonas, me encontré en el suelo sollozando. No lloraba por estar destrozada; lloraba de impotencia al no poder defenderme, temiendo el castigo aún mayor que recibiría de mi madre cuando Jamie y mi padre no estuvieran presentes.

El suelo del baño estaba inundado de agua, y yo estaba sentada en medio de eso, con la mirada perdida en algun punto de este estupido lugar.

Blis pasó a mi lista negra.

Ese mismo año, también conocí a la persona más importante que hasta el día de hoy sigo queriendo con toda mi alma: Peter. Todo comenzó en la cafetería, donde él fue muy amable al acercarse y entablar una conversación en la que el nombre de Blis estaba incluido.

— ¿Qué tan perversa puede ser una persona a los doce años? —le pregunté, asqueada e inocente al escuchar las cosas que Peter me contaba sobre Blis.

— Esa es una pregunta muy estúpida. Su maldad no tiene límites —contestó, rodando los ojos mientras lo decía.

Y él tenía razón. ¡Jamás olvidaré a ese amigo que estuvo a mi lado desde el principio de mi adolescencia!

A pesar de confiar en él desde el principio, nunca le revelé mi Don. Tenía mucho miedo de que se alejara y me tratara como una rara o una bruja. Temía que me dijera que era más malvada que Blis.

Cuando me prohibí a mí misma mantenerme alejada de las personas y no confiar en nadie, también me vi obligada a tachar la palabra "enamoramiento". No tenía que enamorarme de nadie ni de nada. ¿Por qué? Es así de simple: las brujas no se enamoran en los cuentos de princesas. Las brujas no son las protagonistas de nada; solo las princesas hermosas y buenas viven felices para siempre. Yo no era buena y tampoco lo soy en la actualidad, lo reconozco, pero a pesar de todo, nunca conocí a nadie que hechizara mi corazón de hierro y frío como el más congelado hielo.

Tampoco tenía esperanzas de que algún día Cupido me flechara en esos tiempos. Era como si él me hubiera tachado de su interminable lista, simplemente porque no había candidatos para mí y porque nadie amaría a alguien como yo. 

Sin embargo, cuando Cupido decidió que era el momento de flecharme con alguien, todos mis pensamientos sobre mí misma tomaron otro rumbo.

Thomas se convirtió en ese camino al que me fui adentrando poco a poco. Él se volvió una persona importante aquel día en que me encontró en el bosque, inconsciente y perdida. Él me rescató de mis pensamientos turbios sobre lo que soy realmente y quien vio mis defectos sin salir corriendo. Pero mi temor más grande era que él se enterara de lo que soy detrás de esto que soy.

Su beso de necesidad pasó a ser dulce y tierno. No me importaba que alguien entrara y nos viera; de hecho, me gustaría que hubiera espectadores. A esta altura de mi vida, todo me importaba una mierda.

Entonces se apartó un poco, sólo para mirarme un momento.

De mala gana, me aparté a unos centímetros de su boca. Los dos nos sentíamos como si hubiéramos corrido una maratón de diez kilómetros. Sonreíamos satisfechos y yo sentí como la sangre subía hasta mis mejillas.

—Eso fue intenso—dije, aún sentada en el escritorio.

—Sí. Muy.

—Pero el beso no quita el hecho de que debemos hablar, Thomas.

Él apartó sus manos de mis caderas y se encaminó hacia la puerta tras tomar su mochila, tomó el pomo y se volteó sobre sus talones para verme.

—Hoy a las ocho pasare recogerte.

—Me gustaria que quitaras las letras "r y e" de la ultima palabra que soltaste.

—Pervertida.

Un momento ¡Maldición!

A esa hora Jack vendría por mí. Me moría por estar con Thomas pero, la importancia de charlar con alguien que tenía algo en común conmigo era más importante.

Bueno en realidad las dos situaciones eran sumamente importantes.

—¡No puedo verte hoy!—le grité en cuanto vi que estaba por cruzar la puerta.

—Yo sí puedo verte hoy.

Tras sonreirme por ultima vez, lo vi marchar.  Yo me quedé unos minutos arriba del escritorio asimilando lo que acababa de pasar. Vuelvo mis ojos hacia la puerta cerrada del curso.

—¿Dijo que lo recuerde?—pensé en voz alta.



***

Cuando crucé el umbral de mi hogar alrededor de las dos de la tarde, me sorprendió encontrar a Megumi sumergida en la tarea de lavar los platos en la cocina.

— ¿Cómo fue tu día, querida? — me preguntó mientras tomaba asiento en uno de los taburetes.

Dejé caer mi cabeza sobre la barra, cerrando los ojos y soltando un suspiro cargado de cansancio y frustración.

Resultaba extraño que no mencionara nada sobre mi cambio de color de cabello, pero opté por no decirle nada y mantenerme en silencio.

— Por lo que veo, no fue precisamente un día agradable — musitó Megumi, tomando asiento frente a mí.

Levanté la cabeza sin ánimos y mis ojos se encontraron con los suyos.

— ¿Alguna vez te has sentido enamorada? — pregunté, apoyando los codos sobre la barra.

Ella me miró con una expresión que no supe interpretar, entre felicidad y comprensión.

— ¿Estás enamorada?

— Pregunté primero.

— Está bien — respondió resignada, acomodándose en el taburete — Sí, hubo un tiempo en que estuve enamorada, fueron los mejores días de mi vida, claro, mientras vivía entre las ilusiones y las migajas que él me daba — dijo como si las palabras fueran una carga.

— Mi intuición me dice que no era el padre de Fred.

— Tu intuición no se equivoca — asintió.

— ¿Entonces quién fue? — la animé a continuar.

Antes de que pudiera responder, la puerta principal se abrió.

Fred entró en la cocina con una actitud amigable y alegre.

— Buenas tardes — nos saludó a ambas antes de dirigirse a la nevera en busca de algo para comer.

— ¿Tienes la tarde libre hoy, hijo? — preguntó Megumi, como si una idea se hubiera gestado en su mente.

— No, ¿por qué? — preguntó Fred con la boca llena de un sándwich de jamón.

Mi tía me dirigió una mirada significativa, y la satisfacción se apoderó de mí al reconocer ese gesto suyo. Ambas nos levantamos de nuestros asientos con agilidad y nos dirigimos directamente hacia Fred, quien nos miraba con asombro ante la coordinación con la que avanzábamos hacia él.


— Pégalo contra la nevera —ordenó Megumi, y yo accedí sin vacilar ni un segundo.

Levanté una de mis manos, retrocediéndola hacia atrás y luego hacia adelante. Empujar a la gente sin tocarlos era uno de mis juegos favoritos.

Fred fue arrojado contra la heladera, los contenidos de comida y bebida se tambalearon y chocaron entre sí. Mi primo gruñó por el impacto y fulminó con la mirada tanto a mí como a su querida madre.

— Todo sea por mi auto, todo sea por mi auto —repetía Fred como si fuera una especie de mantra, y no pude evitar soltar una carcajada.

— Vamos, Fred —lo animé—. No te sucederá nada mientras coopere con mi entrenamiento.

— Ve por tu auto, Fred, y vamos al galpón abandonado —dijo Megumi mientras se encaminaba hacia la sala en busca de su abrigo.

— Yo voy a cambiarme el uniforme —dije dirigiéndome hacia el ático.

Una vez vestida con unos leg jeans, mis Vans y una sudadera negra, estaba lista y lo suficientemente cómoda como para darle una lección a Fred... pero, ¿era realmente mi primo la elección correcta para practicar? ¿No sería mejor entrenar con alguien que compartiera mi Don? El nombre de Jack se apoderó de mi mente. 

Él me había demostrado que éramos iguales, pero la confianza no era mutua aún. Me resigné a conformarme con el cuerpo de Fred y listo; luego tendría tiempo de charlar con él y averiguar si mi confianza aumentaría con el tiempo.

— ¿Puedo conducir yo? —le pregunté a Fred una vez los tres estábamos afuera.

— ¿Sabes conducir? —preguntó irónicamente.

— Sí, desde los catorce años. Mi hermano me enseñó —expliqué mientras le arrebataba las llaves de su mano.

— ¿Estás segura, Alia? —preguntó Megumi con preocupación.

— Confíen en mí. Soy una experta, no sean miedosos —dije rodando los ojos e ingresando al coche.

Fred me indicó cómo llegar al galpón abandonado. Megumi se aferraba al asiento trasero cada vez que frenaba bruscamente, y más de una vez la cabeza de Fred golpeó contra el parabrisas.

 —¡A la vuelta conduciré yo! —protestó mi primo malhumorado.

—Marica —murmuré mientras avanzaba por el puente principal de Newport.

—Creo que voy a vomitar —dijo Megumi con la voz rota.

—¡Hazlo en la cabeza de tu hijo! —la animé con una sonrisa en el rostro.

Después de bajar del puente, nos adentramos en un bosque que no conocía. Pensé que estaba conectado al que hay detrás de la casa de Megumi, pero me equivoqué al ver que este estaba mejor cuidado y con muchos más árboles.

— ¿Estás segura de que es por aquí, Megumi? —le pregunté, dudando si seguir avanzando por el camino de tierra.

— Tú continúa andando —indicó ella.

Seguí avanzando con el auto con lentitud y miedo a que ella se equivocara, pero al final de la calle había un inmenso galpón viejo con puertas verdes enormes, algo escondido y apartado de todo. Estacioné el auto en la parte trasera del galpón y lo apagué.

—¿Ven? Llegamos sanos y salvos —dije desabrochándome el cinturón de seguridad.

—Porque recé todo el viaje —dijo Fred entre dientes.

Los tres descendimos del auto, y una extraña corriente de escalofríos recorrió mi cuerpo al adentrarnos en el galpón. Construido con ladrillos, su extenso techo amenazaba con desplomarse en cualquier momento. Abrazándome a mí misma, seguí a Megumi y a su hijo. Llegamos a una pequeña puerta trasera, y antes de abrirla, Megumi me dirigió una mirada significativa.

—Antes, mi padre solía traerme aquí para entrenarse mejor y tener un mayor control con sus manos —explicó ella antes de abrir la puerta de hierro oxidado.

El interior estaba sumido en la oscuridad, apenas iluminado por la luz filtrada desde las ventanas en lo alto de las extensas paredes. Arrugué la nariz ante el penetrante olor a humedad y moho, y vigilaba constantemente el suelo para evitar tropezarme con algo.

—¿Hay algún interruptor para encender las luces, Megumi? —pregunté, y el eco de mi voz resonó por todo el galpón.

—Sí, está un poco lejos, así que síganme y procuren no tropezarse con nada en el camino —contestó.

Fred puso su mano sobre mi hombro, pero me aparté para mantener distancia entre los dos. Megumi subió una escalera hasta el cuarto escalón, y el clic del interruptor resonó en la penumbra.

Los reflectores se encendieron en orden, y algunos de ellos me deslumbraron por momentos. Cuando mi visión se adaptó, creí haber visto una rata pasar rápidamente frente a mis ojos. Aunque no me causaban asco, ya que tenía una como mascota, la presencia de una sugería la posibilidad de que hubiera muchas más. El galpón resultaba desagradable y terriblemente tenebroso, pero al menos tendría más libertad para manipular objetos flotantes.

— Ahora entiendo por qué mi abuelo venía aquí —comenté mientras daba algunos pasos para explorar el lugar.

— Pasaba horas y horas aquí —murmuró Megumi con melancolía.

En una esquina del galpón, unas bolas de bronce llamaron mi atención. Descansaban sobre una de las columnas. Sin pensarlo demasiado, levanté una de mis manos a cierta distancia de una de las bolas y me concentré en elevarlas. Fruncí el ceño y me propuse observar con determinación. Los nudillos de mis manos se volvieron blancos por el esfuerzo, pero un repentino dolor en el hombro me obligó a soltar un quejido.

—No te esfuerces, eres demasiado pequeña para levantar esas cosas —advirtió mi tía al darse cuenta de mi intento.

—Megumi, pude hacer tambalear un avión. ¿Cómo es posible que no pueda levantar una bola de acero? —respondí con frustración.

—Pero no pudiste levantar el avión.

Miré la bola de acero con los labios deslizados hacia un lado y continué explorando el lugar.

—Alia, colócate a dos metros de Fred —ordenó Megumi para que pusiera fin a mi turismo.

Hice lo que me pidió, calculando la distancia entre mi primo y yo. Luego de acomodarnos en una posición más adecuada, nos miramos fijamente. Megumi se colocó entre los dos y comenzó a hablar.

—Para evaluar el desarrollo de tu capacidad mental al mover cuerpos humanos, debemos medir la distancia de este para calcular el alcance de tu fuerza —explicó con seriedad a través de sus lentes de lectura.

Me encogí de hombros y reconocí que mi tía era una entrenadora hábil para este tipo de situaciones. Acto seguido, me concentré en observar a Fred detenidamente, guardando cada detalle de su cuerpo en mi mente, desde su pelo negro despeinado hasta la desalineada camiseta metálica. 

Ahora que lo notaba, ¿era mantequilla de maní lo que tenía en sus jeans?

—¡Fred! ¿Cuándo fue la última vez que te bañaste? —pregunté, asqueada por su aspecto.

—Vete al infierno —gruñó entre dientes.

Sonreí débilmente y continué memorizándolo con más determinación para no desconcentrarme fácilmente.

—¿Ya has terminado de observar a Fred? —preguntó Megumi.

—Estoy lista —dije con una sonrisa divertida.

Que comience mi juego llamado "maricas en el aire".


THOMAS MEFLIX.

Al entrar a casa, la quietud del ambiente me alerta de inmediato: algo no está como debería. Busco a mi madre por la casa y, al llegar a su habitación, encuentro el escenario que temía. Yace en la cama, frágil y cansada, absorta en la pantalla de la televisión donde su novela favorita despliega sus mundos ficticios.

Desde la penumbra del umbral, la observo en silencio, esperando a ser notado. Cuando finalmente levanta la mirada y nuestros ojos se encuentran, su rostro se ilumina con una sonrisa que emana una mezcla de alegría y alivio. Es un instante donde el peso del día se desvanece, reemplazado por el reencuentro con ella.

—Mi Thomy —susurra con ternura, su voz resonando en la habitación—. ¿Cómo ha marchado todo en el trabajo?

Su saludo me envuelve con una calidez reconfortante. Me acerco a ella, siento la suavidad de las cobijas bajo mis dedos y tomo asiento en el borde de la cama. La televisión sigue emitiendo el murmullo de la trama, pero por un momento, nuestro pequeño universo compartido se centra en el intercambio de palabras y miradas.

Con cariño, comparto los detalles de mi día mientras ella asiente y sonríe, demostrando un interés genuino. 

Notando que mi madre necesita atención, me acerco con cuidado y le tomo la saturación con el pulsioxímetro, esperando a que el dispositivo emita el suave pitido que indica la estabilidad de su oxigenación. 

El suspiro aliviado que escapa de mis labios es como un mantra silencioso que repito para tranquilizarme. La lectura es aceptable, aunque sé que la fragilidad de su salud requiere una vigilancia constante.

Después, procedo a chequear su presión arterial, envolviendo el brazalete con destreza. La columna del esfigmomanómetro sube y baja mientras contemplo la expresión serena de mi madre. Aunque su presión puede fluctuar, hoy parece estar en los límites normales. Respiro profundo, agradecido por cada pequeño triunfo en la rutina de cuidados diarios.

Con la tranquilidad de los signos vitales controlados, me sumerjo en la tarea de preparar la cena. La cocina se llena con el aroma reconfortante de una sopa casera que sé que le reconfortará. Mientras corto los ingredientes frescos y revuelvo la olla con cuidado, mi madre observa desde la silla cercana, agradecida por el esfuerzo y la dedicación que pongo en cada detalle.

Durante la preparación, compartimos pequeñas charlas, reminiscencias de días pasados y planes modestos para el futuro.

Michi está con Fred, por lo que no la esperamos para comer.

 —Cariño no te tomes a mal lo que voy a decirte pero creo que deberias mudarte.

La cuchara suspendida en el aire, mi mirada se encuentra con la de mi madre. Sus palabras resuenan en la habitación, creando un silencio incómodo que solo se rompe con el suave tintineo de la cuchara al caer de nuevo en el plato de sopa. La sorpresa en mi rostro se mezcla con una pizca de incredulidad ante la propuesta que acaba de lanzar.

—Mamá, no sé de dónde sacas esas ideas. No podría dejarte sola. —Mis palabras llevan un tono de rechazo, aunque en el fondo sé que mi madre tiene razón en algunos puntos.

Ella suspira, como si anticipara mi respuesta, y continúa con una expresión serena.

—No digo que me dejes sola, cariño. Pero siento que mi presencia está limitándote. Has sacrificado tanto por cuidarme, y eso me duele. Quiero verte vivir plenamente, disfrutando de todo lo que te has ganado.

Mi mente se llena de imágenes de momentos compartidos, de risas y lágrimas, pero también de oportunidades perdidas y sueños pospuestos. Me doy cuenta de que, en cierto modo, mi madre tiene razón. He postergado muchas cosas por cuidar de ella, pero la idea de dejarla sola me resulta inconcebible.

—No quiero que sientas que me estás limitando, mamá. Siempre encontraremos una forma de hacerlo funcionar. Además, tengo la esperanza de que pronto me concederán algunas vacaciones en el trabajo y podré llevarnos a algún lugar bonito.

Ella sonríe con afecto, pero noto un atisbo de tristeza en sus ojos.

—Por mi culpa, te has privado de la libertad de mudarte y vivir tu propia vida. Has completado tu carrera como enfermero con tanto esfuerzo, pero ahora te ves incapaz de disfrutar los frutos de tu arduo trabajo. No puedes permitirte el lujo de explorar el mundo, de saborear una cena solo o de conocer a alguien especial. Y ni siquiera me has presentado a esa chica, Alia, de la que tanto me hablas —expresa mi madre, su tono cargado de sinceridad y pesar—. No quiero ser una carga para ti. Has trabajado tanto, has dedicado tu vida a cuidar de mí. Pero mereces algo más, Thomy. No quiero que mi presencia te prive de las experiencias que te has ganado.

Cada palabra resuena en mi interior, generando una tormenta de reflexiones y emociones. ¿He estado postergando mi propia felicidad, aferrándome a la seguridad de la rutina familiar? La cuchara en mi mano parece más pesada de lo normal mientras busco las palabras adecuadas para responder.

—Michi nunca estaría para cuidarte, sabemos que apenas termine la escuela se irá a la universidad —le confieso con sinceridad, sopesando la realidad de la situación—. No creo que dejar que vivas sola sea una posibilidad, mamá.

Ella me mira con determinación, sus ojos transmitiendo una mezcla de comprensión y aliento.

—Puedes buscar un piso cerca de aquí, y estaremos muy, pero muy cerca —me alienta, como si estuviera dispuesta a respaldar cualquier decisión que me permita encontrar mi propio camino—. Y cuéntame, ¿viste a Alia hoy?

Alia.

Ese nombre, como una nota musical en medio de nuestra conversación seria, destaca y roba un pequeño destello de atención. Su mención me hace sonreír, y no puedo evitar que la curiosidad destile en la expresión de mi madre.

—Creo que sí la viste hoy —confirma mi madre tras darse cuenta de mi sonrisa, como si estuviera descubriendo un secreto compartido.

Asiento con complicidad, sabiendo que Alia había aparecido en mi día de alguna manera. La mención de su nombre añade un matiz ligero y positivo a nuestra charla seria, como si la vida estuviera tejiendo hilos de esperanza en medio de nuestras decisiones cruciales.

—Sí, mamá, la vi. Fue un encuentro casual, pero creo que estamos planeando tomar un café pronto —respondo, compartiendo un atisbo de anticipación en mi tono de voz.

—¿Hijo, en ese café casual le vas a decir que fue el amor de tu vida en tu vida pasada? —mi madre pregunta con un brillo travieso en sus ojos.

—No creo que esté preparada para saberlo. Me estoy volviendo loco intentando que me recuerde, pero sé que no lo hará —respondo con sinceridad, sintiendo la carga emocional de la situación.

—Intenta pasar más tiempo con ella.

—¿Quieres que no la deje respirar con mi presencia? —me echo a reír, limpiándome la comisura de los labios con una servilleta—. No puedo avanzar demasiado. No ha cumplido la mayoría de edad aún.

—Sí, hijo, ten cuidado con eso —mi madre advierte con una mezcla de preocupación y complicidad.

—Su tía no me quiere cerca de ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Sigo mucho a Alia como para saberlo. Lugar donde esté, lugar donde estoy.

—No creo que Michi quiera seguir más tiempo con Fred solo para hacerte el favor de saber dónde está Alia y mantenerte informado.

La revelación de mi madre crea un silencio tenso entre nosotros. La idea de que haya alguien que no apruebe mi cercanía con Alia plantea nuevas preguntas y reflexiones. Mi mente se sumerge en una maraña de pensamientos mientras intento comprender las dinámicas en juego.

—¿Por qué piensas que su tía no quiere que te acerques a Alia? —preguntó.

—Lo noto en la forma en que me mira. Hay algo en su actitud que indica que no me ve con buenos ojos.

—No quiero que Michi se vea afectada por mis decisiones, pero tampoco estoy dispuesto a renunciar a la posibilidad de conocer mejor a Alia. —Susurro, como si hablar más bajo pudiera aliviar la carga de las revelaciones.

—Creo que deberías charlar con su tía sin que se entere y que se dé cuenta de que tienes buenas intenciones con su sobrina.

—Mamá, Megumi va a sacarme con la escoba porque no deja de ser una situación de mierda entre ambos: ¿un chico de veintiún años enamorado de una chica de quince? Seguro se está cuestionando cómo es que no me fijo en chicas de mi edad.

—Me pregunto si se hará la misma pregunta en cuanto a su hijo de Fred, que tiene casi diecinueve y sale con mi hija de quince años.

La sugerencia de mi madre resonó en el aire, envuelta en un matiz de esperanza y pragmatismo. Considerar la posibilidad de hablar con la tía de Alia para disipar cualquier malentendido se convierte en una opción intrigante, aunque la realidad de la diferencia de edades no pasa desapercibida. Incluso para mi es incomodo.

—Las cosas buenas siempre llegan, hijo. No por nada ella llegó casualmente al pueblo —me dijo mi madre, tras darle un último sorbo a la sopa—. Insisto en que no te des por vencido.

Su afirmación lleva consigo un halo de esperanza, y aunque el camino hacia la comprensión con Megumi y el desarrollo de una relación con Alia parece lleno de obstáculos, las palabras de mi madre resuenan como un recordatorio de que el destino a veces tiene formas inesperadas de revelarse.

He tenido una madre por cada reencarnación, y sin embargo, esta fue la mejor que me ha tocado. Apenas las otras me dirigían la palabra.

Observo a mi madre con gratitud, sintiendo el peso reconfortante de su apoyo incondicional. A lo largo de las distintas vidas que he experimentado, su constante presencia y sabios consejos han sido un faro en medio de las tormentas.

Desabroché con meticulosidad los botones de mi camisa blanca, sintiendo la frescura del aire acariciar mi piel recién expuesta. El humo del cigarrillo se elevó con gracia ante mis ojos, una danza efímera que parecía reflejar los matices de mis pensamientos tormentosos.

Tras la cena, me deslicé silenciosamente hacia mi refugio, asegurándome de que ella ya hubiera buscado el consuelo del sueño. En mi santuario, rodeado por la penumbra, mi mirada se posó en las imágenes de Alia que decoraban las paredes. Cada fotografía, un fragmento de su vida capturado en instantes congelados, suscitaba una mezcla de nostalgia y anhelo en mi interior.

Alia trotando con gracia, entregándose al placer de la comida, perdida en pensamientos profundos o desafiante con una expresión enojada que parecía desafiar al tiempo. Con esmero, había mandado imprimir cada imagen, colgándolas como testigos de mi obsesión, como si pudieran aplacar mi ansiedad al tenerla tan lejos.

En mi escritorio, rodeado por la penumbra, contemplé las imágenes con una mezcla de nostalgia y determinación. En esta vida, reconocía la posibilidad de que Alia pudiera hallar a alguien más adecuado que yo, pero mi corazón se negaba a aceptar la derrota sin intentarlo.

Quizás, en esta nueva oportunidad, ella no compartiría mis sentimientos, y estaría dispuesto a retirarme con la misma elegancia con la que mis dedos desabrochaban los botones de mi camisa. Pero, si la llama del amor se encendía entre nosotros, me comprometía a ser el arquitecto de su felicidad, dispuesto a hacerla vibrar en la sinfonía de la dicha compartida.

—Soy un idiota —suspiré.

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