Vidas Cruzadas El ciclo. #4 E...

By AbbyCon2B

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En el esplendor del siglo XIX, Peter Morgan había nacido en el centro de una de las familias más importantes... More

Nota de la autora.
Recapitulando.
A saber para la historia.
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ACLARACIÓN SOBRE LA MONEDA (+bonus)
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RECORDATORIO.
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By AbbyCon2B

Gracias a los que se tomaron el tiempo de comentar, pues significa mucho para mí. Les dedico este capítulo 💖

Espero que les guste, aparecerá un personaje que será muy importante para esta historia (y a quién le tengo mucho amor) y que también me causó mucho dolor de cabeza porque fue muy difícil de escribir, así que nada, ojala lleguen a amarlo tanto como yo 😂

Los invito a comentar y votar para apoyar mi trabajo y disfruten la lectura. 

Oh, y también comentarles que Peter tiene cuenta en Instagram, pueden ir a seguirlo como peterjameseades y ver por ahí las cosas que subirá. También decirles que en Instagram he estado subiendo una historia interactiva de viajes en el tiempo, donde pueden crearse un personaje y tomar decisiones para sobrevivir en el siglo XIX y ver que tan lejos llegan, me encuentran en Instagram como Abby_con2b. Espero les guste💕

Love u all ♥

03 de julio 1897.
White Oak, Minnesota.

Olivia no estaba contenta con las noticias y aunque intentó interferir en los planes de Peter, tuvo que resignarse. Era la única en la familia que parecía oponerse a la idea de dejarlo abandonar el país y no le importaba si Amelia estaba en Inglaterra y podía ayudarlo, seguía pareciéndole una idea estúpida y peligrosa.

Se cruzó de brazos cuando Eli terminó de explicarle la situación por duodécima vez y desvió la mirada hacia el rincón de la habitación. Cualquier lado menos él.

—Mamá...Es lo que Peter quiere.

—Y si fuéramos a hacer todo lo que los niños quieren, viviríamos de fiesta todos los días.

—Peter ya no es un niño —le recordó Jonathan, aunque odiaba que lo hiciera. Tenían distintas opiniones respecto a lo que era o no un niño—. Cumplirá dieciocho años y terminó sus estudios, así que es correcto dejarlo seguir su propio camino y apoyarlo.

Le entregó una taza con té y cuando Olivia no la aceptó, la dejó sobre la mesa frente a ella y se acarició la sien. Podía llevar casi cuarenta años con ella, pero aun así no se acostumbraba a su malhumor y no la soportaba en esos momentos.

—¿Pensarías igual si fuera una de tus nietas? ¿O acaso no me dirías también que todavía son unas niñas?

—Es distinto, Olivia —protestó y se dejó caer en la silla a su lado—. Estamos hablando de Peter, no de nuestras nietas.

—Oh, pero tengo razón ¿o no? Ninguno de ustedes estaría siquiera considerando está locura si viniera de una de las niñas y está mal...Porque es igual de peligroso para Peter como lo sería para ella, simplemente no les importa.

—Por supuesto que nos importa, madre —corrigió Eli con un aire ofendido—. Es mi hijo de quién hablamos. ¿Crees que no me importa la seguridad de mi hijo? ¿Crees que no tengo miedo de dejarlo ir? Ni siquiera he logrado dormir bien por culpa del miedo.

—Oh, pobre de ti, pobre de ti... ¿Se supone que debo sentirme mal por tu falta de sueño cuando aun así insistes en que debes dejarlo ir?

—¡Porque ya no es un niño, madre! —gruñó con exasperación y abandonó la mesa—. Es lo que no terminas de entender y siempre ha habido discusiones en la familia por este mismo tema, porque sigues con ideas del futuro...De tu época y no te adaptas a la actualidad.

—Oh, no te atrevas, jovencito —escupió y su mano se estampó en la mesa cuando se puso de pie—. Me he adaptado bastante a la actualidad...He aceptado mi lugar como mujer, como esposa y como madre, he renunciado a muchas de mis creencias para llevar la paz en nuestra familia y no me arrepiento, soy feliz con eso...Pero si hay algo a lo que no me adaptaré, es a la estúpida creencia de que un muchacho de quince años ya es un hombre...

—¡Porque lo es! —insistió Eli y Olivia le dio la espalda y se agarró la cabeza, conteniendo un gruñido de exasperación—. No es tan difícil entenderlo, en estos tiempos lo es, madre...Y si no se marcha a Londres, se irá a trabajar o a la Universidad, de cualquier forma, se irá.

—¡Pues envíalo a trabajar! Incluso Nueva York es mejor idea que esto —. Puso las manos en su cintura, sintiendo su pulso temblar y se quedó ante la ventana con las cortinas abiertas, mirando hacia el campo—. ¿Qué haremos si algo le sucede estando en Londres, uhm? ¿Cómo lo ayudaremos? Podrían pasar meses hasta que nos enteremos o podríamos ni siquiera enterarnos y él sufrirá solo.

Eli no respondió.

Eran escenarios en los que ya había pensado, situaciones que invadían su mente y no lo dejaban dormir, porque eran tantos los peligros que Peter enfrentaría estando solo en otro país y era tal la distancia, que una gran parte de él se oponía a la idea de dejarlo ir.

Pero sabía que, aunque podía detenerlo si quería, no era lo correcto. Detenerlo solo por miedo, sería fomentar el miedo en Peter, fomentar la cobardía en su carácter, él abstenerse de hacer las cosas solo por los posibles peligros que aguardaban y esa no era una buena enseñanza para un hombre.

Se frotó el rostro, peinando la barba que le crecía en las mejillas y cuando dio la espalda a la mesa y no comentó nada, su padre decidió intervenir.

Estaba mucho más relajado que ellos dos, preparándose el té y cortándose una porción de pastel para acompañar su merienda y lo envidiaba por ello. Eli era una bolsa de nervios desde que Peter le había comentado su plan de marcharse.

—Tienes razón en que no consentiríamos esta conversación de tratarse de una de las niñas, ángel —. Colocó un poco de crema batida sobre su porción de pastel y se agarró una servilleta de tela para acomodarla sobre sus piernas—. Pero eso es porque las responsabilidades puestas sobre ellas no ameritan que tomen riesgos innecesarios.

—¿Entonces reconoces que esta decisión es peligrosa?

—Por supuesto que lo es —aseguró y Olivia se giró para mirarlo—. Pero lo que tiene de peligroso, lo tiene de necesario. El futuro de Peter depende de su capacidad para valerse por sí mismo, para tener carácter, ambición y resistencia y no tendrá ninguna de esas cosas, sino se obliga a conseguirlas.

—Pero no es justo, no es justo que lo dejen hacer esto tan joven y cuando nos necesita—señaló y se acercó a la mesa para sentarse a su lado.

—Lo que necesita es independizarse y si esta es la forma como quiere hacerlo, hay que apoyarlo. Es lo mejor para su futuro y necesario. 

—No debería serlo —susurró y Jonathan extendió su mano para tomar la de ella—. Es muy pequeño para esto...Muy vulnerable y no sabe lo que le aguarda...La gente es tan cruel y él es todavía muy inocente y...

—Ya, no te angusties más, ángel —. Tiró de ella suavemente, para que abandonara su silla y se sentara en su regazó y la acunó en sus brazos—. No pensemos en desgracias y confiemos en que Peter es un hombre inteligente y sabrá qué hacer.

—¿No puede tan siquiera esperarse otro año?

—No, quiere intentar conseguir una plaza en alguna Universidad de Londres —explicó Eli y Olivia se ocultó en el cuello de Jonathan y lo abrazó más fuerte—. Tampoco quiero que se marche, mamá, me duele tanto como a ti, pero... ¿Qué otra cosa podemos hacer? Detenerlo no le ayudará.

No dijo nada más al respecto, porque sabía que sin importar lo que dijera, la discusión ya estaba perdida.

Peter ya tenía todos sus planes hechos, ya había enviado su carta al puerto de Nueva York, reservándose un pasaje en tercera clase y estaba armando sus maletas, detenerlo ahora, sería explotar esa burbuja de adrenalina, anticipación y emoción que llevaba removiéndole el estómago desde hacía algunas mañanas.

—¿Cuándo se irá? —inquirió y Eli volvió a sentarse en la mesa con ellos.

—Dentro de una semana.

Demasiado pronto, lamentó, pero no dijo nada al respecto y solo se regresó a su silla, para beberse el té que Jonathan le había servido y acompañarlo con una rodaja de pastel.

Peter terminó todos sus preparativos en los siguientes días e incluso escribió a su hermano, para avisarle que se marchaba. No estaba seguro de si la carta lo alcanzaría a tiempo para que pudiera hacer el viaje hasta Nueva York, de hecho...Estaba seguro de que no llegaría a tiempo y no podrían despedirse.

Una de las tantas desventajas de apresurar tantos las cosas, pero no tenía muchas opciones; las clases comenzaban en septiembre y todavía necesitaba cruzar el océano, conseguir donde vivir y un trabajo y descubrir si había forma de que pudiera permitirse un lugar en la Universidad o sería demasiado caro.

Su padre le daría un par de libras para ayudarlo a empezar, suficientes para sobrevivir y nada que le permitiera darse demasiados lujos. No quería lujos cuando estaba intentando empezar de cero por su cuenta.

Guardó un par de libros en sus maletas, que le harían compañía durante los siguientes meses o años, hasta que tuviera dinero para comprarse unos nuevos y terminó de doblar sus tres camisas de segunda mano.

Había conseguido la ropa en una tienda local de White Oak, eran fabricada por un grupo de mujeres en la zona y usaban materiales sencillos y económicos para ahorrar en gastos. Perfecta para la clase de ropa que vestían los hombres de clase baja, aunque nada como lo que él acostumbraba llevar.

Al menos estaba probando cosas nuevas y aunque había estado asustado al comienzo, acerca de irse tan esporádicamente y sin nada asegurado, la emoción creciendo cada día, empezaba a opacar sus inseguridades.

Estaba cometiendo varios errores de principiante sin darse cuenta. Para empezar; se estaba apresurando demasiado, todo buen viaje debía planearse con meses de antelación, incluso un par de años y él había asegurado todo en solo tres semanas y ya estaba listo para irse.

Luego también estaban las ilusiones que seguía haciéndose sin poder evitarlo. Era cierto que no sabía mucho del mundo (no todavía) y tampoco sabía lo realmente difícil que podía llegar a ser. Se hacía algunas ideas e imaginaba que estaría trabajando varias horas y cansado con más frecuencia de la que acostumbraba, pero también imaginaba conocer mujeres en el proceso, que lo considerarían más atractivo por su independencia y valentía y se imaginaba logrando hacer amigos adinerados con relativa facilidad, para que lograra volver a estar en la cima en cuestión de un año.

Eran ilusiones incontrolables y que solo harían su viaje más difícil cuando se pincharan y descubriera la cruda realidad de ser un hombre solo, en un país ajeno y sin dinero.

Si hubiera planeado mejor las cosas, habría logrado despedirse de Esmond y conseguir un lugar donde vivir una vez en Londres, su familia intentó convencerlo de que esperara al próximo año, pero no tuvo caso. Estaba determinado a marcharse en ese momento, mientras todavía tenía la motivación, porque temía echarse hacia atrás si lo pensaba demasiado.

Y, además, era demasiado impaciente como para esperar un año. Otro error de principiante.

Le hicieron una despedida el día antes de partir hacia Nueva York. Cenaron todos juntos en casa de sus abuelos y sus tíos y primos los acompañaron, llenando toda la mansión como no se llenaba desde navidad. Todos intentaron aconsejarlo lo mejor posible y compartieron algunas de sus preocupaciones, pero ya nadie intentó detenerlo o hacerlo cambiar de parecer, lo cual agradeció.

Se volvía agotador que todos le dijeran lo mismo una y otra vez.

El lunes, cuando partió hacia Nueva York, sus padres lo acompañaron y sus hermanos se quedaron atrás, con los abuelos. Hubo algunas despedidas y su hermana lloró como si estuviera enviándolo a la guerra, pero cuando finalmente estuvo en el tren, camino a Nueva York, se sintió bien.

Había algo en su pecho, un sentimiento, que resonaba como si estuviera yendo en la dirección correcta. La emoción que crepitaba en sus entrañas se anteponía a algo que su alma recordaba, pero su mente consciente parecía haber olvidado y, aun así, estaba emocionado. No podía explicar por qué o de qué, suponía que era solo del viaje, pero en el fondo sabía que había algo más.

Algo importante aguardaba en el camino, algo grande...Alguien...Y no podía esperar a encontrarlo.

Unos días antes. 
13 de julio 1897.
Nueva York, Nueva York.

El guardia nocturno del Central Park tenía un trabajo aburrido. Circulaba por el parque durante la noche, asegurándose de que no hubiera nada sospechoso en el área y el resto de las horas, las pasaba en su caceta, alumbrado con una nueva lámpara eléctrica, que le permitía leer el periódico cómodamente, recostado en su silla, con los pies sobre el escritorio. A veces incluso dormía un rato para que las horas pasaran más rápido, pero nunca hacía mucho más que eso.

Ocasionalmente, algo emocionante sucedía, como atrapar a una pareja compartiendo un momento de intimidad indecente en público, arrestar a borrachos que salían de los bares locales o detener algún crimen en el área, que amenazaba con perturbar la tranquilidad del vecindario. En otras ocasiones, se encontraba con algún suicidio y en esos momentos deseaba que su trabajo volviera a ser aburrido, porque odiaba lidiar con casos tan deprimentes, que drenaban sus emociones por el resto de la semana.

Afortunadamente, no había suicidios esa noche y no lo había habido en un mes ya, era solo otra jornada aburrida. Había arrestado a dos borrachos y los había enviado a la comisaría, donde tendrían que pagar una multa por estar ebrios en público. También había ahuyentado a un par de prostitutas, que sabían no podían trabajar en la zona y como estaba de buen humor, no las había arrestado. Eso y que no tenía ganas de hacer más papeleo.

Y en la madrugada, durante su última vuelta por el parque antes de irse a casa, alumbró con su linterna entre los arbustos y se detuvo al ver a otro mendigo durmiendo en un banco cerca del lago.

Ya estaba cansado de lidiar con esos hombres sin trabajo u hogar, que se dormían en los parques donde estaba especialmente prohibido y lo peor, era que siempre resultaba difícil despertarlos y él ya quería irse a casa.

Por un momento, consideró dejarlo allí y que se encargara el guardia del próximo turno, pero ya estaba por asomar el sol y la gente empezaría a circular por el parque, no sería agradable para nadie encontrarse con un hombre durmiendo en un banco, todo sucio y oloroso.

Suspiró hacia el cielo, preguntándole a Dios qué había hecho para merecer un trabajo tan aburrido y alumbró hacia el hombre en el banco, antes de acercarse y sacudirlo un poco.

—Señor, despierte, señor...

Le tomó un par de intentos hacerlo reaccionar, tanto así, que empezó a sospechar podía tratarse de un muerto. A veces pasaba eso, los ebrios se dormían y les daba un infarto o simplemente estaban muy enfermos y quedaban allí, sin vida.

El hombre en el banco parecía demasiado joven como para tener un infarto, pero esas cosas eran impredecibles, ya había visto hasta niños de no más trece años morir por un ataque al corazón.

Lo sacudió un poco más brusco y se apartó un paso cuando el hombre se enderezó de golpe.

—Debe irse, señor.

—¿Uhm?

—Está en un parque público, no puede dormir aquí —. Le alumbró el rostro para verlo mejor y el hombre entrecerró los ojos ante el brillo que ardía y se cubrió con una mano—. ¿Se encuentra bien?

—Un poco ebrio, nada más —. Se frotó el rostro con ambas manos y exhaló—. Ah, mierda...No debía decirle eso a usted ¿no?

—Se salva de que ya esté terminando mi turno y no tenga ánimos de pasar la mañana en la estación por su culpa. ¿Puede caminar?

Asintió, todavía más dormido que despierto y se humedeció los labios un par de veces, antes de impulsarse del borde del banco para ponerse de pie.

Ya no se sentía ebrio, pero estaba tan dormido que caminó como si lo estuviera y tropezó un poco antes de enderezarse.

—Muy bien, ahora márchese antes de que abran el parque.

Asintió con la mirada fija en el piso, mientras se tambaleaba en el lugar y no se movió. Estaba despierto, pero su mente estaba en otro lugar muy lejano, ajeno a todo lo que lo rodeaba. Tal vez sí seguía un poco ebrio.

—¿Escuchó, señor?

—¿Eh? Ah, sí...Irme...—. Dio un paso por el camino de piedrillas y se detuvo cuando sintió su cabeza muy ligera—. Un momento...Mi sombrero...

El guardia alumbró con su linterna hacia el banco y los alrededores y revisó también debajo de este, sin encontrar nada.

—Aquí no hay ningún sombrero, señor, debe haberlo pedido en otra parte.

—Ah, mierda...Era un lindo sombrero.

Y el único que tenía, pero estaba demasiado desorientado como para preocuparse por eso.

Se guardó las manos en los bolsillos de su chaqueta y empezó a tropezar por el sendero hacia la salida. Ni siquiera sabía dónde quedaba el portón, pero se limitó a seguir el camino y esperar que lo llevara en la dirección correcta.

Estaba funcionando a base de instintos a esa altura, ya había recorrido las mismas calles demasiadas veces en los últimos años como para perderse, incluso estando medio dormido y medio ebrio, podía ubicarse fácilmente.

Caminó unas treinta cuadras hasta donde vivía y cuando se encontró subiendo las escaleras hacia el primer piso del edificio, ya se sentía mucho más fresco y espabilado.

Tanteó el picaporte de la puerta y agradeció que Cecil nunca cerrara con llave, porque él tenía el mal hábito de siempre olvidarse de su copia y esa mañana no era excepción.

Cerró a sus espaldas, empezó a quitarse el saco para lanzarlo sobre el gancho para abrigos que estaba mal clavado en la pared y fue a quitarse el sombrero, hasta que recordó que lo había perdido. Echaría de menos a ese maldito sombrero, lo llevaba usando desde hacía años y era la primera vez que lo perdía.

Claramente había bebido más de la cuenta.

—¿Josey? ¿Eres tú?

—No —mintió, bostezando y se quitó los zapatos descuidadamente, antes de dejarse caer sobre la cama que había en el salón.

El apartamento que Cecil rentaba era minúsculo, pero lo más económico que podían conseguir en Nueva York y que no estuviera cayéndose a pedazos.

Tenía solo dos habitaciones, una era la cocina, con comedor, donde Roland tenía su cama y la otra era el dormitorio de Cecil, con una simple cama de dos plazas, a la cual le faltaba una pata, motivo por el cual una de las sillas estaba en el dormitorio, haciendo de soporte para que la cama se mantuviera en pie.

Roland dormía sobre una cama de una sola plaza, con una parrilla de resorteras y un colchón tan fino, que a veces algunos resortes pinchaban a través del material y se le enterraban en la piel mientras dormía.

No era mucho, pero sin duda era mejor que dormir en las calles, aunque con frecuencia allí era exactamente donde terminaba.

Se quedó bocabajo en la cama, con su mejilla apretada contra la dura almohada y dormitó un poco, empezando a babear la tela mientras un ronquido se le escapaba.

—¿Dónde estuviste? —curioseó Cecil asomando desde su dormitorio, con el cepillo de dientes en la boca y una taza con café en la mano—. Hueles horrible. ¿Te orinaste?

—No...Un perro...Anoche —. Giró su rostro en la almohada, mirando hacia la pared y se limpió la saliva de la boca—. Creo...Tal vez sí me orine...

—Pues sea lo que sea, tendrás que pedirle a la señora Davey que te prepare un baño —. No respondió y Cecil sirvió otro poco de café en la taza y se lo dejó en la mesa de noche junto a la cama—. No me dijiste donde estuviste anoche o todo el día de ayer.

Se alzó en sus codos para alcanzar la taza con café y darle un sorbo y Cecil movió una de las sillas junto a la mesa y la enfrentó en la cama, para sentarse a hablarle.

Eran más o menos de la misma edad, aunque Cecil ya estaba en sus veintes y tenía una vida mucho más sana, con un trabajo estable, aunque no pagara mucho y una mujer con la que pensaba casarse en un futuro no muy lejano.

Roland no podía decir lo mismo de su vida, apenas había cumplido diecinueve ese año y no lograba mantener un trabajo por más de unas semanas. En lo único en lo que le iba bien, era en la prostitución, pero se avergonzaba de sí mismo por las cosas que hacía y las que disfrutaba. Un tema del cual prefería no hablar con nadie.

Se limpió la boca con el dorso de su mano y dejó la taza en la mesilla, antes de enterrar su rostro en la almohada una vez más.

—Ayer estuve en lo de Treadaway hasta las tres y luego me vi con Mendoza afuera del bar y anoche...Uhm...Creo que me embriagué y terminé en el parque, no sé cómo.

—Pues Daykin te estuvo buscando —comentó y Roland gruñó por lo bajo—. Dijo que le debías dinero y Tolfree también te estaba buscando.

La sangre de Roland empezó a helarse ante ese último nombre.

—¿Vino por aquí? —inquirió, enderezándose en la cama y Cecil asintió—. ¿Qué le dijiste?

—Que no te veía hacía ya unas cuantas semanas, pero no sé si me creyó. Me pone de los nervios y no sé mentir cuando estoy nervioso —. Se agarró una rodaja del pan viejo que quedaba en la mesa y le dio una mordida, aunque fácilmente podía romperle los dientes—. También le debes dinero y no estaba feliz.

—Sí, lo sé...Pero no puedo pagarle...—. Tanteó sus bolsillos y sacó las pocas monedas que tenía—. Es todo lo que me queda.

—Y me lo quedo para la renta, gracias.

—Cecil...

—¿Qué? Debes colaborar. Si tanto necesitas dinero, podrías ir a trabajar y no hablo de venderte por sexo.

—Fui a trabajar —mintió y Cecil alzó una ceja.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—El otro día...

El otro día hacía ya unos dos meses, pero igual, no era su culpa que los trabajos le aburrieran y no toleraran sus llegadas tardes. Tenía un mal hábito con el alcohol y de beber más de la cuenta, terminaba desmayado casi todas las mañanas.

—El otro día —repitió Cecil y abandonó la silla para alcanzar la taza con café y dejarla en el lavado—. No has tenido un trabajo desde navidad.

—Tengo trabajo —señaló a la defensiva y Cecil negó.

—Esto que tienes con los hombres no cuenta.

—¿Paga las cuentas o no?

—Es destructivo, Josey —señaló y Roland no quiso escucharlo—. La relación que tienes con estos hombres y contigo mismo no es segura, no es sana.

—No necesito un sermón.

—Pero tal vez sí lo necesitas —contestó y se acercó para mirarlo a los ojos—. Te has convertido en una persona importante en mi vida estos últimos años y me duele verte así...Siempre sin rumbo y deprimido.

—No estoy deprimido ¿vale? Ya déjame.

—Josey... —. Se sacudió fuera de su agarre y negó—. ¿Y cómo piensas pagarles, uhm? Tolfree puede que te lo deje pasar, pero Daykin te quiere muerto.

—Ya lo solucionaré, no es asunto tuyo ¿vale?

Cecil suspiró, buscó en el bolsillo de su pantalón y sacó las pocas monedas que Roland le había enseñado.

—Solo cuídate ¿sí?

—Dijiste que esto era para la renta.

—No importa, ya lo tengo cubierto. Ahora, ve a darte un baño, realmente hueles mal —. Tomó su saco del gancho junto a la puerta y el sombrero que había sobre la mesa—. Me marcho al trabajo, cualquier cosa, ya sabes dónde encontrarme.

Cecil abrió la puerta para abandonar la habitación y antes de que pudiera marcharse, la voz de Roland lo detuvo.

—No me gustan los hombres —aseguró, aunque Cecil nunca había preguntado—. Solo lo hago porque es dinero fácil...No es que...No me interesa...No soy así, soy normal.

Cecil apretó una sonrisa apenada y se encogió de hombros.

—Está bien, te creo si te ayuda a dormir por las noches.

—Lo digo en serio.

—Está bien, Josey —insistió—. No es problema mío lo que te guste o no, solo...Procura no terminar muerto por ello. Nos vemos luego.

El sonido de la puerta al cerrarse retumbó en la soledad del apartamento y Roland se quedó de pie junto a la mesa, con sus dedos tamborileando en la madrea y su mente divagando sobre distintos temas, sin aclararse en ninguno.

Se frotó el rostro con una mano, dejando escapar un suspiro y concluyó que realmente necesitaba un baño. No estaba seguro de que le había sucedido anoche, pero Cecil tenía razón y no olía nada bien.

La señora Davey era la única en todo el edificio que tenía un baño, así que usaban el de ella cada semana, a cambio de unos centavos que la ayudaban a comprarse esas galletas de la tienda general que a ella tanto le gustaban.

Era una señora ya en sus cuarenta, siempre había estado sola y se rumoreaba incluso era virgen, aunque de eso nadie estaba seguro. Tampoco era sorpresa que nunca hubiera conseguido marido, Roland no pretendía ofender, pero no era la mujer más atractiva del mundo y su personalidad tan gruñona, exasperaba a cualquiera.

Se llevó la única ropa que tenía además de lo que llevaba puesto y también una toalla y el jabón, para llamar a la puerta de la señora Davey en la planta baja y esperar que tuviera el baño libre.

Ella abrió la puerta y lo miró con los labios apretados en una mueca desaprobatoria. Su cabello siempre estaba alborotado como si en su vida hubiera conocido un cepillo y tenía el mal hábito de fumar demasiado, por lo que le faltaban dos dientes y los demás estaban de un profundo color amarillo.

Intentaba no mirarla demasiado a la cara o terminaría haciendo una arcada sin intentarlo.

—¿Otro baño, Josey? Todavía no me pagaste el de la última vez.

—No tengo dinero —confesó—. Tan solo me quedan ocho centavos y esperaba usar cuatro para comer hoy.

—O podrías dármelos y saldar tu deuda.

—¿Y qué comeré? —inquirió y ella se encogió de hombros, recostándose contra el marco de la puerta—. Tengo hambre, Davey.

—¿Quieres bañarte o no?

La miró de malagana, maldijo y rebuscó en el bolsillo de su pantalón para sacar los cuatro centavos que le debía de la última vez.

—Esto solo paga el último baño.

—¿No puedes dejarlo pasar? Te pagaré en cuanto tenga dinero —. Ella se relamió los labios, manteniendo ese semblante desagradable en su rostro y negó—. ¿En serio?

—Necesito el dinero tanto como tú.

Pues él no quería entregarlo todo cuando había tenido la fortuna de que Cecil se lo regresara, lo que significaba que podría comer en algún lado, así que se guardó las monedas en el bolsillo y negó.

—Gracias por nada, vieja de mierda.

—Vete a la mierda tú también, bastardo.

No le sorprendió que le cerrara la puerta en la cara y la pateó de malagana, soltando otro juramento y se fue hacia la salida, maldiciéndola una y otra vez.

Le quedaban pocas alternativas; podía buscarse un baño público y darse una ducha allí, pero los espacios siempre estaban muy poblados y él odiaba verse desnudo en presencia de muchos otros hombres. Principalmente, cuando no era ningún secreto en la ciudad que él se vendía por las noches. Su otra opción era lavarse en un río, pero los oficiales que patrullaban lo arrestarían por indecencia pública y no quería pasar el día en la comisaría, ni tampoco tenía dinero para pagar una multa.

Suficiente deuda ya había acumulado.

Miró la hora en el reloj que se alzaba en el centro de la avenida junto a la que vivía y supuso que solo le quedaba una opción, así que empezó a caminar por la acera hacia la casa de Mendoza.

Vivía a unas cuarenta cuadras, una distancia significante cuando cada cuadra en Nueva York se extendía por más de cien metros, pero no pensaba gastar en transporte público. Lo que tenía en el bolsillo, estaba determinado a usarlo en su comida o pagando más deudas, pero no en lujos que no le correspondían.

Anduvo a paso apresurado y no le dio importancia a la gente que se apartaba de su camino como si llevara lepra. Ya estaba acostumbrado, con su ropa haraposa y el olor que tenía desde la noche anterior, él también se apartaría de sí mismo si pudiera. Además, no podía esperar otra cosa de los malditos ricachones de Nueva York.

La gente con dinero le daba tanto asco, que no podía importarle menos si todos morían de la noche a la mañana. Siempre presumiendo sus ropas extravagantes y vidas lujosas, mirando por sobre el hombro hacia los más pobres y juzgando. Siempre juzgando sin saber, sin conocer. Los detestaba.

Cruzó la calle antes de que circularan los carros y se decidió por tomar un atajo por el parque, pero cambio de parecer cuando vio a Daykin y sus amigos junto a la fuente cerca del lago.

Frenó en el lugar, con su corazón saltándose un latido, alzó las cejas ante la sorpresa y retrocedió disimuladamente, esperando pasar inadvertido y regresar por donde había llegado antes de que lo notaran.

—¡Eh, Josey!

Maldijo por lo bajo cuando Daykin llamó por él y miró sobre su hombro antes de empezar a correr.

—Maldito marica... ¡Vamos, que no se escape!

Se regresó sobre sus pasos, corriendo tan rápido como le era posible cuando todavía quedaba algo de alcohol en sus sangres y cruzó la calle, agitando a los caballos que circulaban y sin medir los riesgos de que alguno pudiera patearlo.

Llevaba la ropa en una mano y la toalla agitándose en la otra y ni siquiera se detuvo para levantar el jabón cuando se cayó del bolsillo de su pantalón. A la mierda el jabón, pensó, en esos momentos solo le importaba evadir a Daykin y sus hombres antes de que le dieran una golpiza por el dinero que debía.

¿Cuánto era? ¿Cinco dólares? Aproximadamente y le debía otros doce a Tolfree. En total estaba endeudado en unos veinte dólares y no sabía cómo mierda haría para pagar, cuando con suerte conseguía poner su mano en un dólar con una sola noche de trabajo.

Empujó a un hombre fuera de su camino, intentando no reducir la velocidad con la gente que se le atravesaba y dobló bruscamente en la siguiente esquina, esperando que eso los desorientara lo suficiente para que redujeran la marcha. No funcionó.

Daykin era jodidamente rápido a pesar de medir tan solo un metro sesenta y sus amigos eran incluso más rápido y le estaban pisando los talones. Eran algo parecido a matones, aunque todavía no estaban cerca de imponer el mismo miedo y respeto que Tolfree.

Todavía no sabía por qué mierda les había pedido dinero a ellos, de entre todas las personas, en parte, porque sabía que se lo prestarían y qué tenían dinero. El resto de la gente que conocía estaban en la misma situación que él; endeudados y empobrecidos. Nadie podía prestarle dinero, salvo los criminales que se lo robaban a los ricos y lo repartían entre los pobres, aunque siempre con un precio. Un jodido y costoso precio.

—¡No te vas a escapar esta vez, Josey!

—¡Te pagaré la próxima semana! —gritó, esperando que eso lo detuviera y siguió corriendo.

—¡La mierda lo harás! Me pagas hoy, hijo de perra.

Maldijo, con su respiración agitada por la carrera y lamentó su pobre estado físico. No estaba acostumbrado a correr y se notaba, además de que beber tanto alcohol todas las noches no ayudaba.

También debía dinero en el bar por eso, así que en total estaría necesitando unos treinta dólares para todas sus deudas. Cuarenta si incluía las tiendas donde llevaba comida todas las semanas.

Empujó a una mujer atravesada en su caminó y la escuchó caer al suelo, por lo cual se sintió culpable, pero no pudo detenerse a revisar si estaba bien. En su defensa, realmente no quería que le dieran una golpiza.

Intentó correr tanto como pudo, pero no logró continuar por mucho tiempo cuando sus piernas comenzaron a doler y el aire entrando en su pecho quemaba, así que, inevitablemente, empezó a reducir la marcha y los amigos de Daykin lo alcanzaron bruscamente y lo empujaron hacia el suelo.

Rodó sobre el hormigón, llevado por el momentum de la carrera y su ropa quedó extendida sobre el suelo, al igual que él, cuando ni siquiera se molestó en enderezarse.

Su pantalón se rasgó en la caída, así como la piel de sus rodillas y sus manos y se rio al girarse hacia su espalda y mirar hacia el cielo entre los edificios.

—¿Qué es tan gracioso, marica?

Se encogió con un quejido cuando uno de los hombres lo pateó en la cintura y arqueó su cuerpo en posición fetal, abrazándose a sí mismo y reteniendo un quejido.

—Me debes dinero, así que paga...Ahora —espetó Daykin y Roland lo miró de reojo.

—Dije que pagaría la próxima semana —logró decir entre jadeos ahogados.

Daykin rodó los ojos y le hizo un gesto a sus amigos para que lo enderezaran y le revisaran los bolsillos. Los cuatro centavos que le quedaban cayeron a sus pies, resonando como campanillas.

—¿Esto es todo lo que tienes? ¿Para qué mierda pasas la noche entregando el culo si no ganas nada, uhm?

—No cobro mucho, tu más que nadie deberías saberlo —se burló, recostando su cabeza contra la pared mientras lo agarraban y una sonrisa burlona curvó sus labios.

El rostro de Daykin palideció.

—¿Y cómo mierda sabría yo eso? —escupió y Roland se encogió de hombros.

—Ya tú sabrás.

Los hombres de Daykin se miraron confundidos y fruncieron el ceño.

—¿De qué mierda habla, jefe? —preguntó uno de ellos, todavía sujetando a Roland contra la pared y Daykin se encogió de hombros.

—No tengo ni idea, está inventando mentiras en mi nombre...

—¿Mentiras? —repitió Roland y se rio—. No parecían mentiras cuando me follabas la otra noche...

Daykin lo golpeó con fuerza en el estómago, obligándolo a arquearse sobre su abdomen y Roland soltó un quejido y se fue de rodillas hacia el suelo, antes de que lo empujaran y comenzaran a llover patadas contra su cuerpo mientras se cubría la cabeza con sus brazos y adoptaba una posición fetal, para proteger sus partes más importantes.

Mendoza una vez le había dicho que tenía una personalidad auto-destructiva y se había reído en su cara mientras se tomaba un trago de whisky, ahora, siendo molido a golpes en plena calle, con la gente pasando por su lado sin hacer nada para ayudarlo, empezaba a considerar la posibilidad de que tuviera razón.

No sabía cómo cerrar la boca y solo empeoraba su situación una y otra vez. Ahora Daykin estaba furioso con él y los golpes no dejaban de lloverle.

—No te atrevas a difamar mi nombre con esas mierdas que tú haces. No soy la perra de nadie como tú ¿entendiste?

Asintió, porque no podía hablar con el dolor en su cuerpo y Daykin le apretó la cara contra el suelo con su mano y le escupió antes de soltarlo bruscamente y enderezarse.

—Me pagas esta noche o estás muerto, Josey. Última advertencia.

Ni siquiera intentó moverse del lugar una vez los sintió empezar a alejarse. Le había quedado todo el cuerpo adolorido y estaba empezando a temer que tuviera algún hueso roto. Su boca sangraba como si le hubieran arrancado todos los dientes, aunque confirmó que seguían intacto cuando los tocó con su dedo y concluyó que solo se había mordido la lengua un par de veces.

Giró sobre su espalda, dejando escapar unos quejidos y se rio con la mirada en las nubes esponjosas del cielo. No sabía que encontraba tan gracioso, pero no pudo evitar empezar a carcajear entre el dolor. La expresión de Daykin cuando se había sentido expuesto por un segundo era inolvidable.

Era la primera vez que se animaba a usar sus encuentros nocturnos en su contra y claramente Daykin no se lo había imaginado, pero en su defensa, había sido demasiado tentador y estaba desesperado.

Daykin era su cliente casi todas las noches, lo visitaba en secreto, le pedía que lo tomara en su boca mientras lo miraba a los ojos, porque era lo que más le gustaba y luego lo acomodaba sobre la cama sobre sus manos y rodillas y lo follaba como si de animales se tratara.

Le gustaban los hombres y Roland lo sabía y no temía usarlo en su contra, al menos ahora Daykin también lo sabía y esperaba que eso lo hiciera pensarlo dos veces antes de volver a hostigarlo en las calles. Eso o realmente lo mataría para no correr riesgo. 

Se limpió las lágrimas que no sabía si escapaban por la risa o el dolor y dejó caer su brazo sin fuerza, contra el pavimento manchado en la sangre de su boca.

—¿Necesita que envíe por un doctor? —escuchó preguntar a un hombre que había observado todo el ataque desde su casa y finalmente asomaba para ofrecer su ayuda.

—Nop...Estoy como nuevo.

—¿Seguro? No se ve bien, señor.

—Apenas fueron cosquillas —bromeó y se rio otra vez—. Ah...Yo diría que ha salido mejor de lo que esperaba.

—Si eso dice —. Dejó la casa, miró alrededor para asegurarse de que los criminales no seguían cerca y le ofreció una mano para ayudarlo a pararse—. El hospital está a unas cuadras si cambia de parecer.

Todo su cuerpo dolió cuando dejó que el hombre tirara de él para enderezarlo y sus sospechas de que tenía algo roto se volvieron más fuertes. Daba igual, podía morir allí mismo y honestamente se alegraría, ya estaba cansado de la vida de mierda que llevaba, de la soledad, la tristeza...

Se rio, mientras recogía su ropa del suelo y el hombre lo miró con cierta preocupación. No lo culpaba, probablemente parecía un maniático, riéndose cuando sangraba un rio por la boca y acababan de darle una golpiza.

Se despidió del hombre con su mano y retomó la marcha hacia la casa de Mendoza.

Ahora ya ni siquiera tenía sus cuatro centavos para la comida, pues Daykin se los había llevado y maldito bastardo...Al menos esperaba haberle jodido el día con la información que había compartido ante sus amigos. 

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