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25 de septiembre 1897

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25 de septiembre 1897.
Southwark, Londres.

Aubrey despertó temprano en la mañana para tener suficiente tiempo de llegar a la casa en Southwark y como vivía a tres kilómetros y debía caminar, había comenzado su día a las seis.

Se había vestido mientras su madre dormía en la cama de al lado con el hombre con el que llevaba saliendo desde hacía ya unos cinco meses y quien no le agradaba y luego se había agarrado una rodaja de pan de la mesa junto a la cocina de hierro y había abandonado la casa sin molestarla.

Todavía estaba oscuro cuando había empezado su camino hacia Southwark y las pocas lámparas en esa zona de la ciudad no alumbraban los callejones lo suficiente para sentirse seguro en ellos, así que se había mantenido en las calles amplias e iluminadas.

Cruzó el puente de las torres, deteniéndose a admirar el agua del río Támesis, que en realidad estaba demasiado sucia y cuando alcanzó Southwark, detuvo un poco la marcha y echó un vistazo al reloj en la avenida. Siete y media. Iba a llegar temprano.

Subió los escalones del porche, pisando fuerte y seguro y llamó a la puerta con una enorme sonrisa. Esta vez no estaba yendo hacia una trampa, estaba seguro de eso y además le pagarían seis libras.

Sin duda la oferta era sospechosa, porque era la misma que aquel feo hombre le había hecho; pasarse por su casa, seis libras y ni siquiera le habían dicho cuál era el trabajo. Pero confiaba en el señor Josey y esa era la diferencia.

Entró en la casa cuando Roland le abrió la puerta bostezando y tuvo que cerrar cuando este se fue por el corredor hacia la cocina sin hablarle. Se quitó el saco y la boina, saltó para llegar a colgarlo en el perchero y luego cuando Roland regresó con una bandeja con comida en manos, lo siguió por las escaleras.

Parecía estar dormido todavía, porque no dejaba de bostezar y tenía los ojos entrecerrados, además iba de pijama, con un pantalón y camisa de algodón a juego y en perfecto estado, el pelo un poco alborotado y sus pies descalzos.

Subieron hasta el segundo piso (demasiadas escaleras para su gusto) y cuando entraron en una habitación, Roland cerró la puerta y dejó la bandeja sobre la cama.

—¿Este es su cuarto? Es como un castillo...Me encanta —. Acarició las mantas sobre la cama, que eran demasiado suaves y corrió hacia la ventana para mirar el jardín—. Oh, señor Josey, quiero vivir con usted.

—Ni lo sueñes —ladró y Aubrey le sacó la lengua mientras le daba la espalda—. Te vi en el espejo, mocoso.

—Pues felicidades por tener ojos, viejo gordo —. Se encogió cuando lo vio caminar en su dirección y soltó un quejido cuando le dio un golpe en la cabeza, suave y que alborotó su pelo—. Era broma.

—Te hace falta aprender a respetar a los mayores —. Lo observó, cruzándose de brazos y suspiró—. Anda, ve a bañarte. Apestas.

—¿Apesto? —. Se llevó la camisa a la nariz y alzó los hombros—. Supongo que mi ropa esta algo sucia, pero me lavo todas las noches. ¿Por qué quiere que me bañe? ¿Cuál es mi trabajo?

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