Oasis Nocturno

By AlejandroDAmbrosio

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Cuentos antológicos. Corres el riesgo de que en medio del desierto se revele un universo de posibilidades. To... More

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Nuestro Cadáver

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By AlejandroDAmbrosio

      Eran las dos de la mañana cuando Helena regresó al cementerio y exhumó el cadáver de Henry por cuarta vez.
No pudo creer lo que veía en el interior del ataúd. ¿Cómo es posible que Helena aún seguía desbloqueando privilegios?

En cada visita a la tumba de Henry, la mujer había presenciado diversas facetas de su amado. Era como volver a ser una niña y descubrir el contenido de un huevo Kínder Sorpresa.

Todas las etapas del cadáver de Henry le habían cautivado; sin embargo, una en particular lo marcó tanto como si se hubiera muerto por segunda vez: al sexto día del entierro, el hoyuelo de su barbilla desapareció para siempre. Helena no pudo afrontarlo al punto de aislarse dos semanas con una profunda depresión. Esos días se dedicó en hacer collages de su mentón, y, más adelante, se le ocurrió la brillante idea de crear una cuenta en Instagram únicamente de recortes de su barbilla.
(Tiene cero seguidores y cero likes, por lo que nadie sabe de la existencia de ese perfil).

Ahora, después de cinco meses, Helena confirmó que a Henry no le bastaba con haber sido perfecto en vida, sino también en sus huesos.

Su esqueleto era tan hermoso que le quitó el aliento.

Descubrió que la muerte era una artista testaruda que siempre culminaba los planes de su obra; una exposición inevitable que habría hecho juego con los ojos color avellanas del difunto.

Helena le tomó una mano y sus huesos crujieron.

–Oh, Henry. Si esto no ocurriese creo que jamás me hubiese enterado de cuan perfecta es tu dentadura...

Deslizó los dedos por sus dientes, y dos ideas sacudieron su cabeza.

Una de ellas era hacerse con sus restos y elaborar un monumento. Imaginó sus huesos pintados de dorado o azul eléctrico (como era el color del coche de Henry) y en una pose graciosa o dramática. Quizás vistiendo algún sombrero de terciopelo o paja.

Helena negó con la cabeza. «No, eso sería descabellado». «¿Y si tan solo me llevo tu cráneo y te sumerjo en la resina que compré gracias a un video de Tiktok, y te pongo en mi mesita de noche? Ay, sí. Estarías protegido y siempre a mi lado».

Entusiasmada, sujetó con ambas manos el cráneo y empleó una fuerza para arrancarlo de la columna vertebral. Se escucharon dos ¡crack! Una por el despegue del cráneo y otra por una rama siendo pisada fuera de la tumba. Helena volteó en un salto con el cráneo en sus manos.

—Se los dije.

Una mujer vestida de negro la señalaba. Cuatro personas emergieron a sus costados, observando a Helena con terrible asombro.

—Mira, Fernando... –apuntó una señora mayor de ojos saltones como sapo. Temblaba en cada respiración–, tiene puesta la sudadera que le regalaste en su cumpleaños.

—¡¿Quién eres?! —chilló como una desquiciada la que había sido esposa, y ahora viuda, de Henry—. ¡Maldita enferma! ¡Tú...!

El padre del difunto, Fernando, le sujetó un brazo a la viuda.

—Quédate tranquila, Marta. Eh, William, encárgate de esa mujer.

—No —detuvo la madre, quien dio un paso al frente—. Estaré complacida en hacerme cargo de esto.

Sacó un arma de su bolso. Apuntó y dijo entre dientes:

—Te haré el favor de juntarte con él si tanto lo deseas.

Apretó el gatillo a la vez que Helena se cubrió el rostro con el cráneo si eso fuese a salvarla. Y al parecer funcionó, porque se escuchó la detonación y Helena no sintió nada atravesando su cuerpo. Abrió los ojos y descubrió que William había hecho que la mujer apuntase al cielo justo a tiempo.

—¿Quieres ir presa tú también? —dijo la abuela. Pareció que sus enormes ojos le saltarían fuera de la cara al contener un desvaído.

William le arrebató el arma a la mujer que cayó de rodillas.

Helena salió de su petrificación cuando escuchó al padre de Henry hablar con la policía por teléfono. Rápidamente arrojó el cráneo dentro del ataúd, donde se subió. Sus manos se aferraron a la tierra y se impulsó con los pies, echó a correr, pero alguien se abalanzó sobre ella que cayeron en bruces.

—¡Suéltame! —gruñó Helena.

—¡¡Zorra!! —Marta, la viuda, se aferró de su cabello y la haló hacía ella—. Henry es mío. ¡Mio! ¡Mio! 

Comenzó a golpearle la cabeza contra la tierra.

Las luces de una patrulla policial contornearon los árboles a lo lejano.

A Helena le entró un arrebato de adrenalina que le hizo sacudirse con violencia. Se deshizo de la viuda que salió arrojada hacia un lado.

—¡Dispárenle! —clamó la madre de rodillas al borde de la tumba.

Helena corrió entre las lapidas con los tres hombres pisándole los talones. En el límite del cementerio, Helena se encontró con un muro. No supo cómo, pero de alguna manera lo escaló y saltó hacia el otro lado. Y así como cayó en plena acera, se levantó y no llegó a parar hasta encerrarse en su casa.

****

El fantasma de Henry se le apareció en un sueño suplicando que volviese al cementerio.

—¡¿Cuándo vendrás a verme?! —gritó al entrar en la tienda Gucci donde Helena trabajaba—. ¡No te quedes callada! ¡Habla!

Helena deseó moverse, escapar del mostrador de carteras para hombres y sumergirse entre sus brazos, pero una fuerza superior le negaba el movimiento. Henry sostenía la sudadera morada que Helena le había robado el primer día cuando éste la olvidó en la tienda. Horas después, él volvió con la esperanza de recuperarla, pero Helena le comentó que no la había visto por ningún lado. Aprovechó la ocasión para hacerse con sus datos por si en algún momento aparecía.

—Me han alejado de ti —Helena lloraba.

—No lo permitas —su amado se mostraba profundamente afectado—. Regresa a por mí, por favor. ¡No me abandones...!

Helena despertó bañada en lágrimas. ¿Cuánto tiempo debía pasar antes de poder regresar a la tumba de su amado?  ¿una semana más? ¿dos? Ese tiempo parecía una eternidad, por lo que decidió volver al cementerio tres días después.

A media noche y evitando a toda costa el contacto con cualquier persona o animal, se encaminó al cementerio atravesando jardines y sombras.

El viento soplaba con tranquilidad cuando Helena llegó al puesto de vigilancia del cementerio con muchísima desconfianza.

—Hola, Douglas.

—Allí estás —el viejo de bigote amarillento la miró por encima de un periódico fuera de fecha—. Te han pillado con los huesos en las manos ¿eh? Por poco me jodes mi trabajo.

—Lo sé —Helena se hurgó en el bolsillo del short—. Por eso te he traído quinientos sesenta euros. Necesito volver a entrar, pero te prometo que esta será la última vez. Por favorcito.

—Muchacha —el hombre tomó el dinero—, por esta cantidad puedes venir todos los días. ¿Necesitas una pala?

La luna estaba hermosa esa noche.

Finalmente, y con el corazón latiéndole a mil por segundo, Helena pisó la tumba de Henry y no quiso perder más tiempo. Se puso manos a la obra.

Montañas de tierra se hacían a sus espaldas.

Excavó, y excavó hasta que ampollas le brotaban en las palmas.

Siguió excavando.

De pronto, se detuvo.
La pala cayó al suelo y fue como si alguien le jalase el alma por los pies. Un frio se apoderó de su cuerpo al verse en un enorme agujero sin ningún ataúd. «¿Dónde...? ¿Dónde estás, Henry?». Comenzó a temblar. Una ira mezclada con una tristeza le apuñaló el corazón.

—Se lo han llevado —le viejo Douglas le iluminó las lágrimas con una linterna.

—¡¿Qué?! ¡¿Y ahora me lo vienes a decir, viejo ridículo?!

—Pues, tenía que cobrármelas por haberme metido en problemas.

—¡¿Ha donde lo han llevado?!

Douglas le ayudó salir del agujero y le informó:

—Lo han cremado.

Helena pegó un gritó aterrador en su descenso al suelo. Dejando que el terror arraigara en ella con sus manos adoloridas contra el césped.

—¡¡No!! ¡No! ¡No!

—Oye, oye, tranquila. Mira —el viejo iluminó otras tumbas aledañas—. Por suerte no es el único muerto en este planeta. Vamos, mujer, te haré un descuento por el que elijas.

Helena le dirigió una mirada de odio.

—¿Dónde viven los padres?

—¡Que voy a saber yo!

—Averígualo ahora mismo.

—¡No creo poder hacerlo!

—Yo sí creo.

Regresaron al puesto de vigilancia y Douglas hizo un par de llamadas.

—En la Avenida Bosque 17 —anunció al colgar la quinta llamada—. No vayas a cometer otra locura, mujer.

Helena salió disparada a la calle y detuvo al primer taxi que vio.

La noche seguía más viva que nunca cuando se acercaban a su destino. Hermosos y gigantescos chalets adornaban la Avenida Bosque. El coche se detuvo en la numero 16, y Helena esperó que el taxi se alejase por la calle para poder acercarse a la 17. Rodeó la propiedad saltando vayas y arbustos y entró en la propiedad por el jardín trasero que vio anteriormente por Google Maps.

Las luces encendidas indicaban la presencia de sus padres en casa.

El jardín eclipsaba por completo la belleza del chalet en sí, que era de paredes altas y de piedras grises con exagerados ventanales. Sin embargo, Helena tuvo que atravesar dicho jardín como si se tratase de un laberinto. A gachas, deseaba que no hubiera ningún perro guardián y tomó un leve descanso junto a una espectacular fuente con un querubín escupiendo agua.

Se aproximó a una de las ventanas y se asomó. La mujer que tanto deseo dispararle leía un libro en un diván. De pronto ésta miró hacia la ventana donde estaba Helena husmeando, pero no la vio a ella, si no a su esposo que se incorporó al salón. Él le llevó un vaso con zumo de remolacha e hígado a su esposa, y se fue a tomar asiento en un sofá para ver la película Frozen de Disney.

Helena escudriñó toda la habitación en busca de más integrantes, pero la calidez del silencio en la que estaban envueltos era muy íntimo como para haber terceros. A excepción del perro que estaba dormido boca arriba demasiado cerca de la chimenea. La luz cálida del fuego contorneaba su sombra en la alfombra, que estaba próxima a una mesita y, encima de ésta, una espléndida urna funeraria destelló ante los ojos de Helena. 

«En lo que te han convertido, mi Henry», un fuego le quemó el pecho, así como las llamas de la chimenea le quemaban los testículos al perro.

Esperó que los señores se fuesen a dormir, saliesen de casa o hiciesen algo con sus vidas. Cuatro horas transcurrieron y finalmente abandonaron el salón para encerrarse en alguna recámara.

Eran las dos se la mañana, y Helena se encontró buscando una entrada alrededor de la casa hasta que se topó con una ventana sin seguro. Su mayor inquieto era ser descubierta por el perro, así que evitó a toda costa tomar confianza con el ambiente. Se quitó los zapatos y entró. En puntillas se desplazó por un espléndido pasillo y entonces ingresó al salón.

Ahí estaba la urna.

A continuación, examinó el entorno y dio con un cofre de madera en una biblioteca. Sacó de su interior una biblia y una bolsita de marihuana, y entonces regresó sobre sus pasos para tomar la urna y echar todo el contenido en el nuevo recipiente.

De pronto constantes golpes y gemidos resonaron en algún rincón de la casa. La urna se le resbaló de las manos, pero Helena pudo sujetarla a tiempo. Se apresuró en dejar la urna en su sitio, y, rápidamente, cerró el cofre, se acercó a un ventanal, la abrió y se lanzó afuera.

Corrió embriagada con una inaudita libertad, pero, sobre todo, sintiendo al amor de su vida en sus manos. 

****

¿Acaso ese era el final de los finales? ¿Carne, hueso y cenizas? Como sea, a Helena se vio complacida en aceptar a Henry en su nuevo estado. Abría el cofre y lo olía con devoción. Una vez llegó a inhalarlo como si de cocaína se tratase. Vivía con sus dedos metidos en las cenizas y hurgaba en busca de diminutos fragmentos de huesos. Sonreía al sentirlos.

Metió un poco de cenizas en un dije que enganchó a una cadena y entonces Henry la acompañaba en todo momento. Helena era tan feliz, pero podría serlo aún más. No era suficiente con ver sus cenizas, olerlo y sentirlo con sus dedos. Necesitaba tragárselo y abrazarlo con sus intestinos.

Cuando el querer se convierte en combustión para aprender una nueva práctica, y con ayuda de Youtube, Helena desempolvó su dildo que guardaba en lo más profundo de su closet. Copió su forma con un molde de silicona, y en un recipiente mezcló las cenizas con resina para luego verterlo dentro del molde.

Un reluciente y duro pene grisáceo deslumbró ante los ojos de su creadora.

¿Carne, huesos, cenizas y dildo? Cómo sea, esa noche Henry tomó otra forma. Al final, las cenizas pueden convertirse en un objeto que pueden hacerse sentir, y Helena no esperó para poder tenerlo entre sus piernas.

—¡Oh, Henry! —el difunto le arrancaba gemidos a la mujer entre las sábanas—. Como me encantas. Sí, asi. ¡Oh!

Día y noche, Helena se penetraba con las cenizas del hombre que le flechó el corazón. Ahora sí, ahora Helena era tan feliz.


****


—Cielo... —la madre de Henry tocó la puerta del baño—. Sé que es duro, pero así lo hubiese querido. Le gustaba demasiado los acantilados de Veraniego. Allí querría estar, y lo sabes. Vamos, corazón, que los chicos nos están esperando.

—Si —el esposo abrió la puerta y con un pañuelo se limpió los mocos—. Yo quiero llevarlo, espérenme afuera.

Entró al salón y lo pensó dos veces antes de sostener la urna. Y cuando lo hizo se extrañó, pues la vasija se sentía muy liviana. Desenroscó la tapa y miró en su interior. Pegó un grito que la mujer y sus hijos se teletransportaron al salón.

—¿¡Papá, estas bien?! —William, el hermano de Henry, fue el primero en acercarse—. ¿Qué pasa?

Le quitó la urna y también echó un ojo. Levantó la mirada hacia sus padres para decir:

—Pero... ¿Y dónde están las cenizas de la abuela?



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