Con el tiempo las mariposas en el estomago se convertían en torbellinos. Cuando me miraba su cara se transformaba, no importa el ánimo en el que se había encontrado segundos antes, se dibujaba en él una sonrisa. Una sonrisa adorable. En sus ojos se posaba un brillo, siempre enmarcados con sus largas y negras pestañas. Cuando me miraba sus orejas se calentaban, lo podías notar a simple vista porque se tornaban rojas. Tan rojas como mis mejillas, suponía. Cuando me miraba todo pensamiento se escapaba de mi mente. Cuando me susurraba luego que me amaba no podía evitar sonreír. Yo lo amaba también. Él sacudiría su cabeza, y quitaría su mirada de mí, como tratando de sacarme de sus pensamientos. Fantaseaba con que así fuera. Amenazaba con comerme. Quería que me comiera, a besos. Pero eso nunca paso.
Un día me dijo que había encontrado el amor. No pude evitar derrumbarme. No pude evitar comparar. Con ella, se veía incomodo. Ella era todo lo que un día me dijo que no soportaba. Con ella, parecía un niño con su madre cuando está con sus amigas: No habla, no interviene, solo obedece y sonríe con timidez cuando lo nombran.
Un día empezó a apartarse de mí. Tal vez sin querer. Por fuera yo seguí adelante. Según decía, a mi no me importaba. Por dentro no aguantaba. Dolía. Duele.
Duele alejarte de quien más amas y fingir que nada pasa.