Las chances de estar contigo...

By nicole-cohen

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Caeli comienza a usar una aplicación para medir las chances de enamorar a su crush, pero él guarda secretos q... More

LIBRO 1: Las chances de estar contigo
1. What a Chance!
2. Tira y afloja
3. Guerra de miradas
4. Perdiendo el equilibrio
5. Peligrosamente cerca
6. El beneficio de la duda
7. Sensaciones
8. Su otro yo
9. Señales confusas
10. Trabalenguas
11. Debilidad
12. Tropezar con la misma piedra
13. Fuera de control
14. Sabor a chocolate
15. Un segundo intento
16. Sin excusas
17. Tiempo al tiempo
18. Chantajes
19. Eco
20. Palpitaciones
21. Con otros ojos
22. Amores que matan
23. Dardos, cuchillos y flechas
24. ¿Por qué no?
25. A quien corresponda
26. Empezar de cero
Epílogo
¡Especial 1 Millón!
LIBRO 2: Los riesgos de quererte
1. La verdad y sus consecuencias
2. Un reencuentro accidentado
3. De aquí a diez años
4. Admiradores secretos
5. Somos pocos y nos conocemos mucho
7. Bravo, Caeli...
8. Cumpleaños... ¿feliz?
9. Dejar ir
10. El Comité de Fracasos Amorosos
11. Romper reglas y corazones
12. Escapando de la realidad
13. Vaivén
14. Ensayo de sonrisas falsas
15. La charla
16. Ahogarse en un vaso de agua
17. A la espera de nada
18. Caer en la red
19. Baldazo de agua
20. De extremo a extremo
21. Esperanza en cautiverio
22. La condena de los justicieros
23. Lo que oculta la verdad
24. Palabras entre las brasas
25. Un (¿buen?) punto
26. Irónico
27. Una marea de dudas

6. Un pedido... de auxilio

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By nicole-cohen

A la mañana siguiente, decidí llegar al fondo de la cuestión. El comportamiento evasivo de Emmett la noche anterior y su repentina huida del restaurante fue una evidencia indudable de que tenía algo con -o en contra de- Laila Durand. Me levanté de la cama, seguí el aroma a café con canela que emanaba de la cocina y le di el beso de los buenos días antes de decirle:

─Se conocen, ¿cierto?

Él procedió a volcar azúcar dentro de una taza llena y revolver su interior. Fue innecesario aclarar a quién me refería; ambos sabíamos qué clase de conversación tendríamos al despertar.

La tetera comenzó a chillar y tuve que apagar yo misma el fuego porque Emmett, aun teniendo la hornalla al alcance de un estiramiento, no se percató del ruido. Volvió en sí cuando la tostadora disparó las dos rodajas de pan que puso minutos atrás. Coloqué otras dos en la máquina, unté las recién cocidas con mermelada de fresa, las adherí una a la otra y le di un mordisco resonante al sandwich improvisado.

─Ya no es alguien importante en mi vida, si es eso lo que te preocupa ─respondió a secas.

─¿Preocuparme? No. ¿Sorprenderme? Tal vez. Pudiste haberme dicho algo anoche.

─¿Cuándo? ¿Querías discutir frente a todos?

─¿Por qué asumes que íbamos a discutir?

─Es lo que estamos haciendo ahora.

Esperé en silencio hasta tragar el último bocado de la tostada. Emmett aprovechó para humedecer, con un sorbo de café, la garganta que ya comenzaba a arderle.

─Mi intención no es interrogarte, ni mucho menos hacerte pasar un mal momento, pero ayer tú me hiciste pasar uno y prefiero resolverlo contigo antes de que se vuelva a repetir. ¿Quieres contarme qué problema tienes con ella?

─Honestamente, no.

─De acuerdo ─musité, algo dolida por la indiferencia con la que respondía─. Lo único que te pediré es que te acostumbres a tenerla cerca. Laila seguirá en nuestras vidas porque le gusta Dexter y el sentimiento es mutuo. ¿Estás dispuesto a tolerarlo?

─Estoy obligado a hacerlo. Después de todo, es tu hermano, y si decide estar con ella, tendré que ver su estúpida cara en cada encuentro familiar. ─Emmett se apoyó de la mesada y dejó caer la cabeza con abatimiento. Me acerqué por detrás y lo envolví con mis brazos─. Creí que se había ido para siempre ─agregó entre titubeos─. Esperaba que así fuera.

Mis manos, que se cruzaban por su pecho, estaban colocadas estratégicamente a la altura de su corazón. Necesitaba asegurarme de que su ritmo cardíaco no se acelerara; significaría el advenimiento de un ataque de pánico. Hacía tiempo que no padecía uno, y parte del mérito se lo atribuía a él mismo por haber avanzado en sus sesiones de terapia; la otra parte, al medicamento que le habían recetado. El problema era que ninguno de ellos garantizaba una recuperación inmediata ni absoluta. En el fondo, siempre temí que recayera, y esperé que la reaparición de Laila no le diera motivos para hacerlo.

─Si algún día quieres hablar sobre esto, puedes contar conmigo ─susurré y apoyé los labios en su espalda para acalorarla con mi respiración.

Emmett cubrió mis manos con la suya y las presionó contra su pecho.

─Gracias ─dijo al voltear hacia mí y darme un beso tímido─. Te aseguro que no tienes nada de qué preocuparte.

La tostadora volvió a sonar y nos hizo dar un brinco en el lugar. Preparé otro sandwich de mermelada de fresa y se lo obsequié a Emmett a modo de reconciliación. Él la recibió con gratitud y le dio un pequeño mordisco en el extremo de la rodaja. Algo me decía que no estaba tan hambriento.

─Solo hazme un favor. ─Apartó la vista como si estuviera avergonzado de lo que iba a decir─. No le cuentes nada de esto a Dexter.

Comprendí entonces la razón por la que intentaba evadir la mirada. No me estaba pidiendo un simple "favor"; pretendía, sin pena ni gloria, que le ocultara la verdad a mi propio hermano.

─Pero él es tu amigo ─intenté hacerlo entrar en razón─. Si se llega a enterar por otro medio, las consecuencias serán peores.

─Me haré cargo cuando ese momento llegue.

***

"Si no es ahora, ¿cuándo?" era una pregunta que Dexter me hacía al momento de sopesar una decisión. A lo largo de los últimos años, ese lema me ayudó a combatir inseguridades, lanzarme a lo desconocido y disfrutar de las recompensas por haber corrido el riesgo. Era la frase de cabecera de mi hermano, y me resultó doloroso tener que usarlo en su contra.

─¿Qué te pareció Laila? Es fantástica, ¿verdad? ─preguntó esa mañana cuando nos encontramos en nuestra tienda. Me siguió a brincos, mientras yo me balanceaba con bandejas de bombones de un lado a otro.

─Sí, magnífica ─puntualicé con sarcasmo, aunque él no notó la brusquedad en mi tono voz, estaba muy concentrado en festejar el supuesto éxito de la doble cita.

Lo cierto era que Laila me había caído bien hasta que comprendí que, al igual que Emmett, también había decidido mentirle a Dexter. Antes de llegar al trabajo, tuve la mínima esperanza de que mi hermano ya supiera la verdad por enterarse de boca de ella, pero cuando me recibió con un sinfín de halagos y cumplidos a su nueva enamorada, no conseguí aceptar con buena predisposición los atributos que le veía.

─Por cierto, me dijo que Emmett y tú le parecieron súper simpáticos. Incluso propuso juntarnos una vez más el próximo viernes. ¿Qué dices?

─Eh...

─¡Vamos, Caeli! Hazlo por mí.

Si tan solo supiera lo que estaba haciendo por él con tal de que no saliera lastimado...

─¿No crees que será mejor que se vean a solas? Ya sabes... para "concretar". ─Le di un codazo amistoso y guiñé un ojo.

─Habrá tiempo de sobra para eso. Por ahora, mi prioridad es que se integre al pueblo. Laila necesita nuevos amigos cerca y esperaba que tú fueras una de ellos. Los vecinos te adoran, tienes la vista buena de toda la comunidad, y si la ven contigo seguro la aceptarán.

─¿Desde cuándo me convertí en la Lady D del barrio?

─Una Lady D de bajo presupuesto...

─¿Quieres mi ayuda o no?

─Sí, perdón. Es un mal momento para chistes. Por favor... ─imploró con las manos pegadas entre sí.

El teléfono de la tienda comenzó a sonar y me vi obligada a darle una respuesta a Dexter antes de atender porque él se dispuso a estorbar el paso hacia el aparato.

─De acuerdo, pero hagamos una salida tranquila a un cine, teatro, biblioteca, o cualquier lugar que no requiera de mucha interacción ─le dije a sabiendas de que cualquier intercambio de palabras entre Laila y Emmett podría empeorar las cosas.

Dexter me dio un abrazo de agradecimiento y me cedió espacio para ir a atender la llamada.

—"Dulces Shir". Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle?

—Hola. Quisiera hacer un pedido, por favor.

—Claro. —Tomé mi anotador, una lapicera y esperé que me dieran las indicaciones.

—Me gustaría encargarles un pastel de chocolate con mousse de naranja en forma de un balón de baloncesto que lleve escrito «¡Feliz cumpleaños, campeón!».

Miré a Dexter de reojo para verificar si podía cumplir con el pedido, ya que nunca antes nos habían solicitado algo similar, y él apuntó el pulgar hacia arriba.

—De acuerdo. ¿Desea retirarlo en el local o prefiere solicitar una entrega a domicilio?

—Se lo enviaré directamente al destinatario.

—No hay problema. ¿Me indica la dirección?

—Wisteria 471.

Mi corazón se estrujó al escuchar la calle y la numeración mencionada.

Esa era mi casa.

Repetí la pregunta, creyendo que me lo había imaginado, pero el cliente volvió a decir lo mismo. Tenía algo de sentido enviar un pastel de cumpleaños allí porque faltaban pocos días para que Leo cumpliera doce, pero... ¿quién se lo estaría obsequiando?

Intenté reconocer la voz e incluso repasé mentalmente la lista de nuestros conocidos más cercanos. Luca fue descartado inmediatamente porque, en ese instante, entró a la tienda sin su móvil en mano. Quiso saludarme, pero lo detuve posando mi dedo índice en los labios para pedirle silencio.

Finalmente, no tuve otra opción más que preguntar:

—¿A nombre de quién estará el pedido?

Hubo una pausa más larga y se oyó una respiración profunda.

—Arián Leroy.

La mano que sujetaba el teléfono comenzó a temblar hasta perder sus fuerzas. No pude ver cómo se me deslizaba entre los dedos, pero su impacto contra el suelo me despertó del trance. Dexter se agachó a recogerlo y notó que la llamada se había cortado. Luca también se aproximó con una expresión de desconcierto.

—¿Qué pasa? —preguntaron al unísono.

Tuve que asistirme del mostrador con ambas manos. Sentía que mi cuerpo se debilitaba con cada segundo que transcurría. Mi hermano me alcanzó una silla y me ayudó a sentarme. Cuando por fin consiguió que le corresponda la mirada, dije con una voz trémula:

—Llamó el padre de Emmett.

Mis dos acompañantes quedaron igual de impactados. Balbucearon algunas preguntas a medias, hasta que Luca se atrevió a cuestionar si estaba segura de mi suposición.

No lo estaba. Mi novio jamás mencionó su nombre, hablar de él era una prohibición tácita que habíamos pactado ni bien me reveló su desgarradora historia familiar. Pero llevaba toda una vida en aquel pueblo, y estaba segura de que no había nadie más que compartiera el mismo apellido. La única manera de saberlo era preguntándole a Emmett y, a pesar de que eso suponía el camino más lógico, no pude evitar preguntarme en qué desencadenaría.

Mi madre solía decirme que, a veces, era mejor quedarse con la duda. Apuesto que no lo habría dicho si hubiera pasado por la situación que estaba atravesando yo.

Esa misma noche, volví a casa con miedo, mucho miedo. Emmett y Leo me estaban esperando con mi comida favorita: huevo frito con patatas. Mi novio se acercó a saludarme con un beso y aprovechó para decirme:

—Sé que no es mucho, pero es solo una pequeña manera de recompensar el mal momento que te hice pasar anoche.

Eso, más que ablandarme el corazón, lo estrujó por completo.

Estaba a punto de arruinarles la noche.

Decidí omitir la noticia durante la cena, pero tampoco podía hablar de otra cosa. La voz que se manifestó con descarto y un dejo de crudeza en aquella llamada había ocupado toda mi atención. Emmett tomó mi silencio con extrañeza, puesto que yo solía ser la más charlatana entre los tres, pero decidió hablar conmigo una vez que Leo nos dio las buenas noches y se encerró en su dormitorio.

—Estás rara —señaló, mientras levantábamos los platos de la mesa y los llevábamos al lavabo—. ¿Es por lo que hablamos esta mañana?

Negué con la cabeza.

—¿Entonces pasó algo en el trabajo?

No contesté, solo abrí la canilla y comencé a fregar la vajilla. Emmett me conocía lo suficiente para saber que, cuando actuaba así, era porque estaba cansada o estresada, y prefería ignorar mi problema o hablarlo al día siguiente. Me abrazó por detrás y me aseguró que sería todo oídos cuando quisiera contarle, pero al escuchar por detrás cómo sus pasos se iban alejando, cerré el grifo y declaré:

—Me llamó Arián Leroy.

Emmett se detuvo en seco y volteó hacia mí.

—¿Q-qué...?

—Me contactó desde el número de la pastelería. Quiso hacer un pedido y me dio la dirección de nuestra casa como domicilio de entrega.

Lo dije así, sin más, como si fuera un escupitajo de palabras sin peso alguno. Tenía que decirlo rápido antes de que mi voz interior me convenciera de callar.

Emmett estaba paralizado. Su mirada comenzó a vagar por la sala sin una dirección concreta, hasta que se enfocó en el sofá. Avanzó hacia él a pasos tiesos y cortos y aterrizó en el colchón con pesadez. Notaba cómo su respiración se iba acelerando con el correr de los segundos. Intentó hablar, pero la agitación de su cuerpo le imposibilitaba hacerlo.

Señaló una de las gavetas de la cocina con desesperación, y de inmediato lo comprendí: me estaba pidiendo que le alcanzara el medicamento que le habían recetado contra su trastorno de pánico. El psiquiatra le había recomendado consumir una pastilla por día y eso pareció haber sido suficiente para controlar los ataques de los últimos años; pero, en esta ocasión, tomó una dosis doble antes de que pudiera advertirlo.

—¡¿Qué haces?! —Le quité la caja de un manotazo—. ¡No puedes alterar así tu tratamiento!

Pero él me ignoró, solo marcó un número con el móvil que tenía a mano y esperó una contestación que se pronunció a los pocos segundos.

—Por favor, Cristian, dime que no es cierto —expresó, desesperado.

—¿Quién habla?

—Leroy.

—Oh, Leroy... Pensaba llamarte estos días...

—¿Entonces es cierto? —Su cuerpo se fue doblegando sobre el asiento hasta apoyar la frente sobre su regazo—. ¿Está libre?

Leo se asomó por la puerta de su dormitorio y yo me encerré nuevamente con él para que no escuchara el resto de la conversación.

—¿Está hablando de papá? —me preguntó el niño.

Me puse de cuclillas y acomodé su cabello. No sabía qué decirle ni cómo. Estaba por descubrir que, en las calles, deambulaba aquel hombre que le había dado la vida y quitó la de su madre. ¿Cómo podía expresar eso en palabras?

No me quedó alternativa más que sentarme en el borde de su cama, encender el televisor y desafiarlo a una partida de su videojuego favorito. Leo tomó una de las consolas que tenía a disposición y me entregó la otra, mientras yo subía el volumen al punto máximo para opacar los gritos que se manifestaban afuera.

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