27: La Leyenda Sangrienta (#1)

By HjPilgrim

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Las Crónicas del León. Libro primero. ¡Bienvenido a finales del siglo XII! Un mundo lleno de guerreros, batal... More

Prólogo
Y habrá rumores de guerra
Marcados por la muerte
El poder del infierno (#1)
El poder del infierno (#2)
El poder del infierno (#3)

Se levantará la guerra en la tierra de los hombres (#1)

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By HjPilgrim

La vida no se había portado bien con él. Había sido arrancado de su hogar, de su amante esposa e hijos para obligarlo a matar al que no tenía su objetivo. Pero eso no quedaba ahí. No podía tener piedad con aquellos que le pidieran clemencia. Ya fuera niño, mujer u hombre, no importaba lo más mínimo. Era el aniquilador de la vida.

Si hubiera estado en su mano, se habría negado a formar parte de esa orgía de violencia y sangre. Pero una cuchilla rozaba el tenso hilo que regía el destino de su familia. Ante semejante situación, no te preguntas nada sobre lo que cae y mancha la tierra. Esa inocente persona, que se convierte en un enemigo que atenta contra el bienestar de los tuyos, inevitablemente ha de morir.

Conforme aumentaba el número de muertos por la espada, crecía también la sed de sangre. Y la consecuencia de dicha sed lo alcanzaría: morir por no ser saciada. Pensar en que su corazón, su mente e incluso su cuerpo, no sentían nada, era un alivio. Evidentemente, se estaba convirtiendo en un animal que solamente buscaba el placer de la muerte, el sonido de las voces clamando por clemencia, la carne desgarrándose y la sangre bañando su rostro. Era después, por esa sangre, limpiado de sus pecados.

Pasados los años, ya ni siquiera le importaba la vida de su familia. Había sobrepasado ese punto de inflexión entre el amor y la indiferencia. En ese instante, su existencia estaba traumáticamente atada a la muerte. Cuanto más matara, más querría seguir haciéndolo.

A sus veinticuatro años Tadeus guardaba recuerdos bucólicos de una vida que parecía no haber sido suya. Habían sido injertadas en su cabeza por algún tipo de magia. Nada se parecía a la sucesión de días en los que no había diferencia entre ellos. Siempre se reproducía el mismo circuito: matar, reír, beber, comer y follar. Como era incapaz de distinguir el uno del otro, marcó su cuerpo por cada alma arrebatada. Así contabilizó el paso del tiempo.

Los que una vez fueron malvados, se convirtieron en compañeros. Los que habían sido amigos, se hicieron enemigos. Desterrar todo lo que había sido, en pos de un nuevo ser letal, era en lo único en lo que creía. La traumática experiencia de asesinar, se había transformado en una sublime adicción. No lograba entender cómo había pasado toda su vida sin aquel ominoso placer y poder. Ya no era necesario escapar de aquel círculo vicioso.

Antes de su transición, Tadeus había pensado en el suicidio. Tal vez Dios lo perdonaría por anteponer el bien de terceros en vez del propio. Vivir significaba cometer más actos ignominiosos contra la humanidad. La muerte conllevaba que niños, mujeres, ancianos y guerreros que se salvaran de las atrocidades a las que se había visto obligado a hacer. Aunque, si no era él, sería otro que, seguramente, no tuviera reparos en destruir cuerpo y alma. Así que, finalmente decidió que no había mejor alternativa que él los matara rápidamente. Sin sufrimiento. Sin vejaciones. Tan sólo morir. Dios debería tener eso en cuenta. ¿No era eso un acto de piedad?

Las buenas intenciones se fueron corrompiendo poco a poco por la inercia de una rutina que invadió hasta lo más profundo de su ser. Había encontrado ese placer de matar a una persona y despojarla de toda dignidad. El poder de ser un dios. Él daba la vida y la arrebataba. Deberían de haberlo adorado por eso.

El grupo no lograba entender como aquel asustadizo Tadeus se había convertido en aquel monstruo. Muchos de ellos eran proscritos y asesinos; gentes que no habían cambiado su estilo de vida al unirse. Aquel joven marcó un antes y un después en ellos. De la noche a la mañana, se había convertido en un personaje despiadado cuyo humor mejoraba cuando le avisaban que había un nuevo pueblo en la mira.

Su locura y letalidad obtuvieron su correspondiente recompensa. El soberano jefe, un gran guerrero de dos metros, de cabellos y barbas largos y negros, al que antes le tenía un miedo tan abismal que ni siquiera era capaz de mirarlo a los ojos, lo respetaba y cada vez lo trataba de forma más cercana. Batalla tras batalla fue recibiendo armaduras, escudos, espadas más poderosas, arcos y flechas, oro y plata. Todo lo que podría desear.

Su ascenso entre las filas de Vigintiseptem Homines era meteórico. El poder que desplegaba hacía que sus compañeros temieran por sus vidas. En el campo de batalla no había diferencias si alguien osaba cruzarse en su camino. Tan hambriento estaba de vidas humanas que, si no pasaba a nadie por su espada, se convertía en alguien al que evitar en la medida de lo posible.

Habían pasado tres años después de su abducción que, mientras planeaban asolar un sucio pueblo, Tadeus le pidió al soberano jefe que lo dejara llevar la iniciativa. Todos conocían su valor y, más aún, su demencia. Pensaban que, a pesar de su poder, no sería capaz de dar cuenta de arqueros, caballeros y soldados de a pie. Incluso para ellos. El soberano jefe Nemanja Dragovic le concedió su deseo. El resto del grupo observó estupefacto, como se dirigía a la carrera directo hacia las tropas del pueblo, mientras cerca de cien arqueros disparaban sus flechas contra él. No podían creerse lo que sus ojos veían. ¡Había sobrevivido sin que ninguna saeta lo tocara! Por gracia maligna parecía controlar las flechas según su voluntad. Tras ese ataque, vino la embestida de la caballería. Sin apenas sufrir algún rasguño, acabó con la mitad de ellos. Nunca habían visto nada semejante. Ni siquiera en ese grupo de asesinos de poderes legendarios.

Pasados unos años, el nombre de Portcittá salió en la mesa de lugares para atacar. Aquel era el pueblo natal de Tadeus. Donde había vivido, crecido y establecido su familia. En la anterior visita al pueblo, perdonaron la vida a la mayor parte de los habitantes —la leyenda de Vigintiseptem necesitaba de supervivientes que esparcieran los horrores vistos y sufridos. Había llegado el momento de probar su lealtad.

El soberano jefe Nemanja había marcado a Tadeus para sustituir a uno de los guerreros caídos. Su rostro se le había aparecido en sueños como la persona que cambiaría el destino de ellos para siempre. Hasta el momento, no había sido defraudado, a pesar de un triste inicio. Su crescendo auguraba un clímax para el recuerdo en Portcittá.

Llegaron por barco al Reino de Messina, desembarcaron en la costa este y a pocas millas se encontraron las primeras casas del pueblo. A pesar de que todos esperaran que se alegrara o se entristeciera de volver a su pueblo tras once años fuera, se enfureció. El más estúpido de entre ellos lo provocó sugiriendo que iba matar y ultrajar a su mujer e hijos. En un veloz movimiento de espada, Tadeus le cortó la cabeza e hizo una violenta advertencia:

—Seré yo quien dé cuenta de mi familia. Como vea a alguno de vosotros, cerdos apestosos y desgraciados, acercarse, toserles o incluso mirarlos, lo haré sufrir lentamente y me comeré sus entrañas mientras aún respire —nadie discutió a Tadeus, ni aún el soberano jefe.

A causa de la baja, fueron temporalmente veintiséis. Ni ser uno menos los atemorizaba. La violencia y locura de Tadeus lo hacían valer por cuatro y aún las bestias lo temían.

La batalla se desarrolló sin apenas oposición. Apenas trescientos guerreros estuvieron haciéndoles frente. Era el perturbado Tadeus el que acababa con la mayoría de ellos. Entonces se encontró con su hijo quien luchaba por la defensa del pueblo. Era imposible no reconocerlo, era su viva imagen a sus diecisiete años de edad. En cambio, Nicola no logró identificar al guerrero que lo enfrentaba como su padre. No era rubio, ni su piel blanca, ni su rostro sereno como antaño. Tanto su cabello como su piel se fueron oscureciendo con el paso de los años al igual que su alma. Sus azules ojos antaño llenos de bondad, derrochaban el ominoso dolor que hay en los infiernos. Por toda su ahora corpulenta anatomía, señales, marcas y cicatrices refulgían. Incluso en su frente se mostró el símbolo de Vigintiseptem Homines: una V y H juntas, simulando la cabeza de un carnero.

Ese infante no era rival para él. Tadeus le arrancó la espada al cercenarle el brazo izquierdo y le abrió el vientre derramando sus tripas. Mientras Nicola agonizaba le dijo: "¿Y tú te llamas mi hijo?". Fue entonces cuando el adolescente reconoció a su padre. No quedaba más que el animal que hay oculto en todos los hombres, totalmente liberado de su prisión. Lloró amargamente, revolviéndose por el suelo y desangrándose, hasta que, por fin, murió.

Tadeus avanzaba hacia su casa mientras sus antiguos vecinos y amigos se abalanzaban para atacarle. Todos fueron aniquilados sin dificultad alguna. Rompió la puerta de madera con una poderosa carga y quedó frente a sus hijas y su mujer. Dejó a un bebé con dos años y a una pequeña señorita de cinco, y ahora se encontraba frente a una mujercita y una mujer. Junto a su esposa, todas sus mujeres eran bellas.

Puso sus ojos en la de trece años. Le enseñaría lo que un hombre nunca le iba a enseñar. Su esposa al ver sus malvadas intenciones, tomó un cuchillo y se arrojó sobre su desconocido marido. Él la esquivó y la golpeó con tal brutalidad que cayó muerta al suelo. La mayor, de dieciséis años, cayó de rodillas aterrorizada pidiendo a Dios que la salvara.

Tadeus ordenó a uno de sus compañeros, que no se moviera de la puerta y que vigilara a la mayor, que ya se ocuparía en ella un rato después. Pasada una hora, abandonó su viejo hogar, bañado en sangre con el corazón de cada una de sus hijas y de su mujer en una bolsa.

De todos los que formaban Vigintiseptem Homines, los pocos que tenían familia, la perdieron durante las invasiones del grupo. Aquellos, en su fuero más interno, consideraron el comportamiento de su compañero como enfermizo y diabólico; pero para Nemanja Dragovic, todo estaba marchando bien. Estaba respondiendo a sus propósitos. Incluso la marca había aparecido.

Cuando Tadeus contaba con treinta y seis años de edad, cayeron dos guerreros y el soberano jefe fue herido de gravedad en el costado izquierdo. En esa ocasión subestimaron a la gente de un pueblo normando lleno de excepcionales guerreros. Nemanja pidió que de ese pueblo se reclutara al guerrero más poderoso, y que de los siguientes dos pueblos que atacaran, tomaran siempre al más poderoso y corruptible. Desde los inicios de Vigintiseptem Homines, a los potenciales miembros se les ofrecería la alternativa de vivir bajo la espada o morir por ella. Nadie solía rechazar la proposición, pues, además de la vida, les ofrecían tesoros, tierras y un incontable número de mujeres u hombres.

El soberano jefe afrontaba sus últimas horas de vida. Había perdido mucha sangre y además habían tocado sus vísceras. De inmediato llamó a su tienda a Tadeus. Él era su claro sucesor. Tras el ataque a su pueblo natal, toda la humanidad, inocencia o bondad formaban parte de un pasado muy remoto. Vigintiseptem necesitaba a un hombre como él para llegar a un próximo nivel.

Según la tradición, cuando un soberano jefe moría, la espada Ogаnj što Proždire pasaba a ser propiedad de su heredero. Era el símbolo de su posición y poder. Seguidamente, el cuerpo era incinerado en una pira funeraria. No obstante, no podía ser quemado con una espada de categoría inferior a la que habían portado. El nuevo jefe, como muestra de agradecimiento por su elección, lo bañaba con su sangre, le otorgaba sus más preciadas posesiones y su espada. Desde mujeres e hijos a tesoros incontables formaron parte de estas piras.

Tadeus tomó a Ogаnj što Proždire, se cortó las venas con él y bañó a Nemanja. Sacó la bolsa con los corazones de su mujer e hijas y se los ofreció como posesión más preciada. El moribundo soberano jefe lo miró con orgullo paterno, le sonrió y pasó su mano manchada de su propia sangre sobre la frente de Tadeus. La marca del carnero se iluminó en ella. Acto seguido le bautizó con sus palabras.

—Tadeus, así como a mis antecesores, me llegó el momento de irme con mis dioses. No solemos raptar a ningún guerrero, pero los dioses me mostraron que nos llevarías a lugares que jamás imaginaríamos. Nuestro poder se extendería más allá del horizonte y todos nos conocerían. Esto y mucho más harás, aunque ya no más como Tadeus. Él hace tiempo que murió. Ahora serás Stipe Dragovic.

»Dragovic es el apellido que identifica al soberano jefe de Vigintiseptem Homines desde que Bojan Dragovic nos creó y Ogаnj što Proždire es nuestro cetro. Satanás fue su forjador y quién la esgrimió por primera vez cuando guerreaba contra el arcángel Miguel. Debido a su maléfico poder, fue escondida. Es una espada poderosa, malvada, imbuida con el poder de los infiernos. Protege la vida y la alarga hasta que llega la hora de la sucesión. Todas las bestias están bajo su mando y, en consecuencia, tuyas. Ellas te cuidarán y nada te podrá tocar. Oganj te avisará de que ya ha llegado el tiempo de un nuevo soberano jefe. Ahora, la gloria es tuya. Es tu momento. ¡Aprovéchalo!

Hizo una larga pausa, y después de una fuerte tos, continuó hablando. Cada vez era más débil el sonido de su voz.

—Enorgullece a los señores de Vigintiseptem Homines...

Nemanja falleció.

Stipe tomó la espada y sintió una descarga de energía y de poder brutal fluyendo en su interior. Él había tenido su propia espada de poder y, sin embargo, esa era inigualable. Antes se encontraba cansado. Ahora estaba con la vitalidad de un niño y no conocería por muchos años lo que era el cansancio.

Tadeus salió de la tienda como un rey. Todos lo vitorearon y lo alabaron como tal. Levantó la espada al cielo y Vigintiseptem Homines, junto con las bestias, alzaron un grito de guerra, atemorizante y lleno de maldad. Comenzaba su reinado.

En la oscuridad de su tienda —cuyo tamaño no tenía rival—, el soberano jefe Stipe Dragovic, recordaba con suma gratitud todo lo que había sufrido y disfrutado durante su liderazgo.

Cuando se preparaba para un combate, apagaba toda luz y meditaba desde las tinieblas. Rememoraba sus anteriores batallas, hasta que no había nada más que recordar. Tocaba sus marcas en la piel, que habían pasado a ser cicatriz sobre cicatriz, para disfrutar otra vez el exterminio de tantos infelices que se creyeron superior a él. Su espada seguía a su lado y le continuaba guiando, pero su protección ya no parecía tan obvia. La confianza y energía se estaban diluyendo, quedando sólo una sensación de malestar e inseguridad.

Llevaba veintisiete años guiando al todopoderoso grupo. Doquiera que iba, toda clase de vida dejaba de existir. Pero sus propósitos habían cambiado desde entonces. La calidad de sus guerreros estaba decayendo. No eran tan poderosos como antaño, ahora era más fácil derrotarlos. Tal vez fuera que las espadas de poder estaban perdiendo su efectividad o que los propios hombres ya no se entregaban de corazón y alma al grupo. Aquella realidad contrastaba demasiado con las profecías de Nemanja. Fue entonces que se le reveló que el tiempo de vagar sin casa ni destino había terminado. Era el momento de crear un reino que comprendiera todo el mundo conocido y por conocer. Y en ese día, pondría la piedra fundacional.

Ahora tocaba un pueblo del que ni sabía su nombre —ni le interesaba saberlo. Había dado unos pocos indicios para que huyeran o lucharan, como era costumbre. La mayoría de las insignificantes poblaciones por las que pasaban estaban prácticamente deshabitadas. Los que tenían el juicio de interpretar las señales, eran los primeros en marcharse y llevar con ellos a quienes más pudieran. Los ilusos que quedaban eran destripados vivos por su atrevimiento. ¿Cómo osaban pensar que serían capaces de resistir a Vigintiseptem Homines?

¿Acaso no conocían sus hazañas? ¿O la maldita iglesia y sus dirigentes habían ocultado todo conocimiento de su existencia? No sería extraño. Aquel hatajo de pomposos hombres de Dios, más corruptos que cualquiera de los veintisiete, tenían un hambre de poder y riquezas que podría competir con la de ellos. Estaba claro que no querían competencia. Y Stipe estaba dispuesto a llevarle la guerra hasta las puertas de la casa del papa en los Estados Pontificios.

Se retrotrajo entonces al miserable pueblo. Sus exploradores le habían informado que apenas cincuenta personas vivían en el aquel lugar. Todos ajenos de la desgracia que les estaba por caer. Aunque algunos pocos serían los elegidos para salvarse —mayormente las mujeres. Stipe había determinado que ese pueblo fuera la primera piedra para la construcción de su reino de terror. ¡Un gran honor para un miserable montón de estiércol!

Una vez terminadas sus elucubraciones, dejó la tienda y se halló con Jaromir esperando en la entrada. A sus veintinueve años, era el más claro sucesor suyo. Ambos compartían el sueño de un reino basado en la muerte y el terror. También eran crueles y poderosos, amén de una despiadada habilidad con la espada.

—¿Cómo estás, padre? —preguntó sereno Jaromir.

—Preparado, hijo mío.

—No tienes que preocuparte. Esta tarde, Arman luchó con uno de sus mejores guerreros y lo mantuvo en su sitio —comentó triunfante.

—Al parecer fueron un poco más duros de lo que esperabais —indicó mientras miraba la nariz de Jaromir.

—Un cabezazo de una mujer, no es suficiente para matarme.

—No me gustan las sorpresas. Y no te dejes engañar por el sexo. Ya sabes que hay mujeres más poderosas que el común de nuestro grupo.

—Sí, lo sé, padre. Estaré más atento la próxima vez —aseguró mientras Stipe asentía.

El soberano jefe recorrió con su mirada todo el campamento que tenían organizado con cierta melancolía.

—Sé que mi fin está cerca. La espada no se comporta como tendría que hacerlo. Ya soy un hombre de edad avanzada y, a pesar de que mi fuerza y mi furia no decrecen, soy más vulnerable que antes.

—Padre, seguirás liderando a Vigintiseptem Homines por muchos años y verás tu sueño cumplido.

—No estoy tan seguro, hijo. Mi consuelo es que, si no lo logro yo, tú si lo harás —declaró lleno de orgullo Stipe Dragovic poniendo sus nudosas y marcadas mano en los hombros de su hijo—. Cambiando de tema, ¿cómo ves a tus hombres?

—Sin duda alguna, están preparados para el ataque. Este pueblo maldito no será más que un entrenamiento.

—No tienen que confiarse.

—Padre, nos hemos enfrentado a pueblos de miles de personas, sin ni siquiera desenvainar la espada. ¿Temes a cincuenta pueblerinos?

—¡No me insultes Jaromir! Nunca he temido a nada ni a nadie. He visto generaciones de guerreros pasar por nuestras filas. Los veo preparados también, pero no son tan fieros y se dejan sorprender. Temo por nuestros objetivos.

—No te preocupes por eso, mi señor. Yo llevaré a cabo tu voluntad sea como sea y estarás orgulloso de mí.

—Ya hinches mi pecho de orgullo, hijo mío.

Aproximándose a la entrada de su tienda, le pidió a Jaromir que avisara a sus hombres que la hora había llegado.

El atribulado Stipe regresó a la oscuridad de su tienda. Sus pensamientos volaban entre las visiones de un gran reino y las dudas de la batalla que estaba por venir. Sabía que su hijo llevaría a Vigintiseptem a otro nivel. Stipe había tardado mucho en comedir sus actos y usar su locura con inteligencia. En cambio, Jaromir, era más fiero, más letal y tenía la sangre fría necesaria para tomar las decisiones difíciles que hallaría siendo rey.

Se sentó en su señorial trono y desenvainó a la legendaria Ogаnj što Proždire. Acarició su fina y afilada hoja como quien lo hace con una amante. Una mujer traicionera que en cualquier momento lo dejaría sólo en su miseria mientras elegía un hombre más joven y poderoso con quien estar. Sí. Aquella era un gran símil.

—Si no te llevo, moriré; pero, si lo hago, siento que mi destino tampoco cambiara mucho. Mi único consuelo es en Jaromir. Él sí logrará domarte y jamás habrá de temer.

Tras levantarla, la enfundó.

—Hoy te entrego mi destino.

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