El adagio del cuervo

By Kusubana

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Si puede ocurrir, ocurrirá. Demasiado fuerte e independiente, con la planificación de una boda de gran nivel... More

Poluto
Camelo
Soliloquio
Relapso
Cócora
Dilogía
Nictémero
Bagatela
Sevicia
Serendipia
Epifanía
Inextricable
Inverecundo
Herejía
Ataraxia
Resignación

Aleznar

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By Kusubana

No puedes caerte del suelo

El ambiente era extremadamente animado, la música había roto el silencio en que se habían sumido los presentes apenas el conde Ciel Phantomhive entró al salón llevando del brazo a la marquesa Frances Midford, su tía y madre de su futura esposa. Se trató de un momento solemne en que incluso los tres únicos niños presentes detuvieron sus juegos para mirar a la pareja adentrarse en el salón.

Elizabeth fue la primera en salir de aquella sensación de que si se producía algún sonido la marquesa ordenaría cortar cabezas, levantó la mano a los músicos y estos, habiendo recibido previamente las indicaciones sobre cuál pieza tocar, cubrieron los pasos de la joven hasta que dio alcance a su prometido enganchándose a su brazo para bailar, Frances no opuso resistencia y lo dejó partir mirando la escena con un orgullo maternal que pocas veces dejaba relucir, pero indudablemente intensificaba la belleza fría de sus rasgos.

Dejó lo que se había convertido en la pista de baile para encaminarse al otro lado, donde una gran puerta conducía al comedor, quería revisar por última vez que todo estuviera de acuerdo a lo planeado, de cualquier forma, no tenía pareja para unirse a los demás en el baile, y si bien eso no le amargaba la noche, sentiría sin duda mucha vergüenza por permanecer ahí plantada con las manos enlazadas solo mirando cuando tenía un esposo que debiera acompañarla.

Sin darse cuenta había arqueado las cejas un poco, entrecerró los ojos y apretó el paso.

¿Qué podía ser más importante para alguien que la fiesta de compromiso de su única hija?

Se mordió los labios intentando sonreír a medida que los invitados le saludaban al tenerla cerca.

¿Y Edward? ¡Él debía de haber llegado hacía horas también!

¡Plantada por su esposo y su hijo!

Levantó el rostro, altiva, queriendo restarle importancia y pensando en lo que iba a decir apenas esos dos aparecieran en el salón.

—Shh... aquí viene.

Las palabras y la absurda manera en que dos mujeres habían cortado su cuchicheo fue más que obvio para hacerle notar que hablaban de ella.

—Buenas noches, Marquesa —saludó una sonriendo ampliamente con una falsedad impresionante. Ella le regresó el gesto de medio lado buscando sus ojos para intimidarla con la mirada, que era lo que solía hacer con todas esas urracas de sociedad que se encontraba más a menudo de lo que le gustaba. Al final, como sucedía siempre, la otra terminó por colorarse y desviar el rostro.

No obstante, su amiga que era más insolente -y además no había tenido la oportunidad de conocer en persona a la Marquesa- soltó una risa que pretendía ser casual, pero al igual que la de su compañera fue falsa hasta la médula.

—¡Todo un placer conocerte! ¡He escuchado tan buenos comentarios! Yo soy Bridget Marquardt.

Frances quedó estática, si no fuera porque mantenía la compostura en todo momento y situación, su rostro se encontraría desencajado por la sorpresa e irritación que le causó la forma de hablar de aquella mujer. Era americana, indiscutiblemente, y con toda certeza no había acudido a muchos eventos sociales de la nobleza inglesa ¡Le había hablado como si se conocieran de toda la vida!

El tic nervioso de su ojo derecho apareció enseguida, apretó los labios y trató de controlarse para no armar un escándalo mientras aún se escuchaba la pieza que Lizzy había elegido para bailar esa noche con Ciel.

—Igualmente —respondió a regañadientes, pero con una actuación mucho mejor que la de ella.

Puso los hombros tensos apenas aquella rubia bajita la enganchó a su brazo. La amiga que acompañaba a la americana estaba más sonrojada aún y se disculpó quedamente.

—Bridget es prometida de lord Nalbandian —se apresuró a decir para justificar su presencia.

—No vamos a casarnos —refutó la otra chasqueando la lengua, las dos inglesas se coloraron escandalizadas, era costumbre que a las acompañantes se les presentara como "prometidas" o en su defecto, como "viejas amigas", pero jamás como "novias" o peor, "amantes", al menos no en eventos formales, aunque la mitad de los invitados supiera la relación real.

—No le he visto por aquí, a lord Nalbandian, quiero decir —comentó Frances buscando el momento oportuno para liberar su brazo, mas no le era sencillo. Lidiar con otras mujeres era el punto más débil que tenía, su carácter se equiparaba al de un hombre, y eso era un problema para relacionarse con sus congéneres.

—Ah, por ahí ha de estar, me botó hace como media hora. Pero no importa. ¡Justo me decían que tenía un hijo increíblemente guapo! ¿Está por aquí?

Frances volvió a tensarse.

—Edward ha debido atender unos negocios, llegará más tarde.

"Espero que usted ya se haya marchado para entonces" pensó, externando solo la sonrisa que ese pensamiento le causó. Hizo un leve jalón para soltarse, pero ella le apretó más fuerte, aunque sin ser lo suficiente como para alegar un daño.

—¡Qué pena! ¡El Marqués también es muy atractivo, me han dicho! Incluso mi amiga dice que no hay mujer que... ¡Auch!

Al borde del desmayo por la vergüenza, la otra mujer que estaba presente, en un acto de desesperación, codeó con fuerza a la americana para hacerla callar, pese a lo que pudiera pensarse, la otra entendió enseguida que debía cambiar el tema a toda prisa y así lo hizo hablando de lo mucho que le gustaba la ciudad. Siguió parloteando con ese acento gritado e informal que poco le gustaba, pero no le quedaba más que aceptar resignadamente, esperaba escapar a la menor oportunidad en cuanto se callara para presentar sus excusas, pero no le daba oportunidad alguna.

—Marquesa, disculpe la interrupción.

La voz de Sebastian la sobresaltó al tiempo en que le daba una tranquilidad que incluso calmó el dolor en su oído producido por los gritos de la mujer.

—¿Sería posible que me acompañara solo unos instantes?

Frances asintió aliviada, se disculpó con las mujeres y siguió al mayordomo.

—¿Qué sucede?

Sebastian sonrió.

—Nada en realidad, es solo que no se le veía cómoda en aquella conversación. ¿Me equivoco?

—Eso ha sido muy atrevido —respondió levantando el mentón, aunque aún le faltaba un buen trecho para mirarlo a los ojos.

Pero finalmente libre, se condujo con gracia entre las demás personas para llegar a la cocina, que era su objetivo original.

Frances cerró los ojos aspirando el aroma tibio de la comida lista para servirse en solo unos momentos. Para su sorpresa, Sebastian había terminado su parte de la cena, toda la flotilla de meseros y chefs estaban anonadados, un solo hombre había hecho el trabajo de veinte en menos de un cuarto de tiempo.

A su lado pasaban en un tráfico perfectamente ordenado, todos los miembros del equipo contratado. Ellos sabían que estaba ahí, que estaba inspeccionando y de alguna manera sentían que se entorpecía todo. Más en cambio, aunque los ojos de la mujer evaluaban detalles, su mente se encontraba algo más lejos.

"¡El Marqués también es muy atractivo, me han dicho! Incluso mi amiga dice que no hay mujer que..."

Lo sabían, una extranjera lo sabía ¡Y a esas alturas de la vida ¿Quién no?! ¡El Marqués pasaba más tiempo en burdeles que en su casa!

Una poderosa impotencia la embargó, quiso llorar, gritar de rabia, pero no podía más que resignarse mirando para otro lado fingiendo que nada pasaba, que era inalterable, regia y digna en todo momento sin importar la situación. Como miembro de la nobleza jamás daría su orgullo a doblar dejando verse herida y humillada. Sintiendo el escozor en sus ojos dejó la cocina para buscar un sitio donde el aire fresco pudiera golpearle la cara.

En el salón la música seguía, la gente hablaba y reía.

¿De ella?

No podía evitar el pensar así por más absurdo que fuera, pronto encontró refugio en un balcón del vestíbulo que cubría su acceso a él con una gruesa cortina roja.

Respiró profundo, debía calmarse por el bien de la fiesta, era el día más feliz en la vida de Elizabeth, el más grande de sus tesoros tendría al fin la dicha del matrimonio, y debía ser ella también feliz, porque en la tumba de Vincent había prometido a su hermano y cuñada, proteger a Ciel en el seno de una familia. La promesa estaba pronta a cumplirse, todo debía de ser perfecto, pero en el fondo de su alma sabía que no era así, y el terror de imaginar a su hija como ella misma algunos años más tarde la sobrecogió con fuerza abrazadora desde el momento en que Sebastian confesó que su sobrino ya había consentido la compañía femenina.

Sacó el pañuelo sabiendo perfectamente que ya no controlaba la frustración, pero se mordió los labios para no gemir y tragarse las palabras que quería escupir, las maldiciones e improperios que se le ocurrían solo de saber perfectamente que esa noche en que su pequeña hija se comprometía formalmente, dejando de ser una niña, su esposo yacía en la cama de otra mujer.

¿Por qué?

¿Cuál era aquella falta imperdonable que había cometido como para perder el aprecio de su marido?

Escuchó el reloj que marcaba las once. Era la hora de la cena.

Respiró más profundamente, secó sus lágrimas, sacó su espejo de bolsillo revisando rápidamente que no se notara en ella nada fuera de lo ordinario, por decepcionante que era saber que esa noche debía ser extraordinaria. Tenía que regresar y ser la anfitriona perfecta, la mujer de hierro, la Marquesa envidiable, la mujer imperturbable...

Sebastian notó el movimiento tras la cortina, mas no se atrevió a acercarse, no le preocupaba ni tenía intenciones de prestar consuelos, pero no podía negar que solo imaginarse la escena le causaba una gran curiosidad ¿A qué se aferraba para no caer a pedazos cuando otras ya se habrían deshecho ante la presión?

Miró su reloj de bolsillo, aunque sabía perfectamente que no habían pasado más de dos minutos desde que el reloj del vestíbulo anunció las once, caminó a la cocina, le correspondía dirigir el cuerpo de servicio para servir la cena, aunque claro, primero debía ir al salón a anunciar precisamente que pasaran al comedor.

La fila de camareros cruzó el umbral con elegancia y eficiencia, cubriendo sin problemas la larga lista de invitados con un mínimo de tiempo de espera, las botellas de vino fueron descorchadas, las copas llenadas y las miradas se dirigían sobre la Marquesa. La mujer se puso de pie siéndole concedido el silencio sin que lo pidiera, examinó rápidamente a los presentes, no había ni uno solo que no estuviera expectante de sus palabras.

—En nombre de los condes Vincent y Rachel Phantomhive, en nombre de los marqueses Alexis y Frances Midford, quiero agradecerles su presencia en esta noche tan especial.

Su voz era clara, ni rastros de la devastación que momentos antes la hubiera llenado, su timbre alto para abarcar la sala, el discurso lo había memorizado con solo darle un par de leídas a la hoja una noche antes mientras esperaba que el sueño la tomara, dejando de lado las preocupaciones. Era el Marqués quien debiera pronunciarlo, no ella. Tal vez ya sospechaba que no llegaría a tiempo, o más claramente, sabía perfectamente que no estaría esa noche ahí, tanto como no había estado desde hacía varios días.

Por ello se había mudado con Elizabeth a la casa Phantomhive, para no quedarse como estúpida esperando en vano por las noches a que llegara.

Levantó su copa por Ciel y Elizabeth, los demás lo hicieron también. Pasó gustosa la bebida que le calentaba la garganta y la cena transcurrió sin más.

Se había terminado el salmón para los canapés. Mandó por más.

El vino se reducía con velocidad. Envió a dos empleados a la cava.

¿El ponche se había entibiado? Cambiarlo.

Ser anfitriona la mantenía ocupada, de tal manera que si alguien preguntaba por qué no bailaba, podía decir sin mentir que había mucho por atender. Resistió el impulso de abordar al joven que casi parecía danzar con los invitados llevando su bandeja de copas llenas para repartir a quien le apeteciera, no lo hizo porque el alcohol nublaba el juicio, y eso era algo que no podía permitirse bajo ningún concepto. Las damas bebían por cortesía, pero nunca más de lo que sonrojaba sus mejillas. Con ese pensamiento estaba cuando un chillido sacudió sus oídos obligándola a girar la vista, encontrándose con la joven americana que había arrojado el contenido de su copa a quien la llevara aquella misma noche unas horas antes.

No pocos detuvieron sus charlas y ánimos para mirar.

La rubia bajita, de prominente busto y estrecha cintura, se encontraba colorada del rostro y desbordando lágrimas incitadas por exceso de bebida.

—¡Eres un desgraciado! —chilló golpeando el suelo con los zapatos de tacón.

El hombre al que reclamaba, solo unos segundos antes había separado sus labios de otra joven, pero las manos siguieron recargadas su cintura, manteniendo cínicamente el abrazo.

—Bridget, por favor, te estás poniendo en ridículo —dijo, molesto por las miradas que se habían atraído ante el grito.

La conmoción duró poco, la mayoría reanudó sus irrelevantes quehaceres y el encuentro fue fugaz... hasta que la americana saltó sobre la otra mujer como fiera embravecida arrancándole en un solo tirón el tocado del cabello.

Frances dio un par de pasos al frente, pero fueron lord Nalbandian y Sebastian quienes llegaron primero a separarlas. A la americana no hubo necesidad de pedirle que se retirara ni que el mayordomo lo hiciera debiendo arrastrarla de ser necesario, pero la mujer alcanzó la bandeja de aperitivos de foie gras tomando un puño para arrojarlos a lord Nalbandian antes de salir por su propio pie.

La dama agredida fue atendida, el noble restó importancia, pero se disculpó con la marquesa que seguía plantada en su sitio con la expresión contraída por el enojo.

¿Cómo es que una mujer podía hacer semejante ridículo? ¡¿De dónde sacaba valor para hacerlo?! ¡¿Del vino?!

Alcanzó una copa de una bandeja que pasaba a su lado mirando el contenido espumoso y rosado con recelo. Ella no fallaría, ella podría sacarles el corazón a las amantes de su esposo con solo proponérselo.

"Valor líquido" pensó.

Pero antes de que pudiera tomar hasta ver el fondo de cristal, la mano de Sebastian intervino en un suave pero rápido movimiento que le retiró la copa antes de que ella misma se diera cuenta.

—¿Qué haces? —preguntó sin cambiar la expresión ceñuda.

—Es usted más lista que eso —dijo señalando con la mirada a los vecinos más cercanos, Frances entonces puso atención, la americana era ya la comidilla, hablaban de ella y la devoraban como carne arrojada a una jaula de leones; que si era vulgar, que si tenía problemas con la bebida, que si había salido de algún burdel.

—La señorita pudo hacerlo porque no puede caerse del suelo ¿Qué perdía ella? Nadie aquí la conocía ni le debía nada. Pero no es así con usted, porque usted está en la cima.

Enseguida el mayordomo levantó la pieza en un brindis no correspondido y la bebió toda.

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