La Musa de Fibonacci

By Isabelavargas_34

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Shannon y Dan forman la pareja perfecta: jóvenes, bellos, exitosos... pero sobre todo, enamorados y apasionad... More

1 SHANNON
2 DAN
3 SHANNON
4 DAN
5 SHANNON
6 DAN
Capítulo 7 SHANNON
8 AURELIO
9 DAN
10 SHANNON(+21)
11 AURELIO
12 SHANNON
13 DAN
14 SHANNON
16 DAN
17 AURELIO
18 SHANNON
19 SHANNON
20 DAN
21 SHANNON
EPÍLOGO

15 SHANNON

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By Isabelavargas_34


Me he quedado sola y entiendo esta soledad como una bocanada de aire que necesitaba. Dan ha pasado todo el día nervioso porque unos conocidos le habían conseguido invitación para una clase magistral que impartía la pintora Lee Jung. Cuando está nervioso se pone irascible y yo siento que perdemos esa conexión tan especial que siempre tenemos, como si una fuerza extraña nos alejara al uno del otro.

Sé que tardará en regresar, que estos encuentros entre artistas siempre se prolongan hasta altas horas de la madrugada. Tendré suerte si lo veo aparecer por casa antes de irme a dormir.

Mi estómago ruge, impertinente, y dirijo la vista hacia la cocina. Aunque no tengo ganas de preparar nada para la cena, no quiero quedarme en ayunas, así que, durante un momento, considero pedir algo online y comerlo delante de la tele mientras veo alguna serie; pero tampoco me apetece ese plan.

Sin pensarlo mucho, me levanto y me encamino al dormitorio. Saco del armario un par de pantalones y una blusa con la que formar un conjunto. Voy a cenar fuera.

El sitio que he elegido está cerca de casa, a apenas dos calles, y tiene una oferta amplia y muy apetecible. Llego dando un paseo y compruebo que el local no está demasiado lleno; incluso puedo conseguir una mesa junto a la ventana. La camarera me acomoda, dejo a un lado mi abrigo y me tiende la carta. Le pido una cerveza y un poco más de tiempo para decidirme entre tantas exquisiteces.

Una vez que me he decantado por una ensalada de queso y un buen foié, echo un vistazo a mi alrededor. El ambiente es tranquilo y los comensales de las demás mesas parecen estar disfrutando tanto del ambiente como de la comida.

No son muchas las ocasiones en las que me permito estos momentos de intimidad; de estar a solas conmigo misma, de escuchar lo que tenga que decirme sin tener que prestar atención a quien está a mi alrededor. ¿Es un momento egoísta? Puede, o puede que no. Para mí es importante y con eso basta.

No tardan mucho en servirme. La ensalada tiene un aspecto delicioso, algo que corroboro en cuanto la pruebo. Al igual que lo está el foié que unto en uno de los panecillos. Pido una copa de buen vino para acompañar mi cena.

Un suave toque contra el cristal que está a mi derecha me hace dar un bote en la silla. Levanto la cabeza y veo la figura del inspector Tugler al otro lado de la ventana.

Sin pretenderlo, ni esperarlo, mi corazón cambia el ritmo de su latido por uno mucho más rápido. Al instante me siento culpable porque este hombre, que me observa desde el otro lado con intensidad, no debería provocarme este desasosiego.

El inspector señala hacia la mesa y yo, en un acto reflejo, miro hacia mi plato antes de volver a levantar la cabeza. Él insiste con su gesto y al fin entiendo lo que quiere decir cuando eleva un poco la barbilla. Un segundo después, lo veo apartarse.

Tomo un largo sorbo de vino mientras lo sigo con la mirada y, como esperaba, entra en el local para dirigirse directamente hasta donde me encuentro.

Leo llega hasta mí y se detiene a poco más de un metro. No voy a ocultar que no he podido respirar durante el tiempo que ha tardado en cruzar el espacio que separa la entrada de mi mesa. Desde mi posición me parece aún más alto de lo que es. Con un gesto cortés y algo trasnochado, inclina la cabeza ante mí a modo de saludo.

—Señorita Merchán.

—Inspector Tugler.

Él mira a su alrededor y vuelve a recalar en mí sus ojos.

—¿Puedo sentarme?

Sopeso su petición unos instantes, tratando de que él no suponga cuál va a ser mi respuesta. Pero quiero que se quede, de modo que accedo con un sutil cabeceo.

—Claro.

Elige el asiento que está a mi izquierda y en el que queda libre deja caer su cazadora que, hasta ese momento, llevaba en la mano y de la que se desentiende. La silla en la que se ha sentado, idéntica a la que yo ocupo, me parece inusualmente pequeña, tal vez a causa de la desproporción con el robusto, aunque bien formado, cuerpo del inspector.

Enseguida me doy cuenta de que pensar en esos términos con respecto a Leo es una mala idea, porque imágenes de él mientras me hace el amor en mis sueños regresan a mi cabeza como si me hubieran dado una bofetada. Con disimulo, me muevo en mi asiento para tratar de calmar ese repentino pálpito que ha aparecido entre mis muslos.

—No quiero molestarte...

—No me molestas —le digo casi de inmediato, y me arrepiento de esa súbita contestación.

Sé que él se ha dado cuenta de la rapidez de mi respuesta porque baja el rostro y trata de ocultarme una sonrisa, una jodida y atractiva sonrisa que me desestabiliza aún más.

—¿Te importa si... pido algo?

—¿No estás de servicio? —pregunto.

—No —responde acompañando sus palabras con un insistente movimiento de cabeza—. He acabado mi turno. A menos que ocurra algo inesperado y tenga que intervenir.

—¿El policía que llevas dentro nunca descansa?

Hace un gesto a la camarera, a la que pide una cerveza para él y «otro igual», señalando mi copa, antes de regresar su atención a mí.

—Por supuesto que sí. Pero hay... imponderables.

Trato de esconder una sonrisa.

—Imponderables. Por supuesto.

Nos trae la bebida. Le pregunta si desea una copa y él responde que no. Lo veo levantar la botella y dar un largo trago. No puedo apartar la vista de ese gesto, de cómo su boca se amolda al gollete, de cómo su nuez sube y baja al beber, de cómo sus labios quedan húmedos... Tomo aire y me obligo a devolver mi interés hacia la ensalada que ya tenía olvidada.

—No esperaba encontrarte... sola.

Pincho un pequeño trozo de queso feta de manera distraída, pero no me animo a llevármelo a la boca.

—Dan tenía una reunión con unos viejos amigos. Cosas de artistas.

—Me alegro de ello.

Levanto la vista y ahí están de nuevo esos ojos que me observan como si fuera la única persona que existe en ese bar.

—¿Te alegras porque estoy sola?

—Precisamente es eso lo que me alegra, sí —admite sin ningún tipo de tapujos.

Vuelve a dar un trago a su cerveza y siento que soy yo la que tiene la garganta seca. Este hombre no debería afectarme tanto; no debería ponerme tan nerviosa, pero lo hace. Espero que él no sepa que tiene ese poder sobre mí. Por supuesto, es algo que no debe conocer jamás.

Unto un panecillo con el foie con total tranquilidad y le doy un bocado, despacio, recreándome en cada movimiento que hago. Y él, de nuevo, no puede apartar su mirada de mí. Esa mirada que, en ocasiones, se muestra dura e implacable, pero que en otras expresa algo más que aún no logro descifrar.

—¿Qué te trae por este barrio, Leo? —quiero saber.

Que lo haya llamado por su nombre de pila, sin anteponer el cargo que ostenta, lo toma por sorpresa. Ya lo he hecho antes, pero debe gustarle que me refiera a él de ese modo, a juzgar por el brillo que aparece en sus ojos. Para ser un policía es bastante transparente. O quizá lo es solo conmigo. Es algo que me gustaría saber.

Se incorpora un poco en su asiento y se yergue de hombros.

—Tú.

Ahora soy yo la sorprendida. No sé si es por la respuesta o por su franqueza, pero dejo el tenedor a medio camino entre el plato y mi boca.

—¿Yo?

—Ajá —contesta.

—¿Y puedo saber por qué?

—La posible testigo que teníamos para aclarar las circunstancias de la muerte de tu tío Raül ha desaparecido.

El estómago me da un vuelco y estoy segura de que ya no va a entrarme ni un bocado más. Trato de mostrarme tranquila, como si sus palabras no me hubiesen afectado en absoluto, pero lo cierto es que el pulso se me ha disparado. Bebo de la copa y dejo que el líquido rojo permanezca en la boca un par de segundos de más, antes de tragarlo.

—¿Y yo que tengo que ver con eso? —pregunto a la defensiva.

Los ojos de Leo se clavan en mí.

—No sé. Dímelo tú.

—Nada —admito. Y es cierto—. Eso es lo que te digo. No sé de quién se trataba y, muchísimo menos, qué ha ocurrido con ella. No tengo nada —insisto, enfatizando la palabra— que decir al respecto.

Continúa mirándome con dureza, pero, al instante, toda esa beligerancia que he apreciado se desvanece, incluso sus hombros acusan el cambio y se hunden un poco, relajados.

—Sé que no tienes nada que ver —admite. También su tono de voz ha cambiado. Ahora es algo más ronca, rasposa y dulce a la vez; como miel que entra por mis oídos y se cuela en mi sangre para calentarla.

Tomo aire mientras no dejo de observarlo, permitiendo que mi mirada resbale por esas facciones tan masculinas que se me han presentado en sueños para hacerme perder la cordura. Entonces, levanto un poco la vista y sus ojos están ahí, a pocos centímetros de los míos. Me contemplan con insistencia, como si con ese gesto quisiera leer dentro de mí, asomarse a mi alma, a todo lo que mantengo a buen recaudo.

De repente, siento un miedo atroz; miedo de lo que pueda encontrar. Y de lo que yo me permita dejarle ver. Eso es, en realidad, lo que me aterra, porque desde la noche en que tuve ese sueño con él he descubierto que Leo Tugler me afecta más de lo que me conviene.

Me esfuerzo en parecer lo más distante posible, lo menos accesible, pero sé que, en cuanto él haga un simple avance, no podré resistirme ni negar lo que he comenzado a sentir por él, aunque esté alimentado únicamente por mi imaginación.

—¿Puedo?

La pregunta de Leo me saca del bucle en el que había caído sin darme cuenta.

—¿Cómo dices?

Él señala hacia los panecillos y el foie.

—Que si te importa que coja uno. Hoy estuve bastante liado y no me dio tiempo a almorzar.

—Pues debes de estar hambriento.

Un brillo de deseo destella en sus pupilas y un escalofrío recorre mi cuerpo, desde la coronilla hasta los dedos de los pies, para dejarme tiritando.

—Lo estoy —confiesa, con esa misma voz espesa que me resulta demasiado familiar. No puedo dejar de pensar que su afirmación tiene un doble sentido. Todo en Leo parece tenerlo.

Sin más, toma un panecillo, lo unta con el cremoso foie y se lo lleva a la boca sin dejar de mirarme.

Jamás pensé que ver a un hombre masticar podría resultarme tan erótico y subyugante. Lo hace con moderada energía, con los labios juntos imprimiendo vigor en cada mordida, e imagino que aplica ese mismo ímpetu en otras actividades que mi cabeza conoce bien.

Tengo que apartar la vista porque temo que el rubor de mis mejillas va a acabar poniéndome en evidencia. Pero, a pesar de ello, siento como si me estuviera sometiendo a una prueba. ¿Un juego? También sé jugar.

Lo imito; cojo un panecillo, pero yo me entretengo en esparcir por la pequeña superficie el foie para que lo cubra en su totalidad. Al hacerlo, me mancho la yema de un dedo y, muy despacio, me lo llevo a la boca y retiro con la punta de la lengua el resto que ha quedado.

Oigo cómo Leo contiene la respiración e, involuntariamente, deja escapar un jadeo. Trata de hacerlo con disimulo, pero su pecho se ha hinchado, al igual que se le han dilatado las aletas de la nariz. Sin más, hago desaparecer el bocado y él vuelve el rostro hacia un lado, pero puedo apreciar en su mandíbula un pulso que antes no existía.

Leo toma la botella de cerveza y la acaba de un solo trago antes de llamar a la camarera para que le sirva otra. En cuanto se la pone delante, la ataca como un sediento.

Bajo el rostro y escondo la sonrisa que se ha dibujado en mis labios. Me encanta verlo descolocado y nervioso. No lo puede ocultar, aunque lo intente. Pese a todo, él hace un esfuerzo; deja la cerveza sobre la mesa, toma aire y se recompone un poco.

—¿Te importa si pido algo más? —me dice—. La verdad es que no sabía que tenía tanta hambre.

—Habrá sido la cerveza, que te habrá abierto el apetito.

Unas leves arruguitas se forman en la comisura de sus ojos al sonreír.

—Posiblemente.

El camarero vuelve a traer la carta y él elige una ensalada distinta a la mía. En cuanto se la ponen delante, ambos retomamos nuestras cenas en medio de un cómodo silencio que me hace sentir bien. Demasiado bien.

Unos clientes relevan a otros en las mesas contiguas, pero nosotros permanecemos en la nuestra durante bastante más tiempo. Y me sorprende la facilidad con la que hemos ido cambiando de un tema de conversación a otro. Pero, pese a ello, noto serpentear entre ambos una corriente eléctrica que, aunque adormecida en este instante, puede cortocircuitarnos en cualquier momento.

Pierdo la noción del tiempo. Tal vez sea a causa de los dos vinos que me he tomado; no suelo beber demasiado, así que siento la cabeza ligera, aunque no tanto como para decir que estoy borracha, porque no sería verdad. Quizá con el tercer vino que me acaban de poner delante, en un rato tenga que decir otra cosa.

Él también parece más cómodo. Se ha acodado sobre la mesa; las mangas de la camisa están dobladas con esmero por debajo del codo para dejar al descubierto unos antebrazos fuertes con algo de vello más claro que su color de pelo. Pienso en cuánto me gustaría comprobar esa robustez que demuestra en cada movimiento que hace; en esa fuerza que se adivina en cada músculo que se dibuja.

Aunque me pesa, miro mi reloj; es casi medianoche. Aún quedan algunos clientes en un par de mesas, pero estoy segura de que los camareros están deseando que nos vayamos para poder recoger y cerrar el establecimiento. Me levanto y voy al baño. Cuando regreso me siento y pronuncio las palabras mágicas, las que sé que van a romper el hechizo.

—Bueno, creo que es hora de que me marche.

Como si tuviera un resorte, una de las manos de Leo se apresura a aferrarse a mi muñeca y la aprieta con suavidad. Siento que el peso de mi cuerpo se ha multiplicado por mil.

—¿No puedes quedarte un poco más? —me pregunta algo más cerca. Su tono de voz ha descendido y acaricia mi oído como un guante de seda.

Un puño se posa sobre mi pecho para impedirme respirar. Por supuesto que quiero quedarme un rato más, pero no debo.

—¿Y tú? ¿No tienes que trabajar mañana? —Trato de demostrarle con una estudiada expresión desenfadada que lo tomo un poco a broma, pero por dentro me muero por hacer lo que él me ha pedido.

Lejos de soltarme, su dedo dibuja un círculo perezoso en el dorso de mi mano, que hace que un fuerte hormigueo me recorra el brazo hasta instalarse en mi nuca. Leo posa la vista en la caricia que me está regalando y yo lo imito. Él continúa con esa dulce tortura.

—Por supuesto, pero bien puedo sacrificar unas horas de sueño si es para estar contigo —me dice.

—Leo...

Levanto la cabeza y nuestras miradas se encuentran. Están muy cerca, tanto que puedo verme reflejada en sus ojos. Entonces, comienza a acercarse a mí muy despacio. Puedo percibir su respiración en mi rostro, la calidez de su aliento, incluso ese inconfundible aroma que también recuerdo de otras ocasiones... O tal vez de mi sueño. Y, sin más, busca mis labios y me besa.

No le correspondo el gesto porque estoy tan impactada que no sé qué hacer. Solo noto su boca contra la mía en un beso estático y duro, completamente insatisfactorio, que solo sirve para dejarme hambrienta. Pero es por mi culpa.

Igual de despacio que lo ha iniciado, Leo pone fin al beso, aunque lo hace sin ganas.

Mi corazón bombea en el pecho a un nuevo ritmo, uno mucho más rápido que me deja sin respiración. Por supuesto, no voy a demostrarle cuánto me ha afectado su movimiento.

—¿Nadie te ha dicho que no es apropiado robarle un beso a una mujer, señor Tugler? —le reprocho en un pobre intento de poner algo de separación emocional entre los dos. Pero sé que es inútil. Leo se mantiene a la misma corta distancia que segundos atrás, como si mis palabras no lo hubiesen afectado lo más mínimo. Como si...

—Debería decir que lo siento, pero no es así —ataja con determinación—. Pero si lo que te molesta es que haya sido robado, tengo la intención de darte otro. Así que puedes darte por avisada en este preciso momento, señorita Merchán.

Su enorme mano acoge mi mejilla, ladea mi rostro y, entonces sí, asalta mis labios. Nada tiene que ver este beso con el anterior; este es duro, ambicioso, posesivo, pero, a la vez, tierno y generoso.

Su boca se cierne sobre la mía y absorbe mis labios, los devora. Y, esta vez, mi fuerza de voluntad se va por el desagüe y se lo devuelvo. Un gemido emerge de mi garganta antes de incorporarme un poco en mi asiento para quedar más cerca de él y que nuestras bocas se amolden con facilidad.

Leo sabe a cerveza, a hombre, a deseo sin contención, a promesas de noches infinitas en las que yo sería su reina.

Se bebe mis labios y su lengua se abre camino hacia el interior de mi boca sin ningún pudor. Incluso se vale de los dientes para que le permita acceder a mí. Me estremezco sin control y me sujeto a su brazo hasta clavarle las uñas. A él no parece importarle lo más mínimo porque redobla sus atenciones.

Noto que comienza a faltarme el aliento y, entonces, Leo se aleja un poco de mí, pero lo hace con reticencia y solo unos pocos centímetros para apoyar su frente contra la mía.

—Esto es una locura —musita con los ojos aún cerrados, casi jadeante—. No puedo dejar de pensar en ti por mucho que lo intento. Te he mentido: no he comido porque tu recuerdo no me deja. Incluso te has colado en mis sueños más de una noche. En ellos acabo haciéndote el amor como si mi alma ya no fuera mía. Me voy a volver loco.

Sus emociones me llegan tan adentro que me estremezco y mi piel crepita como si estuviese sobre ascuas en las que podría acabar quemándome.

—Tengo que marcharme... —contesto, pero no hago el intento de separarme aún de él y tampoco trato de que sus manos dejen de tocarme.

—No lo hagas. Deja que... —me suplica.

—¿Que vengas conmigo? —acabo la frase por él. Niego con la cabeza y es entonces cuando pongo distancia entre nosotros.

—Me has dicho que vas a estar sola durante un rato.

Sus palabras me hacen volver a la realidad; una realidad en la que yo no debería estar besándolo ni deseando que continuara haciéndolo. Una realidad en la que está Dan. Cierro los ojos y niego; no quiero que vea en ellos lo mucho que me gustaría decirle que sí.

—¿Y qué harías? ¿Acompañarme hasta la puerta? —digo en cambio—. ¿Dejarme entrar sola en mi apartamento?

Veo a Leo levantar el rostro. Su expresión es de sufrimiento y mi corazón se resquebraja un poco.

—No vuelvas a mirarme así porque, entonces, lo mandaré todo a la mierda y te haré mía. Y no es algo que nos convenga a ninguno de los dos —advierte con algo de dureza—. Sí, querría entrar contigo —musita cambiando por completo su tono—. Querría perderme en ti. Querría hacerte el amor hasta que a ambos nos doliera cada músculo del cuerpo...

Vuelve a bajar la vista y la clava en mí. Es como si me atravesara un hierro candente. Creo que jamás he sentido tanto pesar al decir que no.

—Lo siento, Leo, pero no puede ser. —Me separo y clavo mis ojos en él. En su mirada puedo apreciar el dolor que le causan mis palabras—. Conmigo las cosas no funcionan así. Esto no sería más que un juego y yo juego para ganar; no puedes darme nada que no tenga ya.

Leo se envara y una expresión de dureza sustituye a esa otra que me miraba con adoración.

—Entiendo.

Me gustaría decirle que no, que no lo entiende; que ardo en deseos de irme con él a cualquier parte en la que podamos recrear lo que mis sueños se empeñan en revivir noche tras noche, pero no puede ser.

—Buenas noches, Leo.

No miro atrás cuando me acerco a la barra con la intención de pagar la cena, para descubrir que ya está satisfecha, que él la abonó mientras yo estaba en el baño. «Mejor —pienso—, solo faltaba que me acusaran de intentar sobornar a un policía, y a él de un delito de cohecho».

Salgo del local mientras lo intuyo a mi espalda, anclado e inmóvil como una estatua mientras me alejo. Acelero el paso para poner tierra de por medio antes de que mi resolución salte por los aires.

Cuando logro cerrar la puerta del apartamento tras de mí, tengo el corazón a punto de emerger por mi garganta. He corrido los últimos metros tratando así de poner la mayor distancia posible entre Leo y yo lo más rápido que he podido. No confío en mi fuerza de voluntad.

El apartamento está a oscuras, señal de que Dan aún no ha llegado. Doy gracias al cielo; no sabría cómo explicarle el estado de agitación con el que me encuentro. Me dejo caer sobre la puerta, cierro los párpados e inhalo con fuerza. Entonces me llevo los dedos a los labios y los rozo para recrear así el beso de Leo. Enseguida me doy cuenta de que es una mala idea porque la contención a la que he sometido a mi cuerpo estalla en mil pedazos.

Me quito el abrigo como si me quemara y lo arrojo sobre el sofá en mi camino hacia el dormitorio. En cuanto llego, el resto de mi ropa corre la misma suerte. Me deshago de ella con prisa, sin detenerme. El pantalón acaba enrollado en mis tobillos y lo arrojo lejos de un puntapié. La blusa vuela hacia la silla. Me detengo ante el espejo que está en una esquina, frente a la cama. Por debajo del encaje del sujetador se aprecian mis pezones endurecidos y, con rabia, me desprendo del trozo de tela. En cuanto al tanga que llevaba..., no sirve para nada y corre la misma suerte que el resto de mi ropa.

Desnuda, deslizo la mirada por todo mi cuerpo y ahogo un jadeo cuando mi mente se empeña en imaginar aquello que podría estar experimentando con Leo; en sus grandes manos mientras se deslizan por mi piel como lo han hecho hace un rato sobre mi rostro; en sus besos, no solo sobre mis labios; en su aliento en mi nuca mientras me penetra por detrás...

Tengo que apretar con fuerza las piernas para acallar la intensa pulsación que siento entre los muslos. Levanto el rostro y ahogo un jadeo de pura frustración. Cuando bajo la mirada, vuelvo a ver mi imagen. Sin dejar de observarme, mi mano resbala por el vientre hasta esconderse en mi sexo. Está empapado y mis dedos se deslizan con facilidad hacia la entrada de la vagina.

Dejo que el gemido contenido en mi pecho salga y reverbere en la habitación. Estoy tan excitada y siento mi clítoris tan hinchado que sé que no voy a necesitar mucho para correrme.

Aunque amo a Dan con toda mi alma, comienzo a estar arrepentida de haber declinado la proposición de Leo. Mi cuerpo grita su nombre; clama por él, lo desea dentro con tantas ansias que creo que voy a volverme loca.

Con paso rápido, me acerco a la cómoda y abro el cajón en el que guardo los juguetes eróticos. Los he usado con Dan, pero también en solitario. Hoy es uno de esos días en que los necesito.

De la caja saco un vibrador, junto con un tubo de lubricante. Necesito sentirme llena mientras en mis recuerdos y en mis labios aún está fresco el beso de Leo.

Me siento en una esquina de la cama y separo las piernas frente al espejo. Noto cómo mis fluidos rezuman del interior de mi cuerpo y cómo la sangre se agolpa en mi carne hinchada. Tomo el vibrador y lo coloco en la entrada. Apenas una ligera presión y lo introduzco entero en mi coño.

Cierro los ojos e imagino que es Leo quien se hunde en lo más profundo de mí. Y lo hago una y otra vez, imprimiendo más fuerza en cada estocada. Entonces, pulso el botón de encendido y la vibración me hace dar un respingo en la cama. Vuelvo a abrir los ojos y me miro en el espejo, con las piernas completamente separadas y mis muslos mojados mientras me coloco al borde del orgasmo.

Entonces, una voz hace que me detenga de improviso.

—¿Necesitas ayuda?

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