La Musa de Fibonacci

By Isabelavargas_34

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Shannon y Dan forman la pareja perfecta: jóvenes, bellos, exitosos... pero sobre todo, enamorados y apasionad... More

1 SHANNON
2 DAN
3 SHANNON
4 DAN
5 SHANNON
6 DAN
Capítulo 7 SHANNON
8 AURELIO
9 DAN
10 SHANNON(+21)
12 SHANNON
13 DAN
14 SHANNON
15 SHANNON
16 DAN
17 AURELIO
18 SHANNON
19 SHANNON
20 DAN
21 SHANNON
EPÍLOGO

11 AURELIO

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By Isabelavargas_34

La noche ha caído y las luces de mi coche apenas iluminan una porción de calle. Lo detengo un momento y miro a mi alrededor.

Hace mucho tiempo que no ando a estas horas por barrios como este, pero la situación lo requiere. Mi amigo, el Argelino, ha sido fiel a su palabra y ha encontrado a la mujer con la que Raül parecía tener una relación. Pobrecilla, incluso sin conocerla, me da pena. Mi cuñado era un gusano hediondo y rastrero y había que tener mucho estómago para tocarle un solo pelo del cuerpo.

Distingo el coche del Argelino aparcado a unos metros del local, que está ubicado en una de las peores zonas de la ciudad; un suburbio lleno de yonquis, putas y gentes de mala vida que se gastan el poco dinero que consiguen en algo que apenas las hace felices unas pocas horas, para, luego, continuar siendo tan desgraciadas como hasta entonces.

Estaciono detrás de mi amigo y, antes de que pueda bajar del coche, lo veo descender la cuesta y acercarse con ese andar de zancadas largas pero calmadas que lo caracteriza. Los años lo han tratado bien. Por supuesto, ya no es ese chiquillo con el que compartía correrías, ahora es un hombre que sabe lo que quiere y que hace lo que sea necesario para que todo salga según sus gustos y deseos. Algo que a mí me conviene en esta situación. Pero, sobre todo, es un tipo leal.

El Argelino abre la puerta del copiloto, deja caer el peso de su cuerpo en el asiento y echa mano de algo que está en el interior de su chaqueta.

—No fumes aquí dentro —le digo cuando me doy cuenta de que es un paquete de cigarrillos.

Me dedica una sonrisa torcida y algo burlona.

—Antes no te importaba.

—Antes no tenía tantos años ni debía cuidar mi salud. Tengo un médico un poco quisquilloso. Y una mujer un poco quisquillosa también —bromeo—. Es capaz de distinguir el olor a tabaco a kilómetros.

La sonrisa se convierte en una carcajada que yo no comparto.

—Por esta vez, sea. —Y, sin más, regresa los cigarrillos al interior del bolsillo.

—Cuéntame.

Los ojos oscuros de mi amigo, que se asemejan a los de un ave de presa, se fijan en el local que está al otro lado de la calle y lo señala con un gesto de la barbilla.

—Está ahí dentro. Se llama Lisette y es una puta con aires de grandeza que acaba chupándotela por poco más que un pico.

Dirijo la vista hacia la puerta del antro. Delante de él hay un par de gorilas que tratan de ignorar a tres tipejos que ya están bebidos y que tontean con dos chicas ligeritas de ropa, que les ríen las gracias.

—Lisette —murmuro escupiendo cada sílaba con todo el rencor que tengo acumulado en mi interior—. Un nombre con demasiadas ínfulas, ¿no crees?

—No le hace justicia alguna, créeme.

Mi amigo echa mano de nuevo de uno de los bolsillos de su chaqueta y saca un papel doblado en cuatro partes. Me lo tiende con desgana y yo lo tomo.

—¿Qué es?

—Algo que, seguro, vas a necesitar —me dice a la vez que hace un gesto con la cabeza para empujarme a leer.

Lo hago a duras penas, gracias a la luz que entra por la ventanilla. Es un pequeño informe de la mujer; su vida, su familia y sus hábitos. Paso mi vista por las líneas y arrugo la nariz.

—No vale ni para un polvo.

—Pero parece tener los cojones bien puestos. Chiquita, pero matona —añade con seriedad.

—¿Crees que sabe algo? —La pregunta sale de mis labios casi sin pensarla.

La cabeza del Argelino se gira hacia mí como si la hubieran accionado con un resorte.

—¿Sobre que la muerte de Raül no fue accidental? —Niega convencido—. No, no creo. Todo lo que tiene es lo mismo que le ha dicho a la policía y que tu hija te comentó; las elucubraciones de un drogadicto y nada más.

Un pesado silencio se establece en el interior del vehículo. Los dos miramos hacia la entrada.

—Me preocupa —digo más para mí mismo que para que el Argelino me responda.

—Las tipejas como la tal Lisette tienen muchos puntos débiles. Caerá con todo el equipo, no te preocupes. Si no, siempre hay otros métodos...

—No, nada de otros métodos —discrepo a la vez que clavo los ojos en él. Quiero que entienda a la perfección que no tengo intención de deshacerme de la mujer; al menos, no como hicimos con Raül. Lo observo con insistencia y él me devuelve la mirada—. ¿Has comprendido?

Después de unos segundos, acaba asintiendo, pero lo hace con un gesto comedido, como si no estuviera muy convencido.

—Lo que tú quieras, Santos. Después de todo, es de salvar tu culo de lo que se trata aquí.

Sin intercambiar más palabras, bajamos del coche y nos encaminamos hacia el local. La afluencia de público ha aumentado, pero los clientes que acaban accediendo al interior no parecen ser los más selectos.

El Argelino se acerca a uno de los porteros, le dice algo al oído y, con disimulo, cuela un billete en el interior de su apretada chaqueta. El gorila lo mira de reojo y, sin más, le hace un parco gesto con la cabeza en dirección a la puerta.

No me hago esperar y, antes de que mi amigo me diga que podemos pasar, ya estoy junto a él de camino al interior.

La entrada está oscura y mis ojos tardan unos segundos en acostumbrarse. El ritmo de una bachata sale por los altavoces. Varias parejas bailan en una pista iluminada a medias, lo que da a los hombres la oportunidad de que sus manos se pierdan bajo las faldas de sus acompañantes con total descaro.

Noto un toque en el brazo y vuelvo la cabeza hacia el Argelino, que tiene la vista clavada en una de las mesas. Dirijo la mía hacia allí. La zona está sumida en una penumbra que me resulta inquietante. Sobre cada mesita pende una lámpara que no se limpia desde hace una década, por lo menos. Ofrece una luz mortecina que sirve para que muchos de los clientes se entreguen a sus más bajos instintos sin tener que acudir a esos reservados que, seguro, están por alguna parte.

Los asientos pegados a las paredes son sofás tapizados en una burda imitación de cuero que me repugna al instante, como el olor concentrado a humanidad, sudor y sexo que lo impregna todo.

—Allí está —me dice el Argelino en confidencia.

La reconozco al instante. La que fue amante de mi cuñado es una mujer menuda, sin apenas carne sobre unos huesos que sobresalen demasiado por cualquier parte de su anatomía. Lleva el pelo, de un apagado y descolorido rojo, recogido en una tirante cola de caballo que hace resaltar excesivamente sus pómulos. Está sola.

El Argelino se queda a unos metros de mí, cubriéndome la espalda, mientras yo camino muy lento en su dirección y me detengo a unos pasos de distancia de Lisette. No digo nada, pero ella ya ha recalado en mi presencia y alza la mirada hacia mí. Me ofrece una sonrisa mellada que me repugna, pero que enmascaro devolviéndole otra, tan falsa como los zapatos de plástico barato que ella luce. Tan falsa como la suya.

—Hola, hombretón. ¿Buscabas algo? —pregunta con un tono de voz que me chirría en los oídos, a la vez que me mira de arriba abajo con actitud evaluadora.

Siento asco, pero hago un esfuerzo para que no se me note.

—¿Lisette? —pregunto.

La sonrisa se borra de sus labios.

—¿Quién quiere saberlo?

Doy un paso más hacia ella, hasta que entro bajo el haz de luz de la lámpara. Ella alza el rostro y veo una muda pregunta en sus ojos.

—Creo que tenemos... Teníamos alguien querido en común.

Sus ojillos se entrecierran y surgen en la comisura unas arrugas que la hace parecer mucho mayor de lo que en realidad es.

—No sé...

—Soy el cuñado de Raül, que en paz descanse, Aurelio Merchán.

No sé si ha apreciado con claridad el falso tono compungido de mi voz, pero me aseguro de que mi expresión trate de demostrar que mis palabras me duelen. Veo a la mujer erguirse en su asiento y abrir los ojos espantada. Es un libro abierto y eso me viene muy bien para mis propósitos.

—Usted...

—Raül me habló mucho de ti... Porque puedo tutearte, ¿verdad? Lo hizo tantas veces que casi he llegado a considerarte de la familia.

De nuevo, la pillo fuera de juego.

—¿En serio Raül te habló de mí? —Ha recogido el guante y ella también me tutea.

Asiento con determinación.

—Por supuesto. Se lo veía feliz cuando lo hacía. Es una pena que no le diera tiempo a presentarnos como es debido. —Señalo el asiento vacío junto a ella con la mano—. ¿Puedo...?

—Sí, claro —me dice a la vez que se remueve para dejarme espacio.

Me fijo en que, sobre la mesa, hay un vaso alto al que solo le quedan un par de dedos en su interior y una rodaja de limón.

—¿Qué deseas beber? Te invito, es lo menos que puedo hacer.

Lisette me mira con suspicacia. La sorpresa debe de haberla puesto algo nerviosa, porque se pasa la punta de la lengua por el reseco carmín de sus labios.

—Un gin-tonic.

Asiento y hago un gesto al camarero, que se acerca al instante. Mira primero a la mujer y luego a mí.

—Un gin-tonic para la señora y un whisky para mí —pido.

Regreso mi atención a Lisette para ofrecerle una nueva sonrisa.

—Siento mucho no habernos conocido en mejores circunstancias. A mi mujer, la hermana de Raül, le hubiese encantado hacerlo. Desde que él se fue está muy triste. Lo quería mucho, ¿sabes? —Creo que es la única maldita verdad que he dicho desde que he puesto los pies en este antro del que estoy deseando salir.

—No sabía que... Quiero decir, Raül y yo... Bueno, no teníamos una relación demasiado... Ya sabes —me dice mientras hace un gesto indeterminado con la cabeza—. Nos veíamos de vez en cuando, echábamos un polvo y hasta la próxima. —Sé que me está mintiendo.

—Pues parece que para él eras más que eso.

El desconcierto en el ajado rostro de la mujer es evidente. Desde cerca, su maquillaje es muy palpable y los signos de la mala vida que lleva han hecho mella en su piel. En ese momento, aparece el camarero y deja ambas consumiciones sobre la mesa. Saco la billetera y pago sin demora. Siento los ojos de la mujer en mí y noto sus dudas.

Tomo el vaso y le doy un sorbo, uno pequeño, pues necesito tener la cabeza despejada. En cambio, ella se bebe casi medio vaso de un tirón, sin respirar, antes de dejarlo de nuevo sobre la sucia superficie de madera y moverse para enfrentarme.

—Mira, para qué decirte otra cosa, tu cuñado no tenía buena opinión de ti.

Bajo la cabeza y finjo una sonrisilla.

—Lo sé. A veces teníamos nuestras... discrepancias. ¡Como en todas las familias! Pero cuando Raül tenía un problema, era a mí a quien acudía para que lo ayudara. —Miro su copa ya vacía y le sonrío—. ¿Quieres otra?

No le doy tiempo a que me responda cuando hago una señal al camarero para que reemplace el vaso vacío de Lisette. Al poco, regresa con un nuevo gin-tonic, del que ella da cuenta como si fuera agua.

Detrás de esa bebida llega una tercera. Solo para ella; yo aún me mantengo con la misma, aunque el whisky ya debe estar aguado. No me importa, no pienso bebérmelo.

Con los ojos algo vidriosos, Lisette me mira.

—¿Sabes? —comienza a decir con la voz un poco pastosa por los efectos del alcohol. No tiene idea de lo mucho que me repugna. Me apunta con el dedo y sonríe, algo que la afea al mostrarme su boca—. Raül me decía que eras un hijo de puta de cuidado y que querías matarlo, pero la verdad es que ahora que te tengo delante tú no tienes pinta de hacer daño a una mosca —me dice mientras algunas palabras se atropellan en sus labios al pronunciarlas.

—¡Por Dios! —exclamo llevándome una mano al pecho—. ¿Cómo podía pensar eso de mí Raül?

Ella apura el último trago antes de asentir con un exagerado gesto de la cabeza.

—Sí, sí. Me dijo que, si algún día aparecía muerto, tú habrías sido el culpable. Tú o tu hija. Eso dijo.

—¿Eso te dijo? —Me hierve la sangre al escuchar que esa hedionda boca se refiere a mi querida hija.

—Eso mismo. Lo juro por lo más sagrado. —Y se lleva el pulgar a la boca para besarlo con un gesto rápido.

—Yo lo quería como a un hermano —miento con descaro. Hasta a mí me sorprende el tono lastimero de mi voz. Bajo la cabeza y niego con aparente tristeza—. Y que acabara así...

Lisette no parece compartir mi ficticio duelo por Raül. Con languidez, levanta el brazo y hace una señal al camarero para que le traiga una nueva copa.

—Ya —afirma—. Esto es lo que pasa cuando no sabes controlarte.

—No me gustaría que siguieras pensando que yo tuve algo que ver.

—Ahora que te conozco, no sé qué pensar.

Le ofrezco una sonrisa esperanzada, más falsa que un euro de hojalata.

—De verdad que, para mí, es importante que me creas. La policía ha venido a casa varias veces para preguntarnos si sabíamos algo sobre las circunstancias de su muerte. Imagina el disgusto de mi esposa, que quería a su hermano con locura.

La mujer arruga los labios. La intervención de la policía en nuestra conversación parece contrariarla.

—¡Lo imagino!

—¿A ti te han visitado? ¿Te han preguntado algo?

Mi pequeño «interrogatorio» la toma por sorpresa. Hace el intento de contestar, pero parece arrepentirse en el último momento. Está nerviosa y se mordisquea el labio inferior de mala manera, tratando de quitarse pellejos con los dientes. Arranca uno y comienza a sangrar. Al darse cuenta, agarra el vaso, lo bebe de un solo trago y deja escapar un largo suspiro antes de dejarlo sobre la mesa. Se pasa la lengua por el labio herido y vuelve a hablar.

—Sí, he hablado con la pasma; no es un delito, ¿no? —Se revuelve como un animal herido. Creo que comienza a entender lo que está pasando y por eso se justifica—. Bueno, Raül no hablaba bien de ti, pero es posible que se equivocara. Igual era el caballo el que hablaba por él. Me estoy dando cuenta ahora de que eres un tío legal.

—Lo soy, te lo puedo asegurar. Para demostrártelo, me gustaría ayudarte de algún modo. Sé de tu pequeño... problema.

Ella me mira con ojos entornados y, finalmente, sus facciones se endurecen.

—¿Mi problema? ¿Te refieres al embarazo de mi hija?

¡Bingo! En el breve informe que me pasó el Argelino antes de entrar al local no especificaba nada del embarazo de su hija, pero mi intuición no me ha fallado. La gentuza como ella siempre tiene problemas, ¡los aman!, y Lisette no ha hecho más que ponérmelo en bandeja.

—Exactamente.

La mujer chasca la lengua y tuerce el gesto.

—La guarra de mi hija no ha podido mantener las piernas cerradas. Ha salido a su madre, y eso que intenté mantenerla alejada de este asqueroso mundillo. Pero no, no ha podido y le han hecho un bombo.

Me muevo en el asiento lo suficiente como para mirarla de frente.

—¿Habéis pensado en...?

—¿Abortar? —Cruza una pierna sobre la otra para apoyarse en la rodilla—. Está de más de veinte semanas. La muy inútil me lo ha ocultado hasta hace poco. Antes tenía solución, pero ahora... —Sus ojillos recalan en mí y yo sé qué está pensando antes de que lo pronuncie—. Tal vez... Me has dicho que éramos como familia, ¿no es cierto?

—Claro.

—¿Nos ayudarías a... deshacernos del problema?

Hago un esfuerzo para que la sonrisa que escondo no se exteriorice.

—Te ayudaré, por supuesto.

—Pero aquí ya no es legal hacerlo —me dice. Y sé que lleva razón, conozco las leyes, pero también sé cómo burlarlas o dónde puedo ir para obtener lo que deseo.

—Hay otras opciones.

—¿De veras? —me pregunta visiblemente intrigada.

—Claro que sí. Déjalo de mi cuenta. La familia está para ayudarse, ¿no es cierto?

De nuevo me muestra ese gesto desdentado que tanto me desagrada. Se lleva la mano al huesudo escote y levanta el rostro hacia el techo.

—¡Ay, qué alegría! Espera que se lo diga a la Trini. No se lo va a creer. Ella no quería hacerse cargo del niño y yo, mucho menos. ¡Con este trabajo mío! —De repente, regresa la mirada a mí y entorna los ojillos—. Pero tengo que pagarte de alguna manera... Soy una puta, lo sé, pero tengo dignidad y soy buena persona, aunque... —Se detiene y me mira con fijeza.

Rezo en secreto para que no piense que me puede corresponder con sus favores. Y de paso, añado una oración extra para que no sea tan tonta como para no darse cuenta de lo que espero de ella.

—Tú dirás qué puedes hacer por mí —digo con frialdad. Creo que se ha acabado la hora de los juegos. Si no entra en razón, tendré que ser mucho más claro y contundente. Y eso no le va a gustar a Lisette.

—Hay un policía... Uno joven y alto, con apellido extranjero y al que le haría un favor sin cobrarle, que ha estado revoloteando por otro local que frecuento cuando no estoy aquí. Me ha hecho preguntas sobre ti...

La alarma suena en mi cabeza. El puto Tugler. Trago saliva, pero me esfuerzo en mostrarme cooperativo.

—Sí, sé quién es. Ha estado investigando la muerte de Raül. Hace su trabajo.

—Lo sé, pero... Ahora me jode haberle contado lo que le he contado, aunque como Raül me dijo aquello...

—No te preocupes, lo comprendo perfectamente. Tú solo repetías lo que alguien te dijo, aunque ese alguien no estuviera en sus cabales.

—Esta semana he quedado con él. Quiere tomarme declaración en comisaría. Le diré... no sé, que lo he pensado mejor y que no estoy segura

de que fueras tú de quien hablaba Raül. Que no quiero declarar. ¡Que estaba colocada cuando hablé con él! ¡Eso es! Me confundí porque estaba colocada.

Con calma, apoyo mi mano sobre la suya y aprieto un poco para dar fuerza a mis siguientes palabras. Necesito que entienda que es importante lo que voy a decirle, aunque mi estómago ya casi no pueda aguantar más.

—No pueden saber que tenemos este trato. Si lo descubren, resultaría imposible mandar a Trini a esa clínica que conozco. Y sé que es cara. No sé si tú...

Ella levanta las manos ante sí y niega con la cabeza una y otra vez.

—¡No, no! ¡Por supuesto que no! Sé cómo manejar a la pasma, tranquilo. En esta profesión he tenido que tratar con ellos más veces de las que me hubiese gustado. Raül no es el primer muerto de mi vida. Y, por desgracia, tampoco será el último.

La seguridad con la que habla me aterra y me sorprende a partes iguales. Muy despacio, me pongo en pie y ella se endereza todo lo que puede.

—Mañana, mi amigo se pondrá en contacto contigo. —Señalo al Argelino, que se acerca a nosotros—. Dadle todo lo que necesite para que os haga el pasaporte.

—¿Pasaporte? Pensé que íbamos a arreglarlo aquí.

—No soy persona de cometer ilegalidades —le digo mientras ya no sonrío por dentro, sino que escucho a mi conciencia reír a carcajadas—. Os vais de viaje. Tomáoslo como unas vacaciones pagadas. Que tú también te mereces un descanso.

Lisette asiente con tanto ímpetu que no sé cómo no se ha hecho daño en el cuello, y veo en su mirada ya no agradecimiento, sino devoción hacia mí.

—¡Claro, claro!

Le tiendo la mano y ella corresponde mi gesto dándome dos babosos besos en las mejillas.

—Gracias.

—A ti, Lisette. Nos vemos pronto.

Me pongo en camino mientras limpio con la manga mi rostro y el Argelino me sigue los pasos.

—¿Cómo ha ido? —susurra muy cerca de mí, para que solo yo pueda escucharlo.

Sin dejar de mirar al frente, continúo la marcha.

—Necesito que le hagas un pasaporte a ella y otro a su hija. Urgente. Y busca dos pasajes para Nueva York para que salgan lo antes posible.

—¿Nueva York?

—La hija de Lisette va a ir a abortar allí.

—¿En serio te vas a hacer cargo de eso? Sabes que después...

Me detengo y lo enfrento con toda la seriedad de la que soy capaz.

—Busca el vuelo... Solo de ida. Lisette y su hija se van a quedar allí una larga temporada. Asegúrate de que no encuentren el camino de regreso.

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