La Musa de Fibonacci

By Isabelavargas_34

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Shannon y Dan forman la pareja perfecta: jóvenes, bellos, exitosos... pero sobre todo, enamorados y apasionad... More

1 SHANNON
2 DAN
4 DAN
5 SHANNON
6 DAN
Capítulo 7 SHANNON
8 AURELIO
9 DAN
10 SHANNON(+21)
11 AURELIO
12 SHANNON
13 DAN
14 SHANNON
15 SHANNON
16 DAN
17 AURELIO
18 SHANNON
19 SHANNON
20 DAN
21 SHANNON
EPÍLOGO

3 SHANNON

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By Isabelavargas_34

Ayer no fue un gran día. El entierro de mi tío Raül me dejó con sentimientos encontrados. Sentí pena por mi madre, por supuesto que sí; verla así de rota, en brazos de mi padre, me ha entristecido mucho. Yo no quiero que ella sufra, pero no puedo evitar pensar que, al fin, mi tío ha conseguido lo que se merecía. Llámalo karma o sentido cósmico de la Justicia, pero obtuvo lo que había sembrado en la vida y acabó cómo tenía que acabar, ni más ni menos.

En realidad, no quiero seguir insistiendo en el tema de su muerte. Bastante daño me hizo mientras estuvo vivo como para que ahora siga ocupando mis pensamientos y manejando mi vida. Adeu.

Además, por suerte, tengo algo mucho más importante en lo que ocupar mi mente. No puedo evitar sonreír cuando pienso en el manuscrito que trajimos a casa Dan y yo porque algo me dice que, de alguna manera, nos va a cambiar la vida. No dejo de dar vueltas a lo que en él se dice; no paro de pensar en que quiero poner en práctica cada punto para que Dan se convierta en ese «macho alfa» que describe ahí; ese hombre capaz de crear una obra de arte perfecta y que yo sea su musa, la que lo inspire para

conseguirlo. Estoy decidida a hacer de él el mejor artista de todos los tiempos y, de la suya, una obra inmortal que perdure en este mundo de inmediatez, de usar y tirar.

Me parece que estos días atrás, Dan se ha sentido observado y no lo culpo porque, en realidad, es eso lo que he estado haciendo. Necesito saber si él es ese hombre que puede asumir el papel de líder, de macho alfa, si será capaz de crear belleza a partir de lo que yo le entregue. No hay nada que desee más que darme a él por entero para que componga la obra perfecta; la obra que todos admiren y envidien a partes iguales. La que cualquier artista querría crear. La que cualquier musa desearía inspirar.

El apartamento está en silencio. Dan ha tenido que salir, pero yo no tenía ganas de acompañarlo. Lo cierto es que prefería quedarme un rato a solas porque, mientras él está aquí, no puedo sacar las hojas del cuadernillo que escondí debajo del colchón y ardo en deseos de saber qué contienen.

Me levanto del sofá y, descalza y en silencio, me dirijo a la habitación. Los rayos del sol de la mañana entran sesgados por la ventana para bañar el dormitorio con una bonita luz dorada que me fascina. Sobre la colcha blanca de la cama parece flotar un arcoíris y, por un instante, siento que me encuentro en un rincón privado del Paraíso.

Desvío mi mirada a la almohada, con un punto de preocupación al pensar que Dan podría haber encontrado las páginas. No quiero que las lea. Tampoco quiero darle explicaciones de por qué están ahí. Pero enseguida

me tranquilizo porque sé que, si las hubiese encontrado, me habría preguntado. O eso quiero creer.

Con calma, disfrutando aún de la espera, rodeo la cama, retiro el edredón que la cubre y levanto el colchón. Respiro tranquila cuando compruebo que siguen ahí, en el mismo lugar en donde yo las dejé.

Las tomo con cuidado, temo que se deshagan con el contacto de mis dedos. No tengo idea de cuántos años han transcurrido desde que este cuadernillo fue escrito, pero hace ya varias décadas, seguro. Me fascina pensar que mi idea de aspirar a ser una musa fue compartida por alguien en el pasado, alguien que perseguía el ideal de belleza que tengo en mi mente y que haría cualquier cosa para lograrlo, tal y como yo estoy decidida a hacer. ¿A cuántas mujeres les habrá cambiado la vida el manuscrito antes que a mí?

Con las hojas en las manos me tumbo en la cama. Tomo aire antes de disponerme a leer. Es como si tuviera que mantener a raya mi alocada cabeza para que se centre en lo que estoy a punto de descubrir.

Paseo los dedos por el rótulo de la primera página. «Solo para la musa alfa», reza. Retengo el aliento. Deseo ser esa musa alfa más que nada en mi vida y voy a poner todo el empeño en que así sea.

Paso la primera página y el susurro me pone la piel de gallina. Siento que me habla, noto que comienza a murmurarme los secretos que parece

esconder. Al igual que el resto de las cuartillas, está escrita con una caligrafía elegante y armoniosa que me invita a leer.

No te hace falta confirmar que posees el poder de ser la musa que tu alfa necesita; simplemente, lo tienes. Debes saber manejarlo con inteligencia y don de palabra para que él piense que es quien lleva las riendas, que sus creaciones salen únicamente de su cabeza y que tú no estás involucrada. Verbaliza tu discurso en el tono y la forma adecuados. Dirígete a él con educación y preocúpate por lo que está haciendo. Escucha con atención cada una de sus palabras y estudia la manera en la que puedas empujarlo a lo más alto.

Lo leo una y otra vez para asimilar lo que dice y, sin querer, mis ojos se van deteniendo en una palabra diferente cada vez. Inteligencia. Creaciones. Discurso... Quiero que cada una de ellas cale hondo en mí. Todo me habla de sabiduría, de ser inteligente para lograr mis objetivos con Dan, de jugar bien mis cartas... Y siento que ese es el camino que he estado buscando. Estas pocas líneas son la mejor guía que podía encontrar para conseguir mi fin: sacar de dentro de Dan todo su potencial y convertirlo en algo grande. Esa es mi meta y voy a conseguirlo. Sé tan bien como que el sol sale cada mañana que me dará su mejor obra; lo mejor y más valioso que guarde dentro de sí.

La idea me excita. Siento cómo mis pezones se endurecen y al rozarse con el algodón de la camiseta reciben una ligera descarga de dolor. Meto la mano debajo del pantalón y me noto mojada. Dan no está, pero no lo necesito para lo que tengo en mente, para empoderarme y ejercer de musa todopoderosa. Las yemas de mis dedos se detienen en mi clítoris, hinchado, imponente, y comienzan a acariciarlo en suaves círculos con toda la ternura del mundo. Me gusto. Soy buena. La mejor. Y como la mejor que soy me merezco ese orgasmo que sé que puedo lograr con apenas unos movimientos más de muñeca.

De repente, el impertinente timbre de mi teléfono móvil detiene mi mano y la excitación parece esfumarse. Salto de la cama y corro hacia el salón, en donde lo he dejado olvidado.

Veo un número desconocido en la pantalla. Tras dudar un instante, pulso el botón.

—¿Hola?

—¿Señorita Merchán? —pregunta una voz masculina.

Entorno los ojos y me muevo hacia la ventana mientras recoloco con la mano libre las tiras de mi tanga. Miro por encima de mi hombro, como si quisiera asegurarme de que la persona que me llama no está en esta misma habitación.

—Sí, soy yo —respondo extrañada.

—Hola. Soy Leo Tugler. No sé si me recuerda.

38

Aprieto los labios antes de contestar. Sé que he escuchado ese nombre hace poco, pero no logro recordar dónde. Ni tampoco a qué rostro pertenece. Solo acierto a entender que es una voz muy varonil que me sacude por dentro sin yo pretenderlo.

Niego con la cabeza antes de contestar.

—No. Lo cierto es que no.

—Nos conocimos ayer, en el cementerio. En el entierro de su tío. De repente, la imagen del hombre que abordó a mi padre después del sepelio me asalta. A mi mente regresa su rostro algo duro, que parece cincelado en mármol, como el de un antiguo dios griego. Su voz, grave, va en total consonancia con su aspecto. Y recuerdo también la solemnidad de su semblante.

—Ah. Sí, sí, claro. Lo recuerdo. Buscaba a mi padre.

—En efecto.

—Espero que pudiera hablar con él...

—Sí, sí —contesta con rapidez—. Pero no la llamo por eso. Sus palabras me hacen fruncir el ceño.

—¿Entonces?

—Me gustaría hablar con usted.

No puedo evitar que me sorprenda. Me giro y paseo la mirada por el salón.

—¿Conmigo? ¿Sobre qué?

—Sobre la muerte de su tío.

Noto como si me hubiese golpeado en el centro del pecho con una bola de demolición. Incluso creo que, si pudiera emitir algún sonido ahora mismo, mi voz me delataría.

Carraspeo un poco y levanto la barbilla, recomponiéndome. —Yo no sé nada de lo que le ocurrió —contesto con ligereza—. Estaba en Londres cuando sucedió.

—Aun así me gustaría hablar con usted —insiste con algo de dureza. Siento que una incómoda sensación de enfado comienza a anidar en mí. Aprieto los labios.

—No entiendo a qué viene todo esto.

Oigo cómo deja escapar el aire por la nariz y el sonido hace que un estremecimiento recorra mi espalda.

—Perdone —dice tan solo unos segundos después—, pero creo que antes no acabé de presentarme. Soy Leo Tugler. Inspector de Policía Leo Tugler.

De repente, noto que me cuesta respirar. «Inspector de Policía», repite una y otra vez mi mente. Miles de alarmas comienzan a sonar en mi cabeza.

—Bien, inspector Tugler —le digo, tratando de parecer despreocupada. Nada más lejos de cómo me siento en realidad—. Haré lo

posible para tratar de verlo, pero no puede ser hoy, lo siento. Si le parece, vuelva a llamarme mañana y concretamos una cita. ¿De acuerdo? —Está bien. La llamaré mañana —me dice con un tono de voz que deja entrever lo molesto que se siente—. Buenas tardes, señorita Merchán. Cuelgo la llamada, suelto el teléfono sobre la mesita de café y dejo caer todo el peso de mi cuerpo en el sofá. Inspector de Policía Leo Tugler. ¡Oh, Dios mío! ¿Para qué querrá hablar conmigo alguien de la Policía? Pero, más importante aún, ¿para qué buscaría este hombre a mi padre ayer, en el entierro?

Me levanto, incapaz de continuar quieta, y camino de nuevo hacia la ventana. No me entretengo en mirar al exterior cuando ya estoy deshaciendo mis pasos hacia el sofá. Repito mi deambular una y otra vez.

Me detengo en seco. No puede pensar que... No, no, es imposible. La Policía no puede creer que yo haya tenido algo que ver en la muerte de Raül. No es que no me hubiese gustado ahogarlo con mis propias manos, si soy por completo sincera, pero la realidad es que no tuve nada que ver. Ni siquiera estaba en el país. Pero... ¿y mi padre? Antes que a mí, lo buscó a él. ¿Qué le preguntó? ¿Qué le contó mi padre? ¿Por qué me aborda a mí ahora?

Oculto el rostro entre las manos. Tengo tantas preguntas en la cabeza y tantos interrogantes dan vueltas en ella que creo que lo mejor es ir a ver a mi padre y preguntarle directamente.

Apenas una hora después de que Leo Tugler me llamó llego a la casa familiar. Aún siento un pequeño nudo en el estómago. No hay nada peor que la incertidumbre porque, cuando conoces los hechos, sabes lo que te espera y lo que puede venir a continuación, pero cuando todo es una gran incógnita... No hay peor sensación que esa. Tengo que encontrar a mi padre cuanto antes para que arroje un poco de luz a todo este asunto.

No me molesto en llamar a la puerta de su despacho. Abro sin más y ahí está, sentado tras su escritorio. Levanta la vista de lo que lo tiene ocupado y, en cuanto me ve, su expresión seria cambia para mostrarme una sonrisa genuina.

—¡Hija!

Me acerco a él y le doy un beso en la mejilla. A menudo, añoro ese olor de su aftershave mezclado con su colonia habitual. Me evoca a mi infancia, a mi casa. Recuerdos de un tiempo en el que no habitaba en mí esta oscuridad que me persigue sin que yo lo desee.

—Hola, papá.

Rodeo el escritorio y me siento al otro lado de la mesa. Mi padre, en lugar de quedarse en su sillón, se coloca en la silla idéntica que hay a mi lado.

—No te esperaba por aquí.

—Lo supongo. ¿Y mamá? —pregunto. Me sabe mal abordar el tema que me ha traído hasta aquí sin antes saber cómo está mi madre. Lo veo girar un poco la cabeza y mirar por la ventana que da al jardín. —Está acostada, descansando —me dice—. Aún no se ha repuesto de... Bueno, ya sabes. Supongo que echa de menos a su hermano pequeño. El tono de voz que mi padre utiliza no me pasa desapercibido. Pretende que sea coloquial y llano, pero hay mucho reproche escondido tras sus palabras. Reproche y algo más que aún no he logrado identificar. Solo con pensar que mi madre echa de menos a ese ser depravado y asqueroso que fue mi tío, ese que abusó de mí siendo una niña... Me hierve la sangre solo de recordarlo y, aunque sé que está mal, doy gracias al Cielo por haberlo hecho desaparecer. ¿Esto me convierte en una mala persona? Pues, tal vez, pero al menos yo ahora puedo vivir tranquila sin esa pesada losa a mis espaldas.

—Lo sé —comento finalmente sin mucho interés.

—Bueno, dime, ¿qué te trae por aquí? —me pregunta muy serio. Creo que se huele que algo está pasando, así que no dilato más el momento. Me muevo un poco en la silla para poder mirarlo a la cara.

—Papá, hoy me ha llamado Leo Tugler.

La expresión de mi padre cambia por completo. Incluso podría afirmar que también su postura ha variado. Lo veo enderezarse en su asiento y

erguirse de hombros. Cualquier entendido en lenguaje corporal podría decir que se ha puesto en alerta. A mí no me hace falta serlo para darme cuenta. —¿Qué quería de ti? —me cuestiona. Su tono de voz también ha cambiado. Se ha hecho más duro, más grave.

—No lo sé —contesto—. Y tú, ¿sabes algo? ¿Para qué quería hablar contigo ayer en el cementerio?

Veo a la perfección que no le gustan mis preguntas, pero también sé que no va a decírmelo. Conozco a mi padre; se está guardando algo, aunque aún no atisbo qué puede ser.

—Está investigando la muerte de Raül —me dice—. Ya sabes, el protocolo habitual.

Tengo muy claro que lo que me cuenta no es todo lo que sabe. Nos miramos por unos segundos. Ninguno de los dos rehúye la mirada del otro. Mi padre y yo somos muy parecidos: orgullosos, pero tenaces. Si hay algo que queremos, vamos a por ello, sin importar lo que dejemos en el proceso. Estoy decidida a enterarme de qué está ocurriendo aquí. —Papá, ¿hay algo que deba conocer?

Él me sostiene la mirada por unos momentos demasiado largos para mi gusto. Es como si su mente estuviese analizando posibles respuestas. —¿Como qué? —dice al fin.

Siento el aire crepitar a nuestro alrededor; una extraña electricidad que nos envuelve. Me encojo de hombros sin dejar de mirarlo, tratando de aparentar despreocupación, pero lo cierto es que estoy aterrada. —No lo sé. Dímelo tú —lo reto.

Ninguno de los dos escabulle la mirada; ninguno de los dos la aparta. Es un duelo de voluntades.

—¿Acaso no confías en mí?

La frase me abofetea y hace que le sonría tímidamente, como cuando era una niña y me regañaba porque me había pillado con las manos metidas en la caja de las galletas.

—Por supuesto que confío en ti, papá.

—Entonces, déjame manejar esto, ¿quieres?

Asiento despacio y acabo bajando la cabeza. Mi mente va a mil por hora. Hay algo que se me escapa y aún no sé qué es. Es una extraña sensación en la boca del estómago. Tras un largo minuto, alzo la vista y le ofrezco una media sonrisa como ofrenda de paz. Lo último que quiero es que nos enfademos.

—Mañana va a volver a llamarme —anuncio.

Mi padre asiente varias veces, pensativo. Su expresión se ha suavizado, puedo apreciarlo a la perfección.

—Bien, pues habla con él. Tú no tienes nada que ocultarle. Me recoloco en el sillón y cruzo una rodilla sobre la otra.

—No imagino qué puede querer de mí.

—Averígualo.

Lo siento como una orden, y es que, en realidad, así es. Tengo que saber qué quiere de mí ese tal Tugler; de mí y de mi padre. —Eso haré, sí —contesto con convencimiento.

Sin añadir nada más, mi padre se levanta. En su cara luce ahora una sonrisa afable, muy alejada del rostro adusto de hace unos minutos. —¿Te quedas a cenar, cielo?

Niego con la cabeza antes de contestarle.

—No, no. Me gustaría, pero tengo trabajo que hacer.

Veo en su mueca algo de contrariedad. La verdad es que, por una parte, me gustaría quedarme y compartir con él un rato, pero, por otra, no tengo ganas de ver a mi madre lamentarse y llorar por alguien que no se merece ni una lágrima ni tampoco que se lo recuerde. Además, tengo mucho en lo que pensar, como por ejemplo cómo enfrentarme a ese misterioso inspector.

—Está bien... En cuanto a ese policía... —me dice como si me estuviera leyendo la mente. A veces, mi padre puede llegar a asustarme. O bien es que soy demasiado transparente—. Ya me contarás qué quiere. ¿Me llamarás?

Asiento sin dudarlo mientras camino hacia la puerta del despacho. —Sí, claro que lo haré, papá.

—De todas maneras, sea lo que sea, ya se ha hecho justicia —murmura a mi espalda.

Desconozco si tenía intención de que yo lo oyera, pero sus palabras hacen que me detenga en seco y me gire.

El semblante de mi padre es serio y siento que, involuntariamente, retengo el aliento. En este preciso instante, tengo la absoluta certeza de que él sabe qué hizo Raül conmigo cuando era una niña, aunque yo nunca haya tenido el valor de contárselo. Su mirada me lo dice sin palabras, con ese entendimiento del que siempre hemos hecho gala, con esa conexión invisible que tenemos. Pero hay algo más; algo que me eriza el vello de la nuca. Entonces aprecio un brillo en sus ojos, esos tan parecidos a los míos; un brillo que me impide ver el fondo de su alma.

La certeza me golpea en el estómago y siento como si un puño de hierro lo aprisionara sin piedad. Sé que, de alguna manera, él está involucrado en la muerte de mi tío. Y entonces capto un matiz, un leve matiz de una de sus frases. «Tú» no tienes nada que ocultarle. Quizás él sí. 

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