La Musa de Fibonacci

By Isabelavargas_34

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Shannon y Dan forman la pareja perfecta: jóvenes, bellos, exitosos... pero sobre todo, enamorados y apasionad... More

1 SHANNON
3 SHANNON
4 DAN
5 SHANNON
6 DAN
Capítulo 7 SHANNON
8 AURELIO
9 DAN
10 SHANNON(+21)
11 AURELIO
12 SHANNON
13 DAN
14 SHANNON
15 SHANNON
16 DAN
17 AURELIO
18 SHANNON
19 SHANNON
20 DAN
21 SHANNON
EPÍLOGO

2 DAN

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By Isabelavargas_34

Odio tener que asistir a lugares solo por obligación. Y, más aún, cuando se trata de un entierro. Me deprimen. Además, siento que la mayoría de las personas que están ahí lo hacen por quedar bien. Pero, en esta ocasión, no me planteo escabullirme porque se trata del funeral del tío de Shannon y sé que es un momento en el que debo estar con ella, a su lado, y ofrecerle todo el apoyo que necesita. Además, va a acudir Rebeca, mi hermana, que ha decidido irse a vivir con una amiga y ya no está en casa, con nosotros.

Tan solo una vez coincidí con Raül, el tío de Shannon. Fue en una fiesta familiar y, la verdad, no me causó una buena primera impresión. Era el hermano pequeño de la madre de Shannon y sé que esta lo protegía demasiado, tanto que esa sobreprotección lo convirtió en la persona que era; un hombre esclavo de la droga y otros vicios que, finalmente, acabaron con él.

Después de aquel primer encuentro en su casa familiar para celebrar el cumpleaños de Shannon, pasó lo que pasó. Shannon acabó desquiciada, queriendo romper conmigo, arañando su vientre hasta hacerlo sangrar, para terminar vomitando las palabras que habían anidado en su pecho durante años como veneno ponzoñoso que por fin sacaba fuera. Las dejó fluir,

marchar, como si juntas conformaran una viscosa serpiente que se alejaba de nosotros.

Shannon asiste al sepelio para no desagradar a su madre. Carolina está muy afectada por cómo encontró la muerte su querido hermano; ha debido de ser un trago duro para ella saber que lo hallaron sin vida, olvidado como un montón de basura en un edificio abandonado, lugar de reunión y hogar de yonquis y demás gentuza. Una sobredosis, ese ha sido el dictamen al que ha llegado el médico forense después de semanas sin entregar el cuerpo a la familia. No, no debe de haber sido sencillo de digerir para Carolina el que haya acabado de esa forma.

Todavía recuerdo la manera en que Shannon recibió la noticia de la muerte de Raül, hace algunas semanas. Estábamos en Londres, inaugurando la exposición que habíamos organizado con los dibujos de las miradas, a la que dimos el nombre de Pequeño búho. Fue su padre, Aurelio, el que la llamó para decirle que lo habían encontrado muerto. No tengo una memoria clara de ese preciso instante, se difumina en mi mente como niebla, pero no puedo olvidar que lo que vi en su rostro no fue tristeza, sino un gesto de alivio. Sí, alivio, como si le hubiesen quitado una losa invisible que llevaba sobre los hombros y que le impedía levantar la cabeza; como si por fin pudiera comenzar a mirar al mundo de frente, sin miedo. Su abusador había muerto. La persona que más dolor le había causado en el

mundo había desaparecido, con lo que eso conllevaba para ella. Adiós al miedo. Al asco. Al nuevo dolor renovado en cada visita.

Tras cortar la comunicación con su padre le pregunté si estaba bien. Me dijo que sí; pero todavía sigo sin creerle. No podía leer la expresión que mostraba su rostro; fue como si se hubiera replegado en sí misma. Se alejó de mí y se internó en el viejo almacén en donde guardamos por un tiempo los cuadros que exhibíamos. Y allí la encontré, en la penumbra, perdida en sus propios pensamientos. Cuando volví a preguntarle si estaba bien, recibí la misma respuesta. Ya no lo hice más porque pude entender a la perfección su necesidad de recolocarse; de desencajar y volver a encajar las piezas del rompecabezas que era su cabeza, que eran sus recuerdos. De poner cada cosa en su sitio para volver a salir a un mundo en el que había desaparecido su principal amenaza. ¿Cómo se aprende a vivir sin miedo, en libertad?

Como consecuencia de esa catarsis que estaba viviendo, de alguna manera surgió una nueva Shannon, más libre, más desinhibida, más entregada. Lo que ocurrió en aquel destartalado almacén fue tan especial, tan único que aún hoy, después de las semanas que han transcurrido, mi piel se eriza al rememorarlo. Fue un acto lleno de amor, de entrega, diría que de magia... Apenas nos tocamos. Apenas nos rozamos lo imprescindible. Hicimos el amor, sí, pero nuestros ojos mantuvieron un diálogo mucho más intenso que el de nuestros cuerpos. Un breve puñado de

caricias fue suficiente para que se entregara; había acabado de entrar en ella cuando el primer orgasmo la asaltó, y cuando planteé la posibilidad de hundirme de nuevo, me ofreció ese lugar hasta entonces prohibido, oscuro, estrecho, que exploramos juntos para descubrir que también se trataba de una cueva de sensaciones y placeres que había que visitar de cuando en cuando.

Recordarlo hace que se me ponga dura y no es este el momento para andar con un calentón que no voy a poder resolver de la manera en que me gustaría. Antes de ese día nunca habíamos intentado tener sexo anal, pero fue tan natural, tan imprevisto y a la vez tan maravilloso que nuestros cuerpos hablaron por sí mismos y se dieron por completo el uno al otro sin negarse nada.

No hemos vuelto a hacerlo y tengo que admitir que anoche me costó la vida no follarla por su entrada trasera y darle todo ese placer que ahora sé que soy capaz de arrancar de sus entrañas. Cuando cambió de postura y se colocó de rodillas frente a mí, mostrándome su glorioso culo... Tuve que contenerme y, simplemente, lo dejé pasar para un momento mejor.

En cierta manera, y aunque el sexo siempre es fabuloso con Shannon, ayer la noté algo... ¿ausente? No, tal vez no sea esa la palabra. Era como si, en lugar de estar pendiente de mí, hubiese estado atenta a algo más, desconcentrada. Fue tan solo un par de instantes, una intuición; la extraña sensación de que una tercera entidad estaba en la habitación con nosotros,

flotando en el aire, quizás mirándonos desde un rincón, convirtiéndose en un voyeur no invitado a la fiesta, y cuya presencia transformaba el oxígeno que respirábamos para volverlo un poco más sólido, como si pesara. No sé si estoy siendo capaz de explicarme; puede que me esté volviendo loco.

Luego, después de una reconfortante ducha común, regresó a la habitación, donde la encontré tumbada en la cama mientras le echaba un vistazo al diario que habíamos encontrado en la librería de Francisco. Es un manuscrito algo raro, pero pude ver la fascinación inmediata que Shannon sintió por él. Yo también, por supuesto. La palabra musa captó toda mi atención desde el primer momento.

Casi me daba miedo tocar las páginas. Estaban amarillentas y temía que pudieran desintegrarse con el roce de nuestros dedos. Pero Shannon parecía tan decidida que no me atreví a advertírselo.

El manuscrito, El Santo Grial de la musa sapiosexual, parece una guía, una especie de manual de instrucciones para que una mujer se convierta en una musa. Pensar en Shannon como una de ellas me altera la sangre; convertirla en el centro de mi inspiración, en el origen y el fin de mis obras, es una idea que me atrae, pero que no sé cómo llevar a cabo porque ella no merece cualquier cosa, cualquier obra, sino la más sublime que jamás haya sido creada por hombre alguno.

Sé que me ama, eso no lo pongo en duda, pero me gustaría traspasar esas murallas que, a veces, siento que se levantan entre nosotros. Es verdad

que solo aparecen en contadas ocasiones, pero la quiero para mí a todas horas y en todo momento y lugar. Ayer mismo podría haberla poseído de esa manera tan íntima que no me atreví a consumar. No creo que haya mayor acto de sumisión para una mujer, y de mayor posesión por parte de un hombre, que tomarla desde atrás; cuando la confianza de uno en el otro es plena y necesaria.

Lo sé, soy un egoísta cuando se trata de Shannon, sí. Lo quiero todo de ella, incluso esa faceta oscura que sé que guarda solo para sí misma, y ahora comienzo a soñarla entregada a mí de un modo mucho más profundo: viviendo para mi inspiración.

—¿Vas a tardar mucho en acabar de vestirte? —oigo preguntar a Shannon mientras aparece detrás de mí.

Doy un pequeño salto. Estaba tan inmerso en mis pensamientos que no me he dado cuenta de que llevo un rato detenido delante del espejo. Le brindo una sonrisa algo forzada y niego con la cabeza.

—No, no. Ya casi estoy.

Shannon me ofrece una larga mirada de arriba abajo, como si fuera un espécimen al que hay que estudiar, y la remata con una sonrisa que noto algo forzada. La verdad es que, desde ayer, me siento así, observado y analizado, como si estuviese evaluando todo lo que hago y digo. Estoy un poco confuso.

¿No tendrá algo que ver con ese primer punto que los dos leímos en el manual de la musa alfa?

El párrafo regresa a mí casi como una bofetada.

Estudiar detenidamente a tu macho alfa. Y decidir si es un buen candidato para trabajarlo a través de la creación.

¿Será eso lo que está haciendo Shannon? ¿Estudiándome? ¿Analizando si soy un buen macho alfa? Como sea, yo quiero que Shannon me reconozca como tal; como el suyo. No hay otro título que desee más en este mundo. Lo quiero ser todo para ella; el mundo en el que habita, el aire que respira, la cama que la cobija... La quiero a mi lado en todo momento y los segundos que pasamos separados se me hacen eternos.

Me desperté a medianoche y ahí se encontraba, junto a mí, dormida. Estaba preciosa. Me encanta verla dormir; observarla cuando está relajada y nada altera los rasgos de su semblante. No he dejado de darle vueltas al asunto del manuscrito, a ese primer punto que leímos juntos, y tengo que admitir que tengo miedo; miedo de no ser ese «macho alfa» que Shannon se merece y desea. Miedo de no estar a su altura porque tengo muy claro que, aunque sean mis obras las que el público alaba y admira, detrás de todas está Shannon. Ella es la que hace que me esfuerce para ser mejor cada día.

¿Y si un día desaparece de mi vida y con ella se lleva mi inspiración? Sé que aún no he creado mi gran obra, esa por la que seré recordado, la que me llevará de la mano al Olimpo de la inmortalidad, la que será estudiada, observada y adorada por generaciones venideras... Nada sería igual sin Shannon y si algo tengo muy claro, es que daría todo lo que poseo y todo lo que soy por convertirme en esa persona que ella necesita. Le daría mi alma, si fuese necesario.

La miro por el rabillo del ojo. Está acabando de arreglarse para marcharnos. Hay una expresión en su rostro que no soy capaz de definir. ¿Tristeza? Puede ser. ¿Rabia? También es posible. Pero por mucho que la observo, no consigo descifrarla. En algunos aspectos Shannon es como un precioso rompecabezas que debo resolver. Y sé que lo haré. Estoy tan seguro de eso como de que cada día amanece.

Llegamos después de que el coche fúnebre entró en el camposanto, ubicado a las afueras. Es bonito, si ese término se puede utilizar para un lugar en donde la muerte es la protagonista. Está rodeado de jardines y árboles de copas frondosas que ofrecen una agradable sombra a quien quiera detenerse debajo de ellos. Sobre tanto verdor el cielo, sin una sola nube, parece un lienzo azul preparado para que se dibuje sobre él. Demasiado hermoso para ser el escenario de un entierro.

El vehículo que porta el féretro se detiene delante del edificio central del extenso cementerio. Tras este llega el coche en el que viajan los padres de Shannon, que se para justo detrás, ante la pequeña capilla en cuyo interior se va a celebrar el breve responso antes de dar sepultura al cuerpo de Raül.

Shannon toma mi mano y yo agarro la suya con fuerza para acercarnos hacia donde están congregados los asistentes, pero ella se lo toma con calma. Camina despacio a mi lado, como si no quisiera llegar nunca. No la culpo ni tampoco intento que se dé prisa. Me adapto a sus deseos. Si en esta ocasión no llegamos a escuchar las palabras del sacerdote, con las que recordará la excelente persona que nos ha dejado y pedirá a Dios que le haga un lugar en el mundo de los justos, yo no soy quién para recriminárselo.

Pasan los minutos y nos mantenemos en silencio, parados en el jardín. Shannon no parece estar para compartir charlas. Hasta mis oídos llegan los sonidos que envuelven el camposanto. Algún llanto, diálogos susurrados, pies que se arrastran en un caminar lento. El alegre canto de los pájaros que anidan en las altas copas de los árboles que pueblan el lugar pone la nota discordante a tanta melancolía.

Cuando termina el responso salen los asistentes de la pequeña capilla y los trabajadores del cementerio sacan el féretro para trasladarlo a la que será su morada final. Los padres de Shannon son los primeros en seguirlos

y todos caminamos detrás. Carolina parece derrumbada; está desecha en lágrimas y se apoya en su marido. En cambio, Aurelio es la imagen de la seriedad y la entereza. Sujeta a su mujer con cariño mientras le acaricia la mano y la abraza para infundirle ánimos.

En más de una ocasión, y desde la distancia, el hombre ha intercambiado alguna que otra mirada con su hija. Y cuando lo ha hecho, esa expresión comprensiva que mantiene hacia su mujer se ha convertido en otra bien distinta. Como de complicidad. El ambiente que se respira es de tristeza, sí, pero no por parte de Aurelio ni de Shannon. Es eso lo que noto en sus semblantes: la falta de tristeza, de pérdida; me atrevería a decir que lo que aprecio es un punto de satisfacción, de alivio, algo que padre e hija parecen compartir; como si se entendieran con una simple mirada.

Nos detenemos ante uno de los bloques de nichos que hay en el cementerio. Han elegido una cavidad situada en la fila más alta. Estoy seguro de que ha sido iniciativa de Aurelio, que no ha querido gastarse un euro más de lo necesario para dar una sepultura más accesible a su cuñado.

Los sepultureros han colocado el ataúd sobre una plataforma elevadora y todos nos ubicamos alrededor, con el sacerdote y su letanía en la cabecera. Sostengo a Shannon por los hombros y ella se mantiene pegada a mí mientras rodea mi cintura con su brazo. El capellán rompe el sepulcral silencio; levantando el hisopo que sostiene en una mano, lo agita frente al féretro un par de veces.

—Acoge, Padre, el cuerpo de tu siervo Raül, que ya descansa en paz a tu lado...

—Bendita paz la que nos deja —oigo mascullar a Shannon a mi lado, muy bajito.

No sé si lo he imaginado. Pero, cuando pocos segundos después giro el rostro hacia ella, la encuentro mirando fijamente cómo los operarios elevan la plataforma y, con maña, empujan hacia el interior del nicho la caja de pino. Shannon mantiene los labios apretados y la vista clavada en la lápida provisional que colocan y que sella el estrecho hueco.

—Se acabó. Al fin —dice en un tono cortante, casi duro.

—¿Estás bien, cielo?

Ella vuelve la cabeza hacia mí y me dedica una sonrisa amplia que está muy alejada de su expresión de hace unos instantes.

Sacude la cabeza de manera afirmativa.

—Sí. Ya sí.

Los asistentes comienzan a dispersarse y veo a Aurelio acercarse hasta donde estamos. Ha dejado a su mujer a cargo de una persona a la que no conozco, para que la acompañe hasta la salida.

Cuando llega a nosotros, besa a Shannon en la mejilla.

—¿Cómo estás, hija?

Me da la impresión de que esa frase encierra más que unas simples palabras de saludo. Ellos se miran como si estuviesen en medio de una conversación muda, de la cual no soy partícipe.

—Bien, papá —contesta ella asintiendo con un único cabeceo. Aurelio fija los ojos en mí.

—La estarás cuidando como se merece, ¿verdad? —comenta en un tono algo duro que me sacude.

Casi ni me atrevo a hablar. Muevo la cabeza de arriba abajo. —Claro.

—Ella se merece todo, muchacho. Recuérdalo.

En eso no puedo estar más de acuerdo con él, así que le doy la razón con un nuevo movimiento de la cabeza.

—Lo sé.

Un carraspeo nos sorprende a los tres. Tras Aurelio aparece un hombre alto, bastante más que yo, con semblante serio. Lo he visto durante el entierro en un rincón, solo y sin hablar con nadie. Viste de manera formal, con unos pantalones de lino azul, camisa beige y una cazadora liviana de color oscuro. Nos mira a Shannon y a mí antes de que sus ojos se posen en Aurelio.

—Hola, buenos días. ¿Aurelio Merchán?

El padre de Shannon se gira hacia él.

—Sí, en efecto —contesta con solemnidad—. ¿Y usted es...?

—Me llamo Leo Tugler. —Le tiende la mano a modo de presentación, gesto que Aurelio acepta con algo de incomodidad—. ¿Podríamos hablar un momento en privado, por favor?

Veo la indecisión en el rostro del padre de Shannon, momento que este parece aprovechar para estudiar al recién llegado. Yo hago lo mismo. Tugler tiene un aire de autosuficiencia, de hombre que sabe lo que se trae entre manos, que me hace chirriar los dientes.

—Sí, sí. Por supuesto. Lo acompaño.

El recién llegado se aparta un paso y, con un gesto amplio del brazo, invita a Aurelio a que pase delante de él. Juntos se alejan en dirección al edificio en donde se encuentran las oficinas del camposanto. —¿Quién es? —me pregunta Shannon.

Me encojo de hombros.

—No lo sé. ¿Alguien que quiera dar el pésame a tu padre, tal vez? Ella niega de manera categórica.

—No. No lo conozco. No me suena de nada.

—Pues será algún responsable del cementerio, que necesita que vaya a arreglar los papeles del entierro.

Shannon vuelve a menear la cabeza con la mirada fija en las dos figuras que aún se pueden ver a lo lejos.

—No. No.

Me giro y me paro delante de ella. Shannon levanta la mirada y clava sus ojos en mí. Le tomo el rostro entre las manos.

—Tus mejillas están heladas. ¿Tienes frío?

—Un poco.

—Venga, vámonos a casa —la conmino.

—Pero ¿y mi padre?

—Él sabe cuidarse solo, cielo.

Shannon aprieta los labios, en un claro indicio de que su cerebro está trabajando.

—Lo sé, pero... no sé, estoy preocupada. Tengo un mal presentimiento.

Muevo apenas la cabeza y miro sobre mi hombro.

—¿Por el hombre que acaba de aparecer?

Ella asiente categórica.

—Sí.

—Si es algo importante, tu padre te lo contará.

Shannon deja escapar un largo suspiro.

—Eso espero.

—Venga. Volvamos a casa. Compraremos algo de comida de camino. Y, cuando lleguemos, echaremos otro vistazo al manuscrito. ¿Qué te parece?

Veo cómo se le iluminan los ojos y asiente sin dudar. Musa o no, sé lo que Shannon necesita en este momento: piel, contacto humano, amor. Y yo estoy más que dispuesto a entregárselos. 

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