DESFASE

By TSYURK

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Selene Bicker ha muerto persiguiendo a un posible asesino serial. La detective de crímenes y asesinatos reneg... More

UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDÓS
VEINTITRÉS
VEINTICUATRO
VEINTICINCO

SIETE

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By TSYURK

Selene Bicker
La antigüedad no es tan mala.

Meria llega jalando del caballo, su rostro se encuentra sonrojado por la fuerza usada al jalar del obstinado animal. Nuestras miradas se encuentran, sus ojos me observan con reproche mientras muerdo la parte interior de la mejilla con irritación. Un suspiro se escapa de sus labios y sus ojos siguen el bullicio de la herbolaria, una sonrisa cargada de orgullo se desliza en sus labios al ver al niño con vida y escuchar las alabanzas que recibo.

—Parece que todo salió bien—murmura echando un mechón de cabello castaño hacia atrás, gotas de sudor se deslizan por la frente y ella las limpias con un pañuelo beis.

—Si—susurro sin mucho ánimo.

— ¿A qué se debe esa actitud, señorita? —inquiere Meria con suspicacia, notando que algo va mal. Niego acercándome al caballo, el cual agacha la cabeza recibiendo dócilmente mis caricias. —Por los dioses.

Exclama con cansancio al saber que la he ignorado; avanzo por el sendero del pueblo, detallando con atención cada una de las pequeñas y coquetas cabañas de madera quemada. Las casas son todas iguales, con diminutos detalles, los cuales hacen diferencia una de las otras; pero son cosas insignificantes, las cuales pasarían desapercibidas ante el ojo de un extraño. A los lejos, más allá de las enanas copas de los árboles, puedo apreciar un sutil humo, acompañado por el tintineante sonido del metal al ser trabajado.

Acorto la distancia hacia el sonido del metal, me siento atraída hacia el cómo las abejas al polen. El sendero se hace cada vez más amplio a medida que avanzamos, el piso está rellenado con piedras comprimidas, las cuales le otorgan una superficie casi lisa y uniforme. Calles coloniales, las cuales han desaparecido en las ciudades del futuro.

— ¿Señorita, hacia dónde va? —escucho la voz jadeante de Meria, detengo el paso dándome cuenta de que estoy corriendo hacia el sonido.

Escucho los pasos de Meria acercarse rápidamente, cuando su mano se apoya en mi brazo vuelvo a emprender camino, pero esta vez lento y pausado, dejando que ella pueda seguirme con facilidad. Jalo la capucha de la capa, escondiendo lo mejor que puedo los rasgos finos y delicados de mi rostro, ocultando que soy una mujer en ropa de hombre, pero cada vez que Meria me dice señorita el disfraz puede caer.

—No soy tu señorita en este momento, Meria—anuncio por segunda vez en este día. Meria farfulla palabras, las cuales no comprendo.

—Deberíamos volver ya, prometió no interactuar con nadie y terminó salvándole la vida a un niño.

— ¿Hubieras preferido que le dejara morir? ¿Qué mi gente sufra cuando puedo ayudarles? —preguntó con un deje de ira en mi voz. Las personas poderosas siempre miran sobre el hombro, se escabullen como ratas al escuchar el primer indicio de un problema.

Meria se detiene, casi ofendida por la pregunta. Pero no puedo retractarme en ninguna de mis palabras, no puedo cambiar algo que realmente pensaba y quería decir. El sonido del metal se detiene, el ruido cesa y mis ojos se fijan en la entrada de paredes de piedra. El tintineo de pisadas y piezas moviéndose proviene desde adentro de esta cabaña algo primitiva. Un calor abrazado envuelve cada extremidad de mi cuerpo, deteniendo el avance hacia adentro de la cueva.

Los herreros se asoman, desviando la mirada hacia nosotros, esos ojos cargados de cansancio y dureza nos recorren durante cortos segundos de pies a cabeza. Las miras perduran más tiempo sobre Meria, logrando que esta busque refugio detrás de mí.

—No, no hubiera preferido que lo dejara a su suerte—murmura la voz suave de Meria. Avanzó hacia la herrería viendo cada detalla con lentitud. Memorizando cada objeto del interior.

La mirada cae sobre las decenas de espadas apostilladas en la pared, una encima de otra y algunas colgando. Espadas, puñales, arcos, navajas y otras más. Un juego de Sai, un arma típica de Japón; me llama la atención, posee tres picos, dos cortos y uno alargado, pero a diferencia de la tradicional arma japonesa, está hoja larga tiene filo en ambas partes. El brillo del metal demuestra cuanto esmero han puesto en esa pieza.

El diseño intricado de la empuñadura recubierta en una capa de madera, es especial y elegante, casi como si estuviera contando alguna historia.

—No le recomendaría tomar esa pieza—la voz ronca y grave de un hombre me detiene, mis dedos quedan a centímetros del mango del Sai. La punta de los dedos pica ante la necesidad de tocar el metal.

Desvío la mirada hacia el hombre alto, casi de un metro noventa; piel morena, llena de carbón y suciedad, ojos negros como dos pozos; y cabello canoso. Espero que continúe la frase, pero solo son esas palabras tiradas al aire, acompañadas de una mirada evaluativa. Ignoro la sugerencia enrollando los dedos en el mango del Sai, sujetándolo con fuerza y firmeza.

—Están malditos—completa con el ceño fruncido.

—No creo en los objetos malditos—anunció tomando el otro Sai. Son unos gemelos algo curiosos, el peso es igual, pero uno de ellos es difícil de sujetar.

—Debería creer—ignoro el comentario, batiendo el juego de dagas en el aire. Dando cortes cortos y rapidos, como si estuviera apuñalado a un enemigo.

—La credulidad es para los que tiene miedo, y yo no le temo a nada.

El herrero ríe a carcajada, deslizando una mano por su frente, manchándola con hollín. Este país no es como ninguno de la actualidad, el futuro. Las personas de este reino creen en dioses, criaturas mitológicas y maldiciones; leyendas las cuales no pasan más allá de la literatura de donde provengo. Aunque no me he tomado el tiempo de investigar a profundidad cada una de las creencias de este reino, su pasado y trayectoria. Las leyendas no dejan de ser fantasías, en el pasado, presente o futuro.

—Es usted muy curioso señor—murmura el herrero señalando el resto de armas que tienen catalogados como malditas.

Extensa variedad de metales curtidos y tallados se abre ante mis ojos, diseño intricados y con filo doble. Objetos los cuales son difícil de manejar, sin ser un peligro para el usuario. Armas de todas partes del mundo.

Cada una de las armas denominadas malditas, tienen esa característica. Pueden herir tanto al enemigo, como a su usuario. Un arma de doble filo.

—Lo quiero—aseguró al notar el atardecer. Y la intranquilidad de Meria— ¿Cuánto sería? —inquiero sujetando la bolsa de cuero.

—Puede llevársela, señor, es un regalo. Vuelva a comprarme algún otro objeto maldito dentro de un mes, si continuo vivo.

—Seguiré con vida, vendré por otro de su colección maldita—farfullo aceptando el reto, ambos sonreímos estrechando nuestras manos. Un gesto cordial, el cual ha sellado un pacto.

No hay nada glorioso o significativo en lo que hemos hecho.

No creo en los objetos malditos, las profecías, o los dioses. No creo en nada lo cual no pueda explicar. La magia no existe, no importa cuántas veces al día las personas recen a sus dioses y clamen por algún milagro; no hay nadie que posea un poder divino el cual cumpla los deseos de cada persona. Meria se da cuenta de la mirada que surca mis ojos, su mano envuelve mi muñeca sacándome fuera de la herrería, la expresión que me dirige me indica que no vuelva a caer en esa discusión. Suspiro echando atrás los recuerdos, no es necesario volver hablar sobre un tema, el cual se ha dado decenas de vueltas.

—Vamos, Selene—pide caminando hacia el caballo. El semental negro relincha alzando las patas delanteras, asustando a Meria.

—Su, tranquilo muchacho—murmuro sobando el lomo del animal, dándole palmaditas, las cuales relajan la tensión que permanece en su cuerpo.

Emprendemos el camino de vuelta a la mansión en silencio, el sol ha caído y los tonos rojos y violetas cruzan el cielo, dando la ilusión de haber sido pintando por la mano de un hombre; el cual ha derramado accidentalmente diversas pinturas sobre el óleo. Tomo una respiración profunda, llenando los pulmones con el aire; retengo el oxígeno en ellos sin permitir que salga o entre más. Corto el paso del oxigeno provocando un ardor intenso en los pulmones y el centro del pecho, el cual se va extendiendo hasta la garganta y la punta de la lengua. El cuerpo clama por un poco de aire.

Rememoro todo lo sucedido en las últimas horas, desde el cuerpo del niño cayendo al piso con la garganta cerrada, el encuentro con el duque; la dureza, oscuridad e indiferencia que envolvía su porte. Mis manos apoyadas en su pecho, sintiendo como su corazón subía y bajaba con una tranquilidad, la cual no esperaba. Pero lo que me alegra de todos los eventos del día, es haberle salvado la vida aquel niño, el saber que todos los conocimientos obteniendo las últimas semanas han servido para algo. El descubrir que salvar una vida provoca las mismas emociones que en el futuro, el sentir esa euforia cuando he hecho algo bueno. La culpa desapareciendo poco a poco, volviéndose apacible.

—Llegamos, señorita—susurra la voz de Meria, al ver la entrada de la mansión. Desvió la mirada alrededor del jardín, buscando a cada individuo, el cual anda rondando por el lugar. El jardín se encuentra demasiado deshabitado para apenas estar cayendo la noche.

—Andando—susurro agitando las riendas del caballo, causando que este galope con todas sus fuerzas cruzando la mitad del jardín con un solo galopeo. Las patas del animal empujan contra el suelo llevándonos hasta la entrada del establo.

Meria mira cada lado durante pocos segundos, su cabeza gira de un lado a otro imitando el movimiento de un aspersor de agua. Da sutiles toques en mi hombro avisándome cuando ve una sombra acercándose, toca mi hombro derecho o izquierdo dependiendo del punto donde vea al individuo. El caballo relincha con fuerza, un sonido estridente, el cual rompe el silencio del jardín; nos quedamos congeladas rogando a las deidades para que nadie sea atraído por el sonido.

—Entra—mascullo clavando los talones en las costillas del caballo, este vuelve a relinchar entrando al establo.

Salto del lomo, sujetando las riendas con firmeza mientras tiro de ellas guiándolo hacia su corral. El caballo relincha y coloca resistencia en cada paso que avanza, dejando en claro que no quiere volver al establo con los otros caballos. Siseo tirando con más fuerza e irritación de las riendas de cuello, maldiciendo entre dientes cada vez que el caballo relincha o se alza en las patas traseras, espantando a sus demás hermanos. Meria hace un gesto con la mano, el cual no logro comprender del todo, pero al ver la palidez que perturba su rostro y el sonido de unos pasos acercándose, sé que todo se ha venido abajo. Hemos sido descubiertas.

—¿Qué es todo este ruido? —cuestiona una voz masculina en un tono bajo, ronco y cansado. La silueta de un hombre alto y delgado interrumpe el paso de la luz, los rayos restantes del sol remarcan el contorno de su cuerpo y los cabellos oscuros desordenados.

—No pasa nada—susurra Meria en un hilo de voz, alejándose del hombre.

Meria retrocede al mismo tiempo que el hombre avanza, ella cede el espacio permitiendo que el desconocido se acerque a nosotras. Aunque él no vuelve hablar, su respiración es pesada y tosca, como la de un depredador, el cual tiene la punta de las garras y colmillos a fuera; dando una muda amenaza. Meria sujeta una de mis manos, y ahora el caballo ha decidido entrar al corral, abandonándonos con este hombre desconocido.

—¿Meria? ¿Señorita Anna? —cuestiona el hombre con duda, a medida que la distancia entre nosotros es de unos cuantos pasos. Podemos distinguir los rasgos más comunes del desconocido.

—Sí, somos nosotras—respondo bajando la capucha al saber que Meria no responderá. Los hombros del desconocido se mueven sutilmente, la postura se vuelve un poco más relajada y menos firme. Amenazante.

—¿Qué hacen acá? —inquiere en un tono de voz duro, pero respetuoso. Siempre manteniendo unos toscos modales cuando se refiere a mí.

—¿Quién eres tú para cuestionarme? —devuelvo la pregunta con otra, sin suavizar el tono desafiante o la irritación que me envuelve.

—Jeinx Blac, primer guardia del conde. Su guardián personal, señorita—se anuncia haciendo una reverencia burda. Su cuerpo se inclina con dificultada, sin poder lograr que los movimientos luzcan agraciados, aunque lo intente, y cuando su mirada está fija en el suelo, y los bíceps parecen apuntarnos, me doy cuenta de que no es delgado como creía. — ¿Ahora podría responder mi pregunta, señorita?

—Estábamos viendo a los caballos—murmuro con simpleza, sin ondear más hondo en la respuesta.

—¿Con esa ropa? —inquiere mirándonos de pies a cabeza, sus ojos nos recorren con lentitud deteniéndose unos cuantos segundos en el rostro de Meria. Asiento caminando hacia fuera del establo, llevando a una congelada y tímida Meria de la mano.

—Señorita—grita, ignoro el llamado caminando hacia la entrada de la mansión, ya no sirve de nada escabullirse—Meria—grita aún más fuerte; el nombre de mi sirvienta se repite en sus labios en un tono de voz cargado de emociones las cuales no puedo descifrar. Supongo que hay algo lo cual se me escapa.

Las miradas de algunos sirvientes nos siguen, algunos más osados murmuran en voz baja, casi señalándonos con sus miradas. Meria está perdida en su cabeza, así que cuando llegamos a la puerta de mi habitación, ella se retira susurrando sin fuerza buenas noches. Observo cada uno de los pasos que da en el pasillo, como se va volviendo más pequeña y frágil en la inmensidad de la mansión, entro a la habitación cuando ella ha desaparecido de mi vista.

Evito quedarme mirando por la venta, y perderme entre mis lamentaciones. Al terminar, la nueva nota para el duque la dejo sobre el escritorio de madera, un lugar visible donde Meria pueda notarla y hacerla llegar a su destinatario. Estas cartas, se está convirtiendo en algo lo cual me gusta y entretiene.

"Mi boca puede llegar hacer muy sucia, mi duque, como se ha podido dar cuenta. Nuestro encuentro de esta tarde, me ha confirmado, que usted necesita de mi ayuda; tanto como yo de la suya. Así que le ruego que piense una vez más en mi oferta.

Puedo ofrecerle mucho más que un tónico para la sangre.

Anna Stein"

No pude pegar el ojo en toda la noche, los recuerdos del pasado, los cuales me fastidiaban, han anunciado que es de nuevo ese día. El aniversario de aquel suceso, el cual nunca he podido olvidar. Los recuerdos me perseguirán, aunque muera una y otra vez, parece que los pecadores no merecen conocer que es el descanso. El dormir sin recordar los malos tratos y las veces que fui un verdugo.

La muerte de otro.

Al salir los primeros rayos del sol, mi cuerpo se agita con aquella sensación de saltar fuera de las sábanas y correr en el aire de la madrugada. Repetir una y otra vez una serie de ejercicios, hasta que las extremidades tiemblen y se contraigan por el dolor físico. Siempre he pensado que el dolor se debe acallar con más dolor.

En el pasado llegué a infligirme daño físico, además del psicológico que siempre me acompañaba. No había día donde no decidiera meterme en peleas o cortar la piel; el sentir el dolor calando profundo en mí, me devolvía a la vida. El saber que sentía y no era una decoración más en la ciudad. Pero lo malo vino después. Cuando el dolor se esfumó y las heridas ya no se sentía, pero la sangre seguía corriendo.

Desarrolle una alta tolerancia al dolor, y puedo decir que fue bueno. Lo fue más adelante, cuando salí de las calles para el ejército y después a la policía, como detective. Pero cuando vivía en la calle y el dolor era una escapatoria, no fue agradable dejar de sentirlo.

Me siento en la cama, sujetando la orilla de las sabanas, tirando de ellas hasta mi cintura. Veo como el sol sale, y la inmensa necesidad de salir de la habitación y caminar hasta que el calor pique en la piel, me llama. Así que cuando mi pie toca la alfombra del cuarto y camino hacia delante, en los pasillos, fuera de la mansión. Me encuentro divagando por los senderos del jardín, siendo atraída por el trotar de unos individuos.

Que la gente vea cuán fuerte son los soldados de Stein—cantan unas voces roncas y desalineadas.

Me escondo entre los matorrales viendo a los caballeros del condado trotar cargando la parte superior de una armadura. Dos docenas de hombres trotan bajo la orden de su comandante, un señor canoso de unos cincuenta años, casi la misma edad de mi padre. Los ojos azules cansados vigilan los movimientos de los novatos, y entre gritos los incentiva a seguir corriendo y cantando. Las voces se alzan en gritos disfónicos, cantando promesas de antiguos guerreros.

A la mar se fueron y contra las bestias del mar pelearon—cantan—el dios los miraba desde arriba con disgusto, pero los intrépidos soldados siguieron adelante cortando la cabeza de las serpientes del mar.

Los relatos siguen y después de tres canciones me doy cuenta de que son historia de mi padre, del conde Stein. Las hazañas que narran nunca las había escuchado; en sus bocas el hombre suena como un aventurero o un intrépido guerrero del mar, el cual no le tenía a nada. Un hombre totalmente diferente al herbolario que me enseña de botánica y venenos.

La sangre me hierve de emoción, y por un descuido la mirada azulada del anciano comandante cae sobre mí, sus ojos azules son como dos témpanos de hielos afilados y peligrosos, los cuales buscan derramar su ira en el enemigo. La expresión de seguridad y sin emoción, demuestra los años curtidos en batalla.

—Señorita Anna—murmura el hombre con voz solemne, mis mejillas enrojecen y salgo de los matorrales entre codazo y tropezones, con algunas hojas aferrándose a mi cabello—hace tiempo no la veía por acá.

Esa frase me toma con la guardia baja. No sabía que Anna solía venir a los entrenamientos, ¿acaso tenía un amante? ¿Tengo un amante el cual desconozco? Si ese pensamiento irracional es real, Anna Stein era más que una simple señorita. Analizó la mirada de cada uno de los soldados, desde los que se encuentra sentados al otro lado del área de entrenamiento y los que se encuentran trotando. Ninguno de los soldados me mira como a un amante, algunos mantienen su mirada fija sobre mí, pero no hay nada raro en aquellas miradas.

—Parece que la loca idea de entrenar ha dejado su cabeza—completa el comandante con una sonrisa fraternal. Da unos pasos hacia mí, acortando la distancia que nos separa. Palmea mi hombro con delicadeza y me impulsa hacia adelante a un buen lugar donde ver a los soldados entrenando.

— ¿Entrenar? —inquieto con duda.

—Sí, señorita, parece que ya no le interesa aprender a manejar la espada y el arco—explica el hombre mayor, creo detectar un poco de pena en su mirada o un reto silencioso. Como si hubiera querido que siguiera intentado, el tener una espada en la mano.

—No he abandonado la idea—miento, él jadea con burla y sus ojos azules brillan por primera vez en nuestra pequeña interacción.

Sé manejar dagas, puñales, kunais y cualquier tipo de espada pequeña. Son precisas e igual de letal que cualquier arma. En el pasado siempre me gustaba pelear cuerpo a cuerpo, sentir el bombeo acelerado del corazón y la respiración agitada del contrincante. Lo mejor al terminar el combate era la sensación victoriosa, el ver la expresión de derrota y en algunos casos el quedar con vida.

Las espadas nunca me han interesado, pero en este mundo medieval es mejor aprender a usar varias armas. Y si este hombre me está dando la oportunidad de aprender de sus habilidades, nunca lo dejaría pasar.

—Por dios, señorita, ya me parecía sospechoso que lo dejara pasar—exclama con una sonrisa—pensé que los libros la mantendrían alejada. Parece que el conde, lo tendrá aún más difícil.

—Padre no tiene que preocuparse de nada, ya he estudiado lo suficiente para salvar una vida.

Una mirada de orgullo se desliza en sus ojos azules, aún no logro descifrar quien es este hombre en la vida de Anna, en mi vida. Esa actitud de orgulloso como si hubiera descubrió el mérito de un hijo, al saber que ha dado sus primeros pasos o murmurando la primera palabra. Esa sensación tan familiar como la que desprende el conde. La familiaridad de un padre.

—Ya lo sabía, señorita, una acción muy heroica de su parte. Todo el condado está feliz por las aptitudes de la futura condesa. Pero déjeme decirle que no me agrada como salió de la mansión, vistiéndose igual que un hombre.

Me encojo de hombros, desviando la mirada. Su mirada está sobre mí, pesada, y áspera, pero con un toque de preocupación.

— ¡Señorita! —el grito de Meria rompe el aire, las miradas giran hacia la voz, todas centradas en ella.

El anciano, a quien aún no le he preguntado el nombre, observa a Meria con el ceño fruncido. Meria corre hacia mí, agitando una carta en su mano, el cabello se encuentra desordenado y agitado por la caminata. El pecho de ella sube y baja con fuerza, la tela se sigue agitando, aunque ya ha dejado de correr.

— ¿Estás bien? —pregunto tomando la carta de su mano. Ella asiente y me afana a leer la carta, son dos.

Una de Williams y una de Damián.

No voy a mentir diciendo que mi corazón no se estremeció, porque lo hizo. Soy de carne y hueso, una persona viva, la cual no puede evitar olvidar el último beso del conde. Y Damián... Él es un misterio.

Imagen del Sai arriba.
Nos vemos la otra semana, bye.
Disfruten.

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