Tinieblas

By ingridvherrera

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Reservado, misterioso, exótico..., y lleno de problemas. Kian Gastrell tiene la combinación perfecta para el... More

SINOPSIS Y NOTA DE AUTOR
Capítulo 1: Empezando mal
Capítulo 2: En la boca del lobo
Capítulo 3: Una chica como Olivia Gellar
Capítulo 4: Vengador
Capítulo 5: Advertencia
Capítulo 6: Como un arcoíris
Capítulo 7: Perdiendo la cabeza
Capítulo 8: Por una maldita sonrisa
Capítulo 9: Atentamente, K.
Capítulo 10: Despojado
Capítulo 11: Un lugar seguro
Capítulo 12: El armario
Capítulo 13: Treinta centímetros
Capítulo 15: Miedo
Capítulo 16: Abrazos desesperados
Capítulo 17: Verdades felinas
Capítulo 18: Equipo
Capítulo 19: Westminster
Capítulo 20: A corazón abierto
Capítulo 21: Tensión
Capítulo 22: Tan cerca y tan lejos
Capítulo 23: Sonrisas de despedida
Capítulo 24: Descontrol
Capítulo 25: Confesiones de un corazón roto
Capítulo 26: Volviendo a la realidad
Capítulo 27: A escondidas
Capítulo 28: Los Gellar

Capítulo 14: Inexplicable

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By ingridvherrera


—Gastrell, ahí estás.

La voz del entrenador lo hizo voltear tan pronto como cerró el casillero.

Sebastian Gellar lo tenía fijado con la mirada, y se acercaba a él a paso decidido, cargando una caja de plástico bajo el brazo, en medio del pasillo medio vacío. La campana de salida había sonado hace varios minutos y Kian estaba retrasando el tener que volver a casa, pues no podía tener certeza si Jennifer ya había regresado.

—¿Qué vas a hacer? —Le preguntó el entrenador al detenerse.

—Me voy —respondió Kian, enganchándose la mochila al hombro.

—Perfecto —Sebastian le acercó la caja tan rápido que él la tomó por reflejo—, necesito que me ayudes en algo, y antes de que me digas que no, esto te conviene para limpiar tu expediente —advirtió, apuntándolo con un dedo.

—¿Cargar cajas? —Kian pestañó, mirando el contenido de la que cargaba. Pesaba por todos los documentos que almacenaba hasta el tope.

El entrenador meneó la cabeza.

—No precisamente. Los profesores y el director hablábamos acerca de encomendarte algunas actividades extra de apoyo. Ninguna va a interferir con tus materias o los horarios de clase y van a ser diferentes según lo que necesite cada profesor, pero si cumples con cada uno, estaremos dispuestos a emitir una carta de recomendación por buena conducta y se te considerará un porcentaje del trabajo de clase del año pasado que no hiciste, en el tiempo que no asististe.

Kian lo observó, desconcertado. ¿Era en realidad el entrenador quien le estaba ofreciendo ayuda?

—¿De quién fue la idea? ¿Suya? —preguntó, incapaz de detener su curiosidad.

Sebastian se encogió de hombros, recargando un brazo contra el casillero. Por un momento le pareció mucho más joven mientras metía las manos dentro del pantalón deportivo y desviaba la mirada hacia la ventana.

—A lo mejor, sí, mía al principio —admitió a media voz, evadiéndole la mirada. Luego carraspeó y de súbito volvió a verlo para aclarar—: pero los demás estuvieron de acuerdo y eso es lo que importa.

Kian lo estudió un momento, sin poder evitar pensar en Olivia y la manera tan aguerrida en la que insistió acompañarlo a la enfermería para asegurarse de que se atendiera el corte del brazo. Parecía que ella y su padre se habían puesto de acuerdo para abordarlo de esa forma, aunque lo más probable era que ambos compartían muchos más aspectos de personalidad de los que él podía imaginarse.

—¿Por qué hace esto? —inquirió, sin poder entender en qué podría beneficiarse Sebastian Gellar al ayudarlo. Sobre todo porque esa no era la primera vez.

Al despegarse del casillero y encararlo con seriedad, el entrenador había dejado de parecerle vacilante, recuperando su férrea determinación.

—Porque no puedo dejar que ningún alumno pierda oportunidades del futuro por un desliz del pasado —respondió.

Pero Kian seguía incrédulo. ¿De verdad haría eso por cualquier alumno?

Y como si le estuviera leyendo subtítulos en la cara, Sebastian agregó:

—Y no me mires así, tus ojos gritan todo lo que estás pensando y no, tampoco es caridad, no te vamos a regalar nada. Yo solo te estoy pidiendo que me ayudes a clasificar algunos archivos y tu servicio será ampliamente tomado en cuenta para limpiar tu expediente, entonces, ¿qué dices?

Kian contempló las cimas de documentos apiladas dentro la caja. No es como que fuera a decir que no desde el principio. Habría aceptado aunque el entrenador no hubiera hecho toda esa labor de «convencimiento», incluso si no implicaba que irían a ser indulgentes con su expediente. Y aunque no cabía duda de que eso era atractivo, su razón más poderosa era tener una justificación para no volver a casa aún. Lo viera por donde lo viera, ganaría algo.

Cuando levantó la vista hacia los ojos azules del entrenador, este aguardaba quieto por la respuesta, pero la elevación interrogante en sus cejas delataba que comenzaba a impacientarse.

—Bien, acepto. 

El trabajo era una reverenda locura.

La oficina del entrenador apenas era transitable con la cantidad de cajas de archivo que ocupaban la mayor parte del espacio, y que se apilaban unas sobre otras, incluso sobre el escritorio vacío de la entrenadora Latrice. Todo lo que contenían eran los expedientes deportivos de todos los alumnos..., desde hace diez años. Carpetas y más carpetas con fichas de identificación y fotos de alumnos que probablemente ya eran todos unos adultos.

La misión: Descartar los archivos con más de 10 años de antigüedad y digitalizar los que quedaran.

Con todo el trabajo pendiente y que al parecer al entrenador le tocaba hacer eso solo, no le sorprendía que tuviera el pelo medio revuelto de tanto mesárselo.

—¿Quién ordenó hacer esto? —inquirió Kian, observando desconcertado las cajas.

El entrenador resopló por la boca, y rodando los ojos soltó:

—Callahan.

Se dejó caer sobre su silla. Kian levantó la vista hacia él, sorprendido desde que lo había escuchado resoplar y hacer esos gestos mientras mencionaba al director. Otra vez le parecía demasiado joven para su edad. Como adolescente que se queja de un profesor amargado que encarga mucha tarea y no deja holgazanear en casa. Nunca había visto a ningún otro profesor que en un momento de «aquí entre nos» se mofara del director o hiciera gestos impropios sobre él. Pero enseguida se acordó que si alguien podía hacerlo, incluso frente a Callahan, ese era Sebastian Gellar. Kian había escuchado muchas veces que Sebastian había sido alumno de Callahan cuando este último era el entrenador de Dancey High. James Callahan había visto crecer a Sebastian, y Sebastian había visto envejecer a Callahan. Tal vez el haber pasado tantos años juntos en ese ambiente de escuela les otorgaba ciertos derechos de antigüedad. Solo que el actual entrenador se encontraba en desventaja con todo ese trabajo...

—¿La nueva entrenadora no lo ayuda? —le preguntó Kian, comenzando a sentir algo con lo cual estaba poco familiarizado: pena ajena.

—Eventualmente —respondió, distante, mientras movía frenético el mouse porque se le había congelado el cursor en la pantalla del computador—, pero por ahora la prioridad que se tiene con ella es que se familiarice con los grupos, no que esté metida aquí haciendo trabajo administrativo.

Kian miró la hoja que tenía en la mano. Se trataba de una lista de cotejo que el entrenador le había dado mientras le explicaba todo. En ella aparecía el número de caja, y el tipo de documentos que se supone debía contener. Comenzó a buscar la primera de la lista, moviendo y volteando algunas cajas para mirar el número.

Y así pasaron dos largas horas.

A veces sentado en el piso, a veces sobre una caja, el escritorio o la silla de la entrenadora, Kian cepilló todas las cajas del lugar, estirándose de vez en vez cuando sentía que se acalambraba, y lanzando ocasionales vistazos al entrenador, quien a pesar de que lucía cansado, nunca parecía perder la concentración mientras la pantalla de la computadora le iluminaba el rostro. En ocasiones recargaba la sien o la barbilla sobre una mano, y se mantenía en un silencio tan absoluto que muchas veces Kian olvidaba que ese hombre estaba ahí a pocos metros.

También lo observaba pensando en Olivia. ¿Sabría su padre dónde había estado metida ella con él? Seguramente la respuesta era que no. Por un momento, se imaginó que la verdadera razón por la que el entrenador lo había llamado ahí era para encararlo sobre el día del armario. Pero habían pasado suficiente tiempo sin cruzar palabra, y nada en él sugería que estuviera enterado de que su hijita había estado en una casa hostil, con universitarios borrachos jugando a la botella, y que a ella le había tocado «besarse» en un armario con el tipo de peor reputación en la escuela.

¿Sabría entonces lo de Olivia con Kent?

Kian entornó los ojos, desviando la mirada. El entrenador tampoco daba señales de eso, pero tal vez era esperable que estuviera tan tranquilo. Cualquier padre lo estaría al enterarse que su hija se relacionaba con alguien como Kent Burgess. La antítesis, y una imagen completamente opuesta a lo que Kian proyectaba.

Detestaba que se le estuviera haciendo costumbre pensar en esas cosas, de modo que volvió a concentrarse en su encargo, aunque esta vez deseando poder acabar rápido para salir a despejarse.

Trascurrieron algunos minutos, hasta que se dio cuenta que la lista de cotejo incluía varias cajas que no estaban ahí. Solo hasta que volvió a revisar todo y se convenció de que el error no era suyo, se lo explicó al entrenador, pero este estaba tan concentrado en la computadora que tardó varios segundos en comprender lo que Kian le estaba diciendo, sin embargo al final chasqueó los dedos y lo miró.

—Ah, es verdad. Todo eso me lo llevé a casa. Quería adelantar trabajo allá, pero no me dio tiempo. Por hoy es todo lo que podemos hacer aquí.

Kian sintió que su cuerpo de desinflaba con el profundo suspiro que soltó. Al fin.

Ya iba a recoger sus cosas cuando el entrenador sugirió:

—¿Te importaría acompañarme a casa y terminar de una vez?

Kian se congeló al instante, de espaldas al entrenador, como si su cuerpo comprendiera mucho antes que su mente las implicaciones de lo que acababa de escuchar.

Aceptar eso no solo significaba ir a la casa del entrenador, sino también ir a la casa donde vivía Olivia...

La sola idea lo estremecía con la misma inquietud de imaginarse a un lobo entrando en la madriguera de un conejo. Una invasión en todos los sentidos. Más surrealista que cualquier sueño que pudiera tener, y sin duda, el peor error que pudiera cometer si aceptaba.

La alerta roja volvió a activarse en su mente, alta y clara. En cuestión de milésimas de segundo repasó todas las razones por las que debía responder con alguna excusa para zafarse; tratándose de convencer al mismo tiempo de que no le traería nada bueno desear saber cómo era la intimidad del hogar de Olivia, y si acaso ella estaría ahí...

Kian se dio la vuelta para mirar al entrenador.

Al final no sucedía nada nuevo. Todo lo que tenía que ver con Olivia le salía mal, y con ello en mente, apenas le sorprendió cuando se encontró asintiendo con la cabeza. 

En el aparcamiento, el auto del entrenador era el único que quedaba. Y salvo la notita adhesiva en forma de corazón que el hombre arrancó de la ventana del piloto para metérsela dentro del bolsillo del pantalón, todo en ese auto gritaba «Sebastian Gellar». Se trataba de un Mustang plateado, grande, potente, de líneas deportivas y aspecto agresivo que no era del todo común ver en una ciudad donde abundaban autos más compactos. Quizá ese era el único apropiado para un hombre tan grande y atlético como el entrenador.

Cuando Kian se instaló en el asiento del copiloto, se fijó en que ahí dentro olía casi idéntico a la oficina del entrenador, salvo un rastro de un perfume floral que detectó al ponerse el cinturón de seguridad. Tal vez era el lugar habitual de su esposa, pues además había un lápiz labial olvidado en el portavasos, además de..., una liga de cabello con una pequeña y sonriente flor de plástico como adorno. A juzgar porque cada pétalo tenía un color pastel diferente, sin duda la dueña debía ser Olivia.

Abrumado por la certeza con que llegaba a esas conclusiones, desvió la mirada hacia la ventana mientras escuchaba al entrenador entrar en el auto y encender el motor. Una estación de radio sonaba muy bajo, apenas perceptible, pero Sebastian no hizo nada por apagarla o subir el volumen. Tampoco le ofreció conversación, pero Kian agradeció eso para sus adentros, porque pudo abstraerse en la vista de la ventana mientras sopesaba a cada metro avanzado dónde demonios estaba sentado y hacia dónde se dirigían.

El corazón le latía con fuerza a ratos, mientras que en otros se le estremecía la columna vertebral. Si se detenía a observarse de cerca, podía admitir que se sentía jodidamente nervioso y a esas alturas comenzaba a cuestionarse por qué, otra vez, había tomado una decisión que ahora escapaba de su entendimiento.

De súbito dejó de pensar en ello cuando el auto se frenó en seco. Las llantas chirriaron escandalosamente contra el asfalto y ambos salieron propulsados hacia delante por la inercia. El cinturón de seguridad fue lo único que evitó que se estrellaran contra el parabrisas, manteniéndolos atados al asiento, pero la repentina presión del nylon contra el pecho hizo que se le escapara la respiración del cuerpo.

Tratando de recobrar el aire, Kian se fijó en que habían quedado justo debajo de la luz roja del semáforo, y los transeúntes que cruzaron la calle les lanzaron miradas reprobatorias porque estaban invadiendo las líneas peatonales. Cuando volteó a ver al entrenador, este lucía pasmado, con la vista al frente y los nudillos blancos por la fuerza con la que agarraba el volante.

—Lo siento —murmuró el entrenador, titubeante—, al parecer se está poniendo nublado y..., ya sabes, el tráfico... se atasca cuando llueve.

Kian asintió, desconcertado por la voz y el semblante de Sebastian.

Cuando la luz cambió a verde y retomaron la marcha, volvió a desviar la mirada hacia la ventana. Apenas se daba cuenta de que, en efecto, el cielo se estaba nublando de forma abismal y caía una llovizna, pero no era nada que no se hubiera visto antes.

En cambio, la conducta del entrenador sí que era inusual. Nunca había sido su copiloto antes como para saber si acostumbraba conducir de esa forma tan rápida y temeraria, pisando el acelerador tanto como podía, rebasando autos de forma tan brusca que le valió para obtener protestas de claxon mientras tomaba curvas repentinas. Conducía como el demonio, pero en las ocasiones en que Kian le lanzó un vistazo de soslayo, pudo ver que no paraba de palidecer. Nunca lo había visto tan nervioso; quizá más de lo que él mismo se sentía por dentro al ir a la casa de Olivia. De vez en vez, el entrenador miraba sobre el hombro hacia la parte de atrás como si buscara algo, y por un buen tramo Kian se preguntó si acaso estaba así porque alguien los seguía.

La llovizna comenzaba a arreciar, y ni siquiera las calles mojadas hicieron que Sebastian condujera con más precaución.

Kian no podía deshacer de su interior la sensación de un mal presentimiento. Algo no iba bien, y estuvo a punto de preguntarle si ocurría algo, pero se detuvieron en otro alto y el entrenador sacó su teléfono, tecleando un mensaje con el ceño fruncido por una preocupada concentración.

Cuando volvió a acelerar, entraron en un barrio residencial, y pocos minutos después volvieron a detenerse abruptamente frente a la acera de una casa de dos pisos.

El entrenador se quitó el cinturón de seguridad como si este le quemara la carne, y se volvió hacia él, agitado.

—Kian, baja tú primero y entra, la puerta no tiene seguro.

Kian pestañeó, observándolo confundido. Tenía muchas dudas y al mismo tiempo sentía que había algo más ahí que el entrenador no le estaba diciendo.

Miró sobre el asiento la parte trasera donde habían cargado un par de cajas. Eso era lo único sobre lo que tenía certeza, así que empezó a decir:

—Primero voy a bajar esas cajas y...

—¡No! —exclamó el entrenador, sobresaltado, y con voz contenida agregó—: No te preocupes, yo lo hago.

¿Qué carajos le pasaba?

—¿Se siente bien? —preguntó al fin, incapaz de seguir fingiendo que no se daba cuenta de nada. Tal vez ni siquiera era un buen momento para estar ahí.

—Sí, sí, entra a la casa, por favor.

Al entrenador parecía que le faltaba el aire. Desde luego no se sentía bien, pero resolvió asentir con la cabeza, confundiendo más a Kian. Nada de eso tenía sentido, porque si se encontraba mal o enfermo, lo más lógico era que entrara a su propia casa más pronto que nadie desde hace un buen rato y no estar esperando ahí a que él se bajara y entrara en una casa ajena como si..., como si no quisiera que viera algo.

No muy convencido de lo que estaba haciendo, Kian asintió y comenzó a abrir la puerta. La lluvia se había vuelto torrencial y era tan inclemente que lo empapó tan pronto como se apeó del auto. Incluso parecía una señal que le reafirmaba la mala idea que era haber accedido a ir a esa casa.

A través de la copiosa lluvia pudo distinguir la fachada de ladrillos color arena. A pesar de que ya no podría estar más empapado, se apresuró por el camino de piedra pulida y de un salto sorteó el par de escalinatas hasta llegar al pórtico, donde se topó con la ornamentada puerta principal de madera blanca.

Tras de él una sarta de groserías lo detuvo de llamar a esa puerta, mirando sobre el hombro al entrenador, quien luchaba con su chaqueta para zafarla de donde sea que se le había enganchado el salir del auto.

Con todo lo que había pasado en el camino, no le parecía que el entrenador necesitara más problemas, de modo que resopló, mentalizándose a seguir mojándose mientras ponía marcha hacia él en su auxilio.

Sebastian levantó la vista cuando percibió que se acercaba, y al verlo, su mirada se descolocó.

—¡Kian, entra a la casa, ya, maldita sea!

La impotencia en la voz del entrenador hacía que la orden sonara a ruego, y aunque Kian respingó por la vehemencia, ya estaba suficientemente cerca de él, no valía la pena dar media vuelta. La manga se había atorado en un gancho del asiento, y con la fuerza extra de Kian, bastó con un tirón más para zafarlo.

Todo sucedió tan rápido y su visión se había vuelto tan borrosa por las gotas que le escurrían en los ojos entrecerrados, que no se dio cuenta en qué momento el entrenador había desaparecido de su vista.

Lo encontró corriendo en dirección a la casa y no se le ocurrió otra conclusión a la que pudiera llegar más que el entrenador acababa de volverse loco.

Quizá lo mejor era aprovechar que estaba ahí afuera para dar la media vuelta e irse. Pero Sebastian Gellar no parecía estar bien y al menos se aseguraría de que hubiera alguien en casa que pudiera recibirlo y saber lo que le estaba pasando.

Comenzó a avanzar por el mismo camino empedrado, con los hombros ligeramente encogidos por la lluvia.

El entrenador no tuvo que llamar a la puerta porque esta se abrió desde dentro..., y el corazón de Kian se detuvo al ver a Olivia en el umbral, sorprendida de ver a su padre llegar en esas condiciones. Pero el verdadero pánico se apoderó de ella cuando sus ojos se fijaron en Kian, y los pasos de él se detuvieron en el acto, no por haberla visto, sino porque parecía igual de aterrada que su padre.

¿Qué estaba pasando?

En ese momento, no tenía idea de lo pequeña que quedaba esa pregunta para la magnitud de lo que se desencadenaría después. Por un instante, distinguió que había otra figura detrás de Olivia. Kent Burgess le devolvía la mirada con desdén, pero este pasó a segundo término y Kian apenas fue consciente de su existencia cuando fue sobresaltado por el terror agudo del grito de Olivia.

Su padre acababa de desmayarse enfrente de ella.

O eso es lo que el cerebro de Kian había interpretado al ver al entrenador en el suelo, pero le confundía enormemente al grado de no poder procesar por qué de repente su cuerpo había perdido todo volumen, pues parecía que la ropa que llevaba puesta ahora se limitaba a yacer plana como un charco textil en el suelo.

Instintivamente, Kian entrecerró los ojos para enfocar, dando un paso al frente.

Sebastian Gellar era un hombre corpulento. Era imposible haber quedado así con un simple desmayo, pero pronto comenzó a darse cuenta de otros detalles perturbadores, como que sus zapatos estaban vacíos, sin pies, ni tobillos, ni nada que los conectara con un cuerpo que parecía haber desaparecido..., y tampoco encontraba por ningún lado su cabeza...

Algo no estaba bien.

Algo definitivamente no estaba bien.

Kian no conectaba, pero su cuerpo intentaba rescatarlo al dar un inconsciente paso atrás. En ese instante, notó que había un bulto que se movía y formaba protuberancias bajo la ropa del entrenador. Algo comenzó a emerger ahí donde se suponía que debía estar la cabeza. Algo pequeño, negro y brillante por la humedad. Completamente peludo y con un par de... ¿cuernos? en la cabeza.

No, no eran cuernos. Parecían más como..., orejas. Un..., ¿un gato?

Las rodillas de Kian ya no respondían. Comenzaron a fallar y al dar otro paso hacia atrás sufrió un falso que lo hizo perder el equilibrio y la fuerza para mantenerse de pie. Terminó sentado en el suelo, en medio de un charco, con las gotas de lluvia chisporroteando a su alrededor como aceite hirviendo en un sartén.

A pesar de que su respiración era acelerada, no podía respirar. No había cantidad de aire que fuera suficiente para hacer cooperar a sus pulmones.

El animal negro salió corriendo despavorido, internándose más en la casa. Kian se encontraba en estado de shock. No podía despegar la vista desorbitada de las ropas vacías del entrenador. Se sentía como en una de esas películas donde la escena daba de vueltas alrededor del actor, donde el sonido había desaparecido y solo podía escuchar su respiración como en un eco lejano dentro de un túnel, y era el único que notaba que ahí estaba pasando algo. Pero esta vez no se trataba de ficción. Era verdad.

Algo en el interior de la casa llamó su atención, y a pesar de que estaba conmocionado, levantó la vista, divisando a una mujer alta y pelirroja, muy parecida a Olivia, que se acercaba furtivamente detrás de Kent mientras sostenía un atizador de chimenea que enarbolaba en alto como si estuviera a punto de...

Una maldición estalló en su garganta, pero no pudo verbalizarla porque no encontraba su voz. Como si estuviera padeciendo una parálisis de sueño, viendo un terror frente a sí, pero sin poder hablar o gritar mientras presenciaba cómo aquella mujer golpeaba la parte de atrás de la cabeza de Kent con el atizador. A pesar del atronador ruido de la lluvia, pudo escuchar con claridad la forma en que el cuerpo de Kent impactó contra el piso.

Kian aún no tenía fuerzas para levantarse. Lo único que logró hacer fue arrastrarse algunos centímetros hacia atrás para poner mayor distancia entre esa locura y él, pero ni Olivia ni la mujer, quien ahora veía que era su madre, le prestaban atención. Ambas estaban pasmadas observando el cuerpo Kent, desplomado en el suelo por la contusión.

—¡Kent! —gritó Olivia, cayendo pesadamente sobre sus rodillas, mientras miraba frenética a Burgess y trataba de reanimarlo dándole palmaditas en la mejilla. Parecía inerte— Mamá..., mamá, ¡qué hiciste!

Entre gritos plagados de pánico, lágrimas y ruegos, ambas mujeres intercambiaron una dinámica caótica.

A Kian se le hundía el estómago tanto como se le revolvía. Todo su cuerpo estaba tenso, en alerta. Cada uno de sus músculos demandaba el esfuerzo que estaba haciendo para ponerse de pie, para largarse de ahí. Lo que sea que hubiera pasado lo pensaría después, pero ahora, todos los últimos minutos estaban bloqueados de su mente porque acababa de entrar en un modo de supervivencia que hacía muchísimos años no había sido despertado.

Con la adrenalina y la orden biológica de ponerse a salvo, a como diera lugar, logró reunir suficiente fuerza para impulsarse con las manos y levantarse. Al abandonar el suelo, sintió que este también lo había abandonado a él, y cuando todo su peso estuvo sobre sus pies, el mundo entero se inclinó. Las piernas le temblaron al ponerse en marcha. Para no caer, se sostuvo instintivamente de la puerta del auto del entrenador, usando la carrocería como punto de apoyo mientras se alejaba poco a poco, ordenándole a sus piernas que se recobraran ya. Rápido, rápido, rápido.

No quiso mirar atrás, pero le pareció un milagro que ninguna de las dos Gellar hubiera aprovechado su debilidad para salir con el atizador y enviarlo al otro mundo.

Ya había avanzado dos casas cuando sintió que sus piernas volvían a conectarse con su sistema nervioso, y siguió el camino corriendo, alejándose lo más lejos y rápido que pudiera.

Desorientado, no sabía hacia dónde se estaba dirigiendo, no conocía la zona y apenas podía ver con el agua que seguía metiéndose en los ojos.

Al doblar una esquina, chocó contra una persona, tan fuerte que le envió el paraguas al suelo. Pero mientras la voz de hombre se quedó ahí para insultarlo, Kian no podía detenerse, aunque quisiera. 

Aún llovía, pero la intensidad amainó un poco cuando se refugió bajo el toldo de una parada de autobús.

Se dejó caer en la banca de latón, atrayendo las miradas incómodas del par de personas que esperaban el transporte, abrigadas y completamente secas, mientras que él escurría, con la ropa fría pegada al cuerpo. Los escalofríos lo recorrían, pero sabía que la temperatura y el estar mojado no eran la única causa.

Su vista se perdió en el espacio vacío entre sus zapatos. Sus manos colgaban en medio de las rodillas y las notó temblar cuando volteó las palmas hacia arriba. No tenía el control de sí mismo.

Los pasajeros que esperaban se apartaron un poco cuando lo vieron inclinarse para recargar la frente contra las palmas. Probablemente pensando que era alguien loco a juzgar por su pinta y el poco cuidado al haber deambulado sin paraguas o impermeable en ese clima al que todos le huían. Solo los insensatos salían así a la calle.

Escuchó a las personas cuchichear, pero no podía importarle menos el problema que tuvieran con él, puesto que él mismo tenía un problema mucho más grande. Descomunal.

El sonido del motor de un autobús se acercó frente a la acera, deteniéndose con un resoplido de gases de escape. El par de pasajeros se apresuró a subir, otros tantos bajaron y se dispersaron por la calle, protegiéndose bajo sus paraguas. Kian se quedó solo, sosteniéndose la cabeza, y por fin enfrentando lo inexplicable.

¿Qué le había pasado a Sebastian Gellar?

Todo cuanto se le ocurrió al principio tenía que ver con que tal vez él mismo no había visto bien y se perdió del momento en que el entrenador se había quitado la ropa y entrado en la casa.

¿Pero por qué se habría quitado la ropa?

Bueno, tal vez tenía alguna enfermedad seria en la piel que de repente empezó a darle problemas. Tal vez desde el momento en que salieron de Dancey High. Podría ser una enfermedad que le picara, doliera o quemara... ¿qué iba a saber?

Pero había actuado tan extraño...

Bueno, quizá aunque pareciera un hombre demasiado seguro de sí mismo, tenía sus inseguridades. Todo el mundo las tenía, y Sebastian Gellar seguía siendo un ser humano, debía tener algún talón de Aquiles, y a lo mejor esa enfermedad le causaba vergüenza. La suficiente como para no habérselo comentado durante el camino ni aunque era claro que sufría.

¿Y el gato que vio saliendo de debajo de su ropa?

Bueno...

Quizá..., quizá la familia de Olivia tenía gato y este solo cruzaba por ahí cuando el entrenador se desnudó. Pudo..., pudo haber quedado debajo de todo.

Kian levantó la cabeza de las manos, parpadeando, sopesando las razones que encontraba su lógica. Pero...

¡Era absurdo!

Soltando un gruñido de frustración, volvió a estampar la cara contra las manos.

Ahí había estado él. No recordaba haber parpadeado en ningún momento. Vio al entrenador correr hasta su casa, Olivia abrió la puerta y luego este se desplomó, desapareciendo. No había pasado nada en medio de eso. No era posible que fuera tan rápido como para desnudarse a la velocidad de la luz sin que fuera percibido. Y además...

Kent Burgess estaba ahí y también lo había visto. La expresión estupefacta en su rostro no mentía. No...

La cabeza no le podía estar mintiendo ni mezclando los recuerdos.

¡¿Qué demonios estaba pasando?!

Ni siquiera quería recurrir a las teorías fantasiosas que ya se le comenzaban a asomar por la mente y que le recordaban a todas las películas ficciosas y paranormales que había visto en su vida. Desde luego que no.

De pronto surgió en él una urgencia por consultar eso con alguien más. Necesitaba una cabeza mucho más fría que la que estaba teniendo en ese momento, pero... ¿Qué se supone que iba a explicar o preguntar? ¿Quién podría darle una explicación? Y peor aún: ¿Quién podría creerle? Ni siquiera él mismo creía del todo lo que había visto..., lo que creía haber visto. Y mucho menos estaba seguro de cómo explicarlo. Era como tratar de describir un sueño que en la mente había tenido sentido, pero al momento de verbalizarlo, no poseía pies ni cabeza.

La persona a su mayor alcance que podría saber la verdad era Olivia Gellar. Aunque también lo dudada pues recordaba su expresión de pánico sin saber si era resultado del desconocimiento de lo que le ocurría a su padre, o de ser consciente de lo que sucedía, y que además había testigos. No tenía idea porque la reacción de Olivia era ambigua, pero la de su madre... Esa fue una historia distinta.

Ahora que lo pensaba, la señora Gellar no parecía asustada. Al menos no por encima. Y de todas las cosas que pudo haber hecho, como entrar en pánico, averiguar dónde estaba su esposo, o contener a su hija, prefirió ir directo hacia Kent, acechándolo para neutralizarlo con un atizador.

Un profundo y doloroso estremecimiento recorrió la columna de Kian, congelándolo.

Si no estaba ocurriendo nada malo, la señora Gellar no tendría por qué haber actuado así.

De nuevo se encontró pensando en películas. Ahora en las de gánsteres que asesinaban a sangre fría cuando alguien, por estar en el lugar y momento incorrecto, descubría inocentemente algún turbio secreto que lo terminaba condenado a su muerte. ¿Qué podría ser tan grave que la madre de Olivia recurrió a métodos violentos? ¿Le habría hecho algo a él si se hubiera quedado más tiempo y ella lo hubiera visto?

Dios... ¿Estaría bien Kent? No podía creer que se lo estuviera preguntando, ni sentirse consternado por el bienestar de Burgess, pero lo que acababa de ocurrir superaba todo tinte de normalidad.

Eso y otra cosa sorprendente: Por primera vez en su vida deseaba volver a casa. Si su madre estaba ahí o no, ni le importaba. Al menos Jennifer era una constante predecible, y Kian sentía que le habían arrancado de tajo todas las certezas de su vida.

De pronto miró a su alrededor, volviéndose consciente al fin del lugar en donde estaba. Era tal su conmoción que ni siquiera recordaba cómo había llegado a esa parada. Un vistazo al letrero bajo la señal de autobús le dio respuestas. Al igual que en todas las paradas, en él estaba escrito el nombre de la estación, la calle y los números de autobuses que detenían ahí. Kian no estaba familiarizado con la calle en la que se encontraba, pero de todas formas no importaba porque no traía consigo la tarjeta de pasaje, y en esa maldita parada no había ninguna máquina para comprar un boleto con el efectivo que cargaba en la chaqueta. Y aunque eso no fuera un problema, estaba tan empapado que dudaba que le fueran a permitir el acceso; ni hablar de un taxi.

Con suerte, al bajar del auto del entrenador había cargado con la mochila al hombro, pero su bicicleta..., la había dejado en Dancey High. Pensaba ir por ella en autobús cuando terminara su encargo en la casa del entrenador, pero claramente todo se había ido al diablo.

Su mano se deslizó dentro del bolsillo interior de la chaqueta. Por fortuna el forro había protegido de alguna manera su teléfono de la lluvia, y aunque estaba algo húmedo, funcionaba con normalidad.

Tuvo que dar todo de sí para concentrarse en abrir el GPS e introducir la calle donde estaba, además de la calle donde se ubicaba Dancey High. A pie, la ruta sugería que se trataba de un recorrido de treinta minutos.

Treinta minutos que no se harían más cortos si seguía ahí, de modo que se puso de pie, internándose en la llovizna con rumbo al punto donde había dejado la bicicleta. 


—¡¿Dónde carajo estabas?! —gritó Jennifer, alterada, desde lo alto de las escaleras.

Ya era de noche cuando Kian llegó a casa, completamente drenado de energía. Pedalear nunca le había costado tanto como aquella ocasión, y la única razón por la que había logrado llegar era porque de alguna forma su cuerpo entró en un modo automático y recordaba la ruta inconscientemente de tantas veces que la había recorrido.

Tan pronto como recorrió la acera de su vecindario y cruzó la reja frontal de la casa, se bajó de la bicicleta, dejándola caer sin ningún cuidado sobre una zanja en el jardín.

Todo le costaba. Le costó encontrar sus llaves en los bolsillos y luego le costó abrir la puerta. El ruido debió alertar a Jennifer, quien sabrá Dios desde cuándo había regresado, y se apresuró por el pasillo de la planta superior para observar a su hijo que cruzaba el vestíbulo rumbo a las escaleras, empapado y pálido. La miraba a la cara, impasible, pero sus ojos parecían vacíos y perdidos. Era como si ni siquiera tuvieran color.

Ante la falta de respuesta de él, puso las manos en jarra, resoplando.

—¡Te estoy hablando! ¿Dónde estabas?

Kian llegó a lo alto de las escaleras, pasando junto a ella como si fuera invisible. Eso enfureció más a Jennifer, pero él apenas si la escuchaba mientras avanzaba por el pasillo hacia su habitación.

—¿Cómo te atreves a ignorarme? ¿Estás drogado? —farfulló, boquiabierta por la indignación, pero tuvo que recuperarse pronto para ir detrás de él y continuar—: ¿Así es como vienes a recibir a tu madre? ¿Ignorándola? ¿No se te pasó por la mente que me pudo haber pasado algo y a ti como siempre no te importa? ¡Oye, te estoy hablando! ¡Maldito insolen...!

La voz de Jennifer quedó amortiguada cuando él entró a su habitación, cerrando la puerta y echando el seguro un segundo antes de que ella intentara mover la perilla, aporreando la puerta desde afuera.

—¡Abre la maldita puerta! ¡Esto no se va a quedar así!

Kian jaló la toalla que siempre estaba colgada en el respaldo de la silla, y con ella se metió al baño. Los gritos de Jennifer quedaron aún más lejanos, y se acallaron casi por completo cuando él corrió la puerta del cubículo de cristal para abrir la regadera hasta el tope.

El agua corría con tanta presión que levantaba nubes húmedas desde el suelo cual cascada, y el ruido que hacía contra las superficies de azulejo llenaba todo en sus oídos, cancelando el resto de sonidos.

Kian observó el agua correr, pero no se metió en la ducha. Sus piernas le pedían a gritos ceder, así que se apoyó contra la pared tras de sí para ralentizar su descenso, hasta quedar sentado en las frías baldosas del suelo.

Quería explotar, quería escapar, quería morir, quería gritar. No podía hacer nada de esas cosas, salvo la última.

Con la toalla que tenía en las manos hizo una bola, enterró la cabeza en ella, y gritó, con todas sus fuerzas. 

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