Los monstruos no existen en e...

By YourLittleBiscuit

235K 27.1K 85.9K

Biel Orionov es un adolescente sin propósitos ni sueños. No conoce el significado de la amistad, su familia n... More

Dedicatoria.
1. La fría tarde de otoño en la que te conocí.
2. Las debilidades más profundas del alma, reveladas en tu mirada.
3. Los prejuicios que definían mi existencia.
4. La estela que dejaron tus palabras en mi alma.
5. La sombra de la mentira.
6. La luz de la verdad.
7. El día que te hice llorar, llovían lágrimas en mi mente.
8. La primera vez que curaste mis heridas.
9. El bosque en el que dormían mis mayores miedos.
10. La constelación del cazador.
12. Las guerras del pasado son las cenizas del presente.
13. Las enseñanzas mejor interiorizadas se transmiten desde el respeto.
14. Las oportunidades que me dieron mientras tropezaba en el camino.
15. El amor nace con el respeto y muere con el desprecio.
16. Las acciones que revelaron las más diversas facetas de mi persona.
17. El que añora sin reconocerlo, huye de la calma y corre tras el viento.
18. El cosquilleo que sentía cuando tu alma acariciaba la mía.
19. La dualidad del verbo besar.
20. El deseo que abrigó mi alma bajo las estrellas.
21. El lugar de ensueño en el que me refugié del miedo.
22. La noche en la que le pedí un deseo al cometa Halley.
23. Los libros no te convierten en un sabio, pero el dinero no se puede leer.
24. Las garras de un monstruo peligroso pero intangible.
25. El abatimiento que devoraba mi ser y la incomprensión que me causaba el sexo
26. La mano bondadosa que me salvó del abismo.
27. Las familias funcionan si hay amor, aunque compren hilos o cosan botones.
28. La calma era el suave rumor que adormecía mi odio hasta subyugarlo.
29. La noche en la que comprendí que los monstruos podían ser amados.
30. La ecuación del amor.

11. La amistad que me ofreciste cuando estaba solo en el mundo.

10.8K 1K 3.7K
By YourLittleBiscuit

Aquella fría mañana del día 20 de diciembre, ocurrió algo que quedaría grabado para siempre en mi mente, un suceso que me atormentaría en forma de pesadillas durante mucho más tiempo del que me atrevería a reconocer. Recorría el camino pedregoso en dirección al instituto Tereshkova cuando, al llegar a las proximidades del puente más grande del río Vorhölle, vislumbré en sus orillas a un grupo de personas. Me acerqué a ellas para saciar mi curiosidad sin importarme que mis botas se mojaran al pisar la hierba húmeda. Algunos hablaban entre murmullos, como si les asustara levantar la voz. Otros mantenían un solemne silencio. Distinguí entre ellos a varios alumnos de mi instituto; uno era Nikolai. Entonces, mi curiosidad se convirtió en preocupación tras percatarme de la presencia de su padre, que iba vestido con el uniforme de la policía —a la que también llamábamos milicia—. Dos agentes lo acompañaban.

No tuve tiempo de sacar mis propias conclusiones de lo que estaba sucediendo, porque al llegar a donde se reunía la gente, el frío que calaba mis huesos hasta el punto de causarme dolor se convirtió en una sensación insignificante comparada con el inmenso pavor que dominó mi ser.

Ante mí se encontraba el cadáver de un hombre que boyaba boca arriba, semidesnudo. Su cuerpo morado estaba tan hinchado que su pantalón le apretaba la piel formando unos pliegues grotescos alrededor de la cintura. Había una cuerda rota atada a su pierna, lo que me hizo entender que se provocó la muerte por ahogamiento usando un peso. Me fijé en su cara, en sus labios azulados y en sus ojos abiertos que contemplaban el cielo como si su último deseo hubiese sido llegar allí arriba a pesar de la cruda realidad: la de que el Paraíso no existía. Sin embargo, no fue aquel horrible detalle lo que más me perturbó, sino el hecho de reconocer ese rostro inexpresivo como el del hombre que, días atrás, me había increpado a las puertas de la fábrica de conservas.

—Pobre desgraciado —murmuró una mujer que se abrazaba a sí misma y parecía visiblemente afectada—. Nunca pudo superar la muerte de su hija, por eso se suicidó.

Aquel comentario les sirvió de incentivo a las demás personas para comenzar a hablar entre ellas. Les escuché comentar que el señor llevaba una semana desaparecido, que desde que su hija había fallecido hacía ya un año por culpa de una neumonía agravada por su frágil estado de salud, se sumió en una honda tristeza de la que fue incapaz de recuperarse.

 Aquella trágica historia me sorprendió; que alguien fuese capaz de amar a su hijo hasta el punto de quitarse la vida por culpa de su ausencia me resultó incomprensible. Fue ahí cuando me hice una pregunta: si yo tuviese descendencia, ¿sería capaz de amarlos con esa intensidad?

No medité una respuesta, no me dio tiempo; el padre de Nikolai y sus compañeros nos alentaron a marcharnos para poder continuar con su trabajo, así que retomé el camino al instituto. Mi mente no dejaba de darle vueltas a aquella terrible visión, pero yo no era el único afectado por lo sucedido; cuando Nikolai se alejó del lugar, apoyó las manos en las rodillas y contuvo una arcada. Después, escupió en la hierba y se frotó la cara.

—Joder, qué horror —bramó tras erguirse. Jamás lo había visto tan consternado.

Acto seguido se dio la vuelta y me miró, pero ni siquiera tuvo la intención de saludarme. Simplemente emprendió de nuevo la marcha con unos pasos más erráticos que los míos.

•••

Al llegar al Tereshkova me crucé con un montón de chicos que festejaban que aquel era el último día de clases antes de las vacaciones de invierno. Toda la jornada escolar estuvo marcada por un ambiente festivo de lo más contagioso: mis compañeros cantaban con alegría y se regalaban dulces para desear un feliz año nuevo, mientras que los profesores optaban por dejarnos descansar y ponernos películas antiguas. Cuando sonó la campana que anunció el comienzo de las vacaciones, mis compañeros se arremolinaron frente al despacho del profesor de Matemáticas; íbamos a recibir el boletín de notas y los nervios eran más que evidentes. Me coloqué el último en la fila que se formó, metí las manos en los bolsillos y observé con desdén como cada uno de los alumnos entraba en el despacho con cara de susto y, a los dos minutos, salía con un papel en las manos y un gesto de alivio bastante notorio.

Aunque intentaba mostrarme despreocupado, en realidad no dejaba de preguntarme cuántas asignaturas había aprobado, si es que había aprobado alguna. Estaba bastante nervioso; que mis vacaciones fuesen pacíficas dependía de un papel que reflejaría mi rendimiento a lo largo del semestre.

Durante un instante me imaginé lo que sucedería si suspendía todas las asignaturas y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Después, pensé en la hipotética posibilidad de que hubiese aprobado todas las materias y, entonces, una sonrisa se dibujó en mi rostro: mi padre me felicitaría y mi madre me prepararía mi comida favorita durante una semana.

Negué con la cabeza para borrar aquella absurda idea de mi mente; si ellos se comportaran así, no serían mis padres. Simple.

Suspiré y posé la mirada en el suelo. Ya había perdido las esperanzas de que sucediese cualquier milagro cuando, de pronto, unas voces captaron mi atención. Yuliya salió del despacho agitando su boletín de notas mientras gritaba de alegría. Nadie necesitó preguntarle por qué actuaba así, ella misma nos aclaró a voces que había aprobado todas las asignaturas, incluso Historia, la materia con la que había tenido bastantes problemas por culpa de los trabajos en grupo. Minutos después también salieron del despacho Yerik y Nikolai. El primero había tenido un aprobado raspado general, al igual que su amiga. El segundo, por su parte, solo había suspendido tres materias: Literatura, Artes y Física. Tras terminar de comentar sus resultados, llegaron a la conclusión de que se había obrado un milagro.

Aquel suceso fue más que suficiente para darme esperanzas. Cuando llegó mi turno, entré en el despacho sujetando con fuerza mi colgante y me situé frente al señor Pável. Él me saludó, pero yo no le devolví el saludo. Recogí el boletín y le eché un vistazo a las notas con fingida indiferencia mientras el profesor vigilaba cada uno de mis gestos.

Dos segundos fueron más que suficientes para matar todas mis esperanzas. Inmóvil, asimilé la cruda realidad de que había suspendido todas las asignaturas excepto Deportes y Matemáticas, en la cual tenía la máxima calificación. En ese instante pensé en sentirme triste, frustrado o cansado; la amalgama de sentimientos que sufriría cualquier persona que acababa de fracasar en una de las múltiples pruebas que le presentaba la vida. Sin embargo, en vez de eso, sentí miedo.

Un sudor frío recorrió mi espalda, apreté con fuerza el papel y posé mis ojos en los de Pável, que mantenía su gesto sereno y su estúpida sonrisa comedida. Su actitud animada me resultó hiriente y distaba demasiado del huracán de negativismo que se estaba formando en mi interior.

—¿Qué sucede, Orionov? Pareces decepcionado. ¿Acaso no te esperabas estas notas?

—No —me sinceré—, pensé que aprobaría más asignaturas.

—¿En serio? —soltó, perplejo—. ¿Crees que hay alguna nota que no refleje tu esfuerzo a lo largo del semestre? —No supe qué responder, así que asentí por pura inercia—. Entiendo. Dime en dónde crees que hubo un error y hablaré con los profesores para tratar tu caso.

Apoyé el papel sobre su escritorio dispuesto a señalarle las asignaturas con las que estaba inconforme, pero mi mano se detuvo a mitad de camino. No había nada que corregir.

—Olvídalo —respondí en mal tono, guardando el boletín en el bolsillo—. Dudo mucho que haya algún error.

—Entonces, ¿por qué me has dicho que sí al principio?

—No sé. Da igual.

Me di la vuelta dispuesto a salir del aula. Justo cuando iba a cruzar la puerta, su voz volvió a interrumpirme:

—Biel, ¿sabes por qué el profesor de Historia te puso un tres y yo te puse un diez? —preguntó. Me detuve dándole la espalda, gesto que él interpretó como una invitación a que continuara hablando—: porque en esta vida cada uno obtiene lo que se merece. Felicidades por tu último examen de Matemáticas. Eres, sin duda alguna, mi mejor alumno.

Apreté la mandíbula con fuerza, desvié la mirada hacia el pasillo y murmuré sin muchas fuerzas:

—Vale. ¿Algo más?

—Sí. Espero que no te hayas olvidado de la conversación que mantuvimos hace un tiempo.

No le respondí, salí al pasillo dando un portazo y convertí el boletín de notas en una pelota de papel. Después, recogí mi mochila y atravesé los pasillos corriendo.

•••

Me senté en un banco de piedra frente a la entrada del instituto y me mantuve allí quieto cerca de media hora. Durante ese tiempo me dediqué a observar a mis compañeros, que salían del recinto gritando de alegría mientras le deseaban a sus amigos un feliz año nuevo. Ninguno de ellos se despidió de mí.

Me abracé a mí mismo, entrecerré los ojos y contemplé como la hoja seca de un árbol caía con graciosa parsimonia meciéndose hasta tocar el suelo. En ese instante, el silencio llevaba nombre de viento y la soledad calaba mis huesos al igual que el gélido frío propio de la estación invernal.

Estaba tan perdido navegando en mi propio mundo interior que ni siquiera me percaté de que una chica se había situado delante de mí.

—Hola, Biel. ¿Puedo sentarme contigo?

Irina Petrova me hizo esa pregunta mientras se mesaba las trenzas rubias con sus finos y largos dedos. Sorprendido por su presencia, la miré de arriba a abajo sin ningún tipo de reparo. Ya no llevaba puesto su habitual pantalón de peto que dejaba lucir sus delgadísimas y pálidas piernas, en vez de eso vestía un jersey de lana y un pantalón vaquero acampanado que le hacían parecer mucho más corpulenta de lo que en realidad era.

—No, no puedes —le respondí. Ella me ignoró y se situó a mi lado. Rodé los ojos y bufé—. ¿Qué quieres?

—Nada en especial, solo me apetece hablar contigo. Es que últimamente te veo muy solo.

Aquel comentario me sentó como una puñalada en mi orgullo.

—Lárgate.

—No puedo. Soy una de las alumnas con mejores calificaciones de nuestra clase junto con Alexander y Olga, así que nuestra obligación es ayudar a quienes tienen algún tipo de problema académico, ya sea con las notas o integrándose con sus compañeros. Tú pareces tener ambos problemas —señaló—. Ellos dos se han negado a ayudarte, así que me he ofrecido voluntaria.

—Me importa una mierda, lárgate.

Intuí que mi brusca respuesta no le había agradado en lo más mínimo, porque borró todo rastro de su dulce expresión y la cambió por una mucho más seria.

—No pienso irme solo porque tú me lo pidas. Además, me parece mucho más entretenido estar contigo que con ellos.

Dejé escapar una risa burlona y apoyé los brazos en las piernas. Me parecía increíble que Irina recurriese a esa clase de mentiras solo para convencerme. Cada vez tenía menos dudas de que esa chica no se parecía en nada a la imagen de perfección que me había formado de ella en mi mente.

—¿No es un poco triste que pienses así de tu novio?

—Ya no es mi novio. Hemos roto.

Giré la cabeza al instante para verla a los ojos.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque me chantajeaste —me aclaró con rotundidad que distaba bastante de su actitud despreocupada, pues mantenía la mirada gacha mientras jugaba con sus pies—. Desde el momento en el que me dijiste que no le contarías a nadie sobre mi relación con Alexander a cambio de salir contigo cuando a ti te diese la gana, me di cuenta de que tenías poder sobre mí y limitabas mi libertad. Y no hay nada que más odie en este mundo que eso. Así que ahora que he roto con ese chico, ya no puedes obligarme a hacer lo que te apetezca.

—Has roto con el chico del que estás enamorada para que yo te deje en paz y, aun así, ahora estás obligada a estar conmigo. Dime, ¿por qué eres más libre?

—Porque soy yo quien ha decidido hacer eso —me dijo con un tono duro, a la defensiva—. Además, ya no quiero a Alexander.

—¿Ah, sí? ¿Has dejado de quererlo por arte de magia? —Asintió y yo me reí—. Eso es imposible, el amor no funciona así.

—No estoy mintiendo. Si yo decido dejar de querer a una persona, no vuelvo a sentir el más mínimo amor por ella. —Sus palabras me resultaron tan frías y firmes que no pude evitar creerle—. Yo no soy una débil que permite que sus sentimientos dominen su lógica.

Me levanté del banco exasperado por esa conversación. Me puse la mochila a la espalda dispuesto a irme de allí.

—De verdad que eres rara —zanjé—. No te acerques más a mí.

Me fui del lugar dejando atrás a Irina, que se quedó sentada en el banco jugando con sus pies. Lo último que vi de ella fue su sonrisa dulce que tanto la caracterizaba y que en ese momento me pareció el gesto más falso del mundo.

Cuando perdí de vista el instituto Tereshkova, comencé a correr sin rumbo durante un rato, hasta que llegué al camino pedregoso que bordeaba el río. Allí me detuve, consciente de que debía decidir hacia dónde dirigirme. Apoyé las manos en las rodillas e intenté recuperar el ritmo normal de mi respiración. No quería regresar a casa porque sabía que mi madre se enfadaría conmigo cuando le entregase el boletín. Estaba harto de las peleas, de los gritos y de los llantos. Solo quería descansar la mente antes del inevitable desenlace que ocurriría a la noche, cuando mi padre conociese de primera mano el resultado de mi nefasto rendimiento escolar. Ojalá tuviese una familia distinta, una familia comprensiva y amable que me educase a base de amor y no a base de miedo. Odiaba sentir envidia de mis compañeros, que hablaban de sus padres como si fuesen héroes. Pero lo que más odiaba era preguntarme constantemente por qué me tocó sufrir esa vida llena de tristezas y mala suerte. Por qué no podía ser igual al resto de chicos de mi edad.

—Joder, estoy harto de todo —murmuré dando una patada al suelo lleno de rabia—. Solo quiero ser normal.

Una ráfaga de aire sacudió las ramas de los árboles que bordeaban el camino. Abroché mi chaqueta, me froté mis ojos humedecidos y caminé con resignación hacia el centro de la ciudad. Durante todo el trayecto no hice nada más que contemplar las gélidas aguas del río Vorhölle, que reflejaban el cielo gris como si este se hubiese convertido en una extensión de la misma tierra.

Fue entonces cuando pensé que esas aguas fueron lo último que vio el hombre antes de suicidarse.

Al llegar al centro, me vi sorprendido por una multitud de personas que atravesaban la calle principal enfundados en sus abrigos. Di un paso hacia atrás para esquivar a un grupo de niños que jugaban al fútbol y apoyé la espalda contra la pared de una tienda. Allí, protegido de posibles empujones, me permití detallar con tranquilidad mi alrededor; las olas de la vida rompían contra aquellos bloques de departamentos que parecían fantasmas decrépitos. La música de varias balalaikas inundaba la avenida y viajaba entre la gente ornamentando aquel jolgorio con sus alegres notas. Cerca de una estatua dedicada a dos obreros habían instalado una caseta de madera en la que se encontraban un señor y una chica disfrazados de Ded Moroz y la Doncella de las nieves. Varios niños formaban fila frente a la entrada para pedirle regalos a Ded Moroz por las fiestas de Año Nuevo. Todos parecían felices, ajenos a la definición de miedo.

Una pelota pasó delante de mis ojos, rodando, y yo la paré con el pie por pura inercia. Un niño se detuvo a escasos metros de mí y me miró con una amplia sonrisa que me explicó sin palabras lo afortunado que se sentía por tener una vida feliz y despreocupada. Se frotó las manos, dio un pequeño brinco y me pidió con una voz de lo más inocente:

—¿Me la devuelves? Quiero jugar con ella.

Su sonrisa se fue borrando a medida que pasaban los segundos. El bullicio se convirtió en silencio y mi mente no dejaba de hacerse la misma pregunta: ¿por qué tendría que devolvérsela? ¿Por qué debía permitir que ese niño siguiese atesorando buenos recuerdos junto a sus seres queridos cuando a mí no me lo permitió nadie?

Eres tú quien decide si recordarás tu adolescencia con cariño, como cuando eras un niño que jugaba a la pelota...

—Por favor, ¿me la devuelves?

—¿Por qué?

...o la recordarás con arrepentimiento, como lo hace un niño que nunca se atrevió a acercarse a esa pelota.

—Porque la quiero.

Su respuesta provocó que fuese más consciente de mi alrededor. Entonces, la música volvió a inundar mis oídos alejando los rencores. Dejé escapar un suspiro y recapacité.

—Aquí tienes —murmuré, lanzándole la pelota a los pies.

El niño ni siquiera me dio las gracias. Recogió la pelota, se abrazó a ella y me miró con el ceño fruncido antes de regresar hacia donde se encontraban sus amigos. Apreté las manos con fuerza y comencé a caminar con la mirada gacha, ajeno al mundo que me rodeaba y que obviaba mi propia existencia.

Yo... solo deseaba tener un buen recuerdo de mi adolescencia.

—Eh, chico. ¿Por qué estás tan triste?

Me giré al momento para saber quién me hablaba. Lo primero que vi fue una marioneta de madera sujeta por unos hilos, que movía sus extremidades de madera como si bailase. Alcé la mirada y observé al titiritero que la manejaba, un hombre subido a una caja y cuyo único abrigo era una larga capa negra. Se trataba del mismo hombre que conocí meses antes junto a Karlen.

—Qué te importa —le espeté tras dar un paso hacia atrás.

—Mucho, me importa mucho —me respondió moviendo la boca de manera casi imperceptible. Bajé la mirada y me percaté de que su muñeco se estaba moviendo como si fuera él quien me estaba hablando—. En las vísperas de año nuevo, todo es felicidad e ilusión. Un rostro triste es una señal clara de que algo no va bien. ¿Necesitas hablar de eso, jovencito?

—¿Eh? No. Además, no tengo monedas.

—Por suerte, conversar es un placer que todavía no cuesta dinero —contestó, colocando los brazos de la marioneta en forma de jarra. Sin poder evitarlo, esbocé una sutil sonrisa.

Me quedé quieto debatiéndome entre irme de allí o volver a darle una respuesta cortante que no le demostraría nada más que lo inaccesible que era. Me sentía como en una encrucijada, porque ninguna de las dos opciones me haría sentir bien. Entonces, me percaté de un detalle: de la bufanda oscura que abrigaba el cuello del titiritero.

—¿De dónde sacaste esa bufanda?

—Ah, ¿esta tan bonita de aquí? —me preguntó, señalando la prenda—. Me la regaló ese chico tan amable, tu amigo.

Escuchar la palabra amigo provocó que reaccionara. Quise gritarle que me dejara en paz, que el hijo de los Rigel no era mi amigo, que yo no tenía amigos. Que me sentía solo, muy solo. Un nudo se formó en mi garganta, y la necesidad de combatir la soledad, unida a la acogedora imagen de la familia Rigel, provocó que empezara a correr en dirección al Mercado con la única intención de abrazar, una vez más, la calidez de un buen recuerdo que no quería dejar en el pasado.

El cansancio provocó que tardara más tiempo del debido en llegar a mi destino: la casa de los Rigel. Cuando la tuve en frente, me detuve para observar una de sus fachadas: una veleta situada en el tejado se movía señalando la dirección del viento y las enredaderas caían enmarcando con sus ramas una ventana. Bajo esta, descansaba una bicicleta de color negro. A su lado, alguien había apoyado una pala y un rastrillo manchados de tierra. Aquella escena cotidiana, modesta e insignificante me transmitió tanta paz que por un instante olvidé el objetivo de mi visita. Di un paso hacia delante, levanté el brazo y toqué el timbre de la bicicleta. Un sonido agudo que evocaba infancia irrumpió aquel silencio rasgado por el viento. Entonces, me imaginé siendo un elemento más de esa acogedora escena y una sonrisa se dibujó en mi rostro.

—Biel, ¿qué haces aquí? —escuché una voz tras mi espalda. Aparté con brusquedad la mano del timbre y me giré. Me encontré a Karlen a una distancia prudencial de mí, con el ceño fruncido y la boca ligeramente abierta—. ¿Vienes a ver a alguien?

—Yo...

—Nadie te estaba esperando.

Apreté los labios para contener un suspiro ahogado. El chico dio un paso hacia delante y yo me llevé una mano al brazo contrario. Agaché la mirada y la posé en el suelo; aquella situación me hacía sentir tan vulnerable que ni siquiera quería mirarlo a los ojos. Porque sí, nadie me estaba esperando, fui yo quien decidió hacer acto de presencia suplicando un poco de afecto.

—Quería ver a tus padres —le respondí.

—Oh —murmuró con un deje de decepción que no supe interpreetar, y tras una escueta pausa continuó hablando—. Lo siento, pero ellos no están en casa. Regresarán dentro de un rato. —Tomé sus palabras como una clara invitación a que me marchara. Di un paso hacia atrás dispuesto a regresar al Mercado cuando su voz volvió a interrumpirme—: ¿quieres esperarlos dentro? Aquí fuera hace frío.

Asentí al instante y eso pareció alegrarle, porque me dedicó una fugaz sonrisa. Él entró en su casa y yo le seguí. En el momento en el que crucé la puerta, me recibió una calidez muy reconfortante y un rico olor a naranja procedente de una barra de incienso inundó mis fosas nasales. 

—¿Por qué quieres hablar con mis padres? —me preguntó mientras nos dirigíamos a su cuarto.

Una vez allí, cerró la puerta y se sentó en su cama. Yo me mantuve al lado de la puerta con la espalda apoyada en la pared.

—Por nada en especial.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Va todo bien?

—Sí —repetí con tedio mientras arrastraba la espalda por la pared hasta acabar sentado en el suelo.

Pensé que con esa actitud dejaría más que claro mi deseo de terminar con aquel interrogatorio. Sin embargo, para mi sorpresa, se levantó de la cama y se sentó frente a mí.

—Pensé que estarías más contento, hoy comienzan las vacaciones de invierno —me comentó—. ¿Qué tal las notas?

Ahí me di cuenta de un detalle: que no se iba a callar hasta que le contase el motivo de mi visita. Hastiado, decidí responder a sus preguntas sacando el boletín de notas del bolsillo y entregándoselo.

—Suspendí todas las asignaturas salvo Matemáticas y Deportes —le expliqué. Él leyó el papel primero con atención y, después, con sorpresa. Al menos no pareció decepcionado por mis resultados, detalle que me alentó a seguir hablando—: tuve las peores notas de todo el curso, incluso me superaron mis amig... —Me detuve a mitad de palabra y me froté el pelo—. ¿Amigos? Ni siquiera sé si puedo considerarlos amigos. Desde que dejaron de hablarme ya no tengo claro el concepto de amistad. —Abracé mis piernas con fuerza y, tras unos segundos en los que permanecí en silencio con los ojos cerrados, volví a hablar—: no os he hecho una visita por ningún motivo en especial, simplemente no quiero regresar a casa y que mis padres me recuerden otra vez lo mucho que los decepciono.

Miré a Karlen a los ojos y sentí unas irrefrenables ganas de echarme a reír de mis propias palabras. Le acababa de explicar una realidad a medias, una más acorde a la que viviría un adolescente de mi edad, así que sabía perfectamente que, por mucho que se esforzase, no sería capaz de entenderme.

—Vayamos por partes —me pidió de pronto, captando mi atención—. Punto número uno: creo que puedo ayudarte en algunas cosas.

—¿Qué? —me burlé—. Tú no me puedes ayudar en nada, tú...

—Te ayudaré a estudiar en lo que necesites, como habían acordado nuestros padres cuando nos conocimos.

—¿En serio?

—Claro —afirmó con total seguridad.

—¿Y cuál es el segundo punto?

—¿Quieres ser mi amigo?

Espera, ¿qué?

—¿Qué mierda de pregunta me acabas de hacer? —me quejé, sin ni siquiera entender por qué me sentía tan molesto—. Nadie le pregunta a otra persona ese tipo de cosas. Joder, qué incómodo. ¿Qué te crees? ¿Que las relaciones comienzan pidiendo permiso? 

Eché la espalda hacia atrás para marcar distancia entre ambos. Entonces, él sujetó mi muñeca.

—¿Por qué reaccionas de esa forma?

—¿Eh?

—Solo te he hecho una pregunta muy simple y te has alterado, ¿por qué?

Me quedé en silencio analizando mi actitud mientras observaba su agarre. De pronto, noté que me empezaban a arder las mejillas. Él abrió mucho los ojos al percatarse de mi reacción y me soltó.

—¿Por qué lo estás volviendo todo tan incómodo?

—¿Qué? ¡Eres tú quién ha hecho eso! —exclamé, y él se echó a reír a carcajadas. 

—¡Eres una persona tan caótica! 

Abrí la boca dispuesto a responderle, pero ni siquiera fui capaz de articular ninguna palabra. Me llevé las manos al rostro y noté que se me estaba nublando la mirada. Una lágrima surcó mi mejilla y la sonrisa de Karlen se borró al instante.

—¿Por qué lloras?

—No lo sé —mentí. Claro que lo sabía: porque era la primera vez que alguien se interesaba de manera genuina en mi amistad—. Oye, si me sigues mirando llorar te partiré la cara.

—Si lo intentas me defenderé —me respondió con un tono amable. Acto seguido, levantó los brazos y, para mi sorpresa, me limpió las lágrimas con las mangas de su jersey. Joder, qué vergüenza.

—¿Quieres estarte quieto?

Le di un manotazo en el brazo para apartarlo. De pronto me recorrió una punzada de dolor; me había golpeado de nuevo con la esclava de su muñeca.

—Tienes que dejar de golpear a la gente por todo —me regañó mientras seguía frotándome la cara con más insistencia.

—En serio, ¡para, Karlen! —exclamé, ahí me percaté de un detalle: que había dejado de llorar. De hecho, ambos nos estábamos riendo en alto—. ¡Estate quieto, en serio!

—Me detendré cuando aceptes ser mi amigo.

—¡Oye! Si yo no puedo tocarte cuando a mí me dé la gana, tú tampoco puedes tocarme a mí. 

Ahí fue cuando murió su risa. Alejó sus manos de mi rostro y las observó con el ceño fruncido y un recelo que tampoco logré entender, como no lograba entenderlo a él.

—Perdón, creí que... Nada, da igual.

Yo también había dejado de reírme y me levanté ante su atenta mirada. No, me negaba a aceptar su amistad, ¿para qué? Si lo hacía dejaría de hablarme en algún momento, como todo el mundo. 

—Quiero irme, no sé qué me pasa. Estoy actuando como un imbécil.

Entonces, Danika e Ivan abrieron la puerta de par en par dándome un golpe en la espalda que provocó que casi perdiera el equilibrio.

—¿Qué es ese alboroto? —comenzó a interrogarnos la mujer. Tras disculparse conmigo por el golpe que me dio con la puerta, me sujetó por los hombros obligándome a mirarla a los ojos—. Biel, ¿qué haces aquí?Acordamos que no volverías a esta casa.

—Es que... —titubeé, sin tener la más remota idea de qué responder—. Yo...

Inspiré profundo, me enfrenté a su mirada y me armé de valor. Si deseaba ser merecedor de los buenos momentos que me ofrecía la vida, debía ser sincero con mis intenciones de una vez por todas.

—Vine hasta aquí para pediros perdón por todo lo que os hice. No quiero que estéis enfadados conmigo para siempre —comencé. Lo primero que aprecié fue que el gesto duro de Danika se fue endulzando poco a poco. Lo segundo es que era incapaz de interpretar la expresión de Ivan; me mantenía la mirada con una seriedad y una profundidad tan mercada que me hizo sentir inseguro—. No me echéis, por favor.

Aquel sencillo "por favor" me hizo sentir tan débil y medroso que mis ojos se volvieron a aguar. Para mí, un "por favor" significaba lo mismo que suplicar en vano.

—Oh, cielo, no llores —me pidió la señora Rigel estrujándome contra su pecho. Luché en silencio para liberarme de ella, pero me resultó imposible. Giré la cabeza para ser consciente de mi alrededor y me encontré a Karlen observando con atención como su madre me abrazaba—. Tranquilo, solo un desalmado echaría de su casa a un niño que está llorando. 

Fruncí el ceño al escuchar aquella respuesta. Una sucesión de dolorosos recuerdos regresaron a mi mente, y todos se resumían en las veces en las que, de pequeño, mi padre me dejaba solo como castigo por echarme a llorar. Aquellas vivencias me traumaron hasta el punto de convertirme en alguien que odiaba que la gente llorase, pero que se le caían las lágrimas con mucha facilidad cuando se sentía frustrado.

Me separé de la mujer y me limpié las lágrimas. Entonces, el señor Rigel movió la cabeza haciéndole una seña a su familia para que se fuera de la habitación. Su esposa me acarició la mejilla para limpiarme una lágrima, agarró a su hijo por un brazo y se lo llevó del cuarto. Cuando Ivan y yo nos quedamos solos, él cerró la puerta y se sentó en el suelo, justo donde lo había hecho yo antes. Con otro movimiento de cabeza me pidió que le acompañara. Obedecí sin vacilar.

—¿Sabías que soy adivino? —me preguntó en cuanto me senté en el suelo. Arqueé una ceja como respuesta. No tenía la más remota idea de qué decirle—. Hoy un compañero de trabajo me contó que le iban a dar el boletín de notas a su hijo. Así que sospecho que uno de los motivos por los que estás aquí es que no quieres volver a tu casa porque no has sacado buenas notas. ¿He adivinado?

Lo miré con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo lo has sabido?

—Porque yo también fui adolescente. Y porque yo también me escapaba a la casa de un amigo cada vez que sacaba malas notas. Simple —me explicó, con una sonrisa—. Anda, déjame ver tu boletín. —Saqué el papel arrugado del bolsillo y se lo entregué. Tras desdoblarlo, el hombre lo leyó con atención. A medida que pasaban los segundos, me fui sintiendo más y más ansioso por conocer su opinión—. Oh, solo has aprobado dos asignaturas. Qué desastre, chico.

—Ya lo sé.

—Recuerdo como si fuera ayer los días de entrega de notas. Eran horribles. Cada año superaba el récord de suspensos del curso anterior.

—¿En serio? —pregunté sorprendido. Él asintió con la cabeza—. ¿Y tus padres te reñían?

—Claro que sí, y por más que lo hacían, yo no cambiaba, así que me aplicaban castigos mucho más duros aunque igual de inútiles. Pero en fin, no hablemos de mí. Explícame una cosa: ¿por qué sacaste tan malas notas?

—Porque el sistema educativo es una mierda —solté una respuesta que estaba más que harto de repetir y que todo el mundo aceptaba sin rechistar.

Sin embargo, Ivan no pareció conforme con ella.

—¿Esa es la única razón?

—Ajá.

—A ver si lo entiendo, ¿me estás diciendo que suspendes los exámenes, y por consiguiente te metes en problemas tanto en casa como en el instituto, porque el sistema educativo de Pravneba te parece una mierda y estás en contra de él?

—Sí —contesté sin titubear. Él se apretó el puente de la nariz con dos dedos y negó con la cabeza de manera casi imperceptible. Fue esa inconformidad la que me motivó a continuar explicándome—: no estoy a favor de que evalúen y clasifiquen nuestra inteligencia mediante números que solo representan nuestra capacidad de analizar un texto o resolver una ecuación, cuando ese tipo de cosas no definen la inteligencia de nadie.

—Entiendo. Así que como no estás de acuerdo con el modelo educativo de nuestro país, has decidido luchar contra él a pesar de que, mientras luchas solo contra el mundo, el mundo sigue avanzando sin ti. ¿No te das cuenta de que teniendo ese tipo de pensamientos solo lograrás arrepentirte de tu actitud cuando seas mayor?

—¿Por qué?

—El mundo no va a cambiar solo porque a ti no te guste. Tu lucha es una batalla perdida —sentenció de una forma tan rotunda que logró molestarme.

—¿Ah, sí? Pues tu manera de ver la vida es propia de un conformista. Seguro que eres la típica persona que no movería un dedo ante una injusticia.

Ivan dejó escapar una corta risa y después apoyó una mano en mi hombro.

—No, yo no soy así, pero no desviemos de nuevo el tema de conversación hacia mí. ¿Sabes qué? Estoy seguro de que tu argumento no es más que una excusa para esconder la verdadera razón detrás de tu bajo rendimiento. Una excusa que te hace quedar bien.

—Eso es mentira, yo...

—¿Verdad que tienes compañeros que han aprobado a pesar de no saber analizar textos o resolver ecuaciones?

En ese instante pensé en Yuliya y Yerik.

—Sí, dos chicos aprobaron Matemáticas a pesar de ser bastante malos en esa asignatura.

—¿Y por qué crees que aprobaron?

—No lo sé.

—Quizás porque se esforzaron y trabajaron duro a pesar de no entender la materia. No estoy en la mente de tus profesores pero es posible que algunos de ellos valoraran positivamente esa actitud. ¿Entiendes? —me preguntó, y yo entrecerré los ojos como respuesta. No pensaba darle la satisfacción de decirle que le veía cierta lógica a su argumento porque eso era lo mismo que quitarme a mí mismo la razón—. En fin, no importa. Ahora dime la verdadera razón por la que no te esfuerzas en clases.

Apoyé las manos en las piernas y apreté con fuerza la tela de mi pantalón. Tras inspirar con fuerza, decidí darle un voto de confianza a aquel hombre y hacer algo que no había hecho nunca antes: sincerarme con un desconocido.

—No me esfuerzo porque no tengo ganas. Mis padres siempre me han obligado a sacar buenas notas, así que cuando era pequeño pensé que si cumplía sus deseos serían felices y me querrían mucho más, pero no fue así; ellos seguían discutiendo y enfadándose conmigo. Por eso decidí dejar de esforzarme, porque sacara las notas que sacase, ellos no cambiarían.

—¿Así que por eso decidiste dejar de esforzarte aunque te repercutiese negativamente durante el resto de tu vida? —me preguntó con un tono duro—. Biel, no te esfuerzas por y para tus padres sino por y para ti.

Miré de soslayo sus manos apoyadas sobre las piernas y suspiré por pura resignación.

—Tus comentarios me hacen sentir como un estúpido, pero tú no me entiendes.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—Que no encuentro ningún tipo de satisfacción en esforzarme por y para mí, ¿cómo la voy a encontrar si me he pasado toda mi vida escuchando que soy miserable? —le pregunté y después carraspeé, porque cada una de las palabras que pronunciaba me raspaban la garganta hasta el punto de hacerme sentir dolor—. Tú no tienes ni idea de lo que significa que te desprecien cada día de tu miserable vida, hasta el punto de terminar sintiendo tanta apatía hacia ti mismo que ni siquiera te quedan ganas de hacer nada por ti porque nada de lo que hagas te llena. —Esperé una respuesta de su parte o cualquier tipo de intervención que me hiciese sentir comprendido, pero su mutismo solo logró frustrarme—. No sé explicarme, ¿vale? ¡No sé hacerlo! Pero si hubieses vivido lo mismo que yo ya me habrías entendido. Así que deja de intentar darme lecciones de moral con tus estúpidas charlas de persona madura cuando ni siquiera tienes la más remota idea de cómo es mi vida.

Había alzado la voz y le había hablado en muy mal tono a Ivan, eso era innegable. Consciente de mi error, me dispuse a levantarme para huir de la habitación cuando el hombre me sujetó por la muñeca para impedírmelo.

—Está bien, tienes razón: no te entiendo. Pero a pesar de eso fuiste tú quien me busco a mí y no al contrario —me señaló, y aquella apreciación fue más que suficiente para que dejara atrás mi intención de marcharme—. ¿Sabes, Biel? Respeto el dolor que sientes hacia tu propia existencia, pero eso no te da derecho a llorar salpicando al resto.

Fue justo ahí cuando giré la cabeza dispuesto a enfrentarme a su mirada. Sus palabras me hicieron sentir tan reprendido que me inundó el arrepentimiento y la vergüenza. Con la voz quebrada, le respondí:

—¿Por qué me dices eso?

—Por la manera en la que tratas a las personas que no te han hecho ningún tipo de daño. Tú sufres, está bien, esa realidad ya me ha quedado más que clara. Y como sufres has decidido rendirte, por eso no vas a seguir luchando, ¿verdad?

—¿Qué te importa?

—No me importa en lo más mínimo —soltó con aspereza—. Esa es la dura realidad, Biel: estás solo. Siempre lo vas a estar. Nadie te va a salvar de tu propio infierno, nunca. Así que no te quedes quieto esperando a que alguien lo haga. El único que puede salvarte eres tú mismo.

—¿Qué intentas decirme con todo esto?

—Que tienes dos opciones: o sigues aquí parado lamentando tu propia existencia o decides salvarte —me dijo, sujetándome con firmeza por el hombro—. Biel, te queda una sola vida para ser feliz, y eso es muy poco tiempo. El mundo te ha puesto mil obstáculos para impedírtelo y tú eres el único que tiene en su mano sucumbir ante esos obstáculos o luchar por tu propia felicidad.

—¿Y cómo lo logro, eh? Es muy fácil hablar cuando ni siquiera sufres mis problemas.

—Yo ya sufro los míos.

—Pero...

—¿Qué vas a decirme? ¿Que los tuyos son peores cuando ni siquiera conoces los míos? ¿No te parece una respuesta muy necia? —Abrí la boca y la cerré al instante. Sí, eso iba a hacer, iba a negar su realidad para otorgarle más crudeza a la mía, un detalle que odiaría profundamente si me lo hiciesen a mí—. Y Biel, deja de atacar a las personas para hacerlas sufrir lo mismo que tú sufres, así solo lograrás que se alejen de ti y que tanto tu felicidad como tus virtudes sean aplastadas por tu emocionalidad.

Desvié la mirada al suelo y me quedé en silencio analizando sus palabras durante unos segundos que me resultaron eternos. Después, me levanté sin que él me lo impidiera y me dirigí a la puerta. Cuando fui a abrirla dispuesto a irme, murmuré:

—No sé por qué regresé aquí.

—Estoy seguro de que regresaste porque querías luchar por tu propia felicidad —me respondió con un tono más amable que provocó que bajara la guardia—. ¿Has almorzado? —Negué con la cabeza—. Es muy tarde y ya ha oscurecido. ¿Por qué no cenas con nosotros?

Me giré de nuevo para observarlo y su amable sonrisa me motivó a aceptar su ofrecimiento con cierta inseguridad. Él se levantó, pasó por mi lado y abrió la puerta. Antes de salir, me dio un par de palmadas en la espalda y me dijo:

—Discúlpate con mi esposa por lo que pasó el otro día.

Le obedecí sin rechistar. Ni siquiera tenía claro por qué lo hacía, solo sabía que algo dentro de mí me obligaba a dar un paso adelante, dispuesto a luchar. Quizás, ese algo se llamaba esperanza.

Me dirigí a la cocina y me situé frente a la señora, que estaba ordenando unos estantes. Esperé a que me prestase atención y le dije con un tono amable al que no estaba nada acostumbrado:

—Lo siento por todo.

—De acuerdo, cariño, acepto tus disculpas —me respondió mientras se limpiaba las manos al delantal. Entonces, su marido apareció tras mi espalda y le entregó mi boletín de notas.

—Míralas —le pidió.

¿Qué? ¿Por qué se las enseñaba sin mi permiso? Me tensé esperando un gesto de decepción al que estaba más que acostumbrado; sin embargo, al igual que Ivan y Karlen, su gesto fue uno muy distinto. En su caso, de enfado.

—Jamás pensé que vería calificaciones tan malas como las de Ivan —me recriminó, y a su marido se le escapó una risa—. Chico, ¿tienes algún pasatiempo que te impida estudiar? —Negué con la cabeza y ella me devolvió el papel—. Entonces no tienes ninguna excusa para sacar tan malas notas. ¿Cuáles son tus planes? ¿Pretendes mejorar para el próximo semestre? —Asentí y ella puso las manos en las caderas—. Más te vale. Entonces esfuérzate y mejora.

—Vale, te lo prometo.

—La promesa te la tienes que hacer a ti mismo, no a mí. A mí no me tienes que prometer nada.

No respondí, estaba impresionado por la amabilidad con la que me trataban; no me reñían, ni me insultaban, ni se mostraban decepcionados conmigo. En vez de eso me hablaban con respeto, de manera acorde a mi edad. Me pregunté si era así como se sentía tener unos padres comprensivos y, entonces, empecé a dirigir mi envida a Karlen. 

Busqué al chico con la mirada y me fijé en que estaba parado frente a la puerta de la cocina, como si fuese incapaz de cruzar la línea que dividía esa estancia del pasillo. Me dispuse a pedirle que entrara para acompañarnos cuando alguien golpeó la puerta principal. Ivan se dirigió a la entrada para abrirla y, entonces, escuché una voz que provocó que me tensara.

—Buenas noches —dijo mi padre—. Disculpe que me presente a estas horas, pero estoy buscando a Biel. Hace horas que debió llegar a casa y mi mujer está preocupada. Él está aquí, ¿verdad?

—Oh, buenas noches, señor Orionov —le saludó Ivan. Pude notar un deje de nerviosismo casi imperceptible en su voz, o quizás el miedo que dominaba mi cuerpo estaba influyendo en mi manera de interpretar cualquier sonido—. Sí, su hijo Biel está aqúi. Ahora mismo voy a buscarlo.

El señor Rigel regresó a la cocina y me hizo una seña con la mano para que lo siguiera. Obedecí y ambos nos dirigimos al recibidor. Al llegar a la puerta me encontré con mi padre vestido con el mismo traje gris con el que había ido a trabajar por la mañana. Ese detalle me hizo llegar a la conclusión de que salió a buscarme en cuanto regresó a nuestra casa y se enteró de mi ausencia.

No quise enfadarlo más de lo que supuse que ya estaría, así que me situé frente a él y bajé un poco la cabeza para pedirle, sin palabras, que perdonase mi comportamiento. Como era de esperar, él no se inmutó. Me dispuse a levantar la mirada y pedir disculpas en voz alta para romper aquel silencio. 

Entonces, sucedió.

Primero escuché un golpe seco. Después sentí un calor insoportable en mi mejilla. Mi padre me acababa de dar una bofetada tan fuerte que provocó que casi perdiera el equilibrio. Lo único que me impidió caer al suelo fue Ivan apoyando sus manos en mi espalda.

Una oleada de vergüenza me sacudió con la misma brutalidad que una ráfaga de aire gélido. Danika se tapó la boca horrorizada. Karlen se quedó paralizado contemplando la escena. Giré la cabeza y me encontré al señor Rigel observando a mi padre con los ojos muy abiertos. Él parecía ajeno a la presencia de la familia Rigel, como si no le importara en lo más mínimo lo que ellos opinaran de su reacción. Se masajeó la mano con la que me había golpeado y la metió en el bolsillo de su chaqueta. Después, me habló con tan dura y autoritaria que me causó más miedo que la posibilidad de que me volviera a abofetear frente a los Rigel.

—No vuelvas a hacer esto.

—Vale —respondí al instante. Él se dio la vuelta y me hizo una seña para que abandonara aquel lugar y lo siguiera.

—Ya me enseñarás las notas en casa. Vámonos —me exigió, y después se dirigió a los Rigel—: disculpen las molestias. Mi hijo no volverá a incordiarlos.

Traté de ignorar sus palabras para no sentirme aún más herido y me dispuse a dar el primer paso para seguirlo, cuando la voz de Ivan, alta y fuerte, me interrumpió:

—Biel, puedes regresar aquí cuando quieras. Las puertas de esta casa siempre estarán abiertas para ti.

No supe qué responderle porque era más que obvio que mi padre se lo tomaría como una ofensa a su autoridad. Mi mirada se dirigió entonces a Karlen, y pude ver que en sus enormes ojos se reflejaban los míos, medrosos. Entonces, una angustiosa necesidad de reafirmación me sacudió. Di un paso hacia atrás y comenté en voz alta:

—Ahora vuelvo, me olvidé de una cosa en el cuarto de Karlen.

Me dirigí a su habitación y él me siguió, como supuse que haría. Cuando ambos entramos, cerré la puerta con cuidado. No le di tiempo a reaccionar; lo agarré por el cuello de la chaqueta y lo estampé contra la pared ante su gesto de asombro.

—Como le cuentes a alguien lo que acaba de pasar, te juro... te juro que... —balbuceé, incapaz de continuar. Incliné la cabeza hacia delante hasta que mi frente tocó la suya, cerré los ojos con la única intención de armarme de valor para terminar mi amenaza, pero no pude; él no se lo merecía—. Joder, qué humillante.

Sentí sus manos sujetando las mías, lo liberé de mi agarré y abrí los ojos. La mirada de Karlen me transmitió tanta paz que olvidé por completo mi necesidad violenta de protegerme; su presencia me hacía sentir tranquilo.

—Biel —murmuró—. Vuelve mañana.

No le respondí. Me alejé y salí de la habitación antes de que mi padre se molestara por mi tardanza. Una vez con él, me despedí de la familia Rigel y cerré la puerta de su casa. Lo último que vi antes de sumirme en la oscuridad de la noche, de las recriminaciones y el dolor, fue a Karlen despidiéndome con una sonrisa que me explicó, sin palabras, que todo seguía yendo bien entre nosotros y que no iba a juzgarme por lo sucedido.

Fue ahí cuando comencé a entender lo que significaba tener un amigo de verdad.

•••

Hola a todos, ¿echasteis de menos esta historia? ¡Espero que os haya gustado el capítulo! Por cierto, muchas veces wattpad no avisa cuando actualizo mi historia. Deja un comentario aquí (y en cada nota a final de capítulo) para que te avise de las siguiente actualización (siempre lo hago y no me cuesta nada <3).

Y preparad las palomitas para el siguiente capítulo.

Continue Reading

You'll Also Like

64.6K 4.3K 99
Donde Mia Campos entra a la casa más famosa del mundo a jugar o donde conocera a gente que se volverán parte de su vida y conocera también al amor ic...
29.5K 997 43
"me gustaría ser más cercana los chicos del club, pero supongo que todo seguirá siendo igual, no?"
340K 13.3K 41
Se llama Marcos. Se apellida Cooper. Y toca la guitarra. Jude Brown es una estudiante de periodismo, tras un largo camino en su vida, tiene que busc...