Guardián ©

Od Itssamleon

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La guerra entre su mundo y el mío es una bomba de tiempo a punto de estallar y la supervivencia de los suyos... Více

Guardián
ADVERTENCIA
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Epílogo | Parte I
Epílogo | Parte II
Nota de la autora | Agradecimientos [Importante]

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Od Itssamleon

El corazón me va a explotar dentro del pecho, pero no dejo de correr. Si lo hago, muero.

Estoy aturdida, aterrorizada y me tiemblan las piernas. De todos modos, acomodo el gorro tejido que he llevado en la cabeza desde que salimos de casa —ese que me cubre el cabello por completo— y que me han instruido llevar en todo momento. Incluso dormida.

... O siendo perseguida.

Alguien tira de mí hacia a un lado y me cubre la boca con la mano para evitar que grite. El rostro horrorizado de mi madre invade mi campo de visión, pero es apenas un segundo. Un instante antes de que me haga entrar en el armario.

—No hagas ruido —dice en un susurro y cierra la puerta.

El sonido de los pasos rápidos retumba por el piso de madera de la casucha en la que nos encontramos. Ya no tratan de ser silenciosos y cautos. Ahora no les importa ser escuchados. Traen con ellos el anuncio del peligro inminente.

Segundos eternos se estiran y se alargan hasta formarme un nudo en el estómago que me hace emitir un ruido involuntario. Un pequeño jadeo mezclado con un suspiro de terror.

Me cubro la boca con las manos sudorosas y temblorosas. Tengo mucho... no... muchísimo miedo.

—¡No!

Abro los ojos como platos.

¡Mamá!

—¡Por favor, no! —Suplica. Jamás la había escuchado así: aterrada—. ¡Noooo!

La escucho gritar una vez más y, luego, la escucho suplicar. Entonces, viene el ruido aterrador. Ese que me hace cerrar los ojos con fuerza y cubrirme los oídos para amortiguarlo, pero no sirve de mucho. De todos modos, soy capaz de percibirlo. Suena como un animal moribundo. Como una criatura agonizante.

Los escucho gritar órdenes a ellos —a los Guardianes— y presiono las palmas con más fuerza contra mis orejas, porque ni siquiera las voces abrumadoras que retumban a toda hora en mi cabeza son capaces de acallar el sonido aterrador de lo que está sucediendo ahora mismo. El pánico que siento es atronador y el corazón me duele como si estuviesen arrancándomelo de tajo.

Alguien abre la puerta del armario, pero no me muevo. Ni siquiera respiro mientras aprieto los ojos con fuerza.

Espero y espero... pero nada sucede.

Encaro a quien sea que ha abierto la puerta.

Frente a mí está un niño, pero no importa porque yo también lo soy. Tiene los ojos azules —¿o grises?... No lo sé— más impresionantes que he visto en mi vida y viste como uno de ellos.

De alguna manera sé que, si no es un Guardián, está entrenando para serlo.

Me tenso por completo cuando alguien le pregunta si ha encontrado algo, pero él ni siquiera se inmuta. Solo me mira fijo durante una fracción de segundo más, antes de decir:

—Aquí solo hay ropa.

Entonces, cierra la puerta...

Y yo despierto.

Me siento aturdida. El pulso me late con fuerza detrás de las orejas y la desorientación me impide moverme de mi lugar durante unos segundos. Ni siquiera la revolución de voces que se lleva a cabo en mi cabeza es capaz de detener la sensación inquietante que el sueño me ha dejado.

Aprieto la mandíbula y parpadeo un par de veces mientras recupero la capacidad de pensar con claridad.

Fue un sueño. Me digo una y otra vez, pero sé que no es verdad. No del todo.

Fue una pesadilla, ; pero también es un recuerdo. Uno que me tortura todavía y que no puedo olvidar por mucho tiempo que pase.

Cierro los ojos, me llevo una mano al colgante de plata en forma de estrella de seis picos que siempre cargo conmigo, y tomo una inspiración profunda. Entonces, me siento de golpe.

Dejo el colgante, tomo el teléfono que descansa en el buró junto a mi cama y miro la hora. Hago una mueca cuando me percato de que faltan cinco minutos para que la alarma suene y decido que es momento de levantarme.

Metódicamente, me visto con lo más cómodo que encuentro y me amarro el cabello en un moño despeinado luego de que lo cepillo con descuido.

Me miro al espejo luego de que me lavo la cara en el diminuto baño que conecta mi alcoba con la del abuelo Taddeus —un hombre que luce como si se hubiese momificado en vida y que es incapaz de comunicarse con el exterior desde hace años debido a su edad. Uno que luce inofensivo, pero que tiene fama de haber sido un reverendo hijo de puta. En todos los aspectos, buenos y malos, que esa declaración implica.

Ojos castaños e insípidos me miran de regreso y bolsas oscuras los acentúan. Me mojo los labios con la lengua y suspiro sin apartar la mirada de mi propia imagen.

Mechones de cabello pelirrojo se sueltan del moño que me he improvisado y manchas oscuras motean mi rostro pálido y mortecino.

La cantaleta incesante en mi cerebro me hace apretar la mandíbula porque el día de hoy parece más demandante de lo común y tomo una inspiración profunda.

—Puedes hacer esto un día más. —Me aliento, pero no sueno convencida. De cualquier modo, luego de lavarme los dientes, me obligo a apartarme del espejo y avanzo por la estancia hasta el armario para tomar mis zapatillas deportivas. Cuando me las calzo, sentada sobre el colchón, miro hacia el escritorio que tengo a los pies de la cama.

Dudo, pero termino levantándome.

El Tarot está justo donde lo dejé ayer, así que lo tomo sin pensarlo demasiado antes de barajarlo con cuidado.

Sé que esta no es la manera correcta de usarlo, pero no me detengo. Al contrario, cierro los ojos y me concentro. En el proceso, le pido a los susurros de mi mente que me ayuden. Entonces, dejo el maso sobre el escritorio. Justo en el centro.

—Dime algo para hoy musito y, luego, tomo una carta.

Arqueo una ceja cuando la veo.

El Diablo.

Bajos instintos. Ego. Brujería...

Me muerdo el interior de la mejilla por lo ambiguo del mensaje y, pese a que quiero tomar otra carta, vacilo un poco. En mi cabeza, las voces comienzan a susurrar con más insistencia; como si concordaran con el mensaje que trata de darme el mazo.

—No te entiendo. Dime un poco más —murmuro, y tomo otra.

La Muerte.

Me congelo un segundo y, por un instante, no soy capaz de escuchar a las voces de mi cabeza. Se han quedado silenciosas. Pasmadas ante lo que ven.

Aprieto la mandíbula.

Precaución. Cuidado. La muerte rondando.

Una extraña sensación de malestar me recorre las extremidades y aprieto la mandíbula.

—¿Quiero saber a qué te refieres? —inquiero, y sueno curiosa y asustada en partes iguales.

Sé que debo parecer una completa lunática hablándole al Tarot como si se tratase de una persona, pero no puedo evitarlo. Me siento tan ligada a él, que a veces siento que se comunica conmigo y me dice cosas importantes.

Tomo otra carta.

Cinco de Bastos.

El malestar se convierte en algo más insidioso cuando la clara advertencia me golpea en la cara. Un sabor amargo se acumula en la punta de mi lengua y el corazón me da un tropiezo cuando recuerdo que los Guardianes de Élite han llegado a la ciudad.

De pronto, tengo ganas de vomitar y las voces —que comienzan a rugir, imperiosas— solo consiguen acentuar el pequeño caos que se ha apoderado de mi sistema en cuestión de segundos.

Durante un instante, considero la posibilidad de consultar en internet el significado de esa mezcla de cartas, pero descarto el pensamiento porque sé que no es necesario. Sé el significado de cada una de ellas y lo que tienen que decir cuando se mezclan las unas con las otras. He hecho esto durante tanto tiempo que no necesito revisar nada —pese a que siento la necesidad de hacerlo—. El mensaje es claro:

Advertencia. Cuidado. Cautela. Peligro de muerte.

En ese momento, llaman a la puerta de la alcoba y me vuelvo sobre mi eje con rapidez, como si hubiese sido pillada haciendo algo indebido.

Pero es que sí estás haciendo algo indebido. Me susurra el subconsciente, con su vocecilla irritante, pero la ignoro.

A nadie en esta casa le gusta que utilice el Tarot. Dicen que inquieta la energía de la Línea que atraviesa la ciudad.

—¡Voy! —digo, en voz alta, para ser escuchada y, rápido, guardo las cartas dentro de su caja y las introduzco en la primera gaveta del escritorio, aún con las manos temblorosas.

Acto seguido, me encamino a la salida.

La impresionante imagen de Enzo me recibe y me deja sin aliento durante unos instantes.

Cabellos rubios se enroscan en todas las direcciones posibles y su piel blanquecina contrasta con la oscuridad de sus ojos castaños. Su piel —repleta de diminutas y preciosas pecas— tiene una tonalidad saludable y, pese a que viste una sudadera enorme y unos pantalones deportivos, no puedo evitar recordar el cuerpo fuerte y marcado que se encuentra debajo de todo eso.

Trago duro.

Demasiadas emociones para iniciar una mañana.

—¿Estás lista, gusano? —dice, ajeno a la revolución que provoca dentro de mí, y siento cómo el calor me invade las mejillas.

Eres una enferma de mierda. Me reprimo, solo porque no puedo dejar de pensar en lo guapo que es y en lo prohibido que está para mí.

—Vuelve a decirme así. Te reto. —replico, obligándome a sonar molesta, al tiempo que lo empujo fuera de mi camino.

—Amanecimos de malas, por lo que veo —bromea al tiempo que me sigue y ruedo los ojos al cielo con fingido fastidio, pese a que no puede verme.

El día todavía no comienza y todos duermen. Todos menos nosotros, por supuesto.

—Empezaremos con quince minutos de trote antes de calentar —dice, en voz baja, echándose la capucha de la sudadera encima y manteniendo el tono ligero.

Lo miro como boba mientras asiento.

Acto seguido, lo imito y abre la puerta. El frío me cala en los huesos y aprieto los dientes para evitar castañearlos mientras salimos del calor de la residencia.

No puedo evitar congelarme en mi lugar al sentir la densidad en el ambiente. Esa extraña picazón en la nuca provocada por la energía alborotada de la Línea energética que corre debajo de nuestros pies.

Así ha estado últimamente. Inquieta. Abrumadora.

—Maddie... —Enzo llama mi atención unos cuantos pasos por delante de mí.

Parpadeo unas cuantas veces, aturdida, y él entorna los ojos en mi dirección.

—¿Tú también lo sientes? —inquiere en voz baja, y asiento.

—No es normal.

—No, no lo es. —Asiente, en acuerdo, pero no dice nada más, solo hace un gesto de cabeza indicando que debemos comenzar a movernos.

Hemos hecho esto todos los días desde hace unos meses, cuando todo con los Guardianes empeoró; pero todavía no logro acostumbrarme al extenuante ritmo que Enzo Black, mi primo —y el heredero del Clan de la familia druida más importante existente en el mundo—, impone. Ni hablar del dolor de cuerpo que me provoca exponerme a las bajas temperaturas de Kodiak en septiembre.

Lo miro mientras se aparta y toma su propio ritmo por el camino de tierra en medio de la enorme arbolada que rodea la propiedad donde vivimos, y no puedo evitar maldecir en lo más profundo de mi mente.

¡Deja de hacer eso! Me reprimo y aprieto el paso.

La casa Black está situada en medio de la nada. Literalmente. Vivimos rodeados por el bosque de una de las ciudades más recónditas del mundo. Una que, por si no fuera poco, está en una maldita isla. Y ni siquiera es una isla bonita con sol, palmeras y playas preciosas. Es una gris, húmeda y fría que está rodeada por las aguas heladas del golfo de Alaska.

Es el lugar más deprimente en la faz de la tierra y está repleto de Guardianes —porque aquí está asentado el Clan Knight—. Es por eso que es el más seguro —o, al menos, lo era—. Nadie viene a buscar a un Druida en el culo del mundo. Mucho menos, si ese lugar está debajo de las narices de la familia de Guardianes más importante existente. Es por eso que nos asentamos aquí. Porque nos escondíamos, como cucarachas, en la cocina cochambrosa y descuidada de los Knight. Porque podrán tener al mundo a salvo, pero Kodiak —junto con Bailey, Carolina del Norte, Los Ángeles y La India— es un caos energético. Uno del que estuvimos aprovechándonos desde que tengo uso de razón.

Ahora las cosas han cambiado. Saben que estamos aquí y, pese a que la familia Markov —un clan de brujos muy poderoso e influyente en su país— nos ha brindado todo su apoyo y protección, es solo cuestión de tiempo para que traten de hacer algo al respecto.

Nosotros somos Black. La familia Druida más poderosa que jamás existió. Esa que desafió al Primer Guardián y le juró lealtad a Lucifer. Esa que fue cazada por los Guardianes hasta que nos redujeron a esto. A ser un remedo de familia que intenta, desesperadamente, sobrevivir a la extinción que pretenden poner sobre nuestras cabezas.

No hay manera de que los Markov, por más importantes que sean, puedan sacarnos de aquí antes de que los Guardianes encuentren la manera de condenarnos. De demostrar que somos peligrosos para la humanidad y erradicarnos por completo.

El corazón se me hunde en el pecho cuando pienso en mi madre y en lo que esos hombres podrían hacernos de no lograr escapar a tiempo.

Quizás a ti te perdonan la vida. Después de todo, no eres del todo una Black. Me susurra el subconsciente y dejo que el pensamiento —fantasioso y poco probable— me reconforte mientras troto.

Para cuando Enzo decide que ha sido suficiente tortura por hoy, estoy agotada y sudando a chorros. Tengo ganas de quitarme la sudadera, pero sé que voy a lamentarlo si lo hago, así que me aguanto el bochorno.

Enzo, contrario a mí, luce bastante decente. Un poco agitado, pero, por lo demás, compuesto y en una sola pieza.

—Pareciera que quien amaneció de malas fuiste tú —digo, sin aliento, mientras volvemos andando a la finca.

Muero por un baño caliente y tres horas de sueño, pero sé que voy a tener que renunciar a la posibilidad de dormir. No puedo darme el lujo de volver a faltar a clase de historia una vez más —porque, así el mundo esté cayéndose a pedazos, uno tiene que ir a la preparatoria, ¿no es así?...

Así pues, me conformo con la perspectiva de tomar una ducha calentita llegando a casa.

Enzo no habla. Se queda en silencio, dejando que el sonido de nuestros pasos sobre la tierra sea nuestro único compañero.

—Los Guardianes de Élite llegan hoy —pronuncia cuando estamos a punto de llegar.

—Lo hicieron ayer, de hecho. Lo hacen cada año en estas fechas —puntualizo, y no porque necesite tranquilizarlo a él; sino porque necesito hacerlo yo.

Odio que estén aquí. Odio que vengan. Odio que el mundo esté regido bajo sus reglas.

—Pero esta vez es diferente. Lo sabes.

Aprieto la mandíbula.

—¿Por qué seguimos haciendo esto? —inquiero, con un hilo de voz, cuando estamos cerca del pórtico de la casa. Afuera aún está oscuro, pero el cielo ha empezado a clarear un poco.

Con suerte, hoy todavía tendremos seis horas de luz solar. Eso si no llueve, por supuesto. Pero no cuento con ello. Aquí casi siempre llueve.

—¿El qué?

—Ir a la escuela. A trabajar. —Sueno frustrada mientras hablo—. Deberíamos estar huyendo de aquí.

—¿Y darles la razón? ¿Evidenciar que, efectivamente, estamos haciendo algo malo? —Enzo suelta con dureza, pero, de alguna manera, consigue sonar paternal y dulce—. No podemos huir, Maddie. No hemos hecho nada malo. Solo somos Druidas. Descendientes de aquellos que pactaron con los Demonios Mayores.

Aprieto la mandíbula.

Desearía que ese fuese el pensamiento de los Guardianes, pero no es así. Ellos no piensan de esa manera.

Existen para mantener y preservar el equilibrio entre el mundo energético y el terrenal. Para proteger a los seres humanos de toda la devastación que dejó el Pandemónium. Ese que cambió a la humanidad para siempre y nos hizo darnos cuenta de la existencia de criaturas que solo aparecen en los más bellos de nuestros sueños...

... Y en nuestras más horribles pesadillas.

Y, en teoría, la labor es noble.

En teoría.

La realidad es que a los Guardianes no les importa iniciar cacerías en contra de todas aquellas criaturas que suponen un peligro para su preciado equilibrio. Eso incluye a mujeres embarazadas y familias enteras.

Y tampoco es como si nosotros fuésemos inocentes del todo. Nuestros antepasados tomaron un montón de malas decisiones; sin embargo, quienes estamos pagando las consecuencias somos nosotros.

—Solo... mantén perfil bajo. Pero, sobre todo, mantente alerta —instruye, mientras rebusca en los bolsillos de su pantalón deportivo por sus llaves.

Asiento, mientras trato de deshacerme de la sensación extraña que sus palabras me dejan, pero es imposible.

—Tú también —musito, pero no estoy segura de que me haya escuchado, ya que no dice nada más. Solo abre la puerta y espera a un lado para que haga mi camino al interior cálido de la finca.


***


Mis manos tiemblan, el corazón me golpea con fuerza contra las costillas y se siente como si trajera un nudo inmenso atorado en la boca del estómago. La ansiedad es tan intensa, que apenas puedo soportarla.

La desesperación hace que el pecho se me contraiga con violencia y me quedo sin aliento mientras que trato de escuchar lo que la profesora de historia explica delante de la clase.

Creo que habla sobre el origen de los Guardianes. De cómo es que, hace ciento cincuenta años, Miguel Arcángel vino a la tierra a detener el Pandemónium. A detener a Lucifer de apoderarse de la tierra.

De cómo la humanidad cambió desde ese entonces y el mundo que en ese entonces existía dejó de ser el mismo al enterarse de la existencia de los ángeles y los demonios.

De todo este universo energético que ahora es parte de nuestro día a día.

No estoy muy segura de qué más se habla, pero, por lo pronto, todo se centra en eso: en el Pandemónium... O, al menos, eso es lo único que me permiten escuchar los susurros incesantes de mi cabeza.

Están volviéndome loca. No soy capaz de concentrarme en nada. Ni siquiera soy capaz de comprender qué demonios están diciendo. Quiero que se callen. Que me dejen tranquila por un instante; sin embargo, me encuentro aquí, sentada en un destartalado pupitre, con la vista clavada en la pizarra del aula, tratando de no perder el control de mí misma delante de todo el mundo.

Tomo una inspiración profunda y cierro los ojos.

Por favor, deténganse. Suplico para mis adentros, pero las voces no ceden. Nunca lo hacen; y hoy, en especial, son demandantes. Insoportables.

Mi mamá las llamaba Oráculo. Yo las llamo dolor en el culo. Aparecieron cuando era muy pequeña —un poco antes de que fuera asesinada—, y no me han abandonado ni un solo momento desde entonces. Ella decía que eran una bendición; que el Oráculo no sigue a cualquiera y que debo utilizar su poder para cuidar de los nuestros; sin embargo, para mí se siente como una maldición.

Toda mi existencia es una horrible maldición, si puedo ser honesta.

Yo no pedí esto. Nunca quise ser así. Ser un Black —o, al menos, en parte— es la más horrible de las torturas. Es vivir escondiéndote para no ser asesinado. Es tratar de escabullirte entre la gente común y corriente, y rogarle al cielo que los Guardianes no sean capaces de encontrarte.

¡Jesús, Madeleine! —La voz alarmada de la profesora, junto con la mención de mi nombre, me hacen alzar la vista de golpe—. ¡¿Qué estás haciendo?!

La expresión horrorizada en su rostro, hace que la confusión se arraigue en mi sistema, pero me toma unos instantes descubrir que no es a mí a quien mira. Al menos, no a mi cara; sino a mis brazos. Mi vista cae en ellos y el corazón se me estruja cuando noto la sangre que brota de los rascones que me he hecho en los antebrazos.

El ardor comienza a hacerse presente y, rápido, me levanto de la silla y me apresuro hacia la salida del salón. Decenas de murmullos estallan en el aula y se mezclan con las insidiosas voces del Oráculo. Retazos de conversaciones vienen a mí, pero no soy capaz de comprender del todo lo que mis compañeros dicen. De todos modos, sé que hablan de mí. Sé que están mirándome como si fuese una completa lunática. Como si no pudiesen comprender cómo es que dejaron que una persona como yo se mezclara entre ellos.

Salgo lo más rápido que puedo y me encamino hacia el baño de chicas. Trato de atrapar las gotas de sangre que escurren, pero un par de ellas se me escapan y caen al suelo dejando un rastro detrás de mí.

Ni siquiera sé cómo es que no sentí dolor en ese momento. Es como si mi cuerpo y mi mente se hubiesen desconectado por completo.

Al llegar a mi destino, me enjuago los antebrazos y observo las heridas. No son grandes, y tampoco profundas; solo escandalosas. Trato de detener el sangrado presionando papel de baño sobre las partes de piel lastimada, pero lo único que consigo es que el ardor incremente. De pronto, no soy capaz de escuchar nada. No soy capaz de hacer otra cosa más que sentir el dolor de las heridas que me he infligido.

Las voces insidiosas en mi cabeza, han disminuido su fuerza; los susurros inconexos en idiomas que ni siquiera comprendo son solo un eco distante y extraño. El alivio que invade mi torrente sanguíneo es casi enfermo. El dolor parece amortiguar al Oráculo, y no hay nada más relajante y satisfactorio que eso.

Si sigo así voy a volverme loca. Si no aprendo a controlar esto voy a perder la cabeza en cualquier instante.

Los ataques de ansiedad son cada vez más frecuentes; y la migraña, el insomnio y las pesadillas nunca han sido los mejores aliados. El Oráculo está acabando conmigo, y no sé qué hacer para impedirlo. A veces creo que terminaré muriendo a causa de esto y no de los Guardianes.

—¿Maddie? —La voz femenina invade mis oídos y aprieto la mandíbula, en un intento desesperado por reprimir una maldición.

—Estoy bien —digo, lo suficientemente fuerte para que, quien sea que se encuentra afuera del baño, me escuche. Sé que tiene miedo, ya que no ha intentado entrar. No la culpo. Desde que se desató el rumor de que somos los Black de las leyendas —esos que le declararon la guerra al Primer Guardián— nadie quiere relacionarse mucho con nosotros. Es como si portáramos la peste o algo por el estilo.

Si tan solo todo hubiera seguido tal cual estaba...

En ese entonces, solo tenía que preocuparme por tres puntos. Por tres reglas básicas y simples:

Nunca reveles qué eres.

Bajo ninguna circunstancia hables sobre tu familia.

Si te topas con un Guardián, huye.

Las primeras dos, eran fáciles de llevar a cabo; sobre todo cuando has pasado la mitad de tu vida rechazando esa parte de ti que te hace diferente a las personas que te rodean. La tercera, sin embargo, era la más difícil de todas. Hay Guardianes por todos lados y se escabullen entre la gente, igual que nosotros. Nos superan en número y se jactan de ser los protectores de aquellos que no tienen ni idea de lo que realmente pueden hacer las Líneas Ley y el poder que poseen.

¿Para mí? No son más que un puñado de hijos de puta que disfrutan de asesinar a quien osa desafiarlos.

—¿Necesitas algo? —La voz insiste desde afuera y cierro los ojos unos segundos.

—No —digo, lacónica, pero amable—. Gracias.

Luego de eso, la única respuesta que obtengo es el silencio.

Un suspiro tembloroso me abandona los labios y reprimo las ganas que tengo de echarme agua fría en la cara. En su lugar, me lavo bien los rascones y me obligo a abandonar la estancia cuando las voces empiezan a darme un poco de tregua.

Miro el reloj que cuelga al final del pasillo de la preparatoria de Kodiak y decido que voy a esperar aquí, afuera del salón, los últimos cinco minutos de clase que quedan para pasar por mis cosas e ir a desayunar algo a la cafetería.

Me quedo junto a la puerta del aula sin siquiera molestarme en disimular que estoy perdiendo el tiempo, y clavo la vista en la pizarra de anuncios hasta que uno en especial me llama la atención.

Ceremonia de Bienvenida.

Invitados de honor:

Élite Guardián

La fecha es de hoy. Esta mañana fue la estúpida ceremonia de bienvenida para esos engreídos de mierda. Nos hicieron sentarnos en el maldito auditorio durante cuarenta y cinco minutos para escuchar el mismo discurso sobre la impresionante labor que los Guardianes hacen por el mundo.

Por supuesto, todo el alumnado se volvió loco cuando, cual celebridades, la Élite más joven de Guardianes se puso de pie para agradecer la bienvenida.

Casi ruedo los ojos al cielo al recordar las conversaciones que he escuchado durante todo el día. Es casi ridícula la forma en la que podemos idealizar a alguien; elevándolo hasta los cielos y volviéndolo inalcanzable cuando en realidad es tan común como cualquiera de nosotros.

El asunto es que no son tan comunes como tú. Apunta mi subconsciente y aprieto la mandíbula.

Sé que tiene razón. Los Guardianes son todo menos comunes y corrientes. Descienden de los mismísimos ángeles. De los Sellos del Apocalipsis. Si hay alguien que es todo menos común es uno de ellos.

Una punzada de genuina preocupación me atenaza el pecho cuando recuerdo que, dentro de ese grupo de Élite que ha llegado a la ciudad, se encuentra el hijo del líder de todos los Clanes Guardianes. El heredero al trono, por así decirlo.

A todo esto —y por si no fuese suficiente con eso—, hay que sumarle el hecho de que el sujeto en cuestión tiene una reputación aterradora: es el mejor en su generación. El Guardián de Élite más joven en terminar su preparación y, además, es el más experimentado de todos los que vinieron aquí.

Lleva colgando un letrero de peligro y no puedo darme el lujo de pasarlo por alto.

El timbre que indica el final de las clases y el inicio del almuerzo me hace salir de mi ensimismamiento y parpadeo un par de veces para deshacerme de la sensación extraña que me ha dejado el hilo de mis pensamientos.

El sonido de las voces en mi cabeza toma fuerza conforme el pasillo se va llenando de gente y espero lo suficiente para escabullirme en el aula para tomar mis cosas y dirigirme a la cafetería.

El Oráculo toma fuerza cada vez más rápido y, mezclado con el barullo general del pasillo, hace que sienta como si la cabeza fuese a estallarme en cualquier instante.

Todo se siente difuso y en lo único en lo que puedo concentrarme es en el estruendo dentro de mi mente. El día de hoy las voces no paran de hablar. Es como si algo las estuviese perturbando.

Son los Guardianes. De nuevo, mi subconsciente traicionero me refuta y casi rechino los dientes porque, de nuevo, tiene razón.

El aturdimiento apenas me permite ser consciente de lo que pasa a mi alrededor mientras me abro paso hasta mi destino. En el trayecto, considero la posibilidad de ir a la enfermería para que me envíen a casa; pero, antes de que me decida a hacerlo, ya me encuentro tomando mi asiento habitual en la mesa en el que suelo instalarme, casi al fondo de la cafetería.

Leroy, uno de los pocos amigos que me quedaron luego de que la mierda sobre nuestra familia salió a la luz hace unos meses, ya se encuentra ahí, con los ojos clavados en la nueva baratija que ha conseguido en el mercado de Lo Antiguo. Es una tableta electrónica. De esas que son tan viejas como el culo del diablo.

No se molesta en saludarme. Solo lanza una bolsa de papel en mi dirección.

—Mamá me hizo un emparedado extra —dice, sin mirarme.

Es mentira. Hace mucho que sé que es él mismo el que me prepara el desayuno todos los días porque le preocupa cuán delgada soy.

—Dale las gracias de mi parte —sonrío, amable—. Dile que es la mejor.

Es solo hasta ese momento que se digna a levantar su cara regordeta hacia mí.

—¿Te sientes bien? Estás verde.

Suelto una risotada muy a mi pesar.

—¿Qué tanto?

—Como la hierba que mi hermano se fuma en la azotea.

Esta vez, suelto una carcajada.

—Me duele la cabeza.

—¿De nuevo?

—De nuevo. —Hago una mueca.

—Es porque no comes bien. Debes alimentarte mejor, Madeleine.

Ruedo los ojos al cielo y estoy a punto de replicar, cuando la vista de Leroy se posa en un punto a mis espaldas y palidece.

De inmediato, se pone de pie y, soltando una palabrota, se lleva las manos a la cabeza.

La alarma que se detona en mi sistema es tanta, que me giro para observar lo que ha perturbado a mi amigo. En ese momento, toda la sangre se me agolpa en los pies.

Oh, mierda...

El corazón me da un tropiezo mientras me pongo de pie sin siquiera pensarlo dos veces. Las piernas me fallan mientras me abro paso entre las mesas abarrotadas que ahora comienzan a mirar hacia un punto cerca de la fila de la comida.

No, no, no, no...

Me detengo en seco tan pronto como tengo un vistazo de la familiar cabellera rubia de Enzo y el corazón se me sube a la garganta en el instante en el que veo al chico afroamericano vestido de negro que mira fijo a mi primo.

Terror crudo me agarrota las extremidades cuando noto cómo sus compañeros miran en dirección a Enzo como si fuese un espécimen digno de toda su atención.

Un Guardián ha detenido a Enzo y ahora están frente a frente, encarándose.

—Tu eres ese chico Black, ¿no es así? —El Guardián afroamericano inquiere y aprieto los puños.

Enzo no responde. Se queda quieto, pero no aparta los ojos del chico que trata de intimidarlo.

El Guardián esboza una sonrisa maliciosa.

—Lo eres, ¿no es cierto?

Silencio.

—No sabes cuánto voy a disfrutar acabar con tu familia de mierda. —El Guardián continúa y esta vez, el miedo paralizante se mezcla con un destello de ira.

Enzo trata de marcharse, pero el Guardián lo sostiene por el brazo. De un movimiento, mi primo se quita el agarre del chico y lo mira con una hostilidad que jamás había visto en su cara.

—No me toques. —Lo escucho sisear y un estremecimiento me recorre de pies a cabeza.

—O si no, ¿qué?

—No quieres averiguarlo.

El filo oscuro y tétrico que llena la mirada del Guardián envía un escalofrío por mi espina.

La atención de todo el mundo está fija en ellos ahora.

—¿Me estás amenazando?

—Tómalo como se te antoje.

De acuerdo. Fue suficiente. Va a meterse en problemas graves si no cierra la boca.

Avanzo en dirección a Enzo, dispuesta a tirar de él y llevármelo lejos de aquí; pero, tan pronto, como le pongo una mano encima y empiezo a instarlo a moverse, la voz del Guardián me llena los oídos.

—¿Necesitas que tu noviecita venga a defenderte?

—Vete al infierno, imbécil. —Le espeto, presa de mi maldita boca suelta y la poca tolerancia que tengo hacia los patanes de mierda como él.

—Ella también es Black. —Alguien grita y me vuelco hacia el idiota que ni siquiera conozco pero que se ha tomado la atribución de informarle a los Guardianes sobre mi apellido. Entonces, le muestro el dedo medio de la mano derecha.

—Maddie... —Enzo me reprime, pero lo mando al carajo porque ha sido él el que nos ha metido en este lío en primer lugar.

—Y una mierda, Enzo. Ni te atrevas a regañarme.

—Si me la mamas te perdono la vida, rojita. —El Guardián interviene.

El Oráculo gruñe ante la declaración y exige venganza. Respeto.

—Te la voy a mamar cuando tengas una, cabrón de mierda —replico, ahora enfurecida por la forma en la que ese idiota trata de hablarme y, en esta ocasión, todo el mundo enmudece ante lo que digo.

Debo admitir que yo también quiero enmudecer, pero para dejar de decir tantas estupideces.

El gesto del chico se ha oscurecido tanto que casi me arrepiento de haber abierto la boca, pero me obligo a sostenerle la mirada.

—¿Quieres que te la enseñe a la fuerza, hija de puta?

Las voces rugen en mi interior, exigentes y aterradoras, y me aturden; pero, de pronto, como si algo se hubiese accionado en mi cerebro, se apagan por completo. Los susurros desaparecen y la nitidez del mundo a mí alrededor me abruma por completo. Mi vista recorre todo el lugar, y se siente como si estuviese viendo el mundo por primera vez en la vida.

En ese momento, una voz ronca, aburrida y autoritaria, me llena los oídos:

—Córtalo ya, Henry, o habrá consecuencias.

Mi vista se posa en el lugar de donde la voz proviene y el corazón me da un vuelco furioso cuando lo veo.

Cabello negro como la noche, ojos azul grisáceo, mandíbula angulosa, tez mortecina, manchas suaves moteando sus mejillas y pómulos.

Sé que es un Guardián. Viste como uno. El asunto es que él, dentro de los suyos, no es uno de ellos. Puedo sentirlo.

El Oráculo se fue. ¿Por qué demonios se fue?

Parpadeo un par de veces, aturdida y aterrorizada de ese sujeto y sé, de inmediato, que debe ser el hijo de Sylvester Knight, el hombre que ordenó la ejecución de mi madre. El hombre que se encarga de liderar a los Guardianes. Ese mismo que pretende asesinarnos.

Un escalofrío me recorre entera.

Henry solo mira al chico que ha decidido intervenir y aprieta la mandíbula con fuerza. Está claro para mí que, sea quien sea ese sujeto, es capaz de darle órdenes a su igual.

—Como sea... —masculla Henry antes de abrirse paso en dirección a la salida del lugar.

No sabía que estaba conteniendo el aliento hasta ese momento, pero no bajo la guardia por completo. Solo observo al resto de los Guardianes —que también nos evalúan con cautela.

Clavo los ojos en el hijo del líder. Iskandar, creo que se llama. Como el Primer Guardián.

Él me mira de regreso, inexpresivo, pero con un brillo curioso en los ojos.

No dice nada. Yo tampoco lo hago. Solo nos observamos durante un segundo antes de que Enzo tire de mí y nos haga abandonar el lugar.





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