Oliver Twist

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo LI

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Donde se da la explicación de más de un misterio y se habla de una proposición matrimonial, pero sin mencionar la dote ni el presente para alfileres


Dos días después de ocurridos los sucesos narrados en el capítulo anterior, Oliver montaba en un coche de camino que debía conducirle velozmente a la población en que vio la luz primera. Acompañábanle la — Moylie y señorita Rosa, la buena señorita Bedwin y el excelente doctor, y, ocupando una silla de posta, seguían el señor Brownlow y otra persona, cuyo nombre no mencionaremos por ahora.

Poco, muy poco se hablaba durante el viaje, pues Oliver se sentía dominado por una agitación y una incertidumbre que le impedían poner en orden sus pensamientos y le privaban casi del uso de la palabra, y esa agitación y esa incertidumbre producían efectos casi idénticos en todos sus compañeros. Por el señor Brownlow sabían ya las —s y Oliver las declaraciones de Monks, y aunque todos estaban persuadidos de que el objeto del viaje era acabar una obra con tan brillantes auspicios comenzada, no es menos cierto que el asunto se presentaba envuelto en dudas y misterios que a todos traían recelosos y suspensos.

Tanto Brownlow como el doctor tuvieron buen cuidado de impedir que llegara a oídos de las —s la noticia de los trágicos acontecimientos ocurridos recientemente.

—Es verdad —observó el primero—, que no pasará mucho tiempo sin que lo sepan; pero nada se pierde dejándolas por ahora en la ignorancia, y en cambio, puede ganarse mucho.

El viaje, pues, nada tenía de alegre: todos los viajeros guardaban silencio, todos hacían mil reflexiones acerca del objeto que en el coche los había reunido, pero nadie estaba dispuesto a exteriorizar en forma sensible los pensamientos que le embargaban.

Pero si Oliver había permanecido silencioso mientras se dirigía a su ciudad natal por un camino que le era perfectamente desconocido, no le sucedió lo mismo al cruzar sitios que le recordaron tiempos antiguos. ¡Qué de emociones nacieron en su pecho al recordar la época en que había recorrido aquel mismo camino a pie, pobre, desvalido, huérfano, sin protección, sin hogar, sin un techo compasivo que le ofreciera asilo!

—¡Mire usted... mire usted! —exclamó Oliver, asiendo anhelante la mano de Rosa y sacando el brazo por la ventanilla del carruaje. ¡Por aquel portillo pasé!... ¡Al abrigo de aquellas cercas me escondí, temiendo que me dieran alcance mis perseguidores y me obligaran a volver!.. ¡Aquel sendero que cruza los campos conduce a la casa en que me tuvieron de niño, a la sucursal del hospicio-asilo!... ¡Oh, Ricardito, Ricardito!... ¡Qué placer, amigo mío, si pudiera verte ahora!

—Muy pronto podrás disfrutar de esa alegría —contestó Rosa, tomando entre sus manos las de Oliver—. Le dirás que eres muy feliz, que te has hecho rico, y que tu mayor placer es volver a buscarle para hacerle feliz también a él.

—¡Sí... sí... —exclamó entusiasmado Oliver—. ¡Y lo... lo sacaremos de allí, y lo vestiremos y lo instruiremos, y lo enviaremos al campo para que crezca y engorde!... ¿verdad que sí?

Rosa contestó con una señal afirmativa, pues las lágrimas de felicidad que corrían por las mejillas del muchacho mientras sonreía, la, habían afectado profundamente y casi le impedían hablar.

—Usted será para él muy buena, muy dulce, porque lo es para todo el mundo —repuso Oliver—. Ya sé que llorará usted cuando Ricardito le cuente su historia... ¡Oh, sí, llorará! ¡Pero no importa! Se secarán las lágrimas y volverá a sonreír... ¡Ya lo creo que volverá!... También mi historia la hizo llorar a usted, y, sin embargo, ahora sonríe... Cuando yo me escapé, mi amiguito me dijo: «¡Dios te bendiga!» —prosiguió el muchacho, profundamente afectado—. Cuando yo le vea ahora, le diré: «¡Dios te bendice!»

Llegados a la población, y sobre todo, cuando penetraron por sus estrechas calles, hízose no poco difícil contener al muchacho dentro de los límites racionales. Allí continuaba en el sitio mismo en que antes estuvo la funeraria de Sowerberry, aunque con menos lujo que en tiempos pasados, si no mentían los recuerdos de Oliver; allí estaban las tiendas, las casas que tan bien conocía, la mayor parte de las cuales le recordaban algún incidente de su vida; allí estaban el carro de Gamfield, el mismo carro que siempre vio, frente a la puerta de la vieja posada; allí el hospicio-asilo, triste prisión donde se deslizaron sus años más tempranos, con sus ventanas que, ceñudas, miraban a la calle; allí, en la puerta, el mismo portero tan flaco, tan chupado como siempre, a cuya vista retrocedió involuntariamente Oliver, aunque segundos después se rió de su tontería; allí, en las puertas de las casas o asomadas a las ventanas docenas de rostros que Oliver recordaba perfectamente; allí lo encontró todo igual, como si lo hubiera dejado la víspera, como si su vida reciente no hubiese sido más que, un sueño feliz.

Era, sin embargo, una realidad, realidad pura, feliz, deliciosa. El carruaje rodó en derechura a la fonda principal de la población (edificio que siempre había mirado Oliver con religioso temor, tomándolo por suntuoso palacio, y que ahora creía que había desmerecido mucho en grandiosidad y proporciones), donde encontraron al señor Grimwig que les recibió con muestras de alegría, que besó a la señorita y también a la dama cuando descendieron del carruaje, exactamente lo mismo que si él hubiera sido el abuelo de toda aquella familia, y que se deshizo en sonrisas y frases agradables, sin que ni una sola vez se le ocurriera indicar que estaba dispuesto a comerse su propia cabeza, ni aun cuando un postillón viejo le llevó la contraria acerca de cuál fuera el camino más recto para ir a Londres, y sostuvo con tesón que lo conocía mejor que nadie, no obstante no haberlo recorrido más que una vez, y ésa, profundamente dormido. La comida estaba preparada, para todos había habitaciones dispuestas y todo estaba arreglado y previsto cual por arte mágico.

A pesar de todo, al cabo de media hora, pasada la primera emoción, todos quedaron tan silenciosos y preocupados como durante el viaje. El señor Brownlow no acudió a la mesa, común, pues se hizo servir la comida aparte. Los otros dos caballeros entraban y salían azorados, sus rostros reflejaban ansiedad y con frecuencia se hablaban al oído. En una ocasión llamaron a la — Maylie, la cual, al cabo de una hora de ausencia, volvió con los ojos hinchados a fuerza de llorar. Todos estos detalles llenaron de inquietud a Rosa y a Oliver, únicos que al parecer no estaban al tanto de los nuevos secretos. Esperaban, pues, silenciosos; y si alguna palabra cambiaban, hacíanlo en tono muy bajo, cual si hasta el timbre de sus propias voces les diera miedo.

Al fin, a eso de las nueve, cuando creían que nada averiguarían por aquella noche, entraron en la habitación los señores Losberne y Grimwig, seguidos por Brownlow y otro hombre cuya presencia arrancó a Oliver un grito de sorpresa, pues le aseguraron que era hermano suyo, y, sin embargo, era el mismo con quien tropezó en la posada de la población a la cual llevó la carta para el doctor cuando Rosa estuvo enferma, y el que junto con Fajín se presentó en la ventana de su cuarto. Monks lanzó al muchacho una mirada de odio, que ni aun allí supo disimular, y tomó asiento cerca de la puerta. El señor Brownlow, que llevaba algunos papeles en la mano, se acercó a la mesa junto a la cual estaban sentados Rosa y Oliver.

—He de cumplir un deber penoso —dijo—; pero es preciso que repita aquí la substancia de estas declaraciones, firmadas en Londres a presencia de varios testigos. De buen grado hubiera perdonado a usted esta humillación; pero antes de separarnos, es necesario que las oigamos de boca de usted, ya sabe porqué.

—Adelante —dijo el interpelado, volviendo a medias la cabeza—. Despachemos cuanto antes. Me parece que he hecho bastante; no me entretenga mucho tiempo aquí.

—Este muchacho —dijo el señor Brownlow, poniendo su mano sobre la cabeza de Oliver—, es su hermanastro; el hijo ilegítimo de su padre Edmundo Leeford, mi amigo más querido, y de la pobre Inés Fleming, fallecida a raíz de haberle dado a luz.

—Sí —respondió Monks, mirando de soslayo a Oliver, cuyo corazón apenas latía, y que temblaba como un azogado—. Ese es su hijo bastardo.

—La frase que usted acaba de emplear —repitió con duro acento Brownlow—, envuelve una censura contra los que ha mucho tiempo se encuentran fuera del alcance de las del mundo. Es un insulto que no puede ya deshonrar a nadie más que a usted... Pero dejemos esto... ¿Nació el muchacho en esta población?

—En el hospicio de esta población —contestó Monks con expresión sombría—. Ahí tiene, usted la historia —terminó, señalando con el índice a los papeles.

—Lo sé; pero quiero que nos la refiera usted de viva voz —replicó Brownlow.

—¡Escuchen, pues! —gritó Monks—. Habiendo enfermado su padre en Roma, mi madre, separada de él desde largo tiempo antes, salió de París, donde residía, llevándome en su compañía, para acudir al lado de su marido, impulsada única y exclusivamente por el deseo de asegurar su fortuna, pues si no estoy muy engañado, ni mi madre profesaba a su marido afecto alguno, ni este último se lo profesaba a la primera. No nos reconoció mi padre, pues cuando llegamos había perdido las facultades y estaba sumido en un letargo que se prolongó hasta el momento de morir, que fue al día siguiente al de nuestra llegada. Entre los documentos que encontramos en su mesa, fechados la noche misma que se sintió enfermo, había un sobre dirigido a usted (al señor Brownlow) el cual sobre, además de su nombre y señas, tenía unas líneas en las que decía que no le fuera entregado hasta después de su muerte. Uno de los documentos a que me refiero era una carta dirigida a la llamada Inés y el otro, un testamento.

—¿Qué decía la carta? —preguntó Brownlow.

—¿La carta? Era un pliego de papel escrito en todos sentidos, una especie de confesión, general, llena de frases de arrepentimiento y de plegarias dirigidas a Dios para que lo tomase bajo su protección. Parece que había engañado a la joven diciéndole que un misterio secreto... que algún día le revelaría... hacía imposible su matrimonio por entonces; la muchacha fió por lo visto demasiado en él, y perdió lo que nadie podía devolverle. Cuando murió mi padre, la tal Inés estaba en los últimos meses de su embarazo. Mi padre le revelaba todo lo que, de haber continuado viviendo, tenía intención de hacer para ocultar su deshonra; y le suplicaba, en caso que muriese, que no maldijera su memoria ni creyera que las consecuencias de su falta recaerían sobre ella ni sobre el fruto de su desdichado amor, puesto que la culpa era suya y de nadie más que suya. Le recordaba asimismo el día en que le regaló un medallón y una sortija, con su nombre de pila grabado en el interior y un hueco que siempre creyó que podría llenar en su día con su apellido. Rogábale que conservase la sortija y llevase siempre el medallón junto al corazón, como lo llevó hasta entonces, y continuaba, repitiendo infinidad de veces las mismas palabras, como si hubiera perdido la razón. Yo creo que, en efecto, la había perdido.

—Háblenos usted del testamento —dijo Brownlow.

Lágrimas abundantes corrían por las mejillas de Oliver.

Como Monks guardara silencio, dijo Brownlow:

—En substancia, el testamento era repetición de la carta. Hablaba de las desgracias que su mujer había acarreado sobre su cabeza; de su carácter rebelde, de su temperamento inclinado al vicio y a la maldad, de las malas pasiones que prematuramente habían inficionado el alma de usted, de su hijo único, a quien desde la cuna habían enseñado a aborrecer a su padre. Legaba una renta anual de ochocientas libras esterlinas a usted y otra de la misma cantidad a su madre, y hacía de su fortuna dos partes iguales, nombrando heredara de una de ellas a Inés Fleming, y de la otra al hijo de su culpable amor, dado caso que naciera vivo y llegase a edad de poder heredar. Si era niña, heredaría la parte de fortuna mencionada si condiciones; pero si era niño, di ponía el testamento que sólo heredaría si llegaba a la mayoría edad sin manchar su nombre con ningún acto público deshonroso, con ninguna bajeza o cobardía. Hace constar que imponía la condición expuesta para dar una prueba de confianza sin límites que le merecía la madre, y exteriorizar su convencimiento, que la proximidad de muerte robustecía más y más, de que el fruto de su amor heredaría el corazón noble y sentimientos elevados de la madre. Caso que estas esperanzas resultaran falsas, la mitad la herencia recaía sobre usted, pues entonces y sólo entonces, es decir cuando el tiempo demostrase que los dos hijos eran iguales, reconocería en usted prioridad de derecho la herencia de su bolsa, bien que nunca a la de su afecto, que desde niño había usted rechazado con frialdad y aversión.

—Mi madre —replicó Monks hizo lo que cualquiera otra mujer hubiera hecho en su caso: quemó testamento. La carta no llegó jamás a manos de su destinatario, pero la conservó, juntamente con otras pruebas, por si algún día le convenía hacer pública la deshonra de Inés. El padre de ésta no tardó en sabe la verdad, aunque revestida y adornada con cuantas circunstancias agravantes pudo inspirar a mi madre el odio violento que le profesaba, y que yo apruebo y le he agradecido siempre. Abrumado bajo peso de la vergüenza y el deshonor, el padre huyó al rincón más remoto y solitario del condado de Gales, donde tomó nombre supuesto, a fin que nunca sus amigos pudieran saber dónde se había refugiado. La hija había abandonado algunas semanas antes la casa paterna. El padre la buscó por todas partes, recorrió solo y a pie pueblos y ciudades y parece que, la noche que desesperando encontrarla, regresó a su casa diciendo que aquélla se había arrancado la vida con sus manos, el pesar, los sufrimientos, la desesperación, llevaron a la fosa al pobre viejo.

Siguió un silencio que se prolongó hasta que Brownlow reanudó el hilo de la narración.

—Algunos años más tarde me hizo una visita la madre de Eduardo Leeford, del hombre que tenemos delante. Habíala abandonado su hijo, cuando apenas si contaba dieciocho años, después de robarle su dinero y alhajas. El hijo, luego que dilapidó la fortuna en burdeles y tabernas, se hizo jugador y falsario y huyó a Londres, donde por espacio de dos años vivió entre individuos de las más bajas capas sociales. Languidecía su madre mientras tanto, caminaba con pasos de gigante hacia el sepulcro, en alas de una enfermedad incurable, y aquélla quiso ver a su hijo antes de morir. Practicáronse pesquisas, por cierto muy escrupulosas, que, si bien es cierto que resultaron completamente estériles durante algún tiempo, viéronse al fin coronadas por el éxito. La madre volvió a Francia llevando en su compañía a su hijo.

—Murió —dijo Monks—, después de una enfermedad muy larga. En su lecho de muerte, me reveló los secretos, legándome al propio tiempo un odio implacable y mortal contra todas las personas que con los mismos tenían relación, aunque a decir verdad, hubiera podido ahorrarse la molestia de legarme un aborrecimiento que desde muchos años antes había yo heredado. Nunca creyó en el suicidio de la que fue querida de su marido antes de dar a luz, antes por el contrario, daba por seguro que había nacido de ella un hijo varón, y que éste vivía. Yo le juré que, si alguna vez lo tropezaba, lo perseguiría sin tregua ni descanso, y le haría víctima de la más cruel e implacable de las animosidades, y que, para satisfacer el odio que tan profundo arraigaba en mi corazón, y para mofarme de aquel testamento insultante, no cejaría hasta llevar a la horca o a presidio al hijo de la infame adúltera. Mi madre tenía razón. De los amores criminales había nacido un niño, que al fin tropecé en mi camino. Principié muy bien; y de no haber sido por las habladurías de una miserable, habría terminado mejor.

Mientras Monks, cruzado de brazos, desahogaba su rabia impotente lanzando espantosas imprecaciones, el señor Brownlow se volvió hacia los mudos y aterrados testigos de aquella escena y les explicó cómo el judío cómplice y confidente de aquel hombre, había recibido una cantidad respetable cuando Oliver cayó en sus lazos, de la cual debía restituir una parte si el muchacho se le escapaba, y cómo, a consecuencia de una disputa sobre el mismo tema, hicieron los dos un viaje a la casa de campo en que veraneaba con las —s Maylie con el objeto de identificarle.

—¿Y el medallón y la sortija —preguntó Brownlow, volviéndose hacia Monks—, dónde están?

—Los compré al hombre y a la mujer de quienes hablé a usted, los cuales los habían robado a una enfermera, que a su vez los robó a un cadáver —contestó Monks, sin alzar la vista—. Ya sabe usted lo que hice de ellos.

Hizo Brownlow una seña a Grimwig, quien salió de la habitación inmediatamente, para regresar segundos después empujando a la — Bumble, la cual traía a remolque a su dulce consorte.

—¿Me engañan mis ojos o es este mancebo mi querido Oliver? —exclamó Bumble, con entusiasmo perfectamente fingido—. ¡Ah, Oliver! ¡No puede formarse idea de las inquietudes que he sentido por usted.

—¡Cállate, estúpido! —murmuró la dulce — Bumble.

—¿Acaso no es natural... muy natural? —replicó el director del hospicio-asilo—. Yo, que le eduqué parroquialmente, ¿puedo menos de exteriorizar la alegría que me embarga al verle entre estas —s y estos caballeros de aspecto tan distinguido? Siempre quise a este niño como si hubiera sido mi propio... mi... mismo abuelo —añadió Bumble, como no encontrando término de comparación bastante apropiada—. ¡Oliver... mi querido Oliver!... ¿te acuerdas de aquel caballero del chaleco blanco? ¡Ah! ¡Subió a los Cielos la semana última, encerrado en un féretro de roble con asas de plata, Oliver!

—¡Basta, señor mío, basta! —interrumpió Grimwig de mal talante—. ¡Guarde sus lamentaciones para mejor ocasión!

—Procuraré contenerme, caballero —contestó con humildad Bumble—. ¿Cómo está usted, caballero? Celebraré infinito que su salud sea tan perfecta como para mí la deseo.

El saludo iba dirigido a Brownlow, quien se había adelantado unos pasos colocándose junto al interesante matrimonio.

—¿Conoce usted a ese hombre? —preguntó Brownlow, señalando con el índice a Monks.

—No, señor —respondió Bumble sin titubear.

—Tal vez le conozca usted —repuso Brownlow, dirigiéndose a la esposa de Bumble.

—No le he visto en mi vida —contestó la interrogada.

—¿Ni le ha vendido nunca nada?

—Nada.

—¿No ha tenido usted nunca en su poder un medallón de oro y una sortija del mismo metal?.

—No, señor —contestó la matrona—. ¿Nos ha hecho usted venir aquí para dirigirnos preguntas tontas?

Brownlow hizo otra seña a Grimwig, quien salió de nuevo con rapidez extraordinaria. Cuando volvió a entrar, no le acompañaban, como antes, un hombre robusto y una mujer de sólida constitución, sino dos viejas paralíticas, que vacilaba y se tambaleaban al andar.

—Usted cerró la puerta la noche que murió la vieja Sara —dijo la primera de las recién llegadas, e tendiendo su brazo temblón hacia la — Bumble—, pero ni pudo, ahogar el sonido ni tapó las rendijas de la puerta.

—No —añadió la otra, tendiendo miradas cansadas en derredor—. ¡No, no, no!

—Oímos muy bien que la moribunda trataba de confesarle a usted lo que había hecho, y vimos que usted arrancaba de su mano, un papel. Al día siguiente, la seguimos cuando fue usted al Monte de Piedad.

—Sí —repuso la otra—. Se trataba de un medallón y una sortija de oro. Vimos que entregaban a usted esos objetos... ¡Oh! ¡Estábamos, cerca... muy cerca!

—Y aún sabemos más —añadió la primera—. Hace mucho tiempo que nos refirió la vieja Sara todo lo que aquella — joven le dijo antes de morir, a saber: que sabiendo que su fin estaba próximo, quería morir cerca de la tumba del padre de su hijo, y que hacia ella se encaminaba cuando la sorprendió la enfermedad.

—¿Quiere usted que hagamos entrar también al dependiente del Monte de Piedad? —preguntó Grimwig, dando un paso hacia la puerta.

—No —contestó la matrona—. Puesto que ese hombre —añadió, señalando a Monks— ha tenido la cobardía de confesar, y por otra parte han sonsacado ustedes a estas brujas, nada tengo que decir. Vendí los objetos que son motivo de sus preguntas, y se encuentran donde no han de poder recogerlos. ¿Qué más quieren saber?

—Nada —contestó Brownlow—. Nada más deseamos saber ni nada más tenemos que hacer, sino evitar que, en lo sucesivo, usted y su digno marido ocupen un cargo de confianza. Pueden retirarse.

—Espero —dijo Bumble con acento compungido en el momento que Grimwig se retiraba acompañando a las dos viejas—, espero que este desdichado incidente no nos privará de nuestro cargo parroquial.

—Tenga usted la seguridad de que se quedará sin él —replicó Brownlow—. Vaya acostumbrándose a la idea, y dé gracias a Dios de lo que nos conformamos con tan poco.

—Fue todo obra de mi —: ella me obligó —observó el ex bedel después de asegurarse de que su cara mitad se había ido ya.

—No sirve la excusa —contestó Brownlow—. Usted se hallaba presente cuando arrojaron al río los objetos en cuestión, y a los ojos de la Ley, es el más culpable de los dos, pues legalmente se supone que su mujer obedece en todos sus actos sus instrucciones.

—Si la Ley supone semejante desatino —replicó Bumble, estrujando el sombrero entre sus manos—, la Ley es una estúpida de tomo y lomo. Si, como dice usted mira la Ley, a buen seguro que mira con ojos de soltero, y lo peor que a la Ley puedo desearle, es que le abra los ojos la experiencia... sí; la experiencia.

Dichas las palabras anteriores, Bumble se encasquetó el sombrero, metió las manos en los bolsillos del pantalón, y salió siguiendo a su mujer.

—Señorita —dijo Brownlow, dirigiéndose a Rosa—. Déme la mano... pero no tiemble, que no son para asustarla las pocas palabras que me restan decir a usted.

—Si tienen... no comprendo que puedan tenerla ... pero si tienen relación directa conmigo, le agradecería que las dejase para otra ocasión: en este momento me encuentro sin fuerzas y sin valor.

—Está usted en un error —replicó Brownlow—, Tiene más valor del que dice; se lo aseguro... ¿Conoce usted a esta señorita?

—Sí —respondió Monks, que era a quien la pregunta iba dirigida.

—No creo haber visto a usted nunca —terció con voz débil Rosa.

—Yo, en cambio, la he visto a usted muchas veces —dijo Monks.

—El padre de la infortunada Inés tuvo dos hijas —repuso el señor Brownlow—. ¿Cuál fue la suerte de la otra... de la niña?

—La niña —contestó Monks—, luego que murió su padre en país extraño, bajo nombre supuesto, sin dejar una carta, un libro, un pedazo de papel, un objeto cualquiera que pudiera ser indicación del sitio en que podían encontrarse sus parientes o amigos... la niña, repito, fue recogida por unos pobres aldeanos que cuidaron de ella como si hija suya fuera.

—Adelante —dijo Brownlow, indicando a la señora Maylie que se acercase—. Siga usted.

—No pudo usted descubrir dónde estaba la niña —repuso Monks—, pero allí donde la amistad se estrella sale a veces triunfante el odio. Mi madre dio con ella después de un año de pesquisas diligentes, llevadas a cabo con astucia sin igual.

—¿Y se la llevó consigo?

—No. Los aldeanos que la habían recogido eran muy pobres, y comenzaban, sobre todo el marido, a cansarse de su generosidad. Mi madre, que lo comprendió así, les entregó una pequeña cantidad de dinero, que duró muy poco tiempo, y les ofreció que les enviaría más, aunque con ánimo de olvidar su promesa. No pareciéndole garantía bastante de la infelicidad futura de la niña la pobreza y el descontento de los aldeanos, quiso robustecerla contándoles la historia de la deshonra de su hermana, historia que alteró en la medida que más convenía a sus miras. Les recomendó que tuvieran cuidado con aquella niña, por cuyas venas corría mala sangre, y añadió que era ilegítima y que seguramente con el tiempo había de ser una mala pécora. Creyeron el cuento los aldeanos, y la niña arrastró una existencia miserable, tan miserable, que hasta a nosotros nos llenó de satisfacción. Una señora viuda de Chester, metiéndose donde no debía, la vio por casualidad y tuvo lástima de ella. La llevó a su casa. El diablo debió volvernos las espaldas por entonces, pues a pesar de todos nuestros trabajos, que no fueron pocos, la niña continuó en casa de la viuda y fue feliz. Hace dos o tres años la perdí de vista, y no volví a tropezarla hasta hace dos o tres meses.

—¿La ve usted ahora?

—¡Claro que sí! Apoyada en su brazo de usted.

—Mas no por eso deja de ser mi sobrina —terció la señora Maylie, abriendo sus brazos a la niña, próxima a caer desmayada—; no por eso deja de ser mi hija querida. ¡Por todos los tesoros del mundo no renunciaría ahora a ella! ¡Mi dulce compañera... mi hija idolatrada!...

—¡La única persona que me ha querido!... —exclamó Rosa, abrazando a la dama—. ¡La que yo más quiero y reverencio en el mundo!... ¡Oh! ¡Mi corazón va a estallar!... ¡No puedo resistir tanta emoción!

—Y tú eres y has sido siempre para mí la mejor, la más dulce de las hijas, la que me has dado a probar las delicias de una felicidad que con ninguna otra de la tierra puede compararse —dijo la bondadosa dama, abrazándola una y otra vez—. Pero... ¡vaya, querida mía! ¡No olvides que hay quien espera anhelante tus brazos!.. ¡Pobrecillo!... ¡Mírala... mírala... ahí tienes a tu tía!

—¡No! ¡Mi tía no! —gritó Oliver, echándole los brazos al cuello y besándola con transporte—. ¡Nunca la llamaré tía!... ¡La llamaré hermana, hermana cariñosa, hermana adorable, a quien mi corazón me enseñó a amar con ternura desde el momento que la vi! ¡Rosa... mi querida Rosa... cuanto te quiero... oh!

Respetemos las lágrimas que rodearon por las mejillas de los dos huérfanos, y las palabras entrecortadas que se cruzaron durante el prolongado abrazo que siguió; son lágrimas y palabras sagradas. En un momento, y en el mismo instante, encontraban y perdían a un padre, una hermana y una madre. La misma copa les ofrecía dulces alegrías y tristezas amargas. No eran, empero, de pesadumbre sus lágrimas, pues la misma pena que anegaba sus almas aparecía tan dulcificada por recuerdos los más gratos y tiernos, que quedaba limpia de toda sensación dolorosa y convertida en dicha solemne.

Mucho tiempo permanecieron solos. Unos golpecitos dados a la puerta anunciaron que alguien esperaba fuera.

Abrióla Oliver, y se fue presuroso, cediendo el puesto a Enrique Maylie.

—Todo lo sé —comenzó diciendo éste, sentándose junto a la encantadora joven—. Mi querida Rosa... nada ignoro... No me trae aquí el azar —añadió, al cabo de una pausa prolongada—; ni ha sido tampoco hoy cuando me han revelado lo que pasa. Lo supe ayer... no antes. ¿No adivinas que vengo a recordarte una promesa?

—¡Alto! —exclamó Rosa—. ¿Dices que lo sabes todo?

—Absolutamente todo. Recuerda que me diste permiso para volver sobre el asunto que en nuestra última entrevista tratamos, siempre que lo hiciera dentro del plazo de un año.

—En efecto.

—No para insistir en que modificaras tu resolución —añadió el joven—, sino para que la expusieras por segunda vez, si tal era tu deseo. Yo me comprometí a poner mi posición social y mi fortuna a tus pies, pero sin hacer nada para conmoverte en el caso en que persistas en tu primera resolución.

—Los mismos motivos que entonces guiaron mi conducta habrán de guiarla ahora —contestó con entereza Rosa. ¿Cuándo, en la medida de esta noche, me han ligado obligaciones sagradas para con aquella cuya bondad me libró de una vida de miseria y de sufrimientos? ¡Es una lucha... lucha terrible —añadió Rosa—; pero lucha que me llena de orgullo! ¡Es un golpe cruel, pero mi corazón sabrá sufrirlo con denuedo!

—Las revelaciones de esta noche —comenzó diciendo Enrique.

—Las revelaciones de esta noche —interrumpió Rosa—, me dejan, por lo que a mí respecta, en la misma situación de antes.

—¡Te empeñas en tratarme con crueldad, Rosa! —exclamó Enrique.

—¡Oh... Enrique... Enrique! —contestó la joven, rompiendo a llorar—. ¡Ojalá me fuera dado evitarme ese dolor!

—¿Por qué, pues, han de imponértelo? —replicó Enrique tomándole una mano—. ¡No olvides, Rosa querida, no olvides lo que has oído esta noche!

—¿Y qué es lo que he oído? —exclamó Rosa—. ¿Qué es lo que he sabido? Que la deshonra, al envolver a mi familia, tan profundamente afectó a mi pobre padre, que le obligó a esconderse donde... ¡Oh! ¡No hablemos de ello Enrique, que harto se ha hablado ya!

—¡No, no! ¡Aún no! —gritó Enrique, deteniendo a la joven que se levantaba para marcharse—. Esperanzas, deseos, sueños, ilusiones, sentimientos, todo... todo, excepto el amor que te profeso, ha sufrido en mí un cambio radical. Hoy no te ofrezco ya un puesto elevado entre una sociedad consagrada a las agitaciones y grandezas del mundo, de ese mundo envidioso y miserable, donde hay que sonrojarse de todo menos de lo que realmente es vergonzoso y vil: te ofrezco nada más que una cosa... un corazón y un hogar... Rosa, querida, única cosa que te puedo ofrecer.

—¿Pero qué significan tus palabras? —preguntó la joven.

—Significa que cuando me despedí de ti, lo hice con la resolución firme de destruir todos los obstáculos que pudieran alzarse entre nosotros dos, decidido a pedir un puesto en tu rango social si me era imposible llevarte a ti al mío, y a volver mis espaldas con desprecio a todo aquel que te mirase con desdén. Eso es lo que he hecho ya. Los que por ese motivo se han alejado de mí, se han alejado también de ti, demostrándome que tenías tú razón. Protectores poderosos, amigos influyentes, individuos de mi familia que entonces me prodigaban sonrisas, me miran con indiferencia... ¡No importa! Quedan en Inglaterra risueñas campiñas y árboles seculares en una de las regiones más ricas, con una aldea, y una iglesia... ¡que son míos; míos, querida! Allí me espera una casita rústica, Rosa, donde viviré contigo más orgulloso y contento que rodeado de todos los esplendores del mundo. He aquí mi rango, he aquí mi posición actual. ¡Ambos los pongo a tus pies!

—Nada tan desagradable como tener que esperar a enamorados a la hora de cenar —dijo Grimwig, que acababa de descabezar un sueño.

A decir verdad, la cena estaba esperando hacía bastante tiempo. Ni la señora Maylie, ni su hijo, ni Rosa, pues los tres se presentaron juntos en el comedor, pudieron encontrar nada que justificase su tardanza.

—Esta noche sí que me han asaltado tentaciones muy serias de comerme mi propia cabeza, pues he llegado a temer que no tendría otra cosa para satisfacer mi hambre —repuso Grimwig—. Si se me permite la libertad, ofreceré mis respetos a la futura de Enrique.

Sin esperar permiso, Grimwig abrazó a la pobre niña, cuyas mejillas se pusieron encendidas como la grana; y como el ejemplo es contagioso, seguidamente imitaron la conducta de Grimwig y el doctor Losberne. No faltaban maliciosos que aseguran que quien había roto el fuego fue Enrique Maylie, antes de salir de la habitación obscura inmediata; pero otras personas dignas de crédito dicen que el joven no se atrevió a tanto.

—¡Oliver... hijo mío! —exclamó la señora Maylie—. ¿De dónde vienes? ¿Por qué esa tristeza? ¡Veo lágrimas en tus ojos!... ¿Qué te pasa?

¡Cuán fecundo en decepciones es el mundo! ¡Nuestras esperanzas más queridas, precisamente las que más honran a nuestra naturaleza, son con frecuencia las primeras en disiparse!

¡El pobre Ricardito había fallecido!

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Luke, un hombre murió y renació como un dragón. Su sistema se despertó cuando nació, y en su cofre del tesoro inicial, obtuvo un antiguo linaje kript...
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"A veces la tristeza me invade y no me deja escapar. Mis pensamientos se vuelven amargos y lo único que quiero es llorar."