Oliver Twist

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo L

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By WattpadClasicosES

La persecución y fuga


A orillas del Támesis, no lejos de la iglesia de Rotherhithe, allí donde se alzan sobre el río los edificios más sucios y ruinosos, y los barcos son más negros como consecuencia del polvo de la hulla y del humo que escapa de los caserones emplazados al borde mismo de las aguas, existía, y existe en la actualidad, la más inmunda, la más singular, la más extraordinaria de las localidades que encierra en su seno la ciudad de Londres, y que desconocen, hasta de nombre, la inmensa mayoría de sus habitantes.

Para llegar hasta el sitio a que me refiero, preciso es atravesar una enmarañada red de callejas estrechas, tortuosas y cubiertas de lodo, frecuentadas por la población más pobre y grosera de la ribera, y dedicada al tráfico que los lectores adivinarán sin esfuerzo.

Encierran las tiendas las provisiones más baratas y menos delicadas: penden de la puerta del tendero, de las fachadas de las casas y de las ventanas los tejidos más burdos y ordinarios y las ropas menos conformes con las exigencias de la moda. El que penetra por aquel lugar, ha de pasar entre apiñados grupos de obreros sin trabajo, cargadores de lastre, descargadores de carbón, ha de codearse con turbas de mujeres desvergonzadas, con ejércitos de muchachos harapientos, con la escoria, la hez de la playa, ha de cerrar los ojos a espectáculos nauseabundos, y la nariz a miasmas de corrompidos, y los oídos al estruendo ensordecedor que producen los millares de carros que cruzan por todas partes, transportando pesadas mercancías desde los almacenes a los barcos, o desde éstos a aquéllos. Cuando al fin llega a calles más distanciadas y menos transitadas que las que acaba de dejar a sus espaldas, encuentra el visitante edificios que se sostienen de milagro, casas desmanteladas, paredes que amenazan caer sobre su cabeza, chimeneas medio derruidas, ventanas defendidas con barrotes de hierro enmohecido, más que enmohecido, comido por la herrumbre, y todas las características de la desolación y del abandono.

En esos parajes, más allá de Dockhead, en el poblado de Southwark, hállase la llamada Isla de Jacob, circundada por un foso lleno de fango, de unos seis a ocho pies de profundidad por quince o veinte de anchura, en otro tiempo llamado Mill Pond, nombre que en nuestros días ha sido reemplazado por el de Folly Ditch. El foso desemboca en el Támesis y puede llenarse de agua a todas horas abriendo las esclusas de Lead Mills, que fueron las que le dieron el nombre antiguo. Cualquier extraño que en ocasiones semejantes escogiera como observatorio uno de los puentes de madera tendidos por Mill Lane, vería que los habitantes de las casas de entrambas orillas bajaban desde las ventanas cubos, pozales y vasijas de toda clase que luego izaban llenas de agua, y si luego, separando la vista de tales operaciones domésticas, la dirigía a las casas en sí, sorprendería escenas que llevarían su sorpresa hasta un punto indecible. Desvencijadas galerías de madera comunes a la parte posterior de media docena de casas, provistas de agujeros abundantes para contemplar, sin duda, el mar de cieno que duerme debajo; ventanas rotas, sin cristales, de los cuales sobresalen largas pértigas que servirían para tender en ellas ropa blanca si la ropa blanca no fuera allí artículo desconocido; habitaciones tan estrechas, tan sucias, tan infectas, que el aire no se atreve a visitarlas por temor a contaminarse, casuchas de madera emplazadas sobre el fango, que amenaza tragarlas, y que más de una se ha tragado ya, paredes ennegrecidas en ruinas... en una palabra: sus espantados ojos encontrarían la miseria, la pobreza, con todo su horrible séquito de suciedad, de basura, de hediondez.

En la Isla de Jacob, los almacenes están vacíos y las casas se derrumban; las ventanas no son ya ventanas, las puertas yacen en el centro de las calles, las chimeneas son negras, pero no despiden ya humo. Treinta o cuarenta años atrás, antes que aquel distrito fuera teatro y víctima de interminable serie de pleitos, era centro comercial de primer orden; pero hoy es una isla desierta en toda la extensión de la palabra. Las casas no pertenecen a nadie, carecen de puertas, y las habitan los que tienen valor para penetrar en ellas, los cuales viven y mueren allí sin que nadie les moleste. A decir verdad, preciso es tener motivos muy poderosos para vivir oculto, o verse reducido a la condición más miserable, para buscar refugio en la Isla de Jacob.

En el piso alto de una de las casas aludidas, edificio aislado y de grandes proporciones, en estado ruinoso bajo todos los aspectos, pero defendido con sólidas puertas y ventanas, emplazado sobre el borde mismo del foso descrito, hállanse reunidos tres hombres, los cuales permanecen sentados, dirigiéndose mutuamente miradas de inquietud, como si esperasen algún suceso desagradable, pero sin osar moverse ni romper el silencio. Uno de ellos es nuestro antiguo conocido Tomás Crackit, el otro el señor Chitling, y el tercero, un bandido de cincuenta años cuya nariz debió quedar, en su mayor parte, como trofeo de alguna pendencia antigua, y cuya cara presenta una cicatriz horrorosa, recuerdo probablemente de la misma o de alguna otra pendencia. Llámase este último Kags y es licenciado de presidio.

—Cuando el calor excesivo te indujo a abandonar la antigua huronera en que vivías con tus amigos —dijo Tomás a Chitling— bien hubieras podido escoger cualquier otro palacio que no fuera éste, amigo mío.

—¿Por qué no te has ido tú, pedazo de bruto? —contestó Kags.

—Yo creí que me recibirías mejor —dijo Chitling con aire pensativo.

—Debes comprender, joven —replicó Tomás—, que cuando un hombre se resuelve a vivir completamente solo, como yo lo he hecho, y se encierra en una casa para que nadie fiscalice sus actos, es muy poco agradable recibir una visita de un caballero de tus méritos, por muy entretenido que resulte jugar con él alguna que otra partida de cartas.

—Y sobre todo —observó Kags—, cuando ese caballerito lleva consigo a un amigo, que ha llegado repentinamente y antes de tiempo del extranjero, y es, por añadidura, demasiado modesto para pasar su tarjeta a los jueces participándoles su regreso.

Siguió un momento de silencio. Tomás Crackit, comprendiendo que le sería imposible continuar la conversación en la forma humorística comenzada, volvióse hacia Chitling y le preguntó:

—¿Cuándo prendieron a Fajín?

—A la hora de comer... a las dos de la tarde de hoy. Carlos Bates y yo pudimos disiparnos como el humo, por la chimenea: Bolter se metió de cabeza en la tinaja, que estaba sin agua; pero sus hermosas piernas eran demasiado largas, sobresalían, y le echaron también mano.

—¿Y Belita?

—¡Pobrecilla! —exclamó Chitling con tristeza—. Fue a ver el cadáver, y su vista la enloqueció de tal suerte, que al salir, gritando y dándose de cabezadas contra las paredes, tuvieron que ponerle una camisa de fuerza y llevarla al hospital. Allí está.

—¿Y qué se ha hecho de Bates? —preguntó Kags.

—Anda por ahí rondando, sin atreverse a llegar aquí hasta que cierre la noche, pero no tardará en aparecer —contestó Chitling—. No puede refugiarse en ninguna otra parte, pues todos los individuos de Los Lisiados están sometidos a estrecha vigilancia, y hasta la taberna... me acerqué y lo vi con mis propios ojos... hasta la taberna está llena de esbirros.

—Ha sido un cataclismo —observó Tomás, mordiéndose los labios—. Más de uno caerá esta vez.

—Están ya instruyendo la causa —dijo Kags—; si van con actividad y Bolter declara... que declarará, no me cabe duda, quedará demostrada la complicidad del judío, mejor dicho, la inducción al crimen, dictarán sentencia el viernes, y dentro de seis días, a contar de hoy, bailará en el aire.

—¡Había que oír los gritos de las gentes! —exclamó Chitling—. Los agentes de policía tuvieron que luchar como demonios para que no lo hicieran pedazos. Hubo un momento en que consiguieron derribarlo en tierra, y fue necesario formar un círculo y conducirlo en medio hasta la cárcel. ¡Si le hubieras visto cubierto de fango y de sangre, lanzar en derredor miradas de espanto y abrazarse a los policías como si sus mejores y más cariñosos amigos fueran! ¡Me parece que los estoy viendo, resistiendo las acometidas furiosas de las turbas y arrastrando entre ellos al judío! ¡Estoy viendo a los hombres, que se precipitaban unos tras otros, rechinando los dientes y acosándole como bestias feroces! ¡Veo la sangre que empapaba su cabello y barbas y resuenan en mis oídos los alaridos de las mujeres que querían despedazarle a dentelladas, que juraban que con sus uñas le arrancarían el corazón!

El que fue testigo de aquella escena horrorosa, presa de espanto al recordarla, se tapó con las manos los oídos, y cerrando los ojos, comenzó a pasear agitado por la estancia, con el aspecto del que corre peligro de perder la razón.

Mientras Chitling paseaba agitado, sin mirar a sus compañeros, que permanecían silenciosos con la mirada clavada en el suelo, oyóse un ruido en la escalera y segundos después penetraba saltando en la habitación el perro de Sikes. Todos corrieron a la ventana, bajaron presurosos por la escalera y salieron a la calle. El animal había entrado por una ventana, y como no hizo movimiento alguno para seguirlos, supusieron que venía solo.

—¿Qué significa esto? —preguntó Tomás, luego que volvieron los tres a la habitación—. No es posible que venga aquí... yo... yo... espero que no vendrá.

—Si hubiese de venir aquí, habría llegado con el perro —contestó Kags, inclinándose para examinar al animal, que se había echado en el suelo sin aliento—. ¡Vaya! Le daremos un poco de agua, pues ha corrido tanto, que está medio muerto.

—Ni una gota ha dejado —observó Chitling, después de contemplar al perro mientras bebía—. Cubierto de fango, cojo, medio ciego... mucho ha debido de correr.

—¿De dónde vendrá? —preguntó Tomás—. Sin duda ha ido a muchas partes, y no encontrando más que personas desconocidas, ha llegado aquí, donde ha estado muchas veces: ¿pero dónde se habrá separado de su amo y por qué llega solo?

—Yo no creo que él —nadie se atrevía a pronunciar el nombre del asesino—, se haya quitado de en medio con sus propias manos —dijo Chitling—. ¿Qué os parece?

Tomás movió la cabeza.

—Si se hubiese matado —dijo Kags—, el perro haría lo posible por llevarnos al sitio donde dejó su cadáver... No; lo que yo creo, es que habrá encontrado forma de abandonar el país y dejado el perro de una manera u otra... no sé cómo, si no le ha dado esquinazo.

Como esta suposición ofrecía más visos de probabilidad, fue aceptada por todos. El perro se agazapo debajo de una silla, donde no tardó en dormirse sin hacer caso de nadie.

Como la noche había cerrado ya, cerraron las ventanas y encendieron una vela que colocaron sobre la mesa. Los terribles sucesos acaecidos en los dos días anteriores habían producido en los tres hombres impresión profunda, a la que daban mayor fuerza todavía el peligro y la, incertidumbre de su propia situación. Acercando sus sillas y hablando en voz tan baja, que parecía susurros, estremeciéndose al menor ruido, cualquiera hubiese podido creer que el cadáver de la joven asesinada se hallaba en la estancia contigua.

En tal actitud se encontraban hacía ya rato, cuando oyeron llamar con insistencia a la puerta de la calle.

—Debe ser Bates —dijo Kags.

Llamaron de nuevo... ¡No... no era Bates! Bates nunca llamaba así.

Llegóse Crackit a la ventana, sacó la cabeza, miró... y no tuvo que molestarse en decir quién era el que llamaba, pues la palidez de su rostro lo dijo con tanta claridad como hubiera podido hacerlo su lengua, El perro despertó inmediatamente y corrió ladrando a la puerta.

—No hay más remedio que dejarle entrar —dijo Crackit, tomando la vela.

—¿No hay más remedio? preguntó Kags con voz ronca.

—No; no lo hay.

—No nos dejes a obscuras —exclamó Kags tomando otra vela y encendiéndola, pero con mano tan torpe y temblorosa, que el llamamiento se repitió otras dos veces.

Crackit bajó a abrir, no tardando en subir, seguido por otro hombre cuya cara ocultaba casi por completo una bufanda. Al quitársela, dejó ver un rostro blanco como un sudario, unas facciones lívidas, unos ojos hundidos, unas mejillas demacradas, una barba muy crecida y enmarañada... en una palabra: un hombre que apenas si era una sombra de Sikes.

Puso la mano sobre el respaldo de una silla que había en el centro de la habitación, pero agitó su cuerpo un estremecimiento violento en el instante en que iba a sentarse, y mirando con terror en torno suyo, arrastró la silla hasta llegar con ella a la pared, y se sentó.

Nadie había desplegado los labios. Sin hablar palabra paseó Sikes sus miradas, que reflejaban recelo, por las caras de los tres hombres allí reunidos, los cuales volvieron disimuladamente sus cabezas para no verle. El asesino rompió el silencio con voz tan hueca, que los tres hombres sintieron un espasmo de terror. Jamás habían oído voz humana de acento tan pavoroso.

—¿Cómo ha venido aquí el perro? —preguntó.

—Llegó solo... hará unas tres horas.

—Los periódicos de la noche dicen que han prendido a Fajín: ¿es cierto?

—Sí.

Nuevo silencio.

—¡Cargue los demonios con todos vosotros! —gritó Sikes, pasándose la mano por la frente—. ¿No tenéis nada que decirme?

Sus tres oyentes se miraron con sobresalto, pero no despegaron los labios.

—Tú, que pareces el dueño de esta casa —repuso Sikes, encarándose con Crackit—, ¿tienes intención de venderme o quieres concederme asilo hasta que pase la tormenta?

—Puedes permanecer aquí, si el sitio te merece confianza —contestó el interpelado, no sin demostrar cierta vacilación.

Sikes volvió sus ojos hacia la pared, como con intención de volver la cabeza aunque sin moverla en realidad, y preguntó:

—¿Han ente... rrado... el cadáver?

Todos movieron negativamente las cabezas.

—¿Por qué no lo han enterrado? ¿A qué dejar sobre la tierra tan espantosos despojos? ¿Quién llama?

Crackit, significando por medio de un ademán que no había nada que temer, salió de la estancia para reaparecer segundos después acompañando a Carlos Bates. Como Sikes estaba sentado frente a la puerta, no bien entró Bates, se encontró con el asesino.

—¡Tomás! —gritó el muchacho al verle—. ¿Por qué no me dijiste abajo que estaba aquí ése?

Tan fría había sido la acogida que los tres hombres dispensaron al asesino, que éste, en su deseo de atraerse por lo menos a Bates, se levantó con además de ofrecerle la mano.

—¡Dejadme pasar a cualquier otro cuarto! —exclamó el joven, retrocediendo vivamente.

—¡Cómo! —respondió Sikes—. ¿Será posible que no me conozcas, Carlos?

—¡No se acerque usted!... —gritó Bates, retirándose—. ¡No se me acerque, monstruo!

El criminal se detuvo a medio camino. Bates le miraba horrorizado, y los ojos del primero, poco a poco fueron bajándose a tierra.

—¡Sed testigos los tres! —gritó Bates agitando el puño y animándose más por momentos—. ¡Sed testigos los tres!.. ¡No le tengo miedo!... ¡Sí vienen a buscarle aquí, lo entregaré... sí... lo entregaré! Lo digo claro y de una vez... Podrá matarme, si quiere o si se atreve... o si puede... pero si yo estoy aquí cuando lleguen, lo entregaré. ¡Lo entregaré aun cuando lo hayan de asar a fuego lento! ¡Al asesino!.. ¡Socorro!... ¡Si entre vosotros tres hay alguno que de hombre se precie, que me ayude!... ¡Al asesino!... ¡Auxilio!... ¡Muera el tigre!.. ¡Muera!...

Lanzando estos gritos, que acompañaba con gestos violentos, el muchacho se lanzó solo, sin esperar auxilio ajeno, sobre aquel criminal robusto, pero con energía tanta, con tal rapidez, que le derribó en tierra con estrépito.

Ni pensaron siquiera en intervenir los testigos de aquella escena inesperada, cuya estupefacción rayó en lo inverosímil.

El hombre forzudo y el muchacho rodaron juntos por el suelo. El primero descargaba terribles y repetidos puñetazos sobre el segundo, quien ni parecía sentirlos ni los contestaba, atento únicamente a no soltar la presa que en el cuello del asesino había hecho y a pedir auxilio a grito herido.

Era demasiado desigual la lucha para que pudiera durar mucho. Sikes había conseguido montarse sobre su enemigo, cuyo pecho oprimía ya con una rodilla, cuando le obligó a suspender el ataque una mirada de supremo terror de Crackit acompañada de un movimiento de su brazo que extendió en dirección a la ventana. Brillaban abajo infinidad de luces, oíanse conversaciones sostenidas con voz recia y gemían las tablas del puente inmediato bajo el peso de la procesión interminable de hombres que lo atravesaban. Debía ir entre las turbas un hombre montado, pues se destacaba perfectamente el chocar de los cascos de un caballo contra la madera. El resplandor de las luces se hizo más vivo; el ruido de pisadas aumentaba y se acercaba, sonaron segundos después golpes redoblados en la puerta, y al fin rasgó los aires un coro ensordecedor de gritos capaz de hacer temblar al hombre más intrépido.

—¡Socorro! —chilló Bates con voz más estridente—. ¡Al asesino!... ¡Está aquí!... ¡Aquí!..

¡Echad abajo la puerta!

—¡Abrid en nombre del rey —gritaron abajo.

Las voces y el griterío arreciaba.

—¡Derribad la puerta!... —bramaba el muchacho—. ¡No esperéis que abran... os aseguro que no abrirán nunca!... ¡Corred a la habitación donde brilla a luz!... ¡La puerta... la puerta... derribadla!

Golpes violentos comenzaron a resonar en la puerta y en las ventanas no bien Bates dejó de gritar, golpes acompañados de gritos estruendosos, ensordecedores, que daban idea de la importancia de las gentes que rodeaban la casa.

—¡Abridme la puerta de cualquier habitación donde pueda encerrar a este alborotador de los demonios! —rugió con fiereza Sikes, arrastrando al muchacho con tanta facilidad como si fuera una paja—. ¡Esa misma... pronto!

Luego que arrojó dentro del cuarto a Bates, y cerró con doble vuelta de llave la puerta, preguntó:

—¿Está cerrada la puerta de la calle?

—Cerrada con llave, pasados los cerrojos y sujeta con cadenas —contestó Crackit.

—¿Son sólidas las tablas?

—Sí; sólidas y reforzadas con guarniciones de hierro.

—¿Y las ventanas?

—Las ventanas también.

—¡Mal rayo os parta! —rugió el bandido mirando con ojos de hiena a la muchedumbre—. ¡Gritad, gritad, que aún no me tenéis en vuestras manos!

Imposible formarse idea del aterrador bramido que lanzaron las muchedumbres. Gritaban unos a los que más inmediatos a la casa se encontraban que le prendiesen fuego; otros aconsejaban a los agentes de policía que matasen de un tiro al deslenguado asesino. Nadie, empero, parecía tan encolerizado como el jinete, quien metiendo espuelas a su corcel llegó en menos tiempo del que en referirlo tardamos a la puerta de la casa, y gritó, con voz que se destacó sobre el griterío, como se destaca el trueno sobre el bramar de un mar embravecido:

—¡Veinte guineas al primero que me traiga una escalera!

Repitieron el grito los que más próximos al que lo lanzara se encontraban, y a éstos hicieron eco mil voces más. Pedían unos escaleras, otros mazos de hierro, muchos corrían desalados agitando antorchas en sus manos, la mayor parte gastaban sus alientos lanzando maldiciones de impotencia y execrando al asesino, aquí un grupo compacto avanzaba arrollando cuanto encontraba al paso, presa de excitación delirante, y allá otros intentaban escalar las ventanas, trepando por el muro.

—Subía la marea cuando yo vine —dijo el asesino, retirándose de la ventana y cerrándola—. Dadme una cuerda... una cuerda muy larga. Esos mastines están todos por el frente de la casa. Yo bajaré al Folly Ditch y los dejaré chasqueados. ¡Venga inmediatamente la cuerda, si no queréis que aumente mis cuentas con la justicia cometiendo tres crímenes más!

Crackit y sus compañeros, muertos de miedo, dijeron dónde había cuerdas. Escogió la más larga y resistente y desapareció.

Desde largos años antes estaban tapiadas todas las ventanas de la parte posterior de la casa, excepción hecha de una abertura abierta en la pared del cuarto en que Sikes encerrara a Carlos Bates. La abertura en cuestión era demasiado estrecha para dar paso al cuerpo del muchacho, pero éste, desde que quedó encerrado, pegó a ella su cara y no cesó de gritar a los de fuera recomendándoles que vigilasen la parte de atrás, gracias a lo cual, cuando el asesino llegó al punto por el que se proponía descender al foso, una tempestad de gritos anunció su presencia.

Sikes atrancó la puerta que le dio acceso al tejado con una tabla que llevó a prevención, después de lo cual, se deslizó hasta el alero y examinó el foso.

La marea había bajado y en el foso no había más que fango.

La multitud había permanecido silenciosa durante los momentos en que acechaba los movimientos del asesino sin comprender las intenciones de éste, pero al darse cuenta de sus propósitos, segura de que fracasarían, lanzó un alarido de execración triunfante tan inmenso, que en su comparación, los estruendosos gritos anteriores apenas si el nombre de susurros merecían. El alarido se repitió una y otra vez. Los que a consecuencia de hallarse demasiado lejos no podían comprender su significación, se sumaron al coro que, repetido en mil ecos, semejaba la voz de todos los habitantes de una ciudad inmensa que hubiera salido a maldecir al asesino.

A la luz de las hachas se veían las gentes que se estrujaban, se arremolinaban, se atropellaban en su afán por avanzar, corriendo frenéticos con caras contraídas espantosamente por la rabia que rugía en sus pechos, convertidos en imágenes vivas del odio y del furor. Inmenso gentío había invadido las casas situadas al lado opuesto del foso. Volaban hechas pedazos las maderas de las ventanas, en cuyos huecos no tardaban en parecer racimos de cabezas humanas. Los puentes de madera tendidos sobre el foso (había tres) crujían, se doblaban y amenazaban caer arrastrando en su caída a la inmensa muchedumbre apiñada sobre ellos. Todos querían ver al asesino.

—¡Hurra! —gritó uno de los hombres que ocupaban el puente más inmediato a la casa cercada—. ¡Ya le han cogido!

Redoblaron los gritos.

—¡Cincuenta libras esterlinas al que me presente vivo al asesino! —gritó un caballero anciano, desde el mismo sitio—. ¡No me moveré de aquí hasta que vengan a reclamármelas!

Resonó otra tempestad de gritos.

Cundió en aquel instante la voz de que al fin habían derribado la puerta, y que el jinete que antes había pedido la escalera había asaltado ya la habitación. La noticia, al propagarse de boca en boca, determinó un movimiento del torrente humano hacia la casa, las gentes que ocupaban las ventanas las abandonaron al ver que los de los puentes retrocedían, y, desbordándose por la calle, engrosaron las olas que, furiosas, avanzaban hacia la puerta, ávidas de ver pasar al criminal. Los gritos de los que se veían en peligro de morir asfixiados eran espantosos; las angostas calles estaban obstruidas por completo, y entre el ardimiento de los unos para avanzar, y la resistencia de los que no se resignaban a perder su puesto, se perdió de vista al asesino cuando mayor era el deseo de verle preso.

Habíase acurrucado en el tejado el asesino loco de terror al oír los gritos de ferocidad de la muchedumbre y convencerse de la imposibilidad de escapar, pero la nueva dirección que tomaron los enemigos, que advirtió con rapidez pasmosa, hizo que se levantase presuroso, resuelto a tentar el último esfuerzo para salvar su vida, lanzándose al foso sin importarle el peligro de ahogarse en el cieno, pues sólo así podría acaso escapar, deslizándose a favor de la obscuridad y de la confusión.

Sintiendo que renacían sus fuerzas y energías, que vino a estimular extraordinariamente el ruido que hacían dentro de la casa, pues le demostró que ya sus enemigos habían penetrado en ella, apoyó su pie contra la base de un cañón de chimenea, ató a la misma una de las extremidades de la cuerda e hizo en la otra un lazo corredizo, ayudándose de sus manos y de sus dientes. Ya podía descolgarse por la cuerda hasta muy poca distancia del suelo, y para cuando le faltase cuerda, cortaría ésta con un cuchillo que a ese objeto había empuñado.

En el momento en que pasaba la cabeza por el nudo corredizo, que debía sujetarle por debajo de los brazos, vióle el caballero anciano de quien hemos hablado antes, el cual permanecía aferrado a la barandilla con objeto de resistir los empujones de las gentes y conservar su posición. A voz en cuello dio el grito de alarma, descubriendo la tentativa de evasión. El asesino oyó el grito, comprendió que se le cerraba el camino único de salvación que creyó le quedaba, y volvió la cabeza desesperado. ¡El alarido de terror que en aquel punto brotó de sus labios no parecía de criatura humana!

—¡Los ojos... siempre los ojos! —aulló.

Como herido por un rayo se tambaleó, vaciló, perdió el equilibrio y cayó desde el alero del tejado con el lazo corredizo al cuello. Cayó desde una altura de treinta y cinco pies. El peso de su cuerpo cerró el lazo, se tendió la cuerda, prodújose una sacudida brusca, una convulsión terrible, pero muy breve, agitó todos los miembros del criminal, y éste quedó suspendido, agarrando con mano convulsa el cuchillo que no tuvo ocasión de utilizar.

Retembló la vetusta chimenea, pero resistió valiente la sacudida. El cuerpo sin vida de Sikes quedó balanceándose frente al ventanillo del cuarto en que Bates estaba encerrado. Loco de espanto el pobre muchacho, pidió a gritos y por el amor de Dios que le sacasen de allí.

Un perro, que nadie había visto hasta entonces, apareció en el tejado y comenzó a correr desatinado en todas direcciones. Hizo al fin alto en el alero, lanzó un aullido lastimero, pareció medir con la vista la profundidad, y quiso arrojarse sobre los hombros del cadáver. Erró el blanco y cayó precipitado al fondo del foso con tan mala fortuna, que al paso chocó su cabeza contra el borde del mismo y en el borde en cuestión se dejó los sesos.

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