Oliver Twist

Oleh WattpadClasicosES

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... Lebih Banyak

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XLVI

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Oleh WattpadClasicosES

La cita


Sonaban las doce menos cuarto en el reloj de la iglesia cuando aparecieron dos bultos en la entrada del Puente de Londres. Uno de ellos, que avanzaba con paso rápido, era una mujer, que miraba anhelante en derredor con la expresión de quien espera encontrar a alguien; el otro era un hombre, que se deslizaba, cauteloso, amparándose en cuantas sombras encontraba, y seguía al parecer a la mujer, regulando su paso por el de ésta, deteniéndose cuando la primera se detenía y prosiguiendo el avance cuando aquélla lo continuaba, pero sin ganar nunca un palmo de ventaja. En esta forma atravesaron el puente desde Middlesex a la orilla de Surrey, donde la mujer, no viendo entre los transeúntes al objeto de sus ansiosas pesquisas, dio media vuelta con expresión de desencanto. Rápido fue su movimiento de conversión; mas no consiguió coger desprevenido al espía, quien, ganando una de las salientes que coronan las pilastras, e inclinándose sobre el parapeto a fin de ocultar su cara, dejó que la mujer pasase frente a él por la acera opuesta. Cuando vio que aquélla le llevaba la misma ventaja que antes, siguióla de nuevo con idéntica cautela. Casi en el centro del puente hizo alto la mujer: el hombre imitó su conducta.

La noche estaba muy obscura. Había sido el día desapacible y lluvioso, y apenas si muy contados transeúntes recorrían aquel lugar a hora tan avanzada. Los pocos que por allí pasaron, hiciéronlo caminando con rapidez, probablemente sin ver al hombre ni a la mujer, y con toda seguridad sin fijar en ellos su atención. No era el aspecto de aquéllos el más indicado para llamar la atención importuna de los mendigos a quienes la casualidad o la miseria llevasen al puente a buscar alguna arcada fría o alguna choza que ofreciera abrigo a sus míseros cuerpos, por cuyo motivo, ni hablaron a ninguno de los transeúntes, ni hubo entre éstos uno solo que les dirigiera la palabra.

Besaba el negruzco canal del río una niebla espesa que daba tonos opacos al rojo esplendor de las linternas encendidas en las pequeñas embarcaciones fondeadas acá y acullá, y acentuando la obscuridad y borrando casi las líneas de los tétricos edificios que se elevan en las orillas. Alzaban los almacenes de entrambas márgenes sus cabezas ennegrecidas por el humo sobre la masa densa de tejados, contemplando con torvo ceño la superficie de las silenciosas aguas, demasiado negra para que pudiera reflejar sus cuarteadas figuras. Aunque confusamente y entre negras sombras, divisábanse la torre de la vetusta iglesia del Salvador y la elevada cúpula de San Magno, gigantescos guardianes desde fechas remotas del antiguo puente, no ocurría lo propio con el bosque de palos y vergas de fa infinidad de barcos anclados debajo del puente, ni con las agujas y campanarios de las iglesias, perfectamente invisibles a causa de la tenebrosidad de la noche.

Varias veces había pasado y repasado el puente la mujer, siempre espiada por el hombre, cuando el grave tañido de la gigantesca iglesia de San Pablo anunció el fenecimiento de un nuevo día. Era media noche para toda la ciudad; para los que habitan suntuosos palacios como para los que sufren en míseras chozas; para los que viven en las cárceles como para los recluidos en los manicomios; para los que acaban de venir al mundo en un hospicio como para los que le dan el último adiós en el lecho mísero de un hospital; para el rostro rígido y frío del cadáver como para, la carita del niño que duerme un sueño plácido: era media noche para todos.

No habían transcurrido dos minutos desde que sonaron las doce, cuando una señorita joven, acompañada por un caballero de cabellos grises, descendió de un carruaje a escasa distancia del puente, y penetró en éste, despidiendo antes al coche, dando el brazo a su acompañante. No bien adelantaron unos pasos, la mujer que estaba esperando avanzó a su encuentro.

El señor anciano y la joven caminaban mirando en derredor con la expresión de quien teme no encontrar a quien busca, cuando tropezaron de improviso con la que, por lo visto, les estaba esperando. Hicieron alto ahogando un grito de sorpresa al observar que en aquel instante pasaba junto a ellos un hombre que, a juzgar por el traje, debía ser carretero.

—¡Aquí no! —murmuró Anita con azoramiento—. Me da miedo hablarles aquí! Vamos a... sitio más retirado... al pie de la escalera.

Al pronunciar las palabras anteriores, que acompañó con un gesto que indicaba la dirección que deseaba se tomase, el carretero volvió la cabeza, preguntó con tono áspero por qué ocupaban toda la acera del puente, y pasó.

La escalera indicada por la joven era la de la orilla Surrey, inmediata a la iglesia del Salvador, por la cual se bajaba al río. Hacia ella se encaminó en derechura, bien que recatándose con sin igual astucia y maestría, el individuo de aspecto de carretero, el cual, después de escudriñar el terreno, comenzó a descender.

La escalera en cuestión forma parte del puente, y consta de tres tramos. El tramo segundo, bajando, termina en una, pilastra decorativa que da frente al Támesis. En este punto se abre la escalera tramo inferior en tal forma, que una persona, si dobla el ángulo del muro no puede ser vista por las que ocupen peldaños más altos que el suyo, aun cuando se encontraran colocadas en el inmediato. El carrete una vez ganó el punto indica, dirigió en torno suya una mira rápida, y no encontrando otro escondite más conveniente, arrinconóse como pudo, pegando su espalda contra la pilastra, y espero de que los objetos de su espionaje no bajarían más de lo que él ha bajado y abrigando la seguridad que si no le era dable escuchar conversación que sostuvieran, al m nos le sería fácil seguirlos cuando se retirasen.

Tan eterno se le hacía el tiempo en aquel paraje solitario, y tan intensa era la ansiedad del espía por penetrar los motivos de la entrevista, tan distintos de lo que se le había hecho suponer, que más de una vez dio por perdido el asunto creyendo que las personas que esperaba, o se habían quedado arriba, se habían ido a sitio diferente, donde celebrarían su misteriosa conferencia. A punto estaba de abandonar su escondite y de subir, cuando llegó a sus oídos rumor de pasos, y casi al mismo tiempo de voces que hablaban muy cerca de él. Pegado contra el muro, y sin respirar apenas, escuchó con atención infinita.

—Nos hemos alejado demasiado y no consentiré que esta señorita dé un vaso más —dijo una voz, indudablemente la del caballero anciano—. Muchos no hubieran tenido en usted confianza bastante para seguirla tan lejos; pero ya ve usted que yo estoy dispuesto a seguirle el humor.

—¡Seguirme el humor! —repitió la voz de la mujer que el espía había seguido—. A fe que no es usted muy amable, caballero... ¡Seguirme el humor! ... En fin, no hablemos de ello.

—Es que... ¡Dígame! —repuso el anciano con tono más benévolo—. ¿Con qué intención nos ha traído usted a sitio tan extraño? ¿Por qué se ha negado a que tengamos la conversación arriba, donde hay luz y movimiento y vida... no mucha, es verdad, y nos obliga a bajar a este agujero obscuro y tenebroso?

—Ya manifesté antes que tenía miedo de hablar arriba —contestó Anita—. La causa no podré explicarla; pero ello es que, esta noche, me embarga un pánico tan horrible; que con dificultad puedo mantenerme en pie.

—¿Miedo a qué? ¿A quién? —inquirió el caballero, en cuyo pecho nacía un sentimiento de compasión hacia la joven.

—No puedo decirlo; ni yo misma lo sé —replicó la joven—. Todo el día me han acosado horribles presentimientos de muerte, siento un frío interior que me hiela la sangre y al mismo tiempo un terror que me produce una sensación de ahogo, de calor, como si me abrasase en una hoguera. Esta noche abrí un libro para distraer el tiempo, y en sus páginas, en vez de letras, veía imágenes sangrientas.

—¡Imaginación excitada —exclamó el anciano, tratando de calmarla.

—¡No era imaginación! —replicó la muchacha con voz ronca—. ¡Juraría que en todas las páginas del libro leía la palabra ataúd, impresa con letras rojas... y ataúdes tropecé en abundancia esta noche a mi paso por las calles!

—No es extraño —observó el caballero—; a mí me ha sucedido lo propio varias veces.

—Usted los habrá encontrado reales y verdaderos —replicó la joven—, pero no como los que yo he visto.

Tan singular era el acento de Anita, que el espía se sintió estremecido de pies a cabeza al escuchar sus palabras últimas, y creyó que por sus venas corría hielo derretido en vez de sangre. Jamás experimentó mayor consuelo como cuando sonó en sus oídos la voz musical de la señorita, que suplicó a Anita que se calmase y ahuyentara de su mente ideas tan lúgubres.

—¡Háblela usted con bondad! —dijo al caballero que la acompañaba—. ¡Pobrecilla!... ¡Lo necesita tanto!...

—¡Los orgullosos pastores de almas habrían erguido altivos sus cabezas y me hubieran mirado con desdén si esta noche me vieran como estoy, y no dudo que clamarían venganza al Cielo y al infierno contra mí! —exclamó Anita—. ¡Oh, mi querida señorita! ¿Por qué los que se adornan con el título de ministros de Dios no han de tratar con misericordia y amabilidad a las desventuradas como yo? ¿Por qué no han de hablarles con tanta caridad como usted, que, siendo joven y hermosa, y poseyendo dotes que aquéllos perdieron, tendría mayor derecho que ellos a enorgullecerse?

—¡Ah! —exclamó el caballero—. El turco, después de lavar su cara, la vuelve hacia Oriente cuando reza sus oraciones; pero esos seres ejemplares de quienes usted habla, después de restregar bien sus caras contra el mundo, cual si su propósito fuera borrar hasta los rastros más insignificantes de la sonrisa, las vuelven así mismo, con tanta regularidad como los turcos, pero hacia el lado más tenebroso de los cielos. Entre un musulmán y un fariseo, la elección no es dudosa: me quedo con el primero.

El discurso anterior fue dirigido al parecer a la señorita, aunque quizá el objetivo de quien lo pronunció fuera dar a Anita tiempo para reponerse.

—El último domingo por la noche no vino usted —repuso, dirigiéndose a la joven.

—No me fue posible —respondió Anita—; me retuvieron a la fuerza.

—¿Quién?

—El hombre de quien hablé ya a la señorita.

—Supongo que nadie sospechará que está usted en comunicación con nosotros a propósito del asunto que nos reúne aquí esta noche, ¿eh? —preguntó el caballero.

—No —contestó la muchacha, moviendo la cabeza—. Me es muy difícil salir sin que él sepa adónde voy y por qué voy. Si pude visitar a la señorita cuando lo hice, fue porque antes propiné una dosis de láudano al hombre de quien dependo.

—¿Despertó antes de volver usted? —preguntó el anciano.

—No. Ni él ni nadie sospechan de mí.

—Perfectamente: escúcheme ahora.

—Puede usted hablar —contestó Anita.

—Esta señorita me ha referido, a mí y a reducido número de amigos de la más absoluta confianza, lo que hace quince días le reveló usted. Confieso que en los primeros momentos abrigué mis dudas acerca de la confianza que en usted pudiéramos tener, pero esas dudas se han disipado: hoy la veo a usted digna de toda mi confianza.

—Lo soy —contestó con calor la joven.

—Repito que así lo creo. A fin de demostrar a usted la confianza completa que me merece, le confesaré sin rodeos ni reservas que nuestro propósito es arrancar, por medio del terror, el secreto, sea el que sea, de ese individuo que dice llamarse Monks. Pero si... si nos fuera imposible apoderarnos de él, o bien, si aun teniéndole en nuestro poder, no consiguiéramos lo que deseamos, será preciso que usted nos entregue al judío.

—¡A Fajín! —exclamó la joven retrocediendo.

—Será preciso que usted nos entregue a ese hombre: sí.

—¡No haré tal! ¡No lo entregaré! —replicó Anita—. ¡Es un demonio, peor mil veces que todos los demonios juntos, pero no seré yo quien lo entregue!

—¿Que no? —preguntó el caballero, quien al parecer esperaba aquella contestación.

—¡Nunca!

—Dígame por qué.

—Por un motivo —replicó con entereza la muchacha—, por un motivo que la señorita conoce y respeta y respetará, porque así me lo ha prometido. Hay, además, otra razón, y es que si él ha llevado una vida criminal, también la he llevado yo. Son muchos los que han seguido los mismos derroteros, y jamás venderé a los que... algunos al menos... habiendo podido venderme a mí, no lo hicieron, no obstante su perversidad.

—Entonces —replicó el caballero, como sí hubieran llegado al punto al que deseaba llegar—, ponga a Monks en mis manos y deje que yo me entienda con él.

—¿Y si Monks denuncia a los otros?

—En ese caso, si él dice la verdad sobre lo que deseamos saber, prometo formalmente a usted que, aun cuando denuncie a los otros, el asunto permanecerá secreto. En la historia de Oliver es probable que haya circunstancias que no convenga hacer del dominio público. Conque sepamos la verdad, nada más ambicionamos, y no seremos nosotros los que prometamos la libertad de nadie.

—¿Y si se niega a hablar?

—Si se negase a hablar, tampoco denunciaremos a la justicia al judío sin consentimiento de usted; pero, si eso ocurriera, yo expondría a usted razones que acaso la decidieran a entregarle.

—¿Empeña la señorita su palabra de que así será? —preguntó con ansiedad la muchacha.

—La empeño; a ello me obligo formal y solemnemente —contestó Rosa.

—¿No sabrá nunca Monks cómo ha llegado esto a noticia de ustedes? —preguntó Anita después de una pausa.

—Nunca —respondió el anciano—. Tomaremos nuestras medidas para que ni remotamente pueda sospechar dónde hemos obtenido nuestros informes.

—Jamás rendí culto a la verdad, y entre embusteros he vivido desde que tengo uso de razón; pero tengo fe en la palabra que me empeñan —observó la muchacha.

Después de recibir nuevas seguridades de entrambos oyentes de que podía confiar tranquila en su discreción y reserva, procedió, en voz baja que muchas veces se veía el espía en gran aprieto para seguir el hilo de su discurso, a describir con minuciosidad la taberna-posada, de la que aquella noche había salido, cuyo nombre y situación dio. A juzgar por las pausas que de vez en cuando hacía, no parecía sino que el caballero anotaba algunos de los datos que la joven facilitaba. Luego que hubo descrito con detalles el lugar, el sitio que permitía observar sin peligro de ser descubierto, y especificado la noche y hora en que Monks tenía costumbre de visitar aquél, interrumpióse por espacio de breves instantes como para recordar mejor las señas personales del hombre objeto de sus informes.

—Es alto —añadió—, robusto, pero no grueso. Se balancea mucho al andar y su cabeza se mueve constantemente a derecha e izquierda, a fin de ver a cuantos pasen por su lado. Sobre todo no olvide que tiene los ojos muy hundidos, más que los de ningún otro hombre, bastando este solo dato para que sin dificultad puedan reconocerle. Su tez es morena y negros sus ojos y pelo, Y aun cuando no tendrá más de veintiséis o veintiocho años, parece un viejo. Sus labios, descoloridos y blanquecinos, están desfigurados a consecuencia de repetidos mordiscos que él mismo se da, pues en sus accesos furiosos, que le acometen con frecuencia, se muerde las manos y las cubre de heridas... ¿Por qué se estremece usted? —preguntó la joven, interrumpiendo su narración.

Él caballero contestó que no tenía conciencia de haberse estremecido, y rogó a la narradora que prosiguiera su relato.

—Casi todos estos datos —repuso la muchacha—, los debo a otras personas que frecuentan la casa que antes describí, pues tan sólo dos veces he tenido ocasión de ver a Monks, y las dos iba embozado en una capa. Creo que son las únicas señas que para que lo conozca usted puedo darle... ¡Ah! En el cuello, a bastante altura para que usted pueda verla, a pesar de la corbata, tiene...

—Una mancha roja, semejante a una quemadura —exclamó el caballero adelantándose a la muchacha.

—¡Cómo! —dijo Anita—. ¿Acaso le conoce usted?

También la señorita lanzó un grito de sorpresa, al cual sucedió un silencio absoluto que se prolongó durante un buen espacio.

—Creo conocerle... le conoceré, gracias a las señas que usted me da —contestó el caballero—. Veremos... veremos. Puede que no sea el mismo... Ofrece el mundo tantos ejemplos de semejanzas maravillosas entre distintas personas...

Mientras afectando indiferencia pronunciaba las palabras anteriores, dio dos o tres pasos en dirección al espía, llegando tan cerca de éste, que no se perdieron las palabras siguientes, murmuradas entre dientes por el caballero:

—Seguramente es él.

Luego que volvió a acercarse a Anita, repuso:

—Nos ha prestado usted un servicio inmenso, joven, que yo quisiera pagar de alguna manera. ¿Qué puedo hacer en su obsequio?

—Nada absolutamente —contestó Anita.

—Yo le agradeceré mucho que no persista en su negativa —repuso el caballero con acento de bondad capaz de enternecer a un corazón endurecido por el crimen o la desgracia—. Recapacite usted, y dígame con toda franqueza qué puedo hacer en su obsequio.

—¡Nada, señor, nada! —repitió la joven llorando amargamente—. ¡Nada puede hacer por mí... ¡Para mí ya no hay esperanza!

—Es usted la que quiere alejarse de ella —replicó el caballero—. Su pasado es un desierto árido y estéril que ha consumido todas las energías de sus años juveniles y agotado esos tesoros inestimables que sólo una vez en la vida nos concede el Creador, pero puede y debe usted tener esperanzas en el porvenir. No quiero decir con esto que esté en nuestro poder devolver a usted la paz y tranquilidad de espíritu y de corazón, porque ésta sólo con sus esfuerzos propios ha de alcanzarla; pero sí deseamos de todas veras ofrecerle un asilo tranquilo, en Inglaterra o en el extranjero, si temiera usted residir cerca de sus antiguos cómplices. Antes que alboree el nuevo día, antes que las suaves tintas de la primera aurora disipen la negrura de las aguas de ese río, puede usted encontrarse muy lejos del alcance de sus antiguos amigos sin dejar la huella más insignificante de su marcha exactamente lo mismo que si en este instante desapareciera usted de este mundo de miseria. ¡Vamos! ¡No quisiera yo que nunca más volviera a cambiar una sola palabra con ninguno de sus compañeros de disolución, ni dirigir una mirada a las cavernas del crimen en que ha vivido, ni respirar un átomo de aquella atmósfera pestilente que envenena y mata! ¡Abandónelo todo, ahora que es tiempo todavía!

—La convenceremos —terció Rosa—. Vacila... lo estoy viendo... accederá a nuestros ruegos.

—Me temo que no —respondió el caballero.

—No, señor; no accederé testó la joven tras breve lucha sigo misma—. Estoy encadenada, mi vida antigua. La aborrezco, maldigo ahora; pero no puedo abandonarla. He avanzado demasiado para volver atrás... y, sin embargo... ¡quién sabe! ¡Si hace ni poco tiempo me hubiera usted hablado como me habla, le habría contestado riéndome en sus barbas...! ¡Oh! —añadió mirando azorada en derredor—. ¡Me asaltan de nuevo los temores!... ¡Necesito volver inmediatamente a casa!

—¡A casa! —repitió la señora con expresión de infinita tristeza.

—¡Sí, señorita, a casa! ¡A la casa que me he fabricado con el trabajo de toda mi vida! Separémonos... ¡Quién sabe si me habrán espiado visto!... ¡Me voy... me voy! Si algo estiman el servicio que les prestado, no pongan obstáculos mi marcha... dejen que me va sola.

—Veo que todo es inútil —murmuró el caballero, exhalando un suspiro—. Acaso estemos comprotiendo su seguridad reteniendo aquí. Puede que la hayamos obligadola permanecer entre nosotros más tiempo del que ella creía.

—¡Sí... sí! —contestó, anhelante, Anita—. ¡Así es, en efecto!

—¡Dios mío! —exclamó Rosa —¿Qué suerte esperará a esta desventurada criatura?

—¿Qué suerte, señorita? —repitió la muchacha—. ¡Tienda usted vista hacia esas aguas negruzcas revueltas! ¿Cuántas veces habrá leído usted de personas tan desgraciadas como yo, que se han precipitado en su fondo sin dejar en este mundo alma viviente que les hay dedicado una lágrima de compasión ¡Tal vez tarde algunos años, acaso, sea cuestión de meses, quién sabe, si ocurrirá dentro de breves días... pero tenga usted por seguro que mi fin será ese!

—¡Por favor, no hable usted así! —exclamó Rosa, sollozando.

—No llegará la noticia a sus oídos, señorita... ¡Oh, no! ¡No permita Dios que semejantes horrores vengan a perturbar la plácida tranquilidad de su alma! ¡Buenas noches!.. ¡Buenas noches!...

La agitación violenta de la muchacha, y el terror pánico que la dominaba, fueron para el bondadoso caballero motivos suficientes que, le indujeron a dejarla marchar, como era su deseo. No tardó en extinguirse el ligero rumor de los pasos del anciano y de la señorita, quedando todo sumido en el mayor silencio antes que sus bultos aparecieran en el puente.

—¿Qué? —murmuró Rosa, deteniéndose con brusquedad al llegar a lo alto de la escalera—. ¿Ha llamado? Me pareció oír su voz.

—¡No, querida niña, no ha llamado! —contestó el señor Brownlow, que él era el acompañante de Rosa—. Ni ha hablado, ni se ha movido, ni creo que se moverá hasta que nos hayamos alejado nosotros.

Tan afectada estaba Rosa Maylie, que con dificultad podía dar un paso: el señor Brownlow hubo de ofrecerle el brazo.

No bien se hubieron alejado, Anita se dejó caer sobre los escalones de piedra. Las crueles agonías que atenaceaban su corazón se cuajaron en lágrimas amargas que brotaron de sus ojos.

Levantóse al cabo de algún tiempo, y con paso débil y tambaleándose subió la escalera que conducía al puente. El espía continuó en su puesto algunos minutos más, y una vez se hubo convencido de que estaba solo, salió de su escondite y, pegado al muro, subió en la misma forma que antes descendiera.

Llegado a lo alto de la misma, antes de atreverse a asomar la cabeza, escudriñó con mirada de búho los alrededores, y cuando adquirió la seguridad de que nadie le observaba, echó a correr con cuanta velocidad le permitían sus piernas en dirección a la casa de Fajín.

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