Oliver Twist

By WattpadClasicosES

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XLIV

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By WattpadClasicosES

Donde veremos que Anita, llegado el instante de cumplir la palabra que empeñó a Rosa Maylie, fracasa


Por muy acostumbrada que Anita estuviera a las artes de la astucia y del disimulo, no le fue posible ocultar del todo la impresión que en su ánimo produjo el paso gravísimo que acababa de dar. Recordó que el pérfido judío y el brutal Sikes habían depositado en ella secretos que celaron cuidadosamente a todos los demás, persuadidos de que merecía toda su confianza y teniéndola por incapaz de faltar jamás a ella. Criminales, muy criminales eran aquellos proyectos, desalmados hasta más no poder sus autores, inmenso el aborrecimiento que profesaba al judío, quien paso a paso la había hecho descender hasta los abismos más tenebrosos de la infamia, y, sin embargo, había ratos en que la desdichada vacilaba, en que lamentaba que sus revelaciones pudieran llevar a Fajín al precipicio que con maña tan diabólica y, por tanto, tiempo esquivara, en que deploraba ser ella la que por su propia mano, le pusiera dentro de la férrea Ley, aunque desde luego comprendía que lo merecía.

Pero todo esto no pasaba de sé aberraciones mentales propias de u ánimo femenino no del todo de prendido de sus amistades recuerdos antiguos, aunque si resuelto a caminar con paso firme hacia un objetivo determinado, y decidido a no detenerse ante ninguna consideración. Los perjuicios que sus revelaciones pudieran acarrear a Sikes habrían sido los únicos motivos que la hubieran detenido, si a tiempo estuviese; pero, de todas suertes, había exigido que se guardara el secreto religiosamente, no había facilitado dato alguno que pudiera conducir a su descubrimiento y hasta por amor a aquél habría rehusado aceptar un asilo seguro, donde hubiera estado a cubierto contra las asechanzas del vicio y los zarpazos de la miseria... ¿Podía hacer más?

¡Nada! ¡Estaba resuelto... había tomado su partido!

Aunque las luchas internas de que, acabamos de hacer mérito la llevaron siempre a la misma conclusión, acometiéronla con cruel insistencia una y otra vez, y terminaron por dejar en ella rastros perfectamente visibles. Enflaqueció, desaparecieron los colores de sus mejillas en el breve espacio de algunos días, a veces no se daba cuenta de lo que pasaba en derredor, ni tomaba parte en las conversaciones que en otra ocasión la hubieran interesado de seguro. Ora permanecía abatida y silenciosa, ora reía sin motivo; hablaba atolondradamente, —y segundos después se sentaba pensativa, apoyada la frente sobre la palma de la mano, y cuando ponía algún empeño en salir de aquel estado, sus mismos esfuerzos evidenciaban más y más sus inquietudes y demostraban que su pensamiento vagaba suelto y sin freno por lugares muy alejados de las personas que en derredor tenía.

Era un domingo por la noche. El reloj de la iglesia vecina comenzaba a sonar una hora. Sikes y el judío estaban hablando, pero suspendieron la conversación para escuchar. También Anita escuchó, alzando la cabeza para contar las horas. Dieron las once.

—Falta una hora para la media noche —observó Sikes, alzando la cortinilla de la ventana y mirando a la calle—. Noche obscura y tempestuosa... admirable para los negocios.

—¡Es verdad! —contestó Fajín—. ¡Qué lástima, Guillermo, que no tengamos ninguno preparado!

—¡Gracias al diablo que hablas con seso una vez! —gruñó Sikes—. Es lástima, no hay duda, pues hoy me encuentro con verdaderas ganas de trabajar.

Suspiró el judío y movió melancólico la cabeza.

—Fuerza será que nos desquitemos en la primera oportunidad —dijo Sikes—. No puede decir más.

—Así se habla, amigo mío —contestó el judío, tomándose la libertad de poner una de sus manos sobre el hombro de Sikes—. Me entusiasma que un hombre se explique de ese modo.

—Te entusiasma, ¿eh? ¡Vaya! ¡me alegro!

—¡Ja, ja, ja, ja! Hace tiempo que no le veía tan en su centro como esta noche, Guillermo.

—Pero me vas a sacar de mis casillas si continúas apoyando sobre mi hombro esa garra de demonio que me gastas, zorro viejo. ¡Retírala, retírala! —terminó, sacudiéndosela de una manotada.

—¿Le pone nervioso, Guillermo, eh? ¿Le produce una impresión así como sí le agarraran por el pescuezo —preguntó riendo el judío, empeñado en no darse por ofendido.

—Me produce la impresión de que me agarra el mismísimo demonio. A decir verdad, en mi vida vi hombre de catadura más siniestra que la tuya, y hasta dudo mucho que haya existido, como no fuera tu padre, quien seguramente arderá en este instante en los infiernos, si es que has tenido padre, pues no me sorprendería poco ni mucho que descendieras directamente del diablo y no tuvieras nada de común con la raza humana.

En vez de contestar Fajín a tan graciosos cumplimientos, tiró por las y le señaló con la manga a Sikes índice a Anita, que se había aprovechado del diálogo que dejamos transcrito para ponerse el sombrero, y en aquel momento se encaminaba hacia la puerta.

—¡Eh, Anita! —gritó Sikes—. ¿Adónde diablos vas a estas horas?

—No lejos de aquí.

—¿Qué contestación es ésa? —replicó Sikes—. ¿Adónde vas?

—Ya lo he dicho: no lejos de aquí.

—¡Y yo he preguntado que dónde! —insistió Sikes con acento feroz—. ¿Has oído?

—No puedo decirte adónde, porque no lo sé.

—Entonces, te lo diré yo —repuso Sikes—, más irritado por la obstinación de la joven que porque le importara que aquélla se fuera a la calle, si tal era su deseo—. ¡No vas a ninguna parte, ea! ¡Siéntate!

—No me encuentro bien, conforme antes te dije, y quisiera respirar el aire puro de la calle.

—Saca la cabeza por la ventana y tienes conseguido tu objeto —replicó Sikes.

—No me basta: necesito respirarlo en la calle.

—Pues en la calle no lo respirarás.

Levantándose de pronto, cerró la puerta con llave, quitó a Anita el sombrero y lo arrojó sobre un armario, diciendo:

—Quieras o no, habrás de estarte quietecita en casa.

—No será el sombrero el que me impida salir —dijo la joven, poniéndose espantosamente pálida—. ¿Qué es lo que te propones, Guillermo? ¿Sabes lo que haces?

—¿Que si sé lo que...? ¡Vaya! —exclamó Sikes, volviéndose hacia Fajín—. ¡Ha perdido el juicio, pues de no ser así, no obraría como obra!

—¡Me obligarás a tomar una resolución desesperada! —exclamó la muchacha, oprimiéndose el pecho con entrambas manos, cual si necesitase de todas sus fuerzas para contener los latidos de su corazón—. ¡Déjame salir... pero enseguida... ahora... en este instante!

—¡No! —rugió Sikes.

—¡Dígale usted que me deje salir, Fajín! ¡Será mejor... mejor para él! ¿No me oye? —gritó Anita, dando una patada en el suelo.

—¡Que si te oigo! —rugió Sikes, encarándose con la muchacha—. ¡Te oigo, sí; y si dentro de medio minuto continúo oyéndote, ten por seguro que el perro se encargará de reducirte al silencio agarrando entre sus colmillos tu garganta! ¿Qué diablos de manía es ésa?

—¡Déjame salir! —repitió con insistencia la joven.

Sentándose a continuación sobre el suelo, frente a la puerta, añadió:

—Guillermo... déjame marchar. No sabes lo que estás haciendo... Te aseguro que no lo sabes... Con una hora tengo bastante.

—¡Que me hagan picadillo ahora mismo si esta desventurada no se ha vuelto loca de repente! —exclamó Sikes—. ¡Levántate!

—¡No me levantaré hasta que me dejes salir... no, y no, y no!

Quedó Sikes mirándola con fijeza, esperando una oportunidad favorable, y cuando ésta se presentó, agarróla de pronto por las manos y la llevó arrastrando hasta la reducida estancia contigua, donde la sentó en una silla obligándola a permanecer sentada a viva fuerza. La muchacha se debatió con furia, luchando unas veces y llorando y suplicando otras, hasta que, cuando sonaban las doce, vencida, agotadas sus fuerzas, dejó de resistir. Sikes, después de ordenarla que no volviera a insistir en salir aquella noche, orden que acompañó con una letanía interminable de blasfemias e imprecaciones, la dejó sola y salió a reunirse con el judío.

—¡Canastos! —exclamó el bandido, secándose el sudor que a mares inundaba su frente, ¡Vaya una mujer rara!

—¡Y tanto, Guillermo, y tanto! —contestó el judío con expresión recelosa.

—¿Qué demonios habrá tenido el capricho de meter en su cabeza la estrambótica idea de salir esta noche? ¿Qué me dices, Fajín? Tú que la conoces a fondo, tal vez puedas explicarme el por qué de ese capricho.

—Obstinación... terquedad de mujer, supongo —contestó el judío encogiéndose de hombros.

—¡Eso debe ser! —gruñó Sikes—. ¡Yo creía que la había domado, pero veo que continúa tan mala como siempre!

—¡Continúa peor! —replicó el judío, pensativo—. Nunca la he visto que se pusiera así por tan poca cosa.

—Ni yo tampoco —dijo Sikes—. Quizá se le ha contagiado la calentura y se encuentra bajo sus efectos: ¿no te parece?

—Pudiera ser.

—La sangraré yo mismo sin llamar al médico, si el acceso vuelve a repetirse.

El judío aprobó el tratamiento con un movimiento de cabeza.

—Mientras estuve enfermo, ni de día ni de noche se separó de la cabecera de mi cama, mientras tú, demostrando una vez más que tienes corazón de lobo, ni una vez te presentaste en mi casa. Nuestra miseria en esos días fue espantosa, y no me extrañaría poco ni mucho que su mollera se haya resentido de tantos días de encierro, y que ahora quiera desquitarse tomando el aire: ¿no te parece?

—Eso será, amigo mío... ¡Pschist!

Mientras el judío estaba hablando, la muchacha reapareció en la estancia y fue a sentarse en el mismo sitio que antes ocupó. Tenía los ojos hinchados y muy encendidos. Una vez sentada, comenzó a mecerse moviendo acompasadamente la cabeza y, al cabo de pocos momentos, rompió a reír estrepitosamente.

—¡Cristo! ¡Ya la tenemos del otro lado! —exclamó Sikes, mirando con sorpresa a Fajín.

Hízole éste una seña para que no hablara más del asunto, y poco después, la muchacha se tranquilizaba y recobraba su aspecto normal. El judío, luego que aseguró en voz muy baja a Sikes que no había peligro de que Anita volviera por entonces a las andadas, tomó su sombrero y dio las buenas noches. Llegado a la puerta, se detuvo, volvió la cabeza, y preguntó si no había quien le hiciera el favor de alumbrarle mientras bajaba la escalera.

—Alúmbrale —dijo Sikes, que estaba cargando su pipa—. Sería una lástima que se rompiera el cuello y chasquease a los aficionados a ver bailar al prójimo en la horca. Alúmbrale.

Anita siguió al judío llevando una vela en la mano. Llegados al portal, Fajín puso el índice sobre sus labios y preguntó con voz muy baja:

—¿Qué pasa, hija mía?

—¿Qué quiere usted decir? —replicó Anita en el mismo diapasón.

—Te lo diré con toda claridad.

—Puesto que ése te trata tan mal cosa muy natural, siendo como es un bestia, un animal feroz... ¿por qué no...?

—Acabe usted —dijo Anita, viendo que Fajín se interrumpía sin terminar la frase comenzada.

—Dejémoslo por ahora —replicó Fajín—. Otro día hablaremos de ello. Ya sabes que en mí tienes un amigo, Anita... un amigo de verdad. Dispongo de medios tan secretos como eficaces. Si quieres vengarte de los que te tratan como a un perro... ¿Como a un perro digo? ¡Peor mil veces que a un perro, pues a éste algunas veces lo acaricia! Si quieres vengarte, acude a mí. Ese animal es para ti un amigo de ayer, al paso que a mí me conoces de antiguo.

—De antiguo y a fondo —contestó la muchacha sin manifestar la menor emoción—. Buenas noches.

Retrocedió cuando Fajín le alargó la mano; pero repitió con voz entera las buenas noches y, contestando la mirada que le dirigió el judío con un gesto de conformidad, cerró la puerta de la casa.

Fajín tomó el camino de la suya, absorto en profundas reflexiones.

Había sospechado, no como consecuencia de la escena que acababa de presenciar, sino poco a poco y por grados, que Anita, cansada de sufrir el trato brutal del bandido, se habría encaprichado por algún otro.

El cambio súbito de carácter, sus repetidas ausencias de la casa, de la cual siempre salía sola, su indiferencia relativa para con los intereses de la banda, en favor de los cuales demostró siempre un celo extraordinario, y por añadidura, su empeño por salir aquella noche, a una hora determinada, eran otros datos que venían a robustecer las sospechas del judío, trocándolas casi en profunda convicción. El objeto de aquel nuevo capricho no era, indudablemente, ninguno de sus discípulos; pero, fuera quien fuera, de todas suertes debía considerarlo como adquisición preciosa, sobretodo, sometidos a la influencia de un auxiliar como Anita, y era preciso, tal pensaba Fajín, ganarlo sin pérdida de momento para la banda.

Quedaba aún por resolver otra cuestión, infinitamente más espinosa que la expuesta. Sikes sabía demasiado, se había convertido en hombre peligroso, y por añadidura, los groseros insultos que a todas horas dirigía a Fajín, habían herido a éste dolorosamente, aun cuando hubiese tenido cuidado de no darlo a conocer. Anita debía estar bien persuadida de que, si abandonaba a Sikes, jamás se vería libre de su furor, furor que descargaría estropeándola, asesinándola... y quién sabe si quitando de en medio al objeto de su nuevo capricho.

—En estas condiciones —monologaba Fajín—, a poco que se la excite ¿no conseguiremos que se preste envenenar a Sikes? No sería la primera mujer que hace eso, y cosas mil veces peores, cuando de asegurar al objeto de su cariño se ha tratado. Así acabaría yo con ese bandido peligroso, a quien detesto con toda mi alma. Otro ocuparía su puesto, y mi influencia sobre la muchacha, descansando sobre un apoyo tan firme como mi conocimiento de la fechoría por ella cometida, sería decisiva, ilimitada.

Estas reflexiones surgieron ya en la mente del judío mientras permaneció en la habitación del bandido, presenciando la pendencia entre éste y su amante, y como eran los pensamientos que le dominaban, quiso aprovechar la primera oportunidad que se le ofreció para sondear a la muchacha con insinuaciones no determinadas, pero suficientemente transparentes, y lo hizo al despedirse. Anita no reveló sorpresa, debió comprender la significación de aquéllas... las comprendió. La mirada que le dirigió en el momento de despedirse lo pregonaba por modo evidente.

Pero... ¿temblaría ante la idea de matar a Sikes? ¡Y, sin embargo, era ese precisamente el objetivo principal que había de alcanzar!

—¿Cómo podría yo acrecentar la influencia que sobre ella tengo? —se preguntaba Fajín—. ¿Cómo adquirir más imperio sobre esa mujer?

Imaginaciones como la del judío, son siempre fecundas en recursos. Suponiendo que, sin arrancar una confesión a la misma interesada, le fuera dado descubrir la causa de su repentina mudanza, y amenazase a aquélla con revelar toda la verdad a Sikes, a quien temía como al demonio, si no se prestaba a secundar su proyecto, ¿no podría entonces, contar con la obediencia ciega de la joven?

—¡Sí, sí! —exclamó el judío voz alta—. ¡No se atreverá entonces a negarme nada... nada absolutamente! ¡Es cosa hecha! ¡Cuento con el medio que buscaba, y lo pondré en planta sin tardanza!... ¡Oh!... ¡Al fin te tengo, condenado!

Plegáronse sus labios en una sonrisa siniestra, dio media vuelta agitó con aire de amenaza el puño en dirección a la casa de Sikes, prosiguió la marcha hacia la suya, metidas sus huesosas manos en los bolsillos de su raído abrigo.

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