Oliver Twist

By WattpadClasicosES

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XLII

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By WattpadClasicosES

Un conocido antiguo de Oliver da pruebas tan brillantes de genio, que llega a ser un personaje público en la capital


La misma noche que Anita, cediendo a un impulso generoso, hizo a Rosa Maylie las importantes revelaciones que conoce el lector, después de propinar un narcótico a Sikes, acercábanse a Londres, por el Gran Camino Real Norte, dos personas, a las cuales no puede dispensarse esta verídica historia de prestar alguna atención.

Eran las personas en cuestión un hombre y una mujer (quizá les cuadrase mejor la denominación de macho y hembra); el primero, uno de esos ejemplares largiruchos, huesudos, patizambos y de andar perezoso y vacilante, a los cuales es difícil señalar edad determinada, seres que, de niños, parecen hombres entecos y poco desarrollados, y de hombres, podrían pasar por muchachos desarrollados prematuramente.

La mujer era joven, de constitución robusta y grandes fuerzas, pues en caso contrario, habríale sido imposible llevar el pesado fardo que gravitaba sobre su espalda. No llevaba su compañero tanto equipaje, reducido a un paquetito envuelto en un mal pañuelo y pendiente de la punta de un palo apoyado sobre el hombro, paquetito que tenía trazas de pesar muy poco. Esta circunstancia, unida a la longitud de sus piernas, realmente desmesuradas, permitíale llevar constantemente una delantera de doce pasos a su compañera, hacia la cual volvía la cabeza de tanto en tanto, haciéndole señas que traducidas al lenguaje vulgar, eran otros tantos reproches a su tardanza y excitaciones a que apresurara el paso.

Avanzaban por el camino lleno de polvo, sin fijar su atención en ninguno de los objetos que se les presentaba a la vista, excepto C do divisaban alguna diligencia, entonces solían desviarse unos pasos sin duda a fin de no entorpecer marcha. Cuando hubieron pasado, arco Highgate, el hombre hizo y llamó con impaciencia a su e pañera.

—¿Quieres darte prisa? ¡A fe que eres holgazana, Carlota!

—Pesa mucho este fardo; créeme —contestó la mujer, llegando rendida y sin aliento.

—¡Que pesa mucho! ¿Qué disparates estás diciendo? ¿Es que sirves para nada? —replicó el viajero macho, pasando al otro hombro el pequeño lío que llevaba—. ¡Dios de Dios! ¿Otra vez parada? ¡Si lo que estás haciendo no es para concluir con la paciencia de todos los santos del Cielo, que venga el diablo y lo vea!

—¿Nos falta mucho para llegar? —preguntó la mujer, recostándose contra un poste y secándose con revés de la mano el sudor que in daba su cara.

—¡Que si falta mucho! Allá es el término de nuestro viaje —respondió el viajero extendiendo un brazo—. ¿Ves aquella claridad? Pues son las luces de Londres.

—Me parece que nos quedan por lo menos dos millas largas —añadió la mujer con desaliento.

—Tanto monta que sean dos como veinte —replicó Noé Claypole, que él era en persona el compañero de la mujer—. ¡Ea! ¡En marcha, si no quieres que despierte tu actividad a patadas!

Como quiera que la nariz de Noé, coloreada de suyo, se ponía más y más encendida cuando la cólera rugía en el pecho de su propietario, y como por otra parte, éste cruzó con paso vivo el camino mientras hablaba, la mujer se levantó sin replicar y reanudó penosamente la marcha.

—¿Dónde pasaremos la noche? —preguntó la mujer, luego que hubieron recorrido un centenar de varas más.

—¿Lo sé yo por ventura? —replicó Noé, cuya irritación exacerbaba extraordinariamente la caminata.

—Será cerca, ¿verdad?

—¡No... no será cerca! —gritó Claypole—. ¿Por qué ha de ser cerca? No creas tal cosa si no quieres llevarte chasco.

—¿Pero por qué no ha de ser cerca?

—Cuando yo digo una cosa, basta y sobra con que la diga, y no admito que se me pregunte por que ni cómo —replicó Claypole con dignidad.

—No te incomodes, Noé, que no hay motivo.

—¡Estaría gracioso!, ¿verdad que sí? que fuéramos a hospedarnos en la primera posada que en las afueras de la ciudad encontráramos, para que Sowerberry, si corre, como supongo, en persecución nuestra, no tuviera más trabajo que el de asomar su fea nariz y cargarnos en un carro, bien adornaditos con esposas! ¡Quia! Seguiremos andando hasta perdernos por las callejas más intrincadas y solitarias de la ciudad y no nos detendremos hasta que encuentre una huronera que nos ofrezca garantías de seguridad. Agradece a las estrellas, Carlota, que me hayan dado talento y astucia para los dos; pues de no haber seguido desde el principio senderos poco frecuentados para caer al fin en este camino, días haría que te encontrarías enjaulada por imbécil, paloma, lo que no te hubiera estado mal empleado.

—Confieso que eres más listo que yo —replicó Carlota—; pero no cargues sobre mis espaldas toda la culpa, y sobre todo, no digas que estaría yo enjaulada, pues supongo que si hubiéramos tenido algún tropiezo, enjaulados estaríamos los dos.

—Fuiste tú la que robaste el dinero —dijo Claypole.

—Pero lo robé para ti, Noé, y por tu encargo.

—¿Lo tengo yo acaso en mi poder?

—No; me lo has confiado a mí, dándome pruebas de una confianza que demuestra lo mucho que me quieres —dijo la mujer, acariciando la barba de Noé y agarrándose a su brazo.

Efectivamente: Claypole había confiado a Carlota la custodia del dinero; pero, como el tal caballerito no tenía por costumbre honrar a nadie con una confianza imprudente, la justicia y la imparcialidad me obligan a hacer constar que, si esta ocasión infringió costumbres de toda la vida, fue porque calculó que, en caso de prisión, era preferible que la justicia encontrase sobre su dulce compañera el cuerpo del delito, lo que le pondría en condiciones de negar su participación en el robo y aumentaría las probabilidades de salir con bien del asunto. Como comprenderá el lector, no creyó oportuno entrar en explicaciones acerca de los móviles de su conducta, y la pareja prosiguió el viaje en medio de la mejor armonía.

Consecuente con su sistema de prudencia. Claypole avanzó sin detenerse hasta llegar al Ángel del Islington, donde la abundancia de transeúntes y la multitud de carruajes hiciéronle creer, no sin razón, que empezaba el verdadero Londres. Sin detenerse más que el tiempo indispensable para observar cuáles eran las calles más concurridas, y como consecuencia, las que con mayor diligencia debía evitar, atravesó el camino de San Juan y no tardó en internarse por las callejuelas laberínticas y sucias comprendidas entre Gray's Inn Lane y Smithfield, que hacen de aquella parte de la ciudad uno de los distritos más asquerosos que han quedado en el corazón de Londres desafiando los planes de reforma de nuestro siglo.

Por aquellas callejas avanzó Noé Claypole, llevando a Carlota pegada a sus talones, ora deteniéndose en medio del arroyo para estudiar el aspecto exterior de alguna taberna o parador inmundo, ora deslizándose a lo largo de las paredes cuando cualquier circunstancia le inducía a creer que aún era demasiado público para sus planes. Al fin se detuvo frente al establecimiento más humilde y repugnante que tropezó en el camino, el cual, una vez reconocido y examinado con detenimiento desde la acera de enfrente, tuvo el alto honor de ser el preferido, según manifestó Claypole a su compañera.

—Dame ahora el fardo —dijo Noé, soltando los tirantes que lo sujetaban a la espalda de su compañera y cargándole sobre sus hombros—. Cuidadito con hablar palabra a nadie. Sólo podrás hablar conmigo, y cuando yo te pregunte... ¿Cómo se llama esta casa... Los Tres... qué?

—Lisiados —contestó Carlota.

—Los Tres Lisiados —replicó Noé—. ¡Magnífica muestra! ¡Adelante! Sígueme pegada a mis talones.

Dada esta orden, empujó la desvencijada puerta con un hombro y penetró en la casa, seguido por su compañera.

A nadie encontraron en la taberna más que a un judío joven que, apoyado de codos sobre el mostrador, leía un periódico arrugado y sucio. Al entrar Noé, el judío alzó los ojos para clavarlos en los de Noé, quien por no ser menos, clavó también los suyos en los del judío.

—¿Es ésta la taberna de Los Tres Lisiados? —preguntó Noé.

—La misma —respondió el interrogado.

—Nos recomendó esta casa un caballero a quien encontramos en el camino —dijo Noé, guiñando un ojo a Carlota, ignoramos si con objeto de llamar la atención de la joven hacia aquel nuevo rasgo de ingenio de que acababa de dar pruebas, o si para recomendarle que no diera muestras de sorpresa—. Desearíamos pasar aquí la noche.

—Ignoro si será posible —contestó Barney, pues Barney, era el judío en cuestión—. Preguntaré.

—Bueno, pero antes condúcenos al comedor y allí sírvenos un pedazo de carne fiambre y un jarro de cerveza.

Introdujo Barney a los viajeros en un cuarto interior, donde les sirvió lo que habían pedido. Momentos después se les presentó de nuevo para informarles que podían pala noche en la casa, y los dejaba haciendo honor a la cena.

Estaba situado el comedor de del mostrador y un poquito bajo que éste, en forma que cualquier persona conocedora de la casa, sin más trabajo que el de levantar una cortinilla que cubría un cristal pequeño colocado en un ventanillo abierto en la pared de la pieza citada, a cinco pies de elevación sobre su suelo, no sólo podía acechar cuanto allí pasase sin peligro de ser descubierta, pues el ventanillo se encontraba en el rincón más obscuro del comedor y protegido por añadidura con una gruesa viga detrás de la cual era sencillísimo ocultarse, sino también sorprender cualquier conversación que en la estancia se sostuviera, aun cuando los interlocutores hablasen en voz baja. Más de cinco minutos hacía que el dueño de la casa se encontraba en su observatorio, cuando entró Fajín para inquirir algunas noticias referentes sus jóvenes discípulos.

—¡Cuidado! —exclamó Barney—. Tenemos forasteros en el comedor.

—¡Forasteros! —susurró Fajín.

—Sí; vienen de provincias, según dicen; pero, si no me engaño de medio a medio, son gentes de nuestra condición.

Parece que la noticia interesó agradó a Fajín, pues subiéndose sobre un banco, acercó cautelosamente sus ojos al cristal, desde donde pudo ver que el galante Claypole se servía una tajada enorme de carne fiambre y trasegaba trago tras trago de cerveza, al paso que administraba a su compañera dosis homeopáticas de ambas cosas.

—Me gusta la facha de ese prójimo —susurró Fajín volviendo la cara hacia Barney—. No dudo que puede sernos de provecho. Por lo pronto, veo que sabe manejarse admirablemente con la muchacha... ¡Chitón! ¡No respires siquiera, que me conviene escuchar la conversación de esa interesante pareja!

El judío, con un ojo pegado al cristal y una oreja a la pared, escuchó con viva atención.

—Pues sí —decía Claypole continuando una conversación precipitada—. Mi intención es ser un caballero. Váyase al diablo los ataúdes y vivamos a lo señor. Yo, al menos, así pienso hacerlo, y si tú no me imitas, Carlota, te acreditarás de tonta.

—Tu proyecto me gusta a rabiar, querido mío —contestó Carlota—; pero ten presente que no todos los días encontraremos cofrecitos que vaciar.

—¡Váyanse al diablo los cofrecitos! ¿Te figuras que no hay en el mundo otras cosas tan apetitosas como los cofrecitos?

—¿Qué quieres decir?

—¡Bolsillos, joyas, casas, diligencias y Bancos! ¿Te parece poco? —exclamó Claypole, en quien comenzaba a producir efecto la cerveza.

—Pero tú solo no puedes llegar a tanto, querido —observó Carlota.

—Ya me asociaré con los que puedan ayudarme —replicó Noé—. No faltará quien nos proponga algún trabajo, y muy pronto... Tú sola vales por cincuenta mujeres juntas, pues si he de hacerte justicia, diré que no hay quien te iguale en astucia y ligereza.

—¡Oh! ¡Y cómo me entusiasman esos elogios en tu boca! —exclamó Carlota, estampando un beso en el feo rostro de su compañero.

—¡Basta, basta ya! ¡No te enternezcas demasiado, porque me vas resultando empalagosa! —dijo con dignidad Claypole—. Me gustaría ser capitán de cualquier bando, para vigilar las operaciones de mis subordinados, para seguir todos sus pasos, sin que nadie se enterase de ello. El cargo me convendría, y si me fuera posible entrar en relaciones con algunos caballeros de esa clase, te aseguro que me encantaría, aun cuando hubiera de sacrificar ese billete de veinte libras que tenemos... del cual no sé cómo podremos vernos libres sin peligro.

Luego que hubo manifestado su sentir sobre el particular, Claypole miró el jarro de cerveza con expresión de sutil sabiduría, y después de agitar su contenido, bebió un buen trago, que le refrescó al parecer, considerablemente. Disponíase a repetir la libación, cuando le interrumpió la presencia, en el marco de la puerta, que acababa de abrirse bruscamente, de un desconocido.

El personaje que acababa de hacer su aparición era Fajín, quien con amabilidad exquisita, hizo al entrar una reverencia profunda y fue a sentarse junto a la mesa contigua a la que ocupaba la pareja y pidió a Barney que le sirviera algo de beber.

—Hermosa noche, caballero, pero demasiado fría para la estación en que nos encontramos —dijo Fajín restregándose las manos—. ¿De provincias, eh?

—¿En qué lo ha conocido usted? —inquirió Claypole.

—En las calles de Londres no suele recogerse tanto polvo —replicó Fajín, señalando con el dedo los zapatos de Noé y a continuación los de Carlota.

—¡Buena vista tiene usted, señor mío! —exclamó Noé—. ¿Has oído, Carlota?

—Para vivir en esta ciudad, precisa tener vista de lince, amigo mío —observó el judío, bajando extraordinariamente la voz—. No hay más remedio, créame usted.

Fajín terminó su observación dándose un golpecito en la nariz con el dedo índice de la mano derecha, operación que quiso remedar Claypole, sin conseguirlo del todo, a causa de las dimensiones escasas de la suya. Esto no obstante, Fajín aprecio en la tentativa algo así como una coincidencia perfecta de opiniones y ofreció cortés a los viajeros una copa del licor que Barney acababa de servirle.

—¡Bueno es, a fe! —exclamó Claypole haciendo chasquear su lengua.

—¡Ah! Para beberlo de ordinario, amigo mío, preciso es que un hombre esté a todas horas en disposición de vaciar un cofrecillo, o un bolsillo, o las joyas de cualquier mujer, o una casa, o una diligencia o un Banco —dijo Fajín.

Oír Claypole la repetición de las palabras que momentos antes había dirigido a Carlota y caer de espaldas sobre el respaldo de la silla, dirigiendo ora a Carlota, ora al judío, miradas de terror, fue todo una misma cosa.

—No tema usted, amigo mío —dijo Fajín, acercando más su silla a la de su interlocutor—. ¡Ah! Por fortuna, nadie más que yo escuchó lo que ha poco decía usted... Sí, fue una verdadera fortuna.

—¡No lo vacié yo! —murmuró Claypole, que ya no estiraba las piernas como si fuera un caballero independiente, sino que las había encogido hasta esconderlas casi debajo de la silla—. Fue ésta... Tú lo tienes, Carlota; en este momento... demasiado bien sabes que eres tú la que lo guardas todo.

—Lo de menos es saber quién vació el cofrecillo y quién guarda el dinero, amigo mío —replicó Fajín dirigiendo, sin embargo, miradas de búho a la muchacha y a los dos paquetes—. A los mismos negocios me dedico yo, así que, lejos de parecerme mal lo que ustedes han hecho, lo apruebo y les doy mi enhorabuena.

—¿Dice usted que se dedica...?

—A la misma clase de negocios que usted, sí, yo, y todos los que en esta casa viven —repuso Fajín—. Buen ojo tuvo usted al escoger esta posada, en la que puede considerarse tan seguro como un rey en su lacio. En la ciudad, no hay lugar que ofrezca tantas garantías de seguridad como Los Lisiados... es de cuando a mí me conviene que le ofrezca. Tanto usted como la ni que le acompaña me han simpáticos, he dado ya las órdenes oportunas, y pueden estar completamente tranquilos.

Puede ser que las palabras Fajín llevaran la tranquilidad alma de Claypole, pero desde luego aseguro que no la llevaron a cuerpo, y de ello fueron prueba evidente sus extrañas contorsiones, cambiar a cada momento de porción, cual si nunca fuera bastante cómoda, y las miradas dirigidas su interlocutor, miradas que reflejaban temor y desconfianza.

—Añadiré —prosiguió el judío después de tranquilizar a la muchacha con ademanes y palabras amistosas—, que tengo un amigo a quien será fácil satisfacer el ardiente deseo que antes expresó usted, poniéndole en el camino que le conducirá derechura a la clase de negocios que usted prefiera y conozca, y le enseñará los que le sean desconocidos.

—Parece que habla usted en serio —observó Noé.

—¿Le parece a usted que tengo yo cara de hablar en broma? —explicó Fajín, dándole unos golpecitos sobre el hombro. ¡Es usted un genio, querido! ¿Quiere usted salir un momento y hablaremos cuatro palabras a solas?

—No tenemos necesidad de molestarnos —contestó Noé, extendiendo nuevamente sus piernas—. Esta subirá arriba los equipajes mientras hablamos... Carlota, vete con los fardos.

La orden, que fue comunicada con gran majestad, tuvo exacto e inmediato cumplimiento.

—La he enseñado bastante bien, ¿no le parece a usted? —preguntó Claypole, con el tono de quien ha domado una bestia feroz.

—Admirablemente, amigo: bien se ve que lo entiende usted.

—No me encontraría yo en este sitio si así no fuera... Pero no perdamos tiempo, pues no puede tardar mucho en volver.

—Veamos: ¿qué me dice usted? Si el amigo de quién le he hablado le agrada, ¿no le parece que lo mejor sería asociarse a él?

—¿Prosperan sus negocios? —inquirió Claypole guiñando un ojo—. Porque lo importante es eso.

—Sus negocios están en plena producción; sus auxiliares son numerosos, y entre ellos cuenta con verdaderas lumbreras en el arte.

—¿Todos de la ciudad?

—Ni un lugareño ha sido admitido todavía, y es más; hasta creo que no admitiría a usted, no obstante mis recomendaciones, si no fuera porque en estos momentos está falto de auxiliares.

—¿Tendré que aflojar la mosca? —preguntó, dándose algunos golpecitos en el bolsillo.

—¡Ah! ¡Es condición precisa! —replicó Fajín con énfasis.

—Veinte libras esterlinas son una cantidad respetable... ¿no le parece?

—No valen gran cosa cuando las representa un billete del Banco del cual es difícil desprenderse —replicó Fajín—. Supongo que habrán tomado el número y la fecha de emisión, que el Banco estará avisado, y que, a su presentación, en vez de hacerlo efectivo... ¡Ah! Comprenda usted que su billete de veinte libras tiene muy poco valor. Mi amigo tendrá que enviarlo al extranjero donde habrá de venderlo con gran quebranto.

—¿Cuándo podré ver a su amigo? —preguntó Noé.

—Mañana por la mañana.

—¿Dónde?

—Aquí.

—¡Hum! Si me asocio, ¿qué ventajas obtendré?

—Podrá vivir como un caballero... tendrá casa, mesa, tabaco y licores... la mitad de lo que usted gane y la mitad de lo que gane la joven que le acompaña.

Es muy dudoso que Noé Claypole, cuya voracidad era implacable, hubiese aceptado las deslumbrantes proposiciones del judío si hubiera sido dueño absoluto de sus actos; pero, como se le ocurrió la idea de que, si las rechazaba, se encontraba en poder de su nuevo conocido, quien sin vacilar un segundo le entregaría a la justicia, poco a poco se fue convenciendo, y acabó por manifestar que las condiciones merecían su aprobación.

—Sin embargo —añadió Claypole—, en atención a que mi compañera trabajará mucho, me parece natural que a mí se me confíen ocupaciones sencillas y de poco compromiso.

—¿Trabajos de capricho, eh? —inquirió Fajín.

—Algo por el estilo. ¿Qué le parece a usted que podría hacer para empezar? Con que no sea pesado ni ofrezca peligros, lo acepto desde luego.

—Algo me parece que he oído hablar a usted sobre su capacidad para espiar a sus semejantes, querido —observó el judío—. Mi amigo necesita muy de veras a uno que se encargue de esas operaciones.

—No sé si lo he dicho, pero crea usted que sin inconveniente aceptaría ese entretenimiento; pero se me figura que debe ser oficio poco lucrativo.

—Eso es verdad —contestó el judío recapacitando, o haciendo que recapacitaba—. No; desde luego no.

—Entonces, ¿qué? —preguntó anhelante Claypole—. Me gustaría dedicarme a cualquiera de esas ocupaciones que pueden hacerse con facilidad y sin correr más riesgos de los que a uno puedan amenazarle en su casa.

—¿Quiere usted dedicarse a las viejas? —preguntó el judío—. Es negocio muy productivo. Se gana el dinero a espuertas arrebatándoles los saquitos de mano y perdiéndose acto seguido a la vuelta de la primera esquina.

—Sí... pero gritan como condenadas y hasta arañan alguna vez —replicó Claypole, moviendo la cabeza—. Me parece que no me conviene. ¿No quedan otras especialidades que explotar?

—¡Ah... sí! —exclamó el judío, poniendo una mano sobre la rodilla de Noé—. Nos queda la zancadilla del cachorro.

—¿Y qué es eso?

—Llamamos cachorros, querido —explicó el judío—, a los niños que salen por encargo de sus madres a hacer cualquier recado, y llevan chelines o peniques... siempre suelen guardarlos en sus manos, y la zancadilla consiste en escamotearles el dinero derribándoles acto seguido en tierra, alejándose a continuación con paso lento y como si tal cosa, como si se tratara de un niño que ha caído por casualidad y se ha lastimado un poco. ¡Ja, ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja, ja! —rugió Claypole acoceando la mesa—. ¡Eso me conviene ¡Mi especialidad!...

—Indudable. Por cierto que por los alrededores de Camden Town o del Puente de Battle podrá explotar el negocio en gran escala. Siempre transitan por allí muchachos que van a recados y no ha de serle difícil echar muchas zancadillas diarias. ¡Ja, ja, ja, ja!

Noé Claypole hizo coro a las carcajadas de Fajín.

—No hay más que hablar —dijo Noé, luego que se hubo serenado un poco y cuando ya Carlota había vuelto a la habitación—. Quedamos entendidos: ¿a qué hora nos veremos mañana?

—¿Le parece a las diez? —preguntó Fajín.

—Sea a las diez.

—¿Y qué nombre he de dar a mi nuevo amigo?

—Bolter —contestó Noé, que se había preparado por si le hacían una pregunta que consideraba segura—; Mauricio Bolter... Esta es la señora Bolter.

—¡A los pies de usted, señora Bolter! —dijo Fajín, con cómica gravedad—. Será para mí un placer estrechar nuestras relaciones.

—¿No oyes lo que este caballero te está diciendo? —gritó Claypole.

—Sí, mi querido Noé, sí —contestó la señora Bolter alargando la diestra al judío.

—En la intimidad me llama Noé —explicó Mauricio Bolter, antes Noé Claypole—. ¿Comprende usted?

—¡Oh, sí! ¡Comprendo perfectamente! —contestó Fajín, diciendo, verdad acaso por primera vez en su vida—. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches!

No sin repetir mil veces las despedidas y después de cambiar varias frases agradables con sus nuevos amigos, marchóse el judío. Noé Claypole reclamó toda la atención de su esposa para explicarle el trato que, acababa de cerrar con toda la altanería y aire de superioridad que tan perfectamente se armonizan, no diremos ya con un individuo del sexo fuerte, sino con un caballero que en, tanto estima la nueva dignidad que le ha sido conferida, consistente en preparar la zancadilla del cachorro a cuantos niños transiten con dinero por las calles de Londres y sus alrededores.

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