Oliver Twist

By WattpadClasicosES

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XXXV

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By WattpadClasicosES

Habla del resultado poco satisfactoria de la aventura de Oliver y copia una conversación interesante habida entre Rosa y Enrique


Cuando la gente de la casa, atraída por los gritos de espanto de Oliver, llegó al sitio de donde aquéllos partían, encontráronle pálido y trastornado, señalando con el brazo extendido en dirección a las praderas que lindaban con el jardín, y sin que su garganta agarrotada pudiera dejar escapar más palabras que éstas:

—¡El judío! ... ¡El judío!

Giles no comprendió lo que aquel grito significaba, pero Enrique Maylie, cuyas operaciones mentales eran más rápidas que las del grave mayordomo, y que por otra parte había oído referir a su madre toda la historia de Oliver, comprendió desde el primer momento lo que significaban las entrecortadas palabras del muchacho.

—¿Qué dirección tomó? —preguntó armándose de un garrote que encontró en un rincón.

—Aquélla —respondió Oliver, señalando la que los hombres habían seguido—. En un momento los perdí de vista.

—Entonces, están en el foso: sígueme procurando no separarte de mí.

Así diciendo, Enrique saltó la cerca y echó a correr con tanto brío, que no sin gran dificultad lograron seguirle los demás.

Giles siguió a Enrique como buenamente pudo, y otro tanto hizo Oliver, y no habrían transcurrido más de uno o dos minutos, cuando el doctor, que volvía de dar su paseo, saltaba también la cerca, y desplegando una agilidad de que nadie le hubiera creído capaz, corría en la misma dirección a marcha vertiginosa, y preguntando al propio tiempo a voz en cuello por la causa de aquella trifulca.

Nadie disminuyó la celeridad de su carrera, ni siquiera para tomar aliento, hasta que Enrique, llegado al ángulo del campo indicado por Oliver, comenzó a reconocer detenidamente el foso y el seto contiguo, lo que dio a los demás tiempo para reunírsele y a Oliver para referir al doctor el incidente que había motivado aquella persecución encarnizada.

Las investigaciones no dieron resultado alguno; ni siquiera se encontraron huellas recientes que acusasen el paso de los fugitivos. Los perseguidores se encontraban en la cima de un altozano que dominaba en todos sentidos una llanura de tres a cuatro millas de radio. A la izquierda, en una hondonada, se veía la aldea; pero para llegar a ésta, suponiendo que hubieran seguido la dirección indicada por Oliver, el judío y su acompañante tuvieron que pasar por un llano, completamente abierto, y era imposible que lo hubiesen franqueado en tan breve tiempo. Por otro lado bordeaba la pradera un bosque espeso; pero por la misma razón indicada, había que desechar la idea de que lo hubieran ganado.

—Habrás soñado, Oliver —dijo Enrique, llamando aparte al muchacho.

—¡Oh, no, señor! —respondió Oliver, estremeciéndose al solo recuerdo de la expresión feroz del rostro del que acompañaba al judío—. Los he visto con mucha claridad; con tanta como estoy lo viendo a usted en este momento.

—¿Y el otro, quién era? —preguntaron a un tiempo Enrique y el doctor.

—El mismo que tan brutalmente me habló en la posada: nos miramos los dos a la cara y juraría que era él.

—¿Y estás seguro de que tomaron ese camino? —repuso Enrique.

—Tan seguro estoy de que tomaron ese camino, como de que estuvieron en mi ventana —replicó Oliver—. Por allá saltó el más alto —añadió el muchacho, señalando con el brazo extendido el seto que dividía al jardín de la pradera—; y el judío se desvió corriendo hacia la derecha, y pasó por aquel portillo.

El doctor y Enrique hubieron de rendirse ante el sello de seguridad que reflejaba el rostro de Oliver. Cambiaron entre sí una mirada y, satisfechos, al parecer, de la precisión de detalles, prosiguieron los reconocimientos, pero en vano; ni la huella más insignificante encontraron de los fugitivos. La hierba, muy crecida, estaba intacta; los bordes de los fosos, cubiertos de barro blando, no presentaban el menor indicio de haber sido hollados por planta humana en mucho tiempo.

—¡Es extraño! —murmuró Enrique.

—¡Y tan extraño! —repitió el doctor—. Los mismísimos Blathers y Duff, con ser tan duchos, habrían de confesarse impotentes.

No obstante el resultado negativo de las pesquisas, continuáronse con ardor hasta que la llegada de la noche convenció a todos de que continuarlas era de todo punto desesperado, y aun entonces, no las abandonaron sin repugnancia. Giles fue enviado a varias tabernas de la aldea y de los alrededores, provisto de cuantos datos pudo facilitar Oliver acerca del aspecto exterior y traje de los misteriosos fugitivos. Fácil era identificar, sobre todo, al judío, suponiendo que rondase por los alrededores o hubiera entrado a beber en cualquiera de aquéllas; pero Giles volvió a casa sin traer dato alguno que pudiera disipar o arrojar alguna luz sobre el misterio.

Prosiguieron las pesquisas al día siguiente, pero con el mismo éxito. Un día más tarde, Oliver acompañó a Enrique hasta el pueblo, aprovechando la circunstancia de ser día de mercado, con la esperanza de averiguar algo sobre los dos individuos, pero tampoco dio resultado ese paso. Al cabo de algunos días comenzóse a dar al olvido el incidente, como sucede con todos los incidentes cuando la curiosidad o asombro, privados del alimento que les es necesario, mueren por consunción.

Volvamos a Rosa. Su restablecimiento avanzaba a pasos de gigante. Ya salía de su cuarto, podía pasear al aire libre y comenzaba compartir la vida de familia, con lo cual sembraba la alegría en los corazones de todos.

Aunque este cambio feliz ejercicio se visible influencia en el reducido círculo de aquella familia, y por más que en la casa se oyeran de nuevo conversaciones alegres y sonaran animadas y ruidosas risas, lo cierto que había ocasiones en que algunos de sus moradores, y hasta misma Rosa, ofrecían cierta expresión de reserva que no pasó inadvertida a Oliver. Con frecuencia encerraban la señora Maylie y hijo, permaneciendo horas enteras en la habitación, y no era raro ve huellas de llanto reciente en los ojos de Rosa. Estos síntomas se acentuaron, cuando el doctor señaló el día en que pensaba regresar a Chertsey en tales términos, que era evidente que en el seno de la familia ocurría algo que perturbaba la tranquilidad de Rosa y de alguna otra persona.

Una mañana, al fin, en ocasión en que Rosa se encontraba sola en el comedor, entró Enrique y le pidió, con vacilación manifiesta, permiso para hablarle durante algunos minutos.

—Pocos... muy pocos... bastarán, Rosa —dijo el joven, acercando su silla la de la niña—. Seguramente adivinas lo que de eso decirte pues no te son desconocidas las esperanzas más queridas de mi corazón, aun cuando hasta ahora no te las hayan confesado mis labios.

Densa palidez había cubierto el rostro de Rosa no bien vio entrar a Enrique. No seamos maliciosos, que muy bien podía aquélla ser efecto de la reciente enfermedad. Cuáles fueran sus pensamientos, no es posible saberlo, pues limitóse a inclinarse sobre una maceta que cerca de su silla había y esperó callada a que Enrique se explicase.

—He debido... creo... me parece que debía haberme marchado ya —dijo Enrique.

—En efecto —contestó Rosa—. Me perdonarás que te lo diga; pero desearía que te hubieses ido ya.

—Me trajo aquí el más doloroso, el más cruel de los temores —repuso el joven—, el miedo de perder para siempre a la persona querida en la cual tengo concentrados todos mis deseos y esperanzas. Estabas moribunda, Rosa, suspendida entre el Cielo y este mundo material. Todos sabemos que cuando la enfermedad visita a las personas llenas de vida, a las que son prodigios por la hermosura y ángeles por la bondad, sus espíritus inmaculados tienden insensiblemente a refugiarse en la brillante mansión del eterno descanso, y no ignoramos que, con dolorosa frecuencia, la parca fatal siega los tallos de las flores más hermosas del género humano.

Temblaban dos perlas en las pestañas de la encantadora Rosa mientras escuchaba las tiernas palabras de Enrique, y cuando una de aquéllas cayó en la flor sobre la que se inclinaba, brilló en su cáliz, multiplicando su belleza. No parecía sino que aquella lágrima, rocío destilado de un corazón puro, alegaba derechos a confundirse con las creaciones más bellas de la Naturaleza.

—¡Un ángel —repuso el joven con acento apasionado—, una criatura tan hermosa, tan inocente, tan limpia de culpa como los mismos ángeles del Cielo, suspensa entre la vida y la muerte! ¡Oh! ¿Quién podía esperar que, cuando aquélla mansión lejana y celestial para la cual ha nacido le medio abría sus puertas, se decidiría a permanecer entre nosotros, para compartir las penas y miserias de esta vida de dolores? ¡Rosa, Rosa! ¡Tener la cruel convicción de que ibas a disiparte como una sombra, a extinguirte como una luz que Dios envió a la tierra para que brillase un momento nada más, perder las esperanzas de conservarte para los que acá abajo sufrimos, más aún, comprender que no es éste tu mundo, porque los ángeles en el Cielo están, saber que tu centro está en aquella mansión brillante hacia la que casi todos los seres privilegiados han emprendido su temprano vuelo; y sin embargo, pedir llorando a Dios que te dejase entre los que acá abajo te aman, son tormentos demasiado crueles para las fuerzas humanas! Pues bien: yo los sufrí, día y noche; a ellos se unió el temor indecible y el sentimiento egoísta de que murieras sin saber al menos cuán ardientemente te amo. No sé cómo los embates del dolor no me arrebataron la razón. Has curado. De día en día, de hora en hora, ha vuelto la salud, gota a gota, y aquel hilo débil de vida que circulaba con languidez por tu cuerpo, hoy es ya torrente impetuoso. He acechado ese feliz paso de la muerte a la vida con ojos que humedecían el anhelo, la ansiedad y el cariño más hondo... ¡No me digas que hubieses deseado privarme de ese espectáculo, que te aseguro que ha despertado en mi corazón una piedad inmensa hacia toda la humanidad doliente!

—No fue eso lo que quise decir —contestó llorando Rosa—. Si manifesté deseos de que te hubieras ido ya de aquí, fue porque siento que no continúes consagrando todas tus fuerzas a empresas elevadas y nobles... a empresas dignas de ti.

—No hay empresa más elevada, más noble, más digna de mí, más digna del mortal más privilegiado que exista, que luchar para merecer un corazón como el tuyo –replicó el joven, tomando entre las suyas la mano de Rosa—. ¡Rosa... mi Rosa querida!... ¡Hace años, muchos años que te adoro! ¡Hace años que vivo de la esperanza de conquistar honores, para volver a casa lleno de orgullo y jurarte que sólo los ambicioné para tener el placer de compartirlos contigo! ¡Hace años que, mientras sueño despierto, pienso cómo te recordaré, en aquel momento feliz, las mil pruebas silenciosas de cariño que desde niño te vengo dando, y cómo fundaré en ellas mis derechos a tu mano, cual si entre nosotros existiera de antiguo un convenio mutuo, ratificado y sellado! Ese momento no ha llegado aún; pero hoy, sin honores conquistados, antes de ver realizados los sueños de mis años juveniles, vengo a poner a tus pies un corazón que desde hace tanto tiempo es tuyo, y a suplicarte de rodillas que aceptes la ofrenda.

—Siempre ha sido elevada, noble y generosa tu conducta —respondió Rosa procurando adueñarse de la emoción que la agitaba—; como quiera que sabes muy bien que ni soy insensible ni ingrata, vas a oír mi contestación.

—Que trate de merecerte; ¿es ésa la contestación, Rosa querida?

—La contestación es que trates de olvidarme —replicó Rosa—; no como a una amiga fiel, a amiga cariñosa, pues si como amiga me olvidases, me harías sufrir horriblemente, sino como a objeto de tu amor. Tiende tus miradas por el mundo, piensa en los muchos corazones que en él encontrarás dignos de ti, cambia la naturaleza de tu pasión, y encontrarás en mí la amiga más sincera, la más constante, la más cariñosa.

Sobrevino una pausa, durante la cual, Rosa, que con una mano medio ocultaba su rostro, dio rienda suelta a sus lágrimas. Enrique retenía la otra entre las suyas.

—¿No podría saber, Rosa, los motivos que te inducen a adoptar la decisión que acabas de manifestarme? —preguntó Enrique, bajando la voz.

—Tienes derecho a conocerlos —contestó la niña—. Principiaré por decir, que nada de cuanto me digas ha de modificar mi resolución. Se trata de un deber, de una obligación que no puedo menos de cumplir. Sé lo que debo al mundo y a mí misma, Enrique.

—¿A ti misma?

—Sí, Enrique. Faltaría a lo que a mí misma me debo si yo, muchacha sin fortuna y sin amigos, llevando un apellido poco limpio, aceptase una situación que daría a tus amigos y al mundo entero motivo para creer que aproveché sórdidamente tu pasión primera y destruí para siempre con mi enlace las elevadas esperanzas de un porvenir brillante. Además, por ti, por tu familia, que me ha colmado de favores, me opondré siempre a que un impulso de tu natural generoso alce un obstáculo que paralizaría para siempre la carrera que puedes hacer en el mundo.

—Si tus inclinaciones están en armonía con lo que llamas tu deber... comenzó diciendo Enrique.

—No lo están —respondió Rosa cuyas mejillas se cubrieron de vivo carmín.

—¿Luego correspondes a mi amor? ¡Dímelo, Rosa querida, dímelo, y así dulcificarás la amargura de este cruel desengaño!

—Si me fuera dado corresponder sin perjudicar mucho al hombre que amase, habría...

—Habrías recibido de otra manera mi declaración, ¿no es verdad, Rosa? ¡No me ocultes esto al menos!...

—Tal vez —contestó Rosa—. Pero... —añadió, retirando la mano que Enrique había tenido asida—, ¿a qué prolongar esta entrevista dolorosa? Dolorosa sobre todo para mí, aun cuando engendrará su recuerdo una dicha perdurable, puesto que me hará feliz la certeza de que he ocupado en tu corazón el lugar preferente que ahora ocupo, y que en algo he contribuido a que coseches los triunfos que te esperan en la vida, cada uno de los cuales acrecentará mi, valor y mi firmeza. ¡Adiós, Enrique! ¡No volveremos a encontrarnos como nos hemos encontrado hoy; pero lazos de índole distinta de los que han motivado esta conversación nos unirán para siempre, y ojalá las fervientes plegarias nacidas de un corazón recto y cariñoso hagan descender del trono donde se asienta la verdad y la bondad eterna toda clase de bendiciones y de prosperidades sobre ti!

—Una palabra más, Rosa. Quisiera escuchar de tus propios labios las razones a que obedece tu conducta.

—El mundo te brinda un porvenir brillantísimo —respondió Rosa con firme resolución—. Puedes aspirar a todos los altos honores que la vida pública reserva a los que atesoran gran talento y cuentan con poderosos protectores. Pero es que los protectores son orgullosos; y yo no alternaré jamás con los que menosprecien a la madre que me dio el ser, no atraeré el deshonor o el fracaso sobre el hijo de la que ha sido para mí una segunda madre. En una palabra —añadió la joven dando media vuelta para impedir que la vendieran las lágrimas—: hay en mi nombre una mancha que el mundo suele hacer recaer sobre seres inocentes, y con la cual no quiero contaminar a nadie. Yo sola sobrellevaré el peso de mi desgracia.

—¡Una palabra, Rosa, una sola! —exclamó Enrique, cayendo de rodillas—. Si fuera yo menos... afortunado, diría el necio mundo, si mi destino hubiera sido vivir una existencia obscura... si fuera pobre, desgraciado, si no tuviera amigos... ¿me rechazarías de la misma manera? ¿Es la perspectiva de mis riquezas, la probabilidad de los honores que acaso me esperan, la que ha dado nacimiento a esos escrúpulos con respecto a su origen?

—No me obligues a contestar —respondió Rosa—. Te suplico que no insistas si no quieres hacerme sufrir.

—Si tu contestación es como casi me atrevo a esperar —repuso Enrique—, sería a manera de rayo brillante de felicidad que proyectaría alguna claridad sobre mi solitaria vida, y, sobre todo, sobre el penoso y árido camino abierto ante mí. No es pedir mucho solicitar dos palabras que podrían hacer tanto bien a quien te ama sobre todas las cosas. ¡Oh, mi querida Rosa! ¡En nombre de mi amor ardiente e inextinguible, en consideración a todo lo que por ti he sufrido y a todo lo que me resta que sufrir, te conjuro a que contestes esa sola pregunta!

—Contestaré, puesto que te empeñas. Si tu posición hubiera sido otra, si fueras un poquito superior a mí, un poquito, no tanto como lo eres, si yo hubiese podido ser para ti una compañera llena de abnegación y un apoyo y consuelo en una vida retirada y tranquila, en vez de una mancha a los ojos de los grandes y una rémora en tu carrera, no pasaría por la dura prueba por la que paso. Me sobran motivos ahora para considerarme feliz, Enrique, pero aceptando tu proposición, confieso que lo hubiese sido mucho más.

Recuerdos antiguos, esperanzas acariciadas en otros tiempos brotaron pujantes en la imaginación de Rosa al hacer la confesión que queda copiada, pero fueron recuerdos y esperanzas que vinieron acompañados de lágrimas, como ocurre siempre cuando vemos desvanecerse ilusiones que nos son queridas.

—Me es imposible vencer esta debilidad, aunque ella me afirma cada día más y más en mi resolución —añadió Rosa—. Es preciso que nos separemos de una vez —terminó, alargando la diestra a Enrique.

—Deseo que me hagas una promesa —replicó Enrique—. Me reservo el derecho de hablarte otra vez... una sola, que será la última, sobre este particular, dentro... de un año; quizá mucho antes.

—No te obstines en querer alterar mi determinación, pues te prevengo que ha de ser inútil —contestó Rosa sonriendo con amargura.

—Será para que me repitas esto mismo, si tal es tu deseo, para que me lo digas una vez más y con carácter definitivo. Yo pondré a tus plantas mi posición y mi fortuna, sean las que sean: si tú persistes en tu resolución actual, ni con actos ni con palabras intentaré combatirla.

—Está bien —dijo Rosa—. Será renovar la llaga; pero para entonces, espero que habré hecho acopio de fuerzas y podré resistir la prueba con mayor entereza.

Nuevamente ofreció su mano a Enrique; pero éste la atrajo a sus brazos, estampó un beso sobre su hermosa frente y salió presuroso de la habitación.

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