Oliver Twist

By WattpadClasicosES

5.9K 621 71

Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XXXIV

43 9 1
By WattpadClasicosES

Algunos datos preliminares acerca de un caballerito que se presenta en escena, y relato de una aventura ocurrida a Oliver


Aquella era demasiada felicidad. La inesperada nueva dejó a Oliver estupefacto, aturdido, sin lágrimas, sin voz, y sin posibilidad de permanecer sentado ni quieto. Hubo de salir corriendo a respirar el aire libre, sin comprender más que muy confusamente lo que había pasado, y hasta después de largo rato de ejercicio no se abrieron las compuertas de sus ojos para dar paso a las lágrimas de júbilo en ellos agolpadas, ni despertó de la especie de sopor letárgico en que parecía sumido, ni se dio cuenta cabal del feliz cambio producido, ni se libró de la agonía insoportable que oprimía y atenazaba su tierno corazón.

Era bien cerrada la noche cuando Oliver regresaba a casa, cargado de flores recogidas con cuidado especial para adornar el cuarto de la enferma. Mientras avanzaba por el camino con paso ligero, a sus espaldas el rodar de un coche que adelantaba a galope tendido. Volvió la cabeza y vio que era una silla de posta tirada por cuatro caballos que volaban. Como el camino era estrecho y el vehículo venía encima, hubo de pegarse casi a una puerta para dejarlo pasar.

Aunque la silla de posta pasó como una exhalación, pudo Oliver vislumbrar en su interior a un hombre tocado con gorro de dormir blanco, cuyas facciones le parecieron familiares, aunque sin llegar a identificarle. Un segundo más tarde asomaba por la portezuela de la silla de posta el gorro de dormir, y una voz estentórea daba al postillón orden de parar, orden que fue obedecida tan pronto como aquél logró contener a los caballos. Apareció inmediatamente de nuevo el gorro y sonó la voz estentórea llamando a Oliver por su nombre.

—¡Aquí, Oliver, ven aquí! —gritó la voz—. ¿Qué noticias hay ¿Y la señorita Rosa? ¡Oliver!

—¿Es usted, señor Giles? —contestó Oliver precipitándose hacia la portezuela del carruaje.

Otra vez asomó el gorro de dormir de Giles, sin duda para formular —su propietario, no el gorro—, nuevas preguntas, cuando el buen mayordomo hubo de ceder la ventanilla a un joven, que a su lado venía sentado, quien preguntó anhelante noticias sobre la enferma.

—¡Una sola palabra! —exclamó—. ¿Está mejor o peor?

—¡Mejor, mucho mejor! —contestó Oliver.

—¡Dios sea loado! —exclamó fervorosamente el joven—. ¿Estás seguro de ello?

—Segurísimo, señor. El cambio sobrevino hace muy pocas horas, y el señor Losberne asegura que pasó el peligro.

El joven abrió inmediatamente la portezuela, saltó del carruaje y, asiendo por un brazo a Oliver, llevóle aparte y le preguntó:

—¿Pero es cierto lo que dices? ¿No habrá error por tu parte, hijo mío? ¡Por favor, no me engañes! —añadió con voz que la emoción hacía temblar—. ¡No me hagas concebir esperanzas que acaso no se realicen!

—Por todo el oro del mundo no haría yo eso, señor —replicó Oliver—. Puede usted creerme. Las palabras del doctor Losberne fueron que el Dios misericordioso y bueno nos la deja para que le bendigamos y demos gracias durante muchos años. Yo mismo las oí de sus labios.

Asomaron las lágrimas a los ojos de Oliver al recordar la escena que fuera el comienzo de tanta felicidad, y el joven caballero volvió la cabeza y permaneció silencioso durante algunos momentos. Más de una vez creyó Oliver que le oía sollozar, pero no quiso desviar el curso de sus pensamientos, que desde luego supuso el rumbo que llevaban, haciendo nuevas observaciones, y quedó callado, fingiendo prestar toda su atención al colosal ramillete que llevaba en las manos.

Mientras tanto, Giles sentado en el estribo del carruaje, con la cabeza enfundada dentro del gorro de dormir apoyada sobre las manos, y éstas a su vez sobre las rodillas, limpiábase los ojos con un pañuelo de algodón azul con motitas blancas. Que la emoción del honrado servidor no era fingida demostrólo elocuentemente el rojo subido de sus ojos cuando los fijó en el joven caballero, que acababa de dar media vuelta y le dirigía la palabra.

—Mejor será, Giles, que continúe usted en la silla de posta hasta la casa de mi madre. Yo prefiero caminar despacito a fin de que usted tenga tiempo de prevenirla, diciéndole que llego.

—Si el señor perdonara mi atrevimiento —contestó Giles, limpiándose la cara con el pañuelo—, le suplicaría que diese al postillón el encargo que acaba de confiarme. Si la servidumbre me ve en el estado poco conveniente en que me encuentro, a buen seguro que pierdo para siempre la autoridad moral que tengo y debo tener sobre ellos.

—Está bien —respondió Enrique Maylie sonriendo—. No hay inconveniente. Que siga el postillón con el carruaje, y usted puede venir con nosotros; pero, por favor, cambie ese gorro por cualquier cubre cabezas más apropiado, si no quiere que los que nos vean nos tomen por locos.

Apresuróse Giles a quitarse el gorro de dormir, que guardó en un bolsillo, y a ponerse un sombrero que sacó del carruaje. Seguidamente prosiguió la marcha el postillón, dejando a los viajeros que, juntamente con Oliver, siguieron a pie con paso lento.

Durante la marcha, Oliver dirigía de vez en cuando miradas llenas de interés mezclado de curiosidad al recién llegado. Representaba tener unos veinticinco años, y era de estatura regular, guapo de rostro y de mirada franca. La elegancia de su traje y la soltura graciosa de sus movimientos hablaban desde luego en su favor. A pesar de la distancia que separa a la vejez de la juventud, ofrecía tan notable parecido con la anciana dama, que Oliver habría sospechado desde luego el estrecho parentesco que los unía aun cuando no le hubiese podido decir que era su madre.

Con la ansiedad pintada en el semblante, esperaba la señora Maylie la llegada de su hijo a la casa, siendo intensa la emoción que entrambos demostraron al abrazarse.

—¡Madre mía! —balbuceó el joven—. ¿Cómo no me escribiste antes?

—Escribí —replicó la dama—; mas después de reflexionar, resolví suspender el envío de la carta hasta después de oír la opinión del señor Losberne.

—De todas suertes, madre mía, ¿por qué habías de exponerte a que sobreviniera la desgracia que a punto ha estado de herirnos?... Si Rosa hubiese... mis labios se resisten a pronunciar la palabra... si su enfermedad hubiera tenido otro desenlace, ¿hubieses podido perdonarte nunca? ¿Dónde habría encontrado yo nunca más una gota de felicidad?

—Si hubiera ocurrido la desgracia a que te refieres, Enrique, creo en efecto, que tu felicidad sobre la tierra habría terminado; pero creo asimismo que tu llegada aquí un día antes o un día después, poca, muy poca importancia hubiese tenido.

—¿Quién sabe, madre mía? ¡Por supuesto! ... ¡Tienes razón! En nada podía influir mi presencia... ¡Tú lo sabes... sí... lo sabes mejor que yo!

—Sé que Rosa merece el amor más ardiente y puro que pueda ofrecer el corazón de un hombre; sé que su condición dulce y noble es acreedora a un afecto poco común, a un afecto profundo y eterno. Si no abrigase esa convicción, si no estuviera persuadida de que la inconstancia del hombre a quien ella entregara su amor destrozaría su corazón, creo que mi misión sería más fácil de cumplir y que sin luchas ni temores atemperaría mi conducta a lo que me parece norma inflexible del deber.

—Mal juzgas mis sentimientos, madre mía —dijo Enrique—. ¿Es que me crees aún un niño que no se conoce a sí mismo, capaz de engañarse respecto a los impulsos de su alma?

—Creo, hijo mío —replicó la dama, colocando una mano sobre el hombro del joven—, que las almas jóvenes tienen muchos impulsos generosos que no son duraderos, y que, entre estos impulsos, abundan los que, una vez satisfechos, se borran, se pierden, desaparecen para siempre. Creo, sobre todo —añadió la dama, clavando los ojos en el rostro de su hijo—, que si un hombre entusiasta, ardiente, ambicioso, enlaza su existencia a la de una mujer sobre cuyo apellido hay una mancha aun cuando ésta tenga su origen en persona que no es la amada, puede encontrar en los senderos de la vida almas bastardas que cometan la vileza de lanzar esa mancha al rostro de la compañera de su existencia, miserables que la hagan extensiva a sus hijos y hasta a su misma persona, en cuyo caso, al verse envuelto en oleadas de fango, es más que probable que, dando al olvido sus sentimientos generosos, imponiendo silencio a su buen natural, se arrepienta un día de los lazos que contrajo en sus años juveniles, y su esposa haya de pasar por los suplicios consiguientes a un arrepentimiento tardío.

—Madre mía —exclamó el joven con impaciencia—; el hombre que así obrase, sería un bruto egoísta, tan indigno del nombre de hombre como de la mujer que describes.

—Ahora piensas así, Enrique —dijo la madre.

—Y pensaré siempre lo mismo —replicó el joven—. La agonía mental que viene atormentándome horriblemente desde hace dos días me obliga a confesar abiertamente y con sinceridad una pasión que, conforme sabes perfectamente, ni es de ayer, ni nació a la ligera. Rosa, ese ángel de bondad, esa niña tan dulce como hermosa, posee mi corazón para siempre. En ella están cifrados todos mis proyectos, todas mis esperanzas, mi vida entera; nada quiero sin ella, y ten por cierto que, si haces oposición a este sueño, el más hermoso de mi vida, tomas en tus manos mi paz y mi felicidad y la arrojas a los vientos. Reflexiona bien, madre mía: ten mejor opinión de tu hijo, y no cierres los ojos a su felicidad, en la que parece que tan poco piensas.

—Precisamente porque sé lo que son los corazones apasionados, Enrique, quisiera evitarles, ahora que es tiempo, decepciones dolorosas, heridas crueles. Pero me parece que hemos hablado bastante, y hasta demasiado, sobre este punto por ahora.

—Que decida Rosa, entonces —repuso Enrique—. No creo que tus opiniones sean inmutables ni que sea tu ánimo sostenerlas hasta el extremo de alzarme obstáculos entre aquélla y yo.

—No los alzaré; pero quisiera que reflexionases...

—¡He reflexionado ya! —interrumpió el impaciente joven—. Años y más años ha que vengo reflexionando; como que es la reflexión que me hago desde que tengo uso de razón. Mis sentimientos no han variado ni variarán: ¿a qué, pues, diferir por más tiempo su declaración, si guardar los secretos me hace sufrir y de nada ha de servir? ¡No! ¡No me iré yo de esta casa sin que Rosa me oiga!

—Te oirá —contestó la dama.

—Hay en el tono con que me hablas algo que parece indicar que me oirá con frialdad, madre mía —observó el joven.

—Te oirá sin frialdad —repuso la señora—; muy al contrario.

—¿Entonces?... ¿No ha mostrado inclinaciones en otro sentido?

—Ciertamente que no —contestó la madre—. O mucho me engaño, o te has hecho dueño de sus afectos. Lo que quiero decir —añadió la buena señora, adelantándose a su hijo, que hizo además de hablar—, es lo siguiente: Antes que te entregues por completo a esa idea, antes que te abandones sin reserva a esa esperanza, reflexiona, medita bien, hijo mío, sobre la historia de Rosa, y considera el efecto que el conocimiento de su nacimiento misterioso ha de ejercer a no dudar en su decisión... por lo mismo que se ha consagrado a nosotros con toda la intensidad de su noble alma y con ese espíritu de abnegación que en todas las circunstancias, grandes o pequeñas, ha sido la característica de su conducta.

—¿Qué quieres decirme con eso, madre mía?

—Te dejo el trabajo de adivinarlo... Voy a ver a Rosa... ¡Qué Dios te bendiga!

—¿Volveré a verte esta noche? —preguntó anhelante el joven.

—Dentro de un momento: cuando salga del cuarto de Rosa.

—¿Piensas decirle que estoy aquí?

—Naturalmente.

—Dile también cuán grande ha sido mi angustia, cuánto he sufrido y cuánto deseo verla: ¿no me negarás este favor, madre mía?

—No; le diré todo lo que deseas que le diga —contestó la dama, estrechando cariñosamente la mano de su hijo y saliendo de la habitación.

Mientras madre e hijo sostenían la conversación que queda transcrita, el doctor Losberne y Oliver habían permanecido separados en el extremo más alejado del cuarto. El primero dio entonces la mano a Enrique Maylie, con quien cambió cordiales frases de bienvenida, y luego le hizo, contestando diversas preguntas de su joven amigo, una historia completa y detallada de la enfermedad y estado actual de la enferma, estado tan satisfactorio y lleno de esperanzas como le hicieran esperar las breves palabras de Oliver. Huelga decir que Giles, aunque parecía atento única y exclusivamente al arreglo de los equipajes, escuchó con orejas ávidas el relato del doctor.

—¿Ha hecho usted algún buen tiro de poco tiempo a esta parte, Giles? —preguntó el doctor.

—No, señor —contestó el criado, enrojeciendo hasta en el blanco de los ojos.

—¿Ni cogido ningún ladrón ni descubierto la identidad de ningún salteador nocturno?

—Nada, señor —respondió con mucha gravedad Giles.

—Lo siento de veras, porque son cosas que hace usted a las mil maravillas. Dígame: ¿cómo está Britles?

—Muy bien, señor —respondió Giles, adoptando de nuevo el tono de protección que le era habitual—. Me ha encargado que salude a usted muy respetuosamente.

—Perfectamente. La presencia de usted, Giles, me recuerda que la víspera del día en que tan bruscamente fui llamado, llevé a cabo, a petición de su señora, una pequeña comisión en favor de usted. ¿Quiere usted acercarse y le diré dos palabras sobre el particular?

¡Giles siguió al doctor hasta un rincón de la estancia con aires de persona importante, y pudo saborear el honor de que el señor Losberne conversase con él en voz muy baja, después de lo cual el primero se retiró con paso majestuoso no sin antes hacer al doctor muchas y profundas reverencias.

No se hizo público en el salón el asunto tratado en la conferencia, Tas no tardó en saberse en la cocina, pues hacia ésta se encaminó Giles en derechura y luego que mandó que le sirvieran un jarro de cerveza, anunció, con aires de majestad que no dejaron de producir efecto, que la señora, deseando premiar su valeroso comportamiento con motivo del robo intentado en su casa, había tenido a bien depositar en la Caja de Ahorros y a favor suyo, la suma de veinticinco libras esterlinas. La servidumbre elevó al cielo las manos y los ojos dieron a entender que temían que el señor Giles acaso se mostrase orgulloso en lo sucesivo, a lo que el buen mayordomo, poniendo la diestra sobre la chorrera de su camisa, contestó que no temieran tal cosa de él, y que, si alguna vez observaban que trataba con altanería a sus inferiores, los agradecería que se lo advirtiesen. Hízoles otras mil observaciones no menos demostrativas de su condición y carácter humilde, que fueron acogidas con gran favor y aplauso por cierto con razón sobrada, toda vez que eran tan importantes originales como suelen serlo cuantas manifestaciones hacen los gran hombres.

De escalera arriba, el resto de la tarde se pasó alegremente, pues el doctor estaba de buen humor, y Enrique, aunque fatigado como secuencia del viaje y un tanto, preocupado, sobre todo al principio, no pudo resistir el carácter humorístico del digno caballero, que se tradujo en mil chistes matizados con aventuras profesionales y en variada chanzonetas que encantaron a Oliver, a cuyos oídos nunca llegaron cosas tan graciosas, y le hicieron reí a más no poder, con evidente satisfacción del doctor, que también ría de la manera más inmoderada, risa que, sin duda por simpatía, se contagió a Enrique. Pasóse, pues, tiempo todo lo distraídamente que podía pasarse dadas las circunstancias, y era ya muy tarde cuando se disolvió la reunión para entregarse al descanso, del que todos tenía mucha necesidad después de las ansiedades e incertidumbres que tanto les habían afligido.

A la mañana siguiente, levantóse Oliver muy temprano y muy contento, y se entregó a sus ocupaciones habituales con satisfacción y placer que no saboreaba desde una porción de días. Lanzaban los pájaros sus trinos más armoniosos, y bien pronto, las flores más hermosas, recogidas por las manos del huérfano, formaron un ramillete cuya fragancia y belleza tanto habían de agradar a Rosa. La melancolía que en días pasados apagaba el brillo de los ojos de Oliver, habíase disipado como por encanto. Parecíale que el rocío brillaba más, que nunca sobre las verdes hojas, que los susurros de la brisa eran más armoniosos, que el azul del cielo jamás fue tan puro y hermoso como entonces. ¡Tan inmensa, tan decisiva es la influencia que hasta sobre el aspecto del mundo exterior ejercen los pensamientos que embargan nuestro espíritu! Los hombres que, al contemplar la Naturaleza, al tender sus miradas sobre sus semejantes, se lamentan de verlo todo negro, sombrío y melancólico, no se engañan del todo: lo que ignoran tal vez es que los colores sombríos son reflejos de sus ojos y de sus corazones ictéricos, falseados. El colorido verdad es tan delicado, que sólo pueden apreciarlo ojos muy claros y corazones muy limpios.

Como circunstancia digna de observación, que no pasó inadvertida a Oliver, diré que por aquellos días, las expediciones matinales del muchacho no fueron ya solitarias. Enrique Maylie, desde el primer día que vio entrar en la casa a Oliver cargado de flores, aficionóse a ellas de tal modo, y demostró un gusto tan exquisito para arreglarlas y combinarlas, que no tardó en dejar muy atrás a su juvenil compañero. Verdad es que si Oliver hubo que quedar relegado a segundo término en lo que a la combinación y gusto se refiere, en cambio no tenía rival para conocer los sitios en que se ocultaban las flores más bellas y delicadas, y todas las mañanas recorrían ambos jóvenes los campos y se llevaban a casa las más hermosas. La ventana del cuarto de la enferma, abierta para que aquélla pudiera saborear el placer de respirar el embalsamado y puro ambiente del verano, ofrecía siempre a sus ojos un ramillete especial, que todas las mañanas manos solícitas renovaban con exquisito cuidado. No pudo menos de observar Oliver que, renovados los ramos, jamás se arrojaban las flores marchitas, como tampoco dejó de llamarle la atención el hecho de que el doctor, cada vez que penetraba en el jardín, dirigía invariablemente la vista al ramo de flores de la ventana, movía la cabeza en forma muy expresiva, y continuaba luego su paseo matinal. El tiempo se deslizaba sereno en medio de estas y de otras observaciones, y la enferma mejoraba de día en día.

No se le hacía largo el tiempo a Oliver, aunque la señorita no había abandonado todavía su cuarto, y como consecuencia, no se daban los paseos por la tarde, excepción hecha de algunos, muy contados, que hacía con la señora Maylie. El muchacho estudiaba con asiduidad redoblada, aprovechaba mejor que nunca las lecciones del anciano de los cabellos blancos que le habían dado por maestro y trabajaba tanto, que la rapidez de sus progresos maravillaba a sus protectores y hasta le admiraba a él mismo. Precisamente cuando con mayor ardor se consagraba al estudio, fue cuando le aconteció un suceso imprevisto que le llenó de espanto.

La pequeña habitación donde solía encerrarse para estudiar estaba situada en la planta baja y parte posterior de la casa. Era un cuartito cuya ventana ocultaba casi una cortina de enredaderas y plantas trepadoras mezcladas con jazmines y madreselvas que saturaban el aire con deliciosos perfumes. La ventana daba al jardín, y éste, por medio de una puerta, comunicaba con un prado, que lindaba con extensas praderas y bosques.

Una tarde deliciosa, cuando las sombras del crepúsculo comenzaban a enseñorearse de la tierra, Oliver se sentó junto a la ventana y se abismó en el estudio de sus libros.

No quisiera que lo que voy a decir redundara en desdoro de los autores de los libros que Oliver estudiaba; pero es el caso que, había sido tan caluroso el día, y el muchacho había hecho tanto ejercicio, que leyendo, leyendo, se quedó dormido.

Hay una clase de sueño que a veces se apodera de nosotros sin sentirlo, sueño que, si bien se enseñorea del cuerpo, no arrebata al alma la facultad de darse cuenta de los objetos del mundo material, ni le priva de la facultad de viajar por donde le acomoda. Si puede darse el nombre de sueño a esa pesadez que agobia, a esa postración de fuerzas que impide los movimientos, a esa incapacidad de dirigir nuestros pensamientos a que nos reduce, sueño es en realidad; pero por encima del sueño sobrenada la conciencia de lo que en torno nuestro pasa, y aun cuando soñemos cuando en ese estado nos encontramos, las palabras que en realidad de verdad se pronuncian, o los sonidos verdaderos que hieren nuestros oídos, se adaptan con pasmosa oportunidad a nuestras visiones imaginarias, hasta que lo ficticio y lo positivo y real se mezclan y confunden tan íntimamente, que resulta punto menos que imposible distinguir lo uno de lo otro. Y no es ése el fenómeno más sorprendente de los que acompañan al estado de sopor en cuestión. Imposible poner en tela de juicio que, si bien es verdad que nuestros sentidos del tacto y de la vista se hallan entonces paralizados, no lo es menos que nuestros sueños, así como también las escenas que crea nuestra imaginación, sufren la influencia material de la presencia puramente silenciosa de cualquier objeto externo que no estaba a nuestro lado en el momento que cerramos los ojos, o de cuya proximidad no tuvimos noticia consciente.

Oliver sabía perfectamente que se encontraba en su cuartito, que ante sus ojos, y colocados sobre la mesa, estaban sus libros, que la brisa de la tarde penetraba por entre las plantas trepadoras que daban sombra a su ventana agitando dulcemente sus hojas, y, sin embargo, no puede negarse que dormía. La escena sufre de pronto un cambio brusco, radical; cree respirar un ambiente denso, viciado, y se encuentra transportado, sintiendo en su alma el terror consiguiente, a la guarida hedionda del judío. En el rincón de costumbre ve sentado al espantable viejo, quien le señala con el dedo mientras conversa en voz baja con otro sujeto a quien no conoce por estar vuelto de espaldas al muchacho.

He aquí el diálogo que suena en sus dormidos oídos:

—¡Silencio, amigo mío! ¡Él es, no hay duda! ¡Vámonos!

—¡Claro que es él! ¿Crees que puedo confundirlo con otro? Aunque, un ejército de demonios adoptasen su figura, y él se encontrara en el centro de ese ejército, una voz interior me indicaría cuál de ellos era el verdadero, haciendo que le reconociese sin exponerme a errar. Sí le enterrasen a cincuenta pies bajo tierra, y yo pasara sobre su tumba, sabría yo, sin necesidad de que sobre la tumba hubiera señal alguna, que allí estaba él enterrado.

¡Ya lo creo que lo sabría!

Tal odio, tanta ferocidad destilaban las palabras de aquel hombre, que despertó Oliver y se levantó sobresaltado.

¡Cielo santo! ¿Qué fue lo que vieron sus ojos, para que toda su sangre afluyese a su corazón y quedara privado de voz y de movimiento? ¡Allí... sobre la ventana, apoyados sobre el alféizar, tan cerca que hubiera podido tocarlos con la mano antes de retroceder presa de horrible pánico, fijos los ojos en el interior del cuartito estaban el mismísimo judío en persona, y a su lado, blanco de cólera, trémulo de rabia o de miedo, quién sabe si de ambas cosas, el desconocido de aspecto amenazador con quien tropezara días antes en la posada!

La visión no duró más que un instante; cruzó ante sus ojos como un relámpago, y se borró: pero los intrusos habían reconocido a Oliver y Oliver les había reconocido a su vez, pues sus fisonomías estaban grabadas en su memoria tan indeleblemente cual si con buril las hubieran esculpido en duro mármol. El infeliz Oliver quedó inmóvil durante breves segundos, y luego saltó por la ventana al jardín, y comenzó a pedir socorro con todas sus fuerzas.

Continue Reading

You'll Also Like

74.4K 6K 187
¿Que hacen las malas mentes cuando están tristes? ¿Cuando se sienten destruidas? ¿Cuando ya no pueden más? Plasman su dolor & sufrimiento en fragment...
46.2K 3.5K 28
"Las palabras no tienen el poder de impresionar la mente sin ese exquisito horror de su realidad" -Edgar Allan Poe ☁MIS FRASES. YO LAS HICE CON SUDOR...
7K 762 13
Una aventura de una niñera, pérdida con un grupo de chicas, este es el caso de Lisa, con las hermanas Kim y Hirai, ya que su niñera, Rosé, es práctic...
56.9K 7.5K 82
Esta historia es de Supergirl, pero tiene otro nombre, ya veréis el porque una vez que empecéis a leer la historia. Es completamente diferente a otra...