Oliver Twist

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XXXIII

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By WattpadClasicosES

Sufre un golpe imprevisto la felicidad de Oliver y de sus protectoras


Pasó rápidamente la primavera y llegó el verano. Hermoso estaba el campo durante aquélla, pero en verano desplegó todo su esplendor e hizo ostentación de todas sus riquezas. Los árboles, antes desnudos, hacían ahora alarde de fuerza y de robustez, y extendiendo sus verdes brazos sobre la tierra sedienta, trocaban los lugares desnudos en preciados rincones desde donde, disfrutando de una sombra deliciosa, podía contemplarse el extensísimo paisaje dorado por el sol que se extendía a lo lejos. Toda la tierra lucía ya sus galas más ricas, ostentaba su encantador manto de verdor y saturaba el ambiente de las emanaciones más agradables al olfato. Era la estación mejor del año y por doquier se respiraba alegría y todas las cosas mostraban anhelos de vivir.

En la linda casita en que veraneaban las señoras Maylie, la vida continuaba deslizándose tranquila y sus moradores saboreaban la misma dulce serenidad de los primeros días. Oliver había recobrado la salud, y con ésta la fuerza, pero enfermo o sano, débil o con fuerzas, los sentimientos de su alma eran los mismos, pues en ellos no influyeron poco ni mucho los padecimientos o las alegrías de índole material, aunque es lo cierto que suelen influir en gran escala en los sentimientos de muchas personas. El muchacho mostrábase tan dulce, tan fiel, tan afectuoso como lo fuera cuando la enfermedad minaba sus fuerzas, cuando dependía en todo de las atenciones de los que, cariñosos y compasivos, le cuidaban.

Una noche, prolongaron el paseo mucho más tiempo que el que por costumbre tenían, pues el día había estado caluroso en demasía, brillaba la luna en todo su esplendor y había nacido una brisa más fresca que en los anteriores días. Por otra parte, Rosa estaba más animada y de mejor humor que nunca, durante el paseo se sostuvieron alegres conversaciones y, como consecuencia, aquél rebasó por mucho los límites ordinarios. Cuando la señora Maylie manifestó síntomas de cansancio, emprendieron lentamente la vuelta a casa. Rosa, no bien se quitó el sombrero, sentóse al piano, como de costumbre. Sus delicados dedos recorrieron el teclado del instrumento al que arrancaron algunos arpegios, con frente nublada y mirada distraída tocó una sonata muy triste, y sus oyentes pudieron oír que suspiraba, que sollozaba.

—¡Rosa... niña querida! —exclamó la dama.

Por toda contestación, Rosa tocó con aire más animado, como si voz de su tía hubiera ahuyenta de su mente tristes pensamientos.

—¿Qué te pasa, Rosa? —preguntó su tía, levantándose precipitadamente e inclinándose sobre la joven—. ¡Cómo! ¿Lloras? ¿Qué es lo que te apena, ángel mío?

—¡Nada, tía mía, nada! —respondió la doncella—. No sé lo que es... No podría describirlo... pero siento...

—¿Estás enferma, niña? —exclamó la señora Maylie, interrumpiendo a su sobrina.

—¡No, no, no! No estoy enferma —replicó Rosa, estremeciéndose pies a cabeza como a impulso de un escalofrío violento—. Esto pasará enseguida... Si me hicieran el favor de cerrar la ventana...

Oliver se apresuró a complacerla.

Rosa, haciendo un esfuerzo para recobrar su buen humor comenzó tocar una pieza más alegre, mas tardaron sus dedos en quedar inmóviles sobre el teclado, la joven ocultó la cara entre sus manos y, dejándose caer sobre un sofá, dio rienda suelta a las lágrimas, que ya le era imposible contener.

—¡Hija mía! —exclamó la anciana, estrechándola entre sus brazos—. ¡Nunca te he visto así!

—Hubiera deseado no llevar la intranquilidad a su alma, tía querida, pero me ha sido imposible evitarlo... ¡y crea usted que lo he procurado con todas mis fuerzas...

—Sí —dijo Rosa—; me parece que estoy enferma.

Y lo estaba en realidad. Cuando trajeron luces, vieron que en el breve tiempo transcurrido desde que llegaron a casa, a las rosas de sus mejillas había sucedido una palidez marmórea. Su rostro, sin perder nada de su belleza, estaba alterado, y sus ojos, tan serenos como el azul del cielo, reflejaban expresión de vaga inquietud. Al cabo de un minuto, cesó la palidez y sus mejillas se cubrieron de vivos arreboles purpúreos, y su mirada, tan dulce siempre, se extravió. No tardaron en desaparecer estos fenómenos, que pasaron sobre su rostro como una nube de verano, para volver la palidez, lívida, más mortal que antes.

Oliver, que observaba anhelante a la anciana, notó que ésta se alarmaba, y él se alarmó también; pero como reparara en que aquélla fingía no concederles importancia, procuró él hacer otro tanto, consiguiéndolo en tal medida, que cuando Rosa, siguiendo las indicaciones de su tía, se retiró a descansar, había recobrado su confianza y hasta parecía encontrarse mejor, tanto, que aseguró que confiaba despertar a la mañana siguiente restablecida por completo.

—Espero, señora, que esto no tendrá importancia —dijo Oliver cuando quedó a solas con la anciana—. No parece que la señorita se encuentra muy bien esta noche; pero...

La señora Maylie indicó a Oliver que no hablara, y tomando asiento junto a una ventana, permaneció largo rato guardando silencio, que al fin interrumpió con voz temblorosa para decir:

—Quiero creer que no, Oliver. Su compañía me ha dado largos años de felicidad... acaso de demasiada felicidad. Puede que haya llegado el momento en que deba yo recibir la visita del infortunio; pero no es de esperar que se me presente bajo esa forma.

—¿Bajo qué forma?

—Bajo la de arrebatarme a la que desde tanto tiempo es mi consuelo único, mi única felicidad —contestó la dama con emoción intensa.

—¡Dios mío! —exclamó Oliver—. ¡No lo permita el Cielo!

—¡Amén, hijo mío! —dijo la dama, juntando fervorosamente las manos.

—No es posible que se cierna sobre nosotros desgracia tan horrenda... ¡Se encontraba tan bien hace dos horas...!

—Pero ahora está bastante mal, y estoy segura de que se pondrá peor —replicó la señora Maylie—. ¡Rosa... Rosa querida! ¿Qué será de mí sin ella?

Hasta punto tal se dejó dominar por la pena la buena señora, que Oliver, imponiendo silencio a su propia emoción, atrevióse a hacerle algunas observaciones y se permitió Suplicarle que, en obsequio a la querida señorita, procurase serenarse.

—Considere usted, señora —dijo Oliver, sin poder contener las lágrimas que desde rato antes pugnaban por salir de sus ojos—, considere usted que es muy niña, que es muy buena, y que Dios no puede llevarse a la que constituye el encanto, la felicidad de los que la rodean. Yo estoy seguro... convencido... muy convencido, de que por usted, que es tan buena, por la señorita, que es un ángel, y por todos aquellos a quienes tan felices hace, no morirá. ¡El Cielo no puede segar una existencia tan preciosa, una vida que apenas comienza!...

—¡Mira, hijo mío! —interrumpió la dama, colocando una mano sobre la cabeza de Oliver—. Tus razonamientos son de niño... ¡pobrecillo! pero, esto no obstante, me muestran el sendero de mi deber. Lo había olvidado por un momento y espero que se me perdonará el olvido, en atención a mis años, que son muchos, pero he visto muchas enfermedades, he asistido no pocas veces a la visita de la muerte, y sé cuán lacerante agonía produce la separación de los objetos de nuestro cariño. Mi experiencia es también bastante para saber que no siempre son los más jóvenes ni los mejores los que quedan en el mundo para consuelo y felicidad de los que los aman. Pero no olvides, hijo mío, que hasta nuestras aflicciones más grandes vienen acompañadas de cierto consuelo. Dios es muy justo; y esas mismas pérdidas irreparables nos demuestran por modo evidente que hay un mundo mejor y más hermoso que éste, y que el camino que a él nos lleva es breve. ¡Cúmplase la voluntad de Dios! ¡La amo...! ¡La amo mucho... Dios sabe hasta qué extremo!

Sorprendió no poco a Oliver ver que la dama, no bien pronunció las palabras anteriores, se sobrepuso de repente a su aflicción y dio pruebas de la mayor firmeza de ánimo y energía. Mayor fue todavía su asombro al ver que la firmeza no la abandonaba en los días sucesivos, al encontrarla siempre serena, siempre resignada, cumpliendo sus deberes con entereza ejemplar. Verdad es que Oliver, como niño que era, ignoraba de cuánto son capaces las almas fuertes probadas por el huracán del infortunio. ¡Cómo había de saberlo él, si los mismos que poseen esa fuerza no suben medir su alcance!

Siguió una noche de ansiedad y de temor. Cuando amaneció, las tristes predicciones de la señora Maylie se habían visto demasiado confirmadas por los hechos: Rosa había entrado en la primera fase de una fiebre alta y peligrosa.

—Precisa, mi querido Oliver, acudir al remedio con actividad, en vez de consentir que nos domine un dolor estéril —dijo la señora Maylie, poniendo un dedo sobre su boca y mirando con fijeza al muchacho.

El doctor Losberne debe recibir lo antes posible esta carta. Hay que llevarla al pueblo, que dista cuatro millas escasas si se sigue un sendero de travesía por los campos, y entregarla allí a un mensajero que a todo el correr de un caballo se encargue de conducirla a Chertsey. El mismo dueño de la posada se obligará a cumplir la comisión, y cuento contigo para todo lo demás.

Por toda contestación, Oliver dio pruebas de desear con verdadero anhelo salir sin pérdida de segundo.

—Toma esta otra carta, aunque no sé si enviarla enseguida a su destino o si conviene diferirlo hasta que sepamos el estado de Rosa —añadió la señora Maylie reflexionando—. No la enviaría si no temiera una desgracia.

—¿Es también para Chertsey, señora? —preguntó Oliver, impaciente por desempeñar la comisión y tomando la carta con mano temblorosa.

—No —respondió la anciana, entregándosela automáticamente.

Oliver miró las señas, y vi que iba dirigida a Enrique Maylie residente en la morada de un gran señor del país.

—¿He de llevarla a su destino señora? —preguntó a Oliver.

—No; decididamente no; esperaré hasta mañana —contestó la dama quedándose con la carta.

Entregó un bolsito al muchacho quien sin detenerse un momento más, salió con cuanta prisa le fu posible.

A todo correr emprendió Oliver la marcha a través de los campo ora entre los crecidos trigos, ora atravesando barbechos, sin cruzar la palabra con los campesinos ni detenerse más que contados segundos y muy de tarde en tarde para tomar aliento, hasta que llegó, sudoroso, rendido y cubierto de polvo a la plaza de la aldea.

En ella hizo alto y tendió la vista en derredor buscando la posada. Vio un edificio blanco, una cervecería de paredes encarnadas y una casa consistorial pintada de amarillo, y de un ángulo, una casa de grandes proporciones, cuyas maderas eran todas verdes, sobre cuya puerta había un cartelón que, con letras muy grandes, decía:

EL JORGE

Hacia la casa grande enderezó Oliver la marcha no bien divisó la muestra. Expuso su deseo a un postillón que encontró en la puerta, quien una vez enterado le envió al mayoral, y éste, a su vez, después de escuchar su historia, le remitió al dueño del establecimiento. Era éste un hombre de aventajada estatura que llevaba corbata azul, sombrero blanco, calzón de paño burdo y botas de montar, el cual se encontraba recostado contra una bomba inmediata a la puerta de la cuadra, limpiándose la dentadura con un mondadientes de plata.

Este caballero, después de escuchar a Oliver, dirigióse al mostrador y, con cachaza ejemplar, escribió la cuenta, operación en la que invirtió mucho tiempo, y una vez preparada y pagada, mandó que ensillasen un caballo y que se vistiera un hombre, en lo cual se perdieron otros diez minutos muy cumplidos. Era tal la impaciencia que a Oliver devoraba, tan viva la inquietud que le aguijoneaba, que de buena gana hubiese montado a caballo y partido a galope hasta el primer relevo. Como tarde o temprano todo llega en este mundo, llegó el instante en que estuvo listo el caballo y en disposición de montar el jinete, y éste, después de recibir una pequeña valija con la carta, y muchas recomendaciones de que la llevase cuanto antes a su destino, puso espuelas a su corcel y partió a galope.

Siempre es motivo de satisfacción saber que se ha enviado a buscar socorro y que no se ha perdido el tiempo. Oliver salió de la cuadra y se disponía a franquear la puerta de la posada, cuando tropezó por casualidad con un hombre vestido de negro que entraba en aquel momento.

—¡Ah! —exclamó el desconocido, clavando sus ojos en Oliver y dando bruscamente un paso atrás—. ¿Qué diablos es esto?

—Perdone usted, caballero —contestó Oliver—. La prisa que llevo hizo que no le viera a usted.

—¡Mil rayos! —murmuró aquel hombre, mirando al muchacho con ojos centelleantes—. ¿Quién había de pensarlo? ¡Maldita sea su alma...! ¡Yo creo que si lo encerrasen en un panteón de mármol, de él saldría para interponerse en mi camino!

—¡Cuánto siento lo ocurrido, caballero! —balbuceó Oliver, aterrorizado al reparar en la mirada feroz del desconocido—. Sería para mí muy doloroso haberle hecho el menor daño.

—¡Ira de Dios! —barbotó el hombre, presa de furor violento y rechinando los dientes—. ¡Pensar que si hubiera tenido valor para pronunciar una sola palabra me hubiese visto libre de él para siempre en una sola noche! ¡Caiga una nube de maldiciones sobre tu cabeza, miserable, y lleve el demonio tu alma, impío! ¿Qué haces aquí?

El misterioso desconocido enarboló el puño crispado y lo agitó amenazador mientras pronunciaba las palabras incoherentes que quedan transcritas, y adelantaba con frente sañuda hacia Oliver, cual si su intención fuera asestarle terrible golpe; pero antes de llegar hasta aquél, cayó pesadamente en tierra, donde quedó revolcándose y echando espumarajos por la boca.

Quedóse Oliver contemplando las contorsiones espantosas de aquel loco (por loco le tuvo él, al menos), y luego penetró de nuevo en la posada pidiendo socorro a gritos. Luego que vio que el desconocido había sido entrado en la cocina, emprendió a todo correr el regreso a la casa de sus protectoras, ganoso de recobrar el tiempo perdido, y recordando, con muchísimo asombro y algún pavor, la conducta singular e inexplicable de la persona de quien acababa de separarse.

Verdad es que el incidente no ocupó mucho tiempo su imaginación, pues en la casa encontró sobrados motivos de preocupación que pusieron en fuga cuantos pensamientos de interés personal pudieran ocupar sus facultades.

Rosa se había agravado mucho, tanto, que antes de media noche, empezó a delirar. Ni un momento se separaba de la cabecera del lecho el médico del lugar, quien a las primeras de cambio declaró a la señora Maylie que la enfermedad era de gravedad extrema y que «era preciso, punto menos que un milagro, para salvar la vida de Rosa».

¡Cuántas veces, en aquella noche de agonías, se levantó Oliver de la cama y se deslizó cautelosamente hasta la escalera, para escuchar si salía algún ruido de la alcoba de la enferma! ¡Cuántas veces se estremeció de pies a cabeza, cuántas veces invadieron su frente calenturienta raudales de sudor frío, cuando súbito rumor de pasos le hacía temer que hubiera sobrevenido una espantosa desgracia! ¡Y qué valía el fervor de todas las plegarias que al Cielo había elevado en toda su vida, comparado con el que acompañó a las de aquella noche, al pedir la salud y la vida de la angelical criatura que se balanceaba sobre los negros abismos de la muerte!

La incertidumbre cruel, el temor, esa suspensión desgarradora que nos tortura cuando inmóviles junto a un lecho nos estremece el pensamiento de ver extinguirse la vida de una persona que amamos con ternura, los pensamientos desconsoladores que asaltan furiosos nuestra mente, dando violencia extrema a los latidos de nuestro corazón y dificultando nuestra respiración por efecto de las terribles imágenes que aquélla evoca, el ansia desesperada con que anhelamos hacer algo que mitigue el sufrimiento y atenúe el peligro contra el cual somos impotentes, el abatimiento, la postración que en nosotros produce el triste convencimiento de nuestra impotencia, son tormentos que con nada pueden compararse. ¿Cabe, en circunstancias tan críticas consuelos, reflexiones que contrarresten el oleaje de pena en que nos anegamos?

Alboreó el día siguiente, y en la casa, antes tan animada, habitan sentado sus reales la tristeza y el silencio. Las gentes hablaban en voz muy baja, a las puertas se asomaban vez en cuando rostros que reflejaban dolorosa ansiedad, y mujeres niños se alejaban bañados en lágrimas. Durante todo aquel día eterno y hasta después de haber tendido la noche sus negros tules sobre la tierra, Oliver permaneció en el jardín paseando lentamente, ora clavada la mirada en tierra, ora alzándola a las ventanas del cuarto de la enferma, siempre temiendo ver que se extinguía la luz débil que la iluminaba, porque sería señal de que la muerte, que por allí rondaba, había concluido por penetrar dentro Ya muy avanzada la noche llegó el señor Losberne.

—¡Triste, doloroso es decirlo! —exclamó el buen doctor—. ¡Muy triste... sí... pero queda muy poca esperanza!

Y a la noche sucedió el día. Alzóse el sol radiante, tan radiante como si no viniera a iluminar desgracias y dolores, o bien como si dichas o miserias fueran para él indiferentes.

Mientras las flores hacían ostentación de toda la riqueza de sus matices, mientras todo respiraba vida, pujanza, salud, alegría, la pobre Rosa moría por momentos. Oliver se encaminó al viejo cementerio, y sentado sobre una de las tumbas cubiertas de césped, lloró silenciosamente.

Tan bello, tan tranquilo era el escenario, tenía tanto brillo, tanto encanto el paisaje, dorado por los rayos del sol, tan hermoso despliegue de galas hacía la Naturaleza, era tan armonioso el canto de los pajarillos, tan rápido el vuelo de las cornejas que cruzaban por el espacio, respirábase, en una palabra, tanta vida, tanta alegría por doquier, que cuando Oliver elevó sus ojos, enrojecidos por el llanto, y los tendió en derredor, instintivamente se le ocurrió la idea de que con semejante tiempo y en semejante ocasión no cabía la muerte... que sería monstruoso que muriera Rosa cuando todos los seres, hasta los más humildes, derrochaban vida y alegría, que las tumbas abren heladas y tristes bocas en invierno, cuando la nieve las cubre a manera de sudario, mas no en verano, cuando la luz radiante del sol y la fragancia incitan a vivir. Hasta estuvo tentado a creer que los sudarios no están llamados a envolver más que a personas viejas, sin que nunca se les consienta ocultar bajo sus fúnebres pliegues la hermosura, la gracia y la juventud.

El fúnebre tañido de la campana de la iglesia vino a cortar con cruel brusquedad los pensamientos del muchacho... ¡Otro tañido!... ¡Otro!... ¡Doblan a muerto! Un grupo de aldeanos franquearon las puertas del lúgubre recinto... Llevaban cintas blancas, prueba de que el cadáver era de persona joven. Detuviéronse al borde de una sepultura, descubiertas las cabezas... Entre ellos iba una madre... ¡madre que había dejado ya de serlo!... Todos lloraban, y, sin embargo, el sol brillaba con el mismo esplendor, v los pajarillos, cantaban alegres, y la Naturaleza reía...

Oliver volvió a la casa, pensando en los muchos favores que la señorita le había prodigado y haciendo votos porque se le presentasen nuevas ocasiones de demostrar cuán grandes eran su gratitud y su adhesión. Nada tenía que echarse en cara con respecto a negligencias u olvidos por su parte, pues al servicio de su angelical bienhechora se había consagrado en absoluto, y, sin embargo, alzáronse ante sus ojos cien ocasiones en que creyó que pudo mostrar más celo, y muy de veras lamentó no haberlo mostrado.

Nuestro comportamiento para con las personas que nos rodean debiera ser objeto preferente de nuestras solicitudes, pues es bien cierto que cada muerte recuerda a los que sobreviven lo poco que hicieron, lo mucho que dejaron de hacer, la infinidad de cosas que olvidaron y la infinidad de las que por culpa nuestra mortificaron al ser querido que nos ha abandonado para siempre. No hay remordimientos más amargos que los producidos por faltas que no está en mano nuestra reparar: evitémoslas o reparémoslas cuando es tiempo, si queremos librarnos de sus lacerantes torturas.

Llegado a casa, encontró a la señora Maylie sentada en el recibimiento de confianza. Estremecióse Oliver al verla, pues como no se separaba un momento del lecho de su sobrina, tembló al pensar en las causas que pudieran haberla alejado. No tardó en saber que Rosa se hallaba sumida en un sueño profundo del que no despertaría sino para restablecerse y vivir, o para darles el postrer adiós.

Tomó asiento, y se pasó varias horas escuchando con ansiedad, sin osar pronunciar palabra. Sirvieron la comida, y la retiraron sin que ni la señora Maylie ni Oliver probaran bocado. Con mirada que revelaba que sus pensamientos estaban en otra parte, contemplaron cómo el astro rey se iba hundiendo poco a poco en el horizonte, cómo al fin envió la tierra esas tintas pálidas que son a manera de heraldos de su ocaso. A sus oídos atentos al menor rumor, llegó ruido de pisadas que se acercaban: ambos se precipitaron instintivamente hacia la puerta en el momento que en su marco aparecía el doctor Losberne.

—¿Y Rosa? —preguntó con afán la dama—. ¡Hable usted!... ¡Pronto, por favor! ¡Todo puedo resistirlo menos la incertidumbre! ¡En nombre del Cielo, hábleme con franqueza!

—¡Cálmese usted, mi querida señora! —contestó el doctor, sosteniéndola. ¡Tranquilícese... yo se lo suplico!

—¡Por Dios santo, déjeme salir! —exclamó la dama con voz desfallecida—. ¡Hija mía!... ¿Ha muerto, verdad? ¡Está agonizando!

—¡No, y mil veces no! —gritó el doctor con arrebato—. ¡Dios, tan bueno y misericordioso, quiere dejarla entre nosotros, para que le bendigamos y demos gracias durante muchos años!

Cayó postrada de hinojos la señora e intentó unir las manos; pero la energía que hasta entonces la sostuviera subió al Cielo envuelta en la primera plegaria que brotó de sus temblorosos labios, y cayó desvanecida en los brazos que se extendieron para recibirla.

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