Oliver Twist

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XXXII

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Oliver comienza a saborear las delicias de una existencia feliz en la morada de sus amables protectoras



Muchos y dolorosos fueron los sufrimientos de Oliver. El frío y la humedad a que quedó expuesto al borde del foso, unidos a la fractura del brazo, ocasionáronle una fiebre traumática, que a la postre degeneró en intermitente, rebelde al tratamiento médico durante varias semanas, que minó extraordinariamente su débil constitución. Inicióse al fin, aunque muy poco a poco, la mejoría, y ya pudo de vez en cuando exteriorizar con palabras, y más aún con lágrimas, lo muy reconocido que estaba a las dos caritativas señoras, y cuán grande era su deseo de recobrar la salud para probarles con hechos todo el agradecimiento de su corazón, haciendo algo que diese a conocer que no habían sembrado favores en terreno ingrato, algo, por poco que fuera, que demostrase que sus angelicales cuidados los guardaba como tesoro sagrado en el fondo del alma el pobre niño a quien arrancaran de la miseria, acaso de las garras de la muerte, el cual no anhelaba otra cosa que servirlas y dar por ellas la vida.

—¡Pobrecillo! —exclamó Rosa un día que los trémulos y descoloridos labios dejaban escapar algunas palabras de gratitud—. Ocasiones de servirnos no han de faltarte, si en realidad lo deseas. Vamos al campo, y la intención de mi tía es llevarte con nosotras. La tranquilidad de aquellos sitios, el ambiente puro que allí respirarás, y la frescura y encantos de la primavera, serán para ti el mejor de los médicos. Verás como en unos cuantos días quedas fuerte como un roble. Cuando estés restablecido, cuando tu estado te permita soportar la fatiga, corre nuestra cuenta buscarte ocupación.

—¡Fatiga! —murmuró Oliver,—. ¡Cuánto daría yo por tener el placer de regar sus flores, cuidar sus pájaros, y subir y bajar, correr todo, día de una parte a otra, cumpliendo encargos suyos, señorita!

—Sin necesidad de dar nada conseguirás —replicó Rosa sonriendo—. Te repito que te ocupare en mil cosas, y con que hagas mitad de las que ahora te propones, quedaré contenta y satisfecha.

—¡Satisfecha y contenta! ¡Cuánta es su bondad al hablarme así!

—Más satisfecha estoy ya de que puedes suponer. El solo pensamiento de que mi buena y querida tía ha podido arrancarte de la miseria que nos has descrito, me produce una sensación de felicidad inenarrable, y si a eso añades que objeto de su bondad y de su compasión se muestra agradecido y corresponde con lealtad a los favores recibidos, quizá llegues a conjeturar hasta dónde llega mi dicha ¿me comprendes?

—¡Oh, sí, señorita! —contestó Oliver emocionado—. Siempre he creído que tenía un corazón agradecido; y, sin embargo, en este momento soy un ingrato.

—¿Con respecto a quién?

—Con respecto a aquel caballero tan amable, y a aquella enfermera tan angelical, que me prodigaron mayores atenciones de las que merecía. Si supieran lo feliz que soy, a buen seguro que se alegrarían.

—No me cabe la menor duda —contestó el ángel tutelar de Oliver—. Tranquilízate, sin embargo; que el señor Losberne nos ha prometido que te llevará a verles tan pronto como tu estado de salud lo permita.

—¡Qué felicidad! —exclamó Oliver, cuyo rostro rebosó alegría—. ¡El júbilo me trastornará cuando tenga el placer de ver de nuevo sus dulces semblantes!

Al cabo de algún tiempo, Oliver se había repuesto lo bastante para poder hacer el viaje sin peligro, y una mañana, el doctor y él montaron en un carruaje propiedad de la señora Maylie. Emprendieron la marcha, y al llegar a Chertsey Bridge, Oliver se puso espantosamente pálido y lanzó una exclamación.

—¿Qué te pasa, muchacho? —preguntó el doctor—. ¿Ves algo?... ¿Oyes algo?... ¿Sientes algo?

—¡Aquella... aquella casa! —contestó Oliver, sacando un brazo por la ventanilla y extendiéndolo hacia un edificio.

—¡Y qué!.. ¡Pare usted cochero! ¿Qué tiene que ver esa casa?...

—¡Que es la de los ladrones... la casa a la que me llevaron! —respondió el muchacho bajando la voz.

—¡Demonio! —exclamó el doctor—. ¡Abre la portezuela!... ¡Voy a salir!

Antes que el cochero tuviera tiempo para saltar del pescante, ya el doctor había abierto la portezuela y llegaba frente a la puerta de la casa indicada por Oliver, sobre la cual comenzó a descargar patadas.

—¡Qué escándalo es éste! —gritó un jorobado de aspecto repugnante, abriendo con tal brusquedad la puerta que el doctor estuvo a punto de caer de bruces en su interior. ¿Qué pasa?

—¿Qué pasa, preguntas? —bramó Losberne, agarrando al jorobado por el pescuezo sin andarse con contemplaciones—. ¡Pasa más de lo que debiera pasar! ¡Ante todo, tienes que darme cuentas de un robo!

—Puede que las dé también de un asesinato, si no me deja usted enseguida —replicó con acento glacial el jorobado—. ¿Ha oído usted?

—He oído perfectamente —dijo el doctor, sacudiendo con furia al jorobado. ¿Dónde está... ¡maldita sea su alma negra! ese desalmado?... ¿cómo se llama?... ¡Ah, ya! ¡Sikes! ¿Dónde está Sikes, ladrón?

Quedó el jorobado mirando al doctor con la boca abierta, cual si el asombro y la indignación le hubieran dejado mudo, y seguidamente, desasiéndose con diabólica destreza de la zarpa del doctor, barbotó un torrente de blasfemias e imprecaciones y entró corriendo en la casa. El doctor, sin darle tiempo para cerrar la puerta, había penetrado tras él, colándose de rondón en una habitación, donde, con asombro que no es para descrito, no encontró muebles ni objeto alguno, nada en absoluto que correspondiera a la descripción de la habitación hecha por Oliver.

—¡Vamos a ver ahora! —dijo el jorobado, clavando en la cara del doctor sus ojos—. ¿Qué se propone usted al penetrar en mi casa en esa forma tan violenta? ¿Viene a robarme o piensa asesinarme? ¿Qué se le ofrece?

—¿Has visto alguna vez que un hombre vaya a robar o a cometer un asesinato en coche de dos caballos, vampiro miserable? —replicó el irascible doctor.

—Entonces, ¿qué quiere usted? ¿Me hace el favor de largarse antes que le ocurra una desgracia? ¡Cargue el diablo con su alma!

—Me iré cuando me venga en gana —replicó el doctor, reconociendo con la vista la otra habitación que, lo mismo que la primera, en nada se parecía a la descrita por Oliver—. ¡Algún día te encontraré fuera de aquí, amigo!

—¿Lo desea usted mucho? —preguntó el jorobado con sorna—. Si alguna vez me necesita, aquí estoy; no vaya a creer que he vivido aquí veinticinco años solo y recluido como un loco para tenerle miedo. Me las pagará usted; sí, señor. No lo olvide: me las pagará.

A estas palabras acompañó el repugnante jorobado un alarido horroroso seguido de furiosas patadas.

—Estoy haciendo el papel del tonto —murmuró para sus adentros el buen doctor—. Ese muchacho ha debido equivocarse... no hay duda... ¡Vaya! Tome usted esto, y enciérrese en su huronera —prosiguió el doctor en voz alta, dando al jorobado una moneda y volviendo al carruaje.

Acompañóle el jorobado hasta la portezuela barbotando mil imprecaciones y blasfemias, pero aprovechando el momento que el doctor se volvía hacia el cochero para hablarle, miró dentro del coche y clavó en Oliver una mirada tan fiera, siniestra y preñada de amenazas, que el pobre muchacho no pudo olvidarla en mucho tiempo. Sus horribles imprecaciones no cesaron hasta que el coche se perdió de vista.

—¡Soy un asno! —exclamó de pronto el doctor—. ¿No lo sabías, Oliver?

—No, señor.

—Un asno, sí —repuso el doctor, al cabo de algunos momentos de silencio—. Aun cuando esa casa hubiese sido la que creía, y en ella hubiera encontrado a los ladrones, ¿podía acaso hacer yo sólo nada de provecho? Y aun dado caso que hubiese recibido auxilio, no veo que para mí hubiera podido resultar más que algún golpe probable, y una prueba no probable, sino evidente de que he obrado como un idiota. Lo primero me hubiera estado bien empleado; hay que reconocerlo, pues cuando uno se deja llevar del primer impulso, nada más natural que le acostumbren a ser más prudente a fuerza de garrotazos.

Hay que decir en honor a la verdad que el doctor jamás dejó de seguir las inspiraciones de sus primeros impulsos, y la prueba mejor de la bondad de los impulsos que informaban sus operaciones es que respeto de haberle acarreado disgustos y compromisos, granjeáronle el respeto v la estimación de cuantos le conocían. A decir verdad, motivó su descontento su mal humor de momento, consiguiente al chasco que le produjo el hecho de no encontrar pruebas que corroborasen la historia narrada por Oliver. Pronto recobró, sin embargo, su buen temple habitual; y al observar que las respuestas del muchacho a sus preguntas continuaban siendo tan claras precisas como siempre, y que rostro reflejaba lealtad y sinceridad resolvió no retirar a aquél su confianza.

Como Oliver recordaba el nombre de la calle donde vivía el señor Brownlow, pudieron dirigirse a él en línea recta. El corazón del muchacho latía con violencia inusitada cuando el carruaje entró en la calle.

—¿Qué casa es, hijo mío? —preguntó el doctor.

—¡Aquélla... aquélla! —contestó Oliver, indicando una—. ¡La blanca!... ¡Oh, deprisa, por favor ¡Paréceme como si fuera a morir!... ¡Tiemblo tanto!...

—¡Vaya, vaya, tranquilízate —dijo el doctor, dando al muchacho algunos golpecitos en el hombro—. Dentro de un momento los verás, ellos experimentarán viva alegría verte sano y feliz.

—¡Oh, sí! ¡Son tan buenos!

Continuó el coche rodando detuvo... ¡No! ¡No era aquélla casa, sino la contigua¡ Rodó un poquito más, y paró de nuevo. Oliver levantó la cabeza mirando a las ventanas. Lágrimas de felicidad rodaban por sus mejillas.

¡Fatalidad! ¡La casa blanca estaba desocupada, y de una de sus ventanas pendía un fatídico cartelón que decía:

SE ALQUILA

—Llamaremos en la puerta inmediata —dijo el doctor, enlazando su brazo con el de Oliver.

Y dirigiéndose a una sirvienta preguntó:

—¿Puede usted decirme qué ha sido del señor Brownlow, que vivía en esa casa?

Ignorábalo la sirvienta, pero fue a informarse.

Momentos después reapareció para decir que el señor Brownlow, después de venderlo todo, se había marchado seis semanas antes a las India Occidentales. Oliver, al escuchar la nueva, se retorció las manos y a punto estuvo de caer desmayado.

—¿Se fue también su ama de gobierno? —preguntó el doctor, después de una pausa.

—Sí, señor —contestó la criada—. Se fueron juntos el anciano señor, el ama de gobierno, y otro caballero que era amigo del primero.

—¡A casa! —exclamó el doctor dirigiéndose al cochero—. ¡Y no tenga usted piedad de los caballos hasta que nos saquen de este maldito Londres!

—¡Y el librero, señor! —dijo Oliver—. ¡Sé dónde vive... quisiera verle!

—¡Pobre muchacho! —exclamó el doctor—. ¡Basta de desencantos por hoy, que con los sufridos tenemos de sobra para los dos! Si vamos a la casa del librero, a buen seguro que nos encontraremos con que o ha muerto, o se le ha quemado la casa, o ha huido a países desconocidos. ¡No, no! ¡A casa!

Y a casa regresaron, obedeciendo el primer impulso del doctor.

Fue para Oliver motivo de viva pena que amargó su naciente felicidad aquella decepción inesperada, pues con frecuencia, mientras duró su enfermedad, habíase complacido pensando en lo que le dirían el señor Brownlow y la simpática señora Bedwin y en la alegría con que él les haría historia de los sufrimientos que experimentó al verse separado de su querida compañía, y de las veces que de ellos se acordó en las noches eternas de continuo padecimiento. Habíale también dado alientos para resistir las terribles pruebas recientes la esperanza de explicarse con aquéllos, y de referirles de qué modo le arrebataron en plena calle; pero hasta de ese consuelo se veía privado: aquellas santas personas se fueron a las Indias llevando consigo la convicción de que habían tendido una mano salvadora a un impostor y a un ladrón, convicción que jamás se modificaría y sólo el pensar en ello, le destrozaba el alma.

Afortunadamente, las desdichadas circunstancias que quedan apuntadas en nada influyeron en la conducta de sus bienhechoras. Quince días después de estos sucesos, pasados ya los fríos invernales y llegado el buen tiempo, cuando los árboles se vistieron de verde follaje y las flores abrieron sus pétalos, preparóse la familia para dejar durante algunos meses su residencia de Chertsey. Enviada al Banco la plata que había excitado la codicia del judío, y dejando confiada la casa a Giles y a otro criado, marcharon al campo, llevando consigo a Oliver.

¿Qué pluma podría dar una idea del placer, del encanto, de la paz del alma, de la dulce tranquilidad, que el pobre convaleciente experimentó al respirar aquel ambiente embalsamado, al verse en medio de verdes colinas, al recorrer los espesos bosques de aquella aldea campestre? ¿Qué lengua podría expresar lo profundamente que se graban aquellas escenas en el alma de los que han arrastrado una vida miserable en medio del ruido de las grandes ciudades, la suave frescura que infiltran en los corazones lacerados? Hombres que, entrenados al trabajo, han vivido largos años en calles estrechas, empinadas y populosas, de las cuales nunca desearon salir; hombres vara quienes la costumbre constituyó una segunda naturaleza y que llegaron a encariñarse con cada ladrillo, con cada piedra de las que formaban el estrecho límite de sus paseos diarios; hombres, en fin, sobre cuya cabeza había extendido ya la muerte su huesosa mano, anhelaron al fin contemplar, siquiera fuera por breves instantes, el brillante espectáculo de la Naturaleza; y transportados lejos del teatro de sus antiguos placeres y sufrimientos, comenzaron a disfrutar de pronto de una nueva existencia, y buscando todos los días algún sitio risueño, cubierto de verdor, asistieron al despertar de tantos recuerdos a la sola contemplación del cielo, de las colinas, de las llanuras, del cristal de las aguas, y el goce por adelantado de las delicias de los cielos endulzó su rápido agotamiento vital, y bajaron a sus tumbas con placidez encantadora, cuando el sol, cuyo ocaso acechaban desde la ventana de su cuarto solitario, desapareció de sus débiles y nublados ojos. Los recuerdos que las sencillas escenas campestres despiertan en la imaginación ni son de este mundo, ni tienen nada de común con los pensamientos o con las esperanzas terrenales. Su dulce influencia nos enseña a tejer frescas guirnaldas para adornar las tumbas de los que hemos amado, puede purificar nuestros sentimientos y extinguir en nuestros pechos la enemistad y el odio, y sobre todo, despierta en el alma, por lo menos en el alma reflexiva, vagas reminiscencias y algo así como la conciencia de haber experimentado ya, en tiempos muy remotos, sensaciones análogas que dan nacimiento a ideas solemnes de un porvenir remoto, en el cual no se conoce el orgullo y del que se han desterrado las pasiones mundanas.

El punto de residencia era magnífico. Oliver, que hasta entonces había vivido entre seres degradados y en medio del tumulto y de las pendencias, creyó entrar en una nueva existencia. La rosa y la madreselva festoneaban los muros de la casa, abrazábase la hiedra trepadora a los troncos de los árboles y las flores del jardín embalsamaban el aire con sus deliciosos perfumes. Cerca de la casa, había un pequeño cementerio donde, si eran muy contados los panteones de piedra, en cambio abundaban mucho las tumbas humildes cubiertas de musgo y de césped, en cuyo fondo dormían el sueño eterno los habitantes del lugar que habían pasado a mejor vida. Oliver paseaba con frecuencia por aquel sitio que le recordaba la mísera sepultura en que yacía pobre madre. El recuerdo arranca, lágrimas a sus ojos y sollozos a pecho; pero cuando separaba s miradas de la tierra para fijarla en el tranquilo firmamento, secábanse sus lágrimas y cesaban sus sollozos, porque ya no la veía en la tumba, sino en el cielo.

El pobre huérfano se considera feliz. Deslizábanse para él los días tranquilos y serenos, las noches no eran mensajeras de sobresaltos de terrores. Ya no languidecía e una prisión tétrica ni se veía entre viles ladrones. Sus pensamientos eran alegres, halagüeñas sus ilusiones. Todas las mañanas iba a la casa un anciano de cabellos blancos como la nieve, que vivía muy cerquita de la pequeña iglesia, el cual le enseñaba a leer mejor de lo que y a escribir. Hablábale con tanto cariño, y era tan vivo el interés que por él se tomaba, que Oliver no sabía cómo pagarle tantos desvelos, cómo corresponder a sus bondades. Acompañaba luego a la señora Maylie y a la encantadora Rosa en lo paseos, y las oía cómo, hablaban de libros, o bien tomaba asiento a su lado en algún sitio protegido por la fronda contra los rayos del sol escuchaba con avidez la lectura de la señorita, que duraba de ordinario hasta que las sombras de la noche impedían a la hermosa lectora ve las letras. Ya de regreso en la casa tenía que estudiar las lecciones día siguiente, tarea que emprendía con ardor, convenientemente encerrado en un cuartito con vistas a jardín. Cuando cerraba la noche, las señoras salían de nuevo y Oliver las acompañaba, atento el oído a cuanto decían, considerándose feliz si podía proporcionarles una flor que les hubiera agradado, y bendiciendo su suerte si alguna vez habían dejado olvidado algo en casa y le enviaban a buscarlo. Cuando la hora avanzada obligaba a los paseantes a recogerse en la casa, la señorita se sentaba al piano y tocaba alegres piececitas,

o bien cantaba con voz dulce y melodiosa canciones antiguas que extasiaban a su tía. No se encendían luces en esas ocasiones, y Oliver, sentado cerca de la ventana, escuchaba aquella música deliciosa con arrobamiento imposible de pintar.

¿Y qué diré de los domingos? En nada se parecían a los que hasta entonces había presenciado. ¡Qué felices transcurrían! Por la mañana iba a la iglesia, cuyos ventanales festonaban hermosas guirnaldas de verde follaje, y hasta cuyo interior llegaban los trinos de los pajarillos que cantaban en la espesura y la fragancia de las flores y hierbas odoríficas. Los vecinos de la aldea, aunque pobres, acudían tan limpios, tan aseados, y rezaban con tal piedad que claramente se advertía que para ellos el cumplimiento de sus deberes cristianos, lejos de ser obligación molesta, era un verdadero placer. Sus cánticos podían ser rudos, pero partían del alma y parecían más armoniosos (por lo menos a Oliver) que ninguno de los que antes habían llegado a sus oídos. Terminada la misa, se entregaban a los paseos de costumbre o bien visitaban a los aldeanos en sus limpias casitas, y llegada la noche, Oliver leía uno o dos capítulos de la Biblia, que había estado estudiando toda la semana, de lo que se sentía tan orgulloso como si fuera el párroco en persona.

Oliver se levantaba muy temprano. Las seis de la mañana le encontraban todos los días recorriendo los campos y saltando cercas y vallados en busca de flores silvestres con que hacer ramilletes, con los cuales volvía cargado a casa para adornar, no perdonando medio para sacar todo el partido posible, la mesa a la hora de almorzar. No dejaba nunca de traer hierba para los pajarillos de la señorita y con aquélla, Oliver que había estudiado a conciencia el asunto bajo la inteligente dirección del maestro del lugar, decoraba las jaulas con gusto exquisito. Atendidos los pájaros, ordinariamente se le encargaban comisiones caritativas, y a falta de éstas, jugaba alguna partida de cricket, aunque poco frecuentes, y de todas suertes, nunca faltaba algo que hacer en el jardín o con las plantas, a las cuales Oliver, que había estudiado arboricultura bajo el mismo maestro, jardinero de profesión, consagraba sus desvelos hasta que bajaba la señorita Rosa, que premiaba con graciosas sonrisas y frases de encomio su inteligencia y buena voluntad.

Tres meses transcurrieron de esta suerte, tres meses que para los mortales más dichosos y favorecidos hubieran sido de júbilo, pero que para Oliver fueron de felicidad suprema. Habiendo tesoros de noble generosidad por una parte, y raudales de vivo v sincero agradecimiento por la otra, no era extraño que al cabo de aquel breve espacio de tiempo Oliver Twist se hubiera identificado en absoluto con la anciana dama y con su sobrina, y que el afecto sin límites que les había consagrado su tierno y sensible corazón fuera para aquéllas motivo de orgullo y una razón más para quererle. No apetecía él mejor recompensa.

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