Oliver Twist

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XXXI

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Situación crítica


—¿Quién llama? —preguntó Britles, abriendo un poco la puerta, piel, sin soltar la cadena.

—Abra usted —contestó una voz—. Somos los agentes de Bow Street a quienes enviaron a buscar esta mañana.

Tranquilo al oír aquellas palabra Britles abrió la puerta de par en par y encontróse frente a un individuo corpulento, envuelto en un levitón, que penetró en la casa sin hablar palabra y fue a limpiarse zapatos en la estera con el mismo desparpajo que si en su propia resistencia se encontrase.

—Que salga uno inmediatamente para revelar a mi compañero, que ha quedado en el carruaje —dijo el agente—. ¿Hay aquí cochera donde podamos colocar nuestro coche durante cinco o diez minutos?

Como Britles contestara afirmativamente, el del levitón salió a la verja del jardín y ayudó a su compañero a entrar el coche, mientras el que he mencionado en primer lugar les hacía luz presa de admiración. Colocado el coche, volvieron los tres a la casa y entraron en recibimiento, donde se despoja los dos agentes de sus levitones sombreros dejando al descubierto sus humanidades respectivas.

El que había llamado a la puerta era un personaje grueso y de estatura regular, de unos cincuenta años, pelo negro, muy espeso bien pobladas patillas, cara redonda y ojos de mirar penetrante; su compañero era alto, enjuto y huesudo, de pelo rojo, mala catadura, extraordinariamente arremangada, y mirada siniestra. Calzaba bota montar.

—Diga usted a su amo que es aquí Blathers y Duff —dijo el robusto, ahuecándose el pelo y dejando sobre la mesa un par de esposas—. ¡Ah! ¡Buenas noches, señor! ¿Me permitirá decir a usted dos palabras en secreto? —añadió, dirigiéndose al doctor, que llegó en aquel momento.

Por medio de un gesto indicó el doctor a Britles que se retirase, hizo entrar a las dos señoras, y dijo, indicando a la dama anciana:

—La señora de la casa.

Blathers hizo una reverencia. Se le indicó que tomase asiento y, dejando su sombrero en tierra, se arrellanó en una silla, diciendo a Duff que hiciera otro tanto. El caballero mencionado en último lugar, que, o no estaba acostumbrado a frecuentar la buena sociedad o bien no se encontraba a gusto entre personas elevadas, se sentó haciendo mil contorsiones y concluyó por meter el puño de su bastón en su boca, sin duda porque, en su turbación, no se le ocurrió otra cosa mejor.

—Con respecto al robo aquí cometido, señor —preguntó Blathers—, ¿tiene usted la bondad de explicarme las circunstancias que en el hecho concurren?

El doctor Losberne, quien al parecer no deseaba otra cosa que ganar tiempo, hizo un relato detalladísimo e interminable. Los dos agentes tenían aspecto de entender perfectamente, y de tanto en tanto cambiaban entre sí miradas de inteligencia.

—Nada puedo asegurar hasta tanto haya hecho una inspección ocular detenida, claro está —dijo Blathers—; pero me atrevo a decir... no me importa aventurar una opinión, que creo han de corroborar los hechos, me atrevo a decir que no es ningún novato el que ideó el golpe, ¿eh, Duff?

—¡Oh! Eso es indudable —confesó Duff.

—Traduciendo al lenguaje vulgar la palabra novato, a fin de que la comprendan las señoras, diré que este señor quiso significar que el robo no lo ideó ningún campesino —dijo el doctor Losberne sonriendo.

—¡Exacto! —exclamó Blathers—. ¿No pueden darnos más detalles?

—Ni uno —respondió el doctor.

—¿Qué hay sobre ese muchacho de que hablaron los criados? —preguntó Blathers.

—Nada absolutamente —contestó el doctor—. El miedo metió en la cabeza a uno de los servidores de esta casa la idea de que el muchacho en cuestión había tomado parte activa en el conato de robo, lo que, como ustedes comprenderán, es un absurdo, una majadería.

—Decirlo cuesta muy poco —terció Duff.

—Tiene razón mi compañero —dijo Blathers, haciendo con la cabeza movimientos de aprobación y jugueteando negligentemente con las esposas, que manejaba como si fueran unas castañuelas—. ¿Quién es el muchacho? ¿Qué antecedentes da de su persona? ¿De dónde ha salido? Porque supongo que no habrá caído de las nubes...

—Desde luego aseguro que no ha caído de las nubes —replicó el doctor, dirigiendo a las señoras una mirada expresiva—. Yo conozco su historia completa, desde que nació, pero no es cosa de narrarla en este instante, pues supongo que lo primero que ustedes desearán, será visitar el sitio por el que penetraron en la casa los ladrones, ¿no es verdad?

—Sí, por cierto —contestó Blathers—. Necesitamos ante todo reconocer el teatro de los acontecimientos y luego, tomaremos declaración a los criados. Es el orden que habitualmente seguimos en los procedimientos.

Trajeron luces inmediatamente, y los dos agentes, seguidos por el alguacil, por Giles, Britles y... en una palabra, por toda la gente de escalera abajo de la casa, pasaron a la reducida estancia del extremo del corredor y reconocieron la ventana. Salieron luego al prado y volvieron a estudiar la misma ventana, bien que desde fuera, después de lo cual examinaron el postigo a favor de la luz de la bujía. Cumplida esta diligencia, que presenciaron sin atreverse a respirar los profanos, entraron nuevamente en la casa y obligaron a Giles y a Britles a hacer una representación melodramática del papel que en las aventuras de la noche anterior habían desempeñado, papel que hubieron de repetir seis veces consecutivas, no habiendo más que una discrepancia substancial entre uno y otro actor la vez primera, y sobre una docena la última. A continuación, Blathers y Duff mandaron salir a todo el mundo y procedieron a celebrar consejo secreto, pero tan secreto y solemne, que en su comparación, el más solemne de los congresos de medicina convocado para resolver el punto más escabroso de esta ciencia, sería juego de niños.

Mientras tanto, el doctor, paseaba en la habitación contigua con las manos en los bolsillos, presa de visible intranquilidad y contagiándola a las señoras, que le contemplaban sin atreverse a interrogarle.

—¡Palabra de honor! —exclamó el doctor al fin, poniendo término a su nervioso pasear—. ¡No sé qué hacer!

—Yo creo que si refiriéramos a esos hombres la historia del niño, tal como él nos la refirió a nosotros, no haría falta más para justificarle —dijo Rosa.

—Me permito dudarlo, mi querida señorita —replicó el doctor, moviendo la cabeza—. No creo que la historia de su vida bastase para justificarle, ni a los ojos de esos hombres, ni a los de otros funcionarios de justicia más elevados. ¿Quién es, después de todo?, se preguntarán. ¡Un vagabundo! Su historia, examinada desde el punto de vista de las consideraciones y probabilidades ordinarias, es sumamente dudosa.

—Pero usted la cree —objetó Rosa.

—La creo, no obstante ser inverosímil, y quién sabe si creyéndome acredito de mentecato; pero no puedo creer que le conceda el mismo valor un agente de policía de alguna experiencia en su oficio.

—¿Por qué no? —inquirió Rosa.

—Porque... mi querido y rígido juez, porque examinada con lente policíacos, presenta muchos punto feos. El muchacho solamente puede probar lo que le perjudica, y nada en absoluto de lo que le favorece. Esos sujetos quieren saber siempre por qué y el cómo, y nada admiten sin pruebas. Según confesión propia del herido, ladrones son su compañeros desde hace algún tiempo: sólo con ladrones ha vivido, fue preso en una ocasión como presunto autor del escamoteo de pañuelo. El dueño del pañuelo le recogió en su casa, y de ésta fue conducido a viva fuerza a un lugar que no puede indicar, y acerca de cuya situación no tiene la idea más remota. Trajéronle a Chertsey hombres que por lo visto le quieren entrañablemente, y a cuyo cariño ignoramos si corresponde o no, y grado o por fuerza le introdujeron por una ventana para robar un casa. En el preciso momento en que quiere dar la voz de alarma a los moradores de la casa, lo que hubiera sido prueba fehaciente de su inocencia, tiene la desgracia de tropezar con un servidor leal que le descerraja un pistoletaza, cual sí todo mundo tuviera empeño decidido impedir que el desgraciado haga menor bien. ¿Va usted comprendiendo?

—Comprendo, sí —replicó Rosa, sonriendo con dulzura al doctor—; pero, a pesar de todo, no veo motivos que arguyan culpa en el muchacho.

—¡No! ¡Claro que no! ¡Dios conserve la vista perspicaz de las de su sexo! Jamás saben ver más que uno de los lados de las cosas, y el lado que ven, es el primero que ha sabido herir su imaginación.

Formulada esta máxima filosófica, el buen doctor hundió nuevamente las manos en los bolsillos y dióse a pasear la habitación con mayor rapidez que nunca.

—Cuantas más vueltas doy al asunto, más me afianzo en la creencia de que poner a esos hombres al corriente de la historia de ese muchacho, no servirá más que para embrollar el asunto y pará agravar las dificultades. Seguro estoy de que no creerán nada; y aun admitiendo que nada probasen en definitiva contra él, y resultase absuelto, la publicidad de las sospechas sería obstáculo formidable a la realización de las generosas intenciones de ustedes, encaminadas a salvarle de la miseria.

—¡Oh! ¿Qué hacemos, pues? —exclamó Rosa—. ¿Por qué enviarían a buscar a esas gentes, Dios mío?

—Eso pregunto yo; ¿por qué? —repitió la señora Maylie—. Daría cualquier cosa por verlos a cien leguas de aquí.

—No se me ocurre más que un recurso —dijo el doctor, sentándose, con la calma de la desesperación—, que intentaremos y procuraremos sacar adelante a fuerza de audacia. El fin que perseguimos es bueno, y si los medios que empleamos no son en sí del todo laudables, quedan, ya que no justificados por aquél, al menos muy atenuados. El herido presenta síntomas de fiebre intensa y no está en disposición de hablar ni de que se le hable, lo que es una ventaja no pequeña. La aprovecharemos para nuestros fines, y si no salimos bien, al menos nos cabrá el consuelo de haber hecho cuanto en nuestra mano estaba... ¡Adelante!

—Pues bien, señor —dijo Blathers, entrando en la habitación seguido por su colega, y cerrando la puerta antes de pronunciar una palabra más—. Se trata de un golpe con correspondencia.

—¿Y qué diablos es golpe con correspondencia? —preguntó impaciente el doctor.

—Un golpe con correspondencia, señoras —dijo Blathers dirigiéndose a las damas, cual si la ignorancia del doctor en un asunto de tanta importancia le inspirase lástima—, es el que se lleva a cabo en connivencia con los criados.

—Nadie sospecha contra ellos en este caso —replicó la señora Maylie.

—Es muy posible, señora —objetó Blathers—; pero el hecho de que no hayan excitado sospechas no significa que no sean culpables.

—Con doble razón en el caso presente —apoyó Duff—.

—Hemos visto en él la mano de los profesionales de la ciudad —continuó Blathers—. El estilo así lo prueba, pues es de primer orden.

—Estilo perfeccionado —añadió Duff.

—Lo llevaron a cabo dos hombres con el auxilio de un muchacho —repuso Blathers—. Esta última circunstancia la evidencia el hueco de la ventana. Nada más puede asegurarse por el momento. Ahora, sí ustedes nos lo permiten, interrogaremos al muchacho que hay arriba.

—¿No le parece a usted, señora que estos caballeros deberían tomar alguna cosita antes de proseguir sus luminosos trabajos? —preguntó el doctor sonriendo, cual si una idea feliz acabase de iluminar su mente.

—¡Ah, sí! —exclamó Rosa con avidez—. Inmediatamente.

—¡Oh, muchas gracias, señorita! —contestó Blathers, pasándose la manga por la boca—. A decir verdad, el desempeño de nuestras funciones excita la sed de una manera extraña, señorita... Tomaremos lo que tengan a mano, pero no quisiera que se molestasen por nosotros.

—¿Qué quieren ustedes tomar? —preguntó el doctor, siguiendo a la joven.

—Una copita, señor, si usted nos lo permite. En nuestro viaje desde Londres hemos pasado un frío horrible, señoras, y creo que nada mejor que una copita para abrigar el estómago.

La señora Maylie escuchó con muestras de interés la manifestación de Blathers, mientras el doctor aprovechaba la oportunidad para salir sigilosamente de la habitación.

—¡Ah, señora! —exclamó Blathers, tomando el vaso por el fondo entre sus dedos pulgar e índice y alzándolo a la altura del pecho. ¡Cuántos casos como el presente he tenido que resolver durante mi carrera!

—Por ejemplo, aquel robo con fractura perpetrado en una callejuela solitaria, por Edmomon, Blathers —observó Duff, como para refrescar la memoria de su compañero.

—Por cierto que fue muy semejante a éste —contestó Blathers—. Obra de Conkey Chickweed, ya lo sabe usted, compañero.

—Siempre se empeña usted en afirmar que fue su autor Conkey, cuando quien lo llevó a cabo fue la familia Pett. Conkey tuvo en él la misma participación que yo.

—¡Tonterías! ¡Si sabré yo lo que me digo! —replicó Blathers—. ¿Se acuerda usted de cuando robaron a Conkey? Fue un golpe maestro que puso en conmoción al mundo entero. ¡Novela como aquella no se lee en los libros!

—¿Qué pasó? —preguntó Rosa, en su deseo de adelantar el buen humor y la locuacidad de sus importunos visitantes.

—Fue un robo, señorita, como nunca se había visto otro —respondió Blathers—. El tal Conkey Chicweed...

—Conkey significa Narizota, señorita —interrumpió Duff.

—La señorita lo sabe tan bien o mejor que usted, compañero —replicó con vivacidad Blathers—, y ya que se me presenta ocasión, advertiré a usted, Duff, que no me agrada que me interrumpan a cada paso. El tal Conkey tenía en el camino de Battlebridge una taberna que frecuentaban muchos jóvenes lores deseosos de presenciar riñas de gallos, de hacer apuestas y de disfrutar de pasatiempos por el estilo. El tabernero dirigía los negocios de la manera más intelectual que puede usted figurarse, según he podido observar yo mismo, que he tenido ocasión de juzgar de visu. Sucedió pues, que, en ocasión en que se encontraba solo en su casa, una noche le fueron robadas trescientas veintisiete guineas que guardaba en un saco por un hombre alto que llevaba un parche negro en un ojo el cual hombre se había escondido debajo de su cama, y luego que cometió el robo, se descolgó por una ventana, que estaba en el primer piso. Rápido fue el ladrón en sus movimientos, mas no lo fue menos Conkey. Parece que le despertó el ruido, y saltando veloz de la cama disparó un trabucazo que puso en conmoción al barrio entero. Todo el mundo se lanzó a la calle, la gritería que se armó fue espantosa, todos corrieron tras el ladrón, no lograron darle alcance, y ni siquiera verle, hallaron no obstante que el trabucazo le había herido, pues dejo en su huida rastros de sangre que continuaban durante un trecho d consideración. En resumen: Conkey se quedó sin el dinero, y como consecuencia, cúpole el honor de que su nombre apareciera, pasado algún tiempo, en la Gaceta, entre los de otros comerciantes que habían hecho quiebra. Abrióse una suscripción, diéronse funciones a beneficio de aquel desgraciado a quien había visitado el infortunio; pero todos los socorros materiales no pudieron restablecer el equilibrio en sus facultades mentales, trastornadas como resultado del robo. Pasábase los días sin despegar los labios, extraviada la mirada, arrancándose el cabello, Y haciendo tales extremos, que las gentes creían que terminaría por suicidarse. Una mañana se presentó corriendo en las oficinas de policía y celebró una conferencia reservada con el comisario, terminada la cual, sonaron con insistencia los timbres y se dieron órdenes terminantes y precisas a Jaimito Spyers (un agente de los más activos y sagaces), para que prestase su apoyo al señor Chickweed y se apoderase de la persona del ladrón.

«Ayer le vi pasar por delante de la puerta de mi casa, Spyers», dijo Chickweed al agente. «¿Cómo no salió usted tras él y le agarró por el cuello?», preguntó Spyers. «Porque su vista me dejó tan trastornado que cualquiera hubiese podido matarme con un mondadientes —replicó el pobre hombre—. Pero le cogeremos de fijo, porque por la noche, entre diez y once, le vi pasar otra vez» Proveyóse Spyers de ropa blanca y de peine, por si tenía que pasar uno o dos días ausente de su casa, salió, y fuése a situar en la ventana de una taberna, detrás de una cortinita, bien encasquetado el sombrero y dispuesto a lanzarse en persecución del ladrón no bien le echase la vista encima.

»La noche estaba ya muy avanzada. Spyers fumaba filosóficamente su pipa, cuando de pronto oyó que bramaba Chickweed: «¡Aquí está! ¡Al ladrón!... ¡Al asesino!» Salió Jaimito Spyers con la rapidez del rayo, y ya vio a Chickweed que corría como alma que lleva el diablo gritando con todas sus fuerzas. Devora distancias Spyers, vuela Chickweed, las puertas de las casas vomitan gentes, todos corren, todos se atropellan, todos gritan ¡Ladrones, ladrones! gritos que inicia siempre Chickweed, que brama y ruge como un loco. Spyers, que le ha perdido un momento de vista a la vuelta de una esquina, se precipita como un huracán, dobla la esquina, ve un grupo, penetra en su centro y grita: «¿Dónde está el ladrón? ¿Quién de éstos es?» «¡Voto al...! —ruge Chickweed—. ¡Se me ha vuelto a escapar!»

»No dejaba de ser extraño el suceso, pero como no se veían por ninguna parte rastros del ladrón, volvieron nuestros hombres a la taberna, y a la mañana siguiente, Spyers se instaló de nuevo en su observatorio y acechó, desde detrás de la cortina encarnada, el paso de un hombre alto que llevara un parche negro sobre un ojo, hasta que los suyos le dolieron a fuerza de mirar. El dolor le obligó a restregárselos, y en el preciso instante en que los tenía cerrados, hiere sus oídos el grito de: «¡Aquí está!», de Chickweed. Lánzase Spyers a la calle en pos de Chickweed que corría desatinado delante, y después de una carrera furiosa, que se prolonga doble que la de la noche anterior, el ladrón se pierde de nuevo. La escena se repitió tres o cuatro veces más dando lugar a que la gente propalara la especie de que Chickweed había sido robado por el diablo en persona, el cual se entretenía, además, en hacerle objeto de sus burlas. Los pocos que no dieron crédito a esta versión, aseguraban a pie juntillas que el pobre Chickweed se había vuelto loco»

—¿Y Spyers, qué decía? —preguntó el doctor, que había vuelto a entrar en la habitación momentos después de principiado el cuento.

—Jaimito Spyers —contestó el narrador— no dijo esta boca es mía en bastante tiempo, pues se limitaba a escuchar a todo el mundo y a tomar nota de cuanto oía, bien que fingiendo indiferencia, lo que demuestra que sabía su oficio. Una mañana, salió a la sala de la taberna, y mientras tomaba un polvo de su caja de rapé dijo: «¿Sabe usted, amigo Chickweed, que he descubierto al ladrón?» «¿De veras? —inquirió Chickweed—. ¡Oh, mi querido Spyers! ¡Que pueda tener la satisfacción de vengarme, y moriré contento! «¿Dónde está el villano, mi querido Spyers?» «¡Vaya! —replicó Spyers—. ¡Basta de bromas, Chickweed! ¡El ladrón es usted!»Así era en efecto. La farsa le había valido mucho dinero, y a buen seguro que nunca se hubiera descubierto el enredo de no haber mostrado tanto afán por salvar las apariencias. ¿Qué les parece? —terminó Blathers, dejando el vaso sobre la mesa y agitando las esposas.

—Curiosísimo, no puede negarse —contestó el doctor—. Si ustedes quieren, podemos subir a ver al herido.

—Estamos a sus órdenes, señor.

Los dos agentes, siguieron al doctor Losberne, quien a su vez pisaba los talones a Giles, que rompía la marcha alumbrando, subieron al piso superior y entraron en la alcoba donde descansaba Oliver.

Estaba amodorrado el muchacho, parecía encontrarse peor de lo que en realidad estaba, y la fiebre era bastante intensa. Auxiliado por el doctor, pudo, empero, sentarse sobre la cama, y comenzó a mirar a los que acababan de invadir su cuarto sin comprender lo que iba a pasar, mejor dicho, sin recordar al parecer quién era él mismo, dónde se hallaba ni qué le había ocurrido.

—He aquí —dijo el doctor, hablando en voz baja pero con mucha vehemencia—, he aquí el muchacho que, herido accidentalmente en la posesión del señor... no sé cuántos, situada a espaldas de la en que nos encontramos, se presentó aquí esta mañana demandando socorro, y el socorro que le dio ese ingenioso personaje que está frente a nosotros con la palmatoria en la mano, fue agarrarle y maltratarle en forma tal, que ha puesto su vida en peligro inminente, como no tengo inconveniente en certificar en mi calidad de médico.

Blathers y Duff clavaron sus ojos en el hombre sobre quien el doctor acababa de llamar su atención, el cual, atolondrado y presa de la más profunda estupefacción, paseaba sus espantadas miradas desde los agentes a Oliver, y desde Oliver al doctor, reflejando en su cara una mezcla cómica de terror y de perplejidad.

—Supongo que no se atreverá usted a negarlo, ¿eh? —preguntó el doctor, acostando nuevamente a Oliver.

—¡Yo lo hice todo para... con la mejor intención! —balbuceó Giles—. Creí firmemente que era mismo muchacho, pues de no haberlo creído, me hubiera guardado muy mucho de maltratarle. No tengo instintos crueles, señor.

—¿Qué muchacho creyó usted que era? —preguntó Blathers.

—El que acompañaba a los ladrones, señor —contestó Giles. Es indudable... creo yo que es indudable que con los ladrones iba un muchacho.

—¡Bien! ¿Y cuál es ahora su opinión? —preguntó Blathers.

—¿Mi opinión sobre qué? señor —inquirió Giles mirando con aire atontado a su interlocutor.

—¡Sobre el muchacho, pedazo de estúpido! —gritó Blathers con impaciencia.

—No lo sé... si he de decir verdad, no lo sé... No me atrevería a jurar que fuese el mismo.

—Pero en fin, sepamos qué piensa usted —insistió Blathers.

—No me atrevo a pensar nada... creo que no es el mismo... casi, aseguro que no lo es... Ustedes comprenden perfectamente que no puede ser el mismo.

—¿Pero está borracho este hombre? —preguntó Blathers, volviéndose hacia el doctor.

—¡Es un imbécil de tomo y lomo! —exclamó Duff.

El doctor Losberne, que durante el breve diálogo que queda copiado, había estado tomando el pulso al herido, levantóse de la silla en que estaba sentado y dijo que, puesto que, según parecía los agentes no abrigaban dudas sobre el asunto parecíale acertado pasar a la habitación contigua donde podrían continuar el interrogatorio de Giles y tomar declaraciones a Britles.

Aceptada la proposición y puestos en la habitación inmediata, llamaron a Britles, quien embrolló de tal suerte el asunto y se enredó a sí mismo y a su superior jerárquico en tan laberíntica maraña de contradicciones, que fue imposible sacar nada en limpio, como no fuera el hecho indubitable del inconcebible error en que ambos habían incurrido, y la seguridad, confesada por él mismo, de que aun cuando le pusieran frente a los ojos en aquel instante al muchacho que había visto acompañando a los ladrones, le sería imposible identificarlo, pues si aseguró antes que el muchacho en cuestión era Oliver, hízole porque Giles así lo había dicho, añadiendo que cinco minutos antes declaraba el propio Giles en la cocina que temía mucho haber obrado con demasiada ligereza.

Puestos a dudar, llegóse a poner en tela de juicio que Giles, hubiera herido a nadie. Reconocida la segunda pistola, que Giles no llegó a disparar, hallóse que sólo estaba cargada con pólvora y tacos, descubrimiento que causó sensación profunda en todos excepto en el doctor, que había sacado de la misma la bala diez minutos antes. A nadie, sin embargo, afectó tanto como a Giles, quien comido desde algunas horas antes por el remordimiento de haber herido mortalmente a un semejante, respiró tranquilo, se aferró a la idea nueva y contribuyó más que nadie a que arraigara la creencia de que la pistola con que hizo fuego no estaba cargada con bala. Los agentes al fin, sin acordarse apenas de Oliver, dejaron al alguacil en la casa y regresaron a la ciudad, prometiendo volver al día siguiente.

Cundió el rumor en la mañana del siguiente día de que en la cárcel de Kingston había encerrados dos hombres y un muchacho, presos durante la noche por sospechosos, rumor que indujo a Blathers y a Duff a trasladarse a Kingston sin pérdida de momento. Hecha una investigación acerca de las circunstancias sospechosas que motivaron la prisión de aquellos hombres, resultó que quedaban reducidas al hecho de haber sido sorprendidos durmiendo dentro de un pajar, lo cual, si bien no puede negarse que constituye un crimen gravísimo, no lleva aneja más vena que la de prisión correccional y, ante los tutelares ojos de la misericordiosa ley inglesa, no es, por sí sola, prueba bastante para evidenciar que el durmiente, o los durmientes, hayan llevado a cabo un allanamiento de morada con vistas al robo, y, como consecuencia, la sanción venal que al delito mencionado corresponde no es la muerte afrentosa. Blathers y Duff, averiguados los extremos que quedan consignados, hubieron de volverse como habían ido.

A vuelta de muchas pesquisas y como resultado de largas conferencias, convínose en que la señora Maylie v el señor Losberne responderían de Oliver por si la justicia tenía a bien llamarle. Blathers y Duff, contentos con algunas guineas que recibieron a título de recompensa por sus trabajos, volvieron a la capital, más desacordes que nunca acerca de la apreciación del hecho delictivo que motivó sus trabajos, pues el último seguía aferrado a la idea de que había sido obra de la familia Pett v el primero juraba y perjuraba que el autor no pudo ser otro que el gran Crickweed.

Oliver, mientras tanto, mejoraba rápidamente merced a los solícitos cuidados combinados de las señoras Maylie y Rosa, no menos que a los del compasivo doctor Losberne. Si hasta el excelso trono del Altísimo llegan las plegarias de los corazones que rebosan agradecimiento, que deben negar... (¿para qué servirían, sino, las plegarias?) las que dirigió el pobre huérfano en favor de sus protectores, no pudieron menos de atraer sobre las cabezas de aquéllos una lluvia benéfica de dicha y de felicidad.

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