Oliver Twist

By WattpadClasicosES

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XVII

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By WattpadClasicosES

La suerte siempre infausta de Oliver lleva a Londres a un personaje que se complace en difamarle


En todo buen melodrama deben alternar las escenas trágicas con las cómicas, de la misma manera que todo jamón bien preparado ofrece una combinación regular de capas blancas y capas encarnadas. El héroe que acabamos de ver tendido sobre un mísero jergón de paja y agobiado bajo el peso de las cadenas y de los infortunios, abre de par en par las compuertas de nuestros ojos, y en la escena siguiente, su fiel escudero, ignorante de la suerte de su señor, nos entretiene y alegra con un canto cómico. Aquí vemos, con emoción intensa, a la heroína entre las garras de un conde cruel y orgulloso, expuesta a perder el honor y la vida y blandiendo afilada daga merced a la cual intenta salvar el uno a costa de la otra, y en el momento crítico, cuando el interés ha llegado a su punto culminante, suena un silbido y hétenos transportados de repente al gran salón del castillo, donde un senescal de larga cabellera gris entona una cantiga graciosísima rodeado de nutrido grupo de vasallos, más graciosos aún que la cantiga, cuyo oficio es cantar y trinar perpetuamente a coro en iglesias, palacios y teatros.

Habrá quien tenga por absurdas tan bruscas mutaciones; y, sin embargo, preciso es convenir que no son tan inverosímiles como a primera vista pudiera creerse. De continuo nos ofrece la vida real transiciones no menos bruscas, contrastes no menos vivos. Es muy frecuente pasar desde un salón de baile a un lecho de muerte, cambiar de la noche a la mañana los negros crespones indicadores de duelo y de quebranto por las vistosas galas símbolo de la alegría y del contento.

No existe en ello más que una diferencia, bien que diferencia de mucha entidad: en este caso último somos nosotros los actores y en el primero los espectadores. En la vida mímica del teatro, los actores no tienen ojos para ver las transiciones violentas y los ímpetus de súbita cólera y explosiones repentinas de dolor o de pasión, transiciones, ímpetus y explosiones que, servidos a meros espectadores, son desde luego condenados como absurdos e inverosímiles.

Tal vez haya quien asegure que este breve preámbulo es innecesario, pero en todo caso, debe considerarse como una manera delicada de advertir a los lectores que se les va a conducir otra vez a la ciudad natal de Oliver, porque hay muy buenas razones para emprender este viaje.

Con los primeros rayos del sol salió una mañana del hospicio egregio el señor Bumble. Avanzó con paso majestuoso y digno por la Calle Alta. La altivez, el orgullo de su alto cargo resplandecían en su persona. Los rayos tangentes de un sol matinal se quebraban su tricornio y era de ver el aire suelto con que manejaba el bastón emblema de poderío y de autoridad. Siempre caminaba el señor Bumble con la cabeza erguida, pero la mañana a que se refiere este párrafo la llevaba más enhiesta que nunca. Reflejaban abstracción sus ojos y la elevación su frente, signos inequívocos para cualquier observador que la imaginación del bedel elaboraba pensamientos demasiado abstrusos e importantes para ser comunicados a nadie.

No se detuvo el señor Bumble en el camino para charlar con los vendedores de tres al cuarto que respetuosos le saludaban o le dirigía la palabra. Limitábase a contestar su saludo con una ligera inclinación de cabeza y seguía adelante con el mismo paso digno y reposado, que no interrumpió hasta llegar a la granja-sucursal del hospicio, dirigida con solicitud verdaderamente parroquial por la buena señora Mann.

—¡Maldito sea el condenado bedel! —exclamó la señora Mann al oír la impaciencia con que llamaba a la verja—. ¡No puede ser otro que él! ¡Oh, señor Bumble! —gritó alzando la voz— ¡Quién había de pensar que era usted!... ¡Qué placer me produce su visita!... ¡Entre usted... entre en el salón!

Las frases primeras fueron dirigidas a Susana; y las de júbilo y regocijo al bedel, mientras la tierna señora Mann abría la verja de entrada e introducía a Bumble, con tanta atención como respeto, en el interior de la casa.

—Señora Mann —comenzó diciendo el señor Bumble, no sentándose, sino dejándose caer de golpe en el sofá—, señora Mann, muy buenos días.

—Buenos días tenga usted, señor —contestó la señora Mann, prodigando sonrisas a su visitante—. Deseo que su estado de salud sea inmejorable.

—¡Así, así, señora Mann! —replicó el bedel—. La vida parroquial, señora Mann, no es lecho de rosas.

—¡Oh! ¡Ciertamente que no! ¡Son tantos los desgraciados a quienes hay que atender y cuidar! ...

—La vida parroquial, señora Mann —repuso el bedel, golpeando la mesa con el bastón—, es una vida penosa, sembrada de contrariedades y de disgustos; pero a bien que no me quejo, toda vez que a todos los altos funcionarios públicos ocurre lo propio.

La señora Mann, sin comprender muy bien lo que el bedel quería decir, alzó las manos al cielo y exhaló un suspiró muy hondo.

—¡Bien puede usted suspirar, señora Mann!

La buena señora, viendo que había estado acertada, suspiró por segunda vez, con gran satisfacción sin duda del alto funcionario público, quién, reprimiendo una sonrisa indiscreta y mirando con gravedad a su galoneado tricornio, dijo con voz campanuda:

—Señora Mann, voy a Londres.

—¡Dios nos asista, señor Bumble! —exclamó la señora Mann, retrocediendo asustada.

—A Londres, sí, señora —repuso el inflexible bedel—, en diligencia... yo y dos pobres, señora Mann. Va a entablarse una acción legal, y el Consejo de Administración me ha encargado que presente el asunto a la decisión de los tribunales. No ceso de preguntarme, señora Mann, cómo van a arreglárselas los jueces de Clerkenwell para salir airosos del paso, teniendo que habérselas conmigo.

—¡Oh, señor! ¡No extreme usted su severidad con ellos! —exclamó la señora Mann con acento entre lastimero y zumbón.

—La Sala de justicia de Clerkenwell ha provocado el asunto —replicó con majestad el señor Bumble—. Si la Sala de justicia de Clerkenwell tropieza con dificultades más insuperables de las que suponía para salir de su mal paso, a nadie más que a sí mismos deberán echar la culpa los que la forman.

Tanta resolución, tanta seguridad supo poner el señor Bumble en sus palabras, tanta amenaza, que la señora Mann retrocedió espantada.

—¿Y va usted en diligencia, señor? —preguntó al cabo de un rato—. Yo creía que la costumbre era transportar a los pobres en carreta.

—En carreta descubierta solemos llevarlos cuando están enfermos, señora Mann, sobre todo en días de lluvia, pues lo esencial es impedir que, al desmontar, cojan enfriamientos, siempre peligrosos.

—¡Ah!... —exclamó la señora Mann.

—Los asientos de los individuos de que ahora se trata nos han costado baratos —añadió el señor Bumble—. Ambos se encuentran en deplorable estado de salud, y hemos calculado que los gastos del viaje importarán dos libras menos que los de su entierro... suponiendo, como es natural, que podamos endosarlos a otra parroquia, que creo podremos, siempre que no se les ocurra la mala idea de morírsenos por el camino, aunque no es de esperar llegue a tanto su mala intención. ¡Ja, ja, ja, ja!

¡Cosa rara! El señor Bumble se permitió soltar la carcajada, bien que apenas sus ojos tropezaron el tricornio, se extinguió bruscamente aquélla y el rostro del bedel recobró la gravedad habitual.

—Estamos olvidando los negocios, señora Mann —dijo el bedel después de una pausa—. Aquí tiene usted el sueldo mensual que la parroquia le tiene asignado.

Así diciendo, el bedel sacó un cartuchito de monedas de plata y exigió a la señora Mann un recibo, que ésta se apresuró a escribir.

—Tiene muchos borrones, pero está en regla —dijo la encargada de la sucursal—. Muchas gracias, señor Bumble; le quedo muy reconocida.

El bedel contestó con una inclinación de cabeza a las exageradas cortesías de la señora Mann, y a continuación pidió noticias acerca de los niños confiados a sus maternales cuidados.

—¡Angelitos! —exclamó hondamente emocionada la mujer—. Todos siguen perfectamente... todos, excepto dos que murieron la semana pasada, y el pobrecito Ricardo.

—¿No mejora este último?

La señora Mann movió negativamente la cabeza.

—¡Es un expósito de pésima condición, de índole viciosa, de carácter rebelde! —exclamó el bedel con entonación colérica—. ¿Dónde está?

—Lo traeré al instante, señor... ¡Ricardito, ven enseguida!

No tardó la mujer en encontrar a Ricardito, a quien puso debajo de la bomba y secó bien con su mismo vestido antes de conducirlo ante la terrible presencia del respetable bedel.

El muchacho estaba pálido y extremadamente flaco; tenía las mejillas hundidas y sus grandes ojos brillaban allá en las profundidades del cráneo. Flotaban alrededor de su desmedrado cuerpo las pobres prendas de vestir regalo de la parroquia librea viviente de la miseria, y su miembros flaqueaban como los de un anciano decrépito.

Tal era el desventurado que, presa de temblor convulsivo provocado por la espantable persona del bedel, permanecía en pie sin osar alzar los ojos y temiendo oír la voz de aquél.

—¿No sabes mirar a este caballero, niño testarudo? —preguntó la señora Mann.

Alzó el niño la cabeza con timidez y su mirada se encontró con la del señor Bumble.

—¿Qué deseas, hijo de la parroquia? —preguntó el bedel con expresión burlona.

—Nada, señor —contestó con voz temblorosa el niño.

—Lo creo —terció la señora Mann—. Muy descontentadizo habías de ser para que pudieras apetecer nada.

—Desearía... no obstante... —balbuceó el niño.

—¡Cómo! —interrumpió la señora Mann—. ¿Serás capaz de decir que te hace falta algo? ¡Di, pillete deslenguado! ...

—¡Calma señora Mann, calma! —dijo el bedel, alzando la mano en señal de autoridad—. Desearías... ¿qué, caballerito?

—Desearía —tartamudeó el muchacho—, que alguien me hiciera la caridad de escribir algunas palabras en un pedazo de papel, y lo guardase cerrado y lacrado hasta después que me hayan enterrado.

—¡Cómo! ¿Qué quieres decir con esto, muchacho? —exclamó el señor Bumble, en cuyo pecho hizo alguna impresión al acento suplicante y dolorido del niño, no obstante estar muy habituado a incidentes análogos—. ¿Qué significan tus palabras, niño?

—Quisiera escribir algunas palabras de cariño al pobre Oliver Twist, haciéndole saber cuántas lágrimas he vertido al pensar en las muchas noches que habrá pasado a la intemperie, sin hogar donde cobijarse, sin alma caritativa que le tendiera una mano compasiva: quisiera también decirle —añadió el niño, agitando las manos y hablando con mucho fervor—, que es para mí un consuelo morir joven, pues si viviese mucho tiempo, si llegase a ser hombre, quizá mi hermanita, que está en el Cielo, me olvidara o no me reconociera cuando nos juntáramos. Vale más que nos encontremos allá arriba siendo niños los dos.

Bumble miró al diminuto orador de pies a cabeza, asombrado de lo que oía, y volviéndose al cabo de breves momentos hacia la señora Mann, dijo:

—¡Todos están contados por el mismo patrón, señora! ¡Ese pillete de Oliver los ha pervertido a todos!

—¡No lo hubiera creído nunca, señor! —exclamó la mujer juntando las manos—. ¡En mi vida vi muchacho de corazón más endurecido!

—¡Quítemelo de delante, señora! —gritó Bumble autoritariamente—. Hay que dar cuenta al Consejo de Administración.

—Espero que los señores consejeros comprenderán que la culpa no es mía —dijo la señora Mann lloriqueando.

—Lo comprenderán, señora; yo me encargo de hacerles ver con toda claridad el asunto... ¡Llévese a ese Pillete! ¡Quítemelo de delante, que no puedo soportar su presencia!

Ricardito fue llevado inmediatamente a la carbonera, donde quedó encerrado. Poco después se fue el señor Bumble para hacer los preparativos de viaje.

A la mañana siguiente, a las seis, Bumble, después de cambiar su tricornio por un sombrero redondo y de ponerse un capote azul con capucha, tomó asiento en la imperial de la diligencia con los dos criminales de quienes la Administración quería librarse.

Llegó a Londres sin más contratiempo que la detestable compañía de los dos pobres que se obstinaban en quejarse de frío, hasta el punto de hacer exclamar al bedel que le estremecían con sus lamentaciones, y que estaba helado de frío a pesar de su confortable capote.

Después de haberse desembarazado por la noche de aquellos dos seres desagradables, el señor Bumble se instaló en la misma hostería de la diligencia, y después de pedir una modesta comida, sentóse tranquilamente cerca de la chimenea para tomar un refrigerio. Cuando hubo concluido, entregóse a varias reflexiones morales sobre la culpable tendencia que tienen los hombres a murmurar y quejarse de su suerte. Finalmente cogió un diario y se dispuso a leer.

Lo primero que llamó su atención fue el anuncio siguiente:

«CINCO LIBRAS DE GRATIFICACIÓN»

«Un muchacho, llamado Oliver Twist, desapareció de su casa el jueves último por la noche, sin que desde entonces se hayan tenido noticias suyas. La gratificación mencionada se entregará a la persona que facilite informes merced a los cuales se pueda dar con el citado Oliver, o arrojen alguna luz sobre su historia pasada, que el autor de este anuncio, por varias razones, desea conocer.»

Seguía después una descripción detallada y minuciosa del traje de Oliver, de sus señas personales, de su aparición y desaparición y terminaba con las señas del domicilio del señor Brownlow y con el nombre y apellido de éste.

El bedel abrió los ojos admirado. Leyó el anuncio con calma y atención tres o cuatro veces, y antes que pasaran cinco minutos, caminaba en dirección a Pentonville, dejando intacto sobre la repisa de la chimenea el vaso de ginebra y agua, del que ni siquiera se acordó.

—¿Está en casa el señor Brownlow? —preguntó a la criada que salió a abrirle la puerta.

La criada contestó con esa evasiva tan corriente en la vida:

—No lo sé... ¿De parte de quién viene usted?

Apenas pronunció el señor Bumble el nombre de Oliver a guisa de explicación del motivo de su visita, la señora Bedwin, que ella era en persona la que había abierto la puerta, se apresuró a franquearle el paso.

—¡Entre usted... entre usted! —exclamó anhelante—. Me daba el corazón que tendríamos noticias suyas... ¡Pobrecillo! ... Me lo figuraba... lo consideraba seguro... ¡Entre usted!

Una vez dentro de la casa, la buena mujer se dejó caer sobre un sofá y comenzó a llorar, mientras una criada, menos impresionable que el ama de gobierno, subió corriendo a anunciar la visita, no tardando en reaparecer para rogar al señor Bumble, de parte del señor, que subiera inmediatamente. El bedel no se lo hizo repetir.

Condujeron al recién venido a un gabinetito reservado, donde encontró al señor Brownlow acompañado por su buen amigo Grimwig, ambos sentados frente a una mesa sobre la que se veían algunas botellas y vasos.

—¡Un bedel! —exclamó el señor Grimwig en cuanto divisó Bumble—. ¡Es un bedel de parroquia, me como mi propia cabeza!

—Le suplico, amigo Grimwig, que nos deje hablar sin interrumpirnos —dijo Brownlow—. Siéntese usted —añadió indicando una silla bedel.

Sentóse Bumble, intrigado por extrañas palabras pronunciadas por Grimwig. Brownlow, luego que colocó la lámpara en forma que la luz diera de lleno sobre el rostro desconocido, preguntó con cierta impaciencia:

—¿Viene usted a consecuencia anuncio inserto en los periódicos?

—Sí, señor —respondió Bumble.

—¿Y es usted bedel, verdad? —preguntó Grimwig, sin poder contenerse.

—Bedel de parroquia, caballeros —contestó con orgullo Bumble.

—¡Claro! —exclamó Grimwig—. ¡De sobra sabía yo que lo era! ¡Un bedel auténtico!

Brownlow, imponiendo silencio su amigo por medio de un movimiento de cabeza, repuso:

—¿Sabe usted dónde está en este momento ese pobre muchacho?

—Lo ignoro en absoluto, caballero.

—Entonces, ¿qué sabe usted a propósito? Hable usted, amigo mío sí es que tiene algo que decir. ¿Qué sabe?

—Me parece que no viene usted a decir nada bueno a su propósito —terció Grimwig con cáustica entonación, después de estudiar durante algunos segundos las facciones de bedel.

Bumble movió negativamente la cabeza con aire hipersolemne.

—¿Lo está usted viendo? —preguntó Grimwig a su amigo, con expresión de triunfo.

Brownlow dirigió al bedel una mirada de desconfianza, y le rogó expusiera con la concisión posible todo lo que supiera referente a Oliver.

Bumble dejó el sombrero en el suelo, se desabrochó el levitón, inclinó la cabeza, adoptó expresión reflexiva y, al cabo de algunos momentos, dio comienzo a su historia.

Sería inútil y pesado reproducir aquí un relato que duró veinte minutos largos. En resumen, vino a decir que Oliver era un expósito nacido de padres de baja ralea y de pésima condición; que desde que vino al mundo, el niño reveló hermosas disposiciones para todo cuanto fuera hipocresía, ingratitud y perversidad; que cerró su carrera en su país natal intentando asesinar de la manera más cobarde y villana a un niño inofensivo y huyendo a media noche de la casa de su amo. En apoyo de su aserto, el bedel dejó sobre la mesa los documentos que llevaba consigo y que demostraban que real y positivamente era Oliver la persona de quien tan pobres informes daba, después de lo cual, cruzándose de nuevo de brazos, esperó las observaciones que el señor Brownlow tuviera a bien hacerle.

—Mucho me temo —dijo el anciano con tristeza— que sea cierto cuanto usted me dice. Tome usted las cinco libras ofrecidas. No es grande el precio; pero con alma y vida la triplicaría si las noticias que usted me ha dado fueran más favorables al muchacho.

Es muy probable que Bumble, de haber sabido las disposiciones del señor Brownlow antes de dar comienzo a la conferencia, hubiera dado colorido distinto y hasta contrario a su historia. Era ya muy tarde: el daño no tenía remedio, y moviendo con gravedad la cabeza, el buen bedel guardó en el bolsillo las cinco libras y se retiró.

Por espacio de varios minutos estuvo el señor Bownlow paseando por la habitación con tal expresión de tristeza reflejada en su noble rostro, que Grimwig no se atrevió a vejarle con cuchufletas.

Cesó al fin en su paseo y acercándose al cordón de la campanilla, tiró de él violentamente.

—¡Señora Bedwin! —dijo no bien se presentó el ama de gobierno—. ¡Oliver es un impostor!

—¡Imposible, señor imposible! —replicó con energía la anciana.

—Repito que es un impostor. ¿Qué importa que usted lo conceptúe imposible? Acabamos de saber toda su historia desde el día que vino al mundo, de la que resulta probado y averiguado que siempre ha sido un pillete.

—¡No me lo harán creer nunca, señor! —replicó con calor la anciana—. ¡Nunca!

—Ustedes, las viejas, jamás creen más que a los charlatanes y los cuentos de hadas y de brujas —gruñó el extravagante Grimwig—. Lo que usted no cree lo venía yo sospechando hace ya tiempo. ¿Por qué no me consultaron el día mismo que el muchacho entró en esta casa? Probablemente lo habría usted hecho, amigo Brownlow, de no haberle visto devorado por la fiebre, ¿eh? ¡Claro!... Un muchacho con fiebre es una cosa interesante, ¿no?

—Era un niño dulce, cariñoso, humilde —objetó la señora Bedwig indignada—. Cuarenta años hace que trato niños, caballero, y sé muy bien lo que son: aquéllos que no pueden decir otro tanto, deberían callarse en vez de hablar de lo que no entienden ni conocen: ésa es mi opinión.

La indirecta debía dar forzosamente en el blanco, pues hay que tener presente que Grimwig era solterón recalcitrante, y dio, en efecto; pero como no produjera más resultados que una sonrisa de conmiseración por parte del blanco herido, la señora Bedwin se quitó el delantal, dispuesta a pronunciar otro discurso más o menos breve, cuando la interrumpió el señor Brownlow, diciendo con entonación de cólera que estaba muy lejos de sentir:

—¡Silencio! ¡Que nadie vuelva nunca a pronunciar en mi presencia el nombre de ese desdichado! ¡Bajo ningún pretexto quiero oírlo! ¿Ha entendido usted bien? Puede retirarse, señora Bedwin, y no olvide que quiero ser obedecido.

Aquella noche, la tristeza fue la diosa que presidió en el hogar del señor Brownlow.

Sufría Oliver horriblemente al acordarse de sus buenos amigos de Pentonville. Por fortuna para él, ignoraba las noticias que a oídos de aquéllos habían llegado. Si hubiera escuchado la historia narrada por Bumble, probablemente habría muerto de dolor.

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