Oliver Twist

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XVI

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By WattpadClasicosES

De lo que aconteció a Oliver Twist después de haber sido reclamado por Anita


La madeja confusa de callejas sucias y estrechas vino a terminar en una explanada en la cual se veían diseminados varios corrales y otras indicaciones de ser aquél el mercado de ganados. Sikes acortó el paso al llegar al punto mencionado, disposición acertada, pues la muchacha estaba rendida y no hubiera podido continuar caminando con tanta prisa. Volvióse entonces hacia Oliver, y con el tono áspero que le era habitual, mandóle que tomara la mano de Anita.

—¿Oyes? —gritó Sikes, viendo que Oliver titubeaba y tendía alrededor sus miradas.

Encontrábanse en un sitio solitario, aislado, fuera de todo tránsito, y convencido Oliver de que la resistencia habría de ser inútil, alargó su mano que la muchacha agarró con fuerza.

—Dame la otra —gruñó Sikes, apoderándose de ella a la par que hablaba. —¡León... aquí!

El perro se acercó gruñendo.

—Escúchame bien —repuso Sikes, poniendo la mano desocupada en el cuello de Oliver—. Si habla una palabra, una sola, hazle presa aquí, ¿entiendes?

El animal gruñó por segunda vez, se lamió el hocico y miró a Oliver como deseando no esperar a que éste hablara para hundir sus colmillos en su garganta.

—¡Ciego me quede si no lo hace como se lo he mandado! —exclamó Sikes, contemplando al animal con sonrisa de feroz aprobación—. Ya sabes lo que te espera, amiguito, así que, llama si te atreves, que el perro te obligará a enmudecer. ¡Andando, y vivo, vivo!

El perro movió el rabo, único lenguaje que le estaba permitido, y lanzando otro gruñido a guisa de aviso saludable, echó a andar rompiendo la marcha.

Estaban cruzando Smithfield aunque hubiera podido ser la Plaza Gobernor sin que Oliver dijera lo contrario, sencillamente porque tan desconocido le era uno como otro sitio. La noche estaba obscura y brumosa. Las luces de las tiendas apenas si conseguían taladrar la densa niebla que por momentos se espesaba más, envolviendo a la ciudad en un sudario negro que acentuaba la depresión de ánimo y el espanto que inundaban el alma de Oliver.

Avanzaban presurosos cuando la campana de una iglesia dio la hora. A la primera campanada hicieron alto los dos conductores y volvieron sus cabezas hacia el sitio del que partía el sonido.

—Las ocho, Guillermo —dijo Anita, cuando calló la campana.

—¿Por qué me lo dices? —contestó Sikes—. Me parece que tengo buen oído, ¿no lo crees así?

—Pero no sé si lo habrán oído los otros —replicó Anita.

—Claro que sí; pues no faltaba más. La feria de septiembre era cuando me echaron mano, y te aseguro que hasta las trompetillas de a penique llegaron a mis oídos. Cuando me enchiqueraron, el tumulto y vocerío exterior eran tan ensordecedores, que aquella vieja cárcel parecía una tumba por su silencio. Te aseguro que no sé cómo no me rompí la cabeza contra las puertas de hierro.

—¡Pobres chicos! —exclamó Anita, vuelta aún hacia el sitio donde había sonado la campana—. En verdad que son simpáticos y dignos de mejor suerte.

—¡Así sois todas las mujeres! —replicó Sikes—. Conque simpáticos, ¿eh? ¡Muertos fuera mejor que estuvieran!

Sikes pronunció las últimas palabras con la entonación de quien reprime a duras penas un impulso de celos, y agarrando con más fuerza la mano de Oliver, ordenó a éste que echase a andar.

—Espera un momento —dijo Anita—. No tendría yo tanta prisa si fueras tú el que debías morir ahorcado en el punto y hora en que suene el reloj las primeras ocho campanadas, Guillermo, que en ese caso, me pasaría la vida rondando por estos lugares, aun cuando hubiera de caminar sobre espesa capa de nieve y no tuviera un chal con que abrigarme.

—¡Y que sacaría yo buen provecho de todo eso, como hay Dios! —exclamó Sikes, poco dado al parecer a lo sentimental—. Como no llevaras a prevención una buena lima y veinte varas de cuerda fuerte, me importaría tanto que rondaras por estos lugares como a cincuenta millas de distancia. ¡Vamos, vamos! Déjate de músicas, y no pierdas el tiempo diciendo necedades.

La joven rompió a reír a carcajadas, se arrebujó más en el chal, y echó a andar. Oliver, sin embargo, observó que su mano temblaba, y a la luz de un farol junto al cual pasaron pudo ver que su cara estaba blanca como un sudario.

La marcha continuó por espacio de media hora por parajes poco frecuentados. Fueron contadas las personas que nuestros excursionistas tropezaron, y aun éstas, a juzgar por sus trazas, debían pertenecer poco más o menos a la misma clase social que Sikes. Llegaron al fin a una callejuela obscura y sucia, prodigiosamente abundante en tiendas de ropavejeros. El perro se había adelantado un buen trecho, cual si supiera que la vigilancia era ya inútil, vino a detenerse frente a una puerta, cerrada al parecer y deshabitada. La casa en cuestión ofrecía aspecto ruinoso y sobre su puerta había un rótulo que anunciaba que estaba por alquilar, rótulo que llevaba allí seguramente muchos años.

—Todo va bien —dijo Sikes, después de mirar cautelosamente alrededor.

Anita se detuvo junto a una ventana y Oliver oyó el repique de una campanilla. Los paseantes nocturnos cruzaron la calle y esperaron algunos momentos debajo de un farol. Oyóse un cerrojo que se corría con precaución, y segundos después giraba silenciosa la puerta sobre sus goznes. Sikes agarró entonces por el cuello a Oliver, sin andarse con ceremonias, y lo introdujo en la casa. Anita penetró tras la pareja.

El patio estaba completamente a obscuras. La misma persona que había abierto la puerta volvió a cerrarla.

—¿Hay alguien? —preguntó Sikes.

—No —contestó una voz que Oliver creyó haber oído antes.

—¿Y el viejo? —repuso el ladrón.

—Escuchándonos, probablemente. La visita lo va a poner contento como unas castañuelas.

Oliver creía conocer aquella voz, pero las tinieblas no le permitían distinguir no ya las facciones, sino tampoco el bulto de quien hablaba.

—Que traigan una luz, o nos expondremos a rompernos la crisma o a atropellar al perro, en cuyo caso, no respondo de la integridad de nuestras pantorrillas.

—Un momento de paciencia y traeré luz —contestó la misma voz.

Sonaron pasos de alguien que se alejaba, y un minuto más tarde apareció la auténtica personalidad de Dawkins, alias el Truhán, llevando en la diestra una vela fija en la punta de un palo.

El caballerito sonrió irónicamente mirando a Oliver, y sin dignarse dar otras señales de reconocimiento, giró sobre sus talones haciendo a todos seña de que le siguieran. Bajaron una escalera, atravesaron una cocina desnuda de enseres y cacharros y, abriendo la puerta de una estancia subterránea y húmeda, excavada debajo de un corral, penetraron todos en aquélla, donde fueron recibidos con una salva dé risotadas.

—¡Hijo mío! ... ¡Hijo mío! —gritó Carlos Bates, de cuyos pulmones habían salido las carcajadas más sonoras—. ¡Aquí le tenemos!... ¡Oh! ¡La ovejita descarriada volvió al redil! ¡Mírelo, Fajín, mírelo! Yo no puedo... no puedo mirar su facha... ¡Sujétenme el vientre, por compasión, que voy a reventar de risa!

El buen Carlos Bates en su explosión de alegría, cayó por el suelo, donde permaneció más de cinco minutos revolcándose o pateando. Después, poniéndose en pie de un salto, arrancó el palo de las manos del Truhán y, aproximándose a Oliver, le examinó por delante y por detrás mientras el judío, gorro de dormir en mano, hacía mil y mil cómicas reverencias ante el desconcertado Oliver. El Truhán, en cambio, de carácter más melancólico que su compañero, poco propenso a la risa cuando ésta podía entorpecer los negocios, registraba mientras los bolsillos de Oliver con limpieza y asiduidad ejemplares.

—¡Hay que ver sus trapos, Fajín! —decía Bates, acercando tanto la vela a la ropa de Oliver que amenazaba prenderle fuego. ¡Hay que ver sus trapos... tela de lo más rico y divinamente cosidos! ¿Pues y sus zapatos? ¡Nada, nada! ¡Un caballerito completo! ¡Si hasta lleva libros!...

—Me encanta verte en estado tan próspero, querido —dijo el judío, haciéndole reverencias burlescas—. El Truhán te dará otro vestido a fin de que no estropees éste, que debes guardar para los días de fiesta. ¿Cómo no has escrito dos líneas, querido, anunciando tu llegada? Te habríamos preparado un banquete opíparo.

Bates se entregó a otro acceso de risa tan violento, que hasta Fajín perdió su seriedad y el Truhán se dignó sonreír. Verdad es que como en aquel momento preciso sacaba este último el billete de cinco libras del bolsillo del desventrado Oliver, cabe dudar si fue la risa de su camarada o el hallazgo del dinero lo que despertó su alegría.

—¡Hola! ¿Qué es eso? —preguntó Sikes, dando un paso rápido al frente al ver que el judío se apoderaba del billete—. Eso es mío, Fajín.

—¡No, no, amigo mío! —replicó el judío—. Es mío. Guillermo, mío; usted se quedará con los libros.

—Si te atreves a decir que eso no es mío... mío y de Anita, quiero decir, me vuelvo con el muchacho —gritó Sikes, encasquetándose el sombrero con ademán resuelto.

Estremecióse el judío, y Oliver se estremeció también, mas el motivo del estremecimiento no fue el mismo para los dos. Tembló el judío de ira porque vio perdido el billete, y tembló Oliver de alegría, porque creyó que el desenlace de la contienda sería su libertad.

—¡Vaya! —repuso Sikes—. ¿Me entregas eso? ¿Sí, o no?

—No es justo, Guillermo... ¿Verdad que no es justo, Anita? —preguntó el judío.

—Justo o no, repito que quiero ese billete —insistió Sikes—. ¿Crees por ventura que Anita y yo hemos venido al mundo para seguir la pista y secuestrar en plena calle a los muchachos que escapan de tus uñas? ¡Suelta la mosca, ladrón sin entrañas, si no quieres que acabemos muy mal!

A la par que Sikes dirigía al judío tan dulce y cariñosa representación, arrancaba el billete de entre el pulgar y el índice de la diestra de aquél, y escondía rápidamente el precioso papel, después de bien doblado, en una de las puntas de su corbata, donde lo anudó.

—Es el premio de nuestro trabajo —observó Sikes—, aunque bien seguro es que vale doble. Puedes quedarte con los libros, si eres aficionado a leer; caso que te molesten, no seré yo quien te impida que los vendas.

—¡Hermoso... interesantísimo! —exclamó Bates haciendo mil muecas y contorsiones, mientras aparentaba leer uno de los libros—. ¡Qué estilo tan sublime! ¿No es verdad, Oliver?

Al reparar en la expresión de desaliento de Oliver, Carlos Bates propenso a ver las cosas por el lado cómico y burlesco, sufrió el tercer acceso de hilaridad.

—Esos libros —contestó Oliver, juntando las manos en actitud suplicante— son del anciano excelente, del caballero compasivo que me recogió en su casa y que me cuidó y, atendió cuando yo moría como consecuencia de una fiebre violenta. ¡Por Dios santo, por lo que más quieran ustedes en el mundo, devuélvanselos juntamente con el dinero! ¡Reténganme aquí preso toda la vida, pero por compasión, devuélvanle lo que es suyo! ¡Creerá que le he robado, y la anciana que con solicitud tan tierna me atendió, y todos los de la casa, me tendrán por ladrón ¡Compadézcanse de mí, y devuelvan los libros y el billete!

Diciendo esto con la energía que da a veces el dolor exacerbado, Oliver cayó de rodillas a los pies del judío retorciéndose las manos en un acceso de desesperación.

—El muchacho tiene razón —contestó el judío enarcando las cejas—. Estás en lo cierto, Oliver. Creerán que los has robado. ¡Ja, ja, ja, ja! ¡No saldría todo tan a pedir de boca si yo mismo lo hubiese preparado! —terminó, frotándose las manos de gusto.

—Eso ya lo sabía yo cuando le cogí en Clerkenwell con los libros debajo del brazo —dijo Sikes—. La cosa no sale mal. Las personas que le recogieron deben ser unos sacristanes cándidos, de corazón de cera pues no le hubieran atendido en caso contrario. Tampoco se tomarán el trabajo de buscarle a fin de evitarse la crueldad de tener que denunciarlo por ladrón; por tanto, bien seguro le tenemos aquí.

Mientras se cruzaban las palabras anteriores, Oliver paseaba sus miradas atónitas de uno a otro de los interlocutores, aturdido, espantado, y sin darse cuenta cabal de su situación; pero no bien terminó su discurso Sikes, levantóse el muchacho de un salto y salió precipitado de la habitación, gritando con todas sus fuerzas en demanda de socorro. Sus gritos resonaban por todos los ámbitos de aquella casa en ruinas.

—¡No dejes salir al perro, Guillermo! —gritó Anita, colocándose delante de la puerta al ver que el judío y Sikes pretendían salir en persecución de Oliver—. ¡No le dejes salir, que va a destrozar a ese infeliz!

—¡Es lo que merece! —aulló Sikes, debatiéndose para desembarazarse de la joven—. ¡Fuera de ahí, o te estrello la cabeza contra la pared!

—¡No me importa, Guillermo, no me importa! —replicó la muchacha, luchando vigorosamente con el ladrón—. Para que el perro destroce entre sus dientes al muchacho, será preciso que antes me mates a mí.

—Sí, ¿eh? —rugió Sikes, rechinando los dientes—. ¡Pronto verás cumplido tu deseo como no dejes el paso franco!

Y diciendo esto, aquel canalla lanzó a la joven contra la pared opuesta, en el momento preciso que volvía el judío con los dos pilletes que traían arrastrando a Oliver.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Fajín.

—¡Nada! ¡Que ésa se ha vuelto loca!

—¡No, no me he vuelto loca! —contestó la Joven—. ¡No lo crea usted, Fajín!

—Pues si no estás loca, cállate; hazme el favor —dijo el judío con aire de amenaza.

—Ni estoy loca ni quiero callar —gritó la muchacha alzando mucho la voz—. ¿Tiene usted algo que objetar?

El ladino Fajín conocedor perfecto de los usos y costumbres de la rama especial humana a la que Anita pertenecía, creyó un poquito peligroso prolongar la conversación en aquel momento psicológico, y, en consecuencia, deseando desviar la atención, se volvió hacia Oliver.

—Conque pretendías escapar, ¿eh? —dijo, tomando en su mano un garrote nudoso, que había en un rincón de la estancia.

No contestó Oliver, pero espiaba los movimientos del judío y, su respiración se hizo jadeante.

—Querías pedir socorro, llamar a la policía, ¿no es cierto? —repuso el judío con entonación sarcástica agarrando al muchacho por un brazo—. Yo te quitaré las ganas de volver a hacerlo.

Acompañando la acción a la palabra, descargó un garrotazo sobre las espaldas de su víctima, y se disponía a repetir el golpe, cuando la joven, interponiéndose con ligereza, le arrancó la tranca de las manos. Seguidamente la arrojó al fuego con tal fuerza, que las brasas encendidas saltaron por los aires para caer en lluvia abundante en la habitación.

—¡No toleraré esas brutalidades, Fajín! —gritó Anita—. Ya tiene usted al muchacho, ¿qué más quiere? ¡Déjelo en paz... pues de lo contrario, voy a estampar en su cuerpo una marca de las que se pagan con una porción de años en galeras!

Pateaba la joven con furia al lanzar la amenaza. Pálida de ira, crispados los labios y cerrados los puños, miraba ora al judío, ora al otro bandido con ojos que parecían carbones encendidos.

—¡Muy bien, Anita, muy bien! —exclamó el Judío con voz melosa al cabo de algunos momentos, durante los cuales cambió con Sikes miradas que reflejaban su desconcierto.

—Nunca te vi tan admirable como esta noche. ¡Palabra de honor, chiquilla! ¡No cabe representar más maravillosamente el papel!

—¿De veras? —replicó la muchacha—. ¡Cuidado, pues, con las equivocaciones que pueda sufrir, que yo le juro, Fajín, que han de ser fatales para usted! ¡Aviso con tiempo; así que cuidadito!

Hay algo en la irritación de la mujer, sobre todo si disgustos y la desesperación exacerban sus demás pasiones, que muy contados hombres se atreven a provocar. Fajín hubo de comprender que sería tonto y peligroso continuar tomando a chacota la cólera de Anita, y poco dispuesto a tocar las consecuencias de aquélla, dirigió a Sikes una mirada en la que campeaban por igual súplicas mudas y cobardías manifiestas, como indicándole que era misión suya poner a aquella rebelde persona en disposición de continuar el diálogo.

Guillermo, comprendiendo al punto el lenguaje mudo del judío, y viendo comprometidos muy seriamente su orgullo e influencia personal si no reducía en el acto a la razón a la irritada Anita, comenzó por barbotar unas cuantas docenas de ternos, imprecaciones y amenazas tan variadas y pintorescas, que hicieron honor a la fecundidad de su inventiva. Como observara, sin embargo, que el chaparrón no producía el menor efecto en la persona sobre cuya cabeza descargaba, apeló a argumentos más contundentes.

—¿Qué significa lo que estás haciendo? —preguntó, lanzando contra la parte más hermosa del rostro humano una maldición muy corriente que, si fuera oída en el Cielo una sola vez por cada cincuenta mil que se pronuncia en la tierra, serían muchas más las personas ciegas que las que tienen vista—. ¡Di! ¿Qué significa tu actitud? ¡Maldita sea mi alma... ¿Has olvidado quién eres y qué eres?

—¡Oh, no! ¡No lo he olvidado! —contestó la joven con risa histérica y moviendo la cabeza—. Sé muy bien quién soy y qué soy.

—Pues, entonces, cállate, si no quieres que yo te haga enmudecer para mucho tiempo.

Anita soltó otra carcajada más descompuesta que la anterior, y después de mirar con desprecio a Sikes, volvióle la espalda y se mordió el labio hasta que brotó la sangre.

—Estás realmente encantadora cuando te da por lo sentimental y humanitario —repuso Sikes, mirándola con expresión de supremo desdén—. La ocasión es que ni pintada para que ese muchacho como tú le llamas, te tome por amiga.

—¡Dios me es testigo de que amiga suya soy! —gritó con acento apasionado la joven—. ¡Ojalá hubiera caído muerta en la calle, o bien hubiese cambiado de alojamiento con aquéllos junto a los cuales pasamos esta noche, antes de haber contribuido a traer aquí a este infeliz! De hoy en adelante será un ladrón, un embustero, un falsario, un demonio, un conjunto de todas las maldades; ¿no basta eso? ¿Hace falta que por añadidura lo mate a golpes ese nauseabundo viejo?

—¡Voto a...

—¡Por Dios, Guillermo! —exclamó el judío, extendiendo el brazo hacia los muchachos que atentos y anhelantes escuchaban la disputa. Nada cuesta hablar bien, Guillermo... Nada de palabras gruesas.

—¡Hablar bien! —repitió Anita— ¡Hablar bien, villano miserable! ¡Nada de palabras gruesas, monstruo! ¡Sí!.. ¡Vas a oírlas... muy gruesas, pero muy verdaderas, y las oirás de mis labios! No tenía yo la mitad de los años de este muchacho, cuando me enseñaste a robar, y me obligaste a que robara por tu cuenta y para tu provecho. Doce años hace que no tengo otro oficio... ¿Lo has olvidado? ¡Habla, reptil asqueroso! ¿Lo has olvidado?

—¡Bueno, sí! —contestó el judío, intentando calmar a la joven—. Es verdad, pero esa ocupación, tan buena como otra cualquiera, te vale el sustento.

—¡En efecto! —replicó Anita, no hablando, sino disparando las palabras una a una, como si fueran cañonazos—. Me vale el sustento... es mi oficio... y mi hogar son las calles sucias, llueva o nieve copiosamente, haga frío o calor, y tú eres quien me ha arrastrado a esa condición horrenda, en la cual perseveraré hasta el día de mi muerte.

—La que no tardará en venir, yo te lo juro, como sigas hablando como lo haces —replicó el judío, exasperado por tantas reconvenciones.

Calló la joven; pero, presa de un frenesí rabioso, cerró contra el judío con violencia incontrastable, y seguramente hubiera dejado en su cuerpo señales perdurables, de no haberla agarrado Sikes, por las muñecas impidiéndole moverse. Anita, reducida a la impotencia, se desmayó.

—Ahora está bien —observó Sikes, dejándola tendida en un rincón—. No sabes la fuerza que tiene cuando se enoja, Fajín.

Secóse Fajín la frente inundada de sudor y sonrió complacido. La terminación de la escena, su poquito movida, no pudo menos de producirle satisfacción, aunque a decir verdad ni él, ni Sikes, ni los muchachos daban importancia a incidentes como el pasado, demasiado frecuentes en la casa.

—No hay cosa peor que tener que tratar con mujeres —observó Fajín—. El demonio sin duda fue quien las puso en el mundo; pero son tan astutas, que estoy por decir que liada podríamos hacer sin ellas los hombres... ¡Bates! Acompaña Oliver a su cama.

—Supongo que mañana no deberá ponerse el traje de señorito acomodado, ¿verdad, Fajín? —preguntó Carlos Bates.

—No, no —contestó el judío, devolviendo el guiño con que Bates acompañó su pregunta.

Bates, contento con la comisión que acababan de confiarle, tomó la vela y condujo a Oliver a la cocina, donde había dos o tres camas de las que ya antes había ocupado Oliver. Una vez allí, el gracioso Bates, después de reír a su sabor, devolvió a Oliver la misma ropa de que con tanto placer se despojara en la casa del señor Brownlow, ropa que había comprado el judío, y que fue la pista, el hilo que condujo a sus enemigos en sus pesquisas.

—Quítate el vestido nuevo —dijo Bates—. Fajín cuidará de él. ¡Ja, Ja, ja, ja! ¡La broma no puede ser más divertida!

Oliver obedeció, bien contra su voluntad. Bates, haciendo un lío de la ropa nueva de Oliver lo colocó bajo el brazo y salió dejando al prisionero a obscuras y cerrando con llave la puerta.

Las risotadas de Bates, y la fresca voz de Belita, que no pudo llegar con mayor oportunidad para rociar con agua fresca la cara de su amiga desmayada y para desempeñar otros menesteres propios de manos femeninas, hubieran bastado y aun sobrado para disipar el sueño de otras personas puestas en circunstancias menos tristes que las en que Oliver se encontraba colocado inopinadamente; pero, como nuestro héroe estaba rendido, quebrantado, molido a golpes y extenuado, no tardó en dormirse profundamente.

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