Oliver Twist

By WattpadClasicosES

6.4K 625 77

Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XIV

101 13 1
By WattpadClasicosES

Nuevos detalles sobre la estancia de Oliver en casa del señor Brownlow y vaticinio hecho por cierto señor Grimwing acerca del resultado de una comisión encargada al muchacho


Repuesto muy en breve Oliver del desmayo que la brusca exclamación del señor Brownlow le produjera, tanto este señor como la enfermera evitaron con diligencia volver a hablar del retrato, entablando una conversación que no versó ni sobre la historia ni sobre el porvenir de Oliver, sino sobre cosas encaminadas a distraerle sin producirle impresiones fuertes. No se sentó a la mesa a la hora de comer porque su debilidad era mucha para consentirlo; pero cuando a la mañana siguiente bajó al cuarto de la señora que le atendió y cuidó durante su enfermedad, lo primero que hizo fue dirigir una mirada a la pared, llevado de la esperanza de encontrar allí el retrato de la hermosa señora. El retrato había desaparecido.

—No está ya, ¿eh? —dijo la señora Bedwin, que había seguido la dirección de la mirada de Oliver.

—En efecto —contestó Oliver exhalando un suspiro—. ¿Por qué lo han quitado?

—Lo hemos quitado, hijo mío, porque dijo el señor Brownlow que la vista del retrato te hacía daño y acaso retardase tu curación.

—¡Oh, no! ¡No me hacía daño, señora! Me agradaba verlo... ¡Lo quería tanto!

— ¡Bien, bien! Procura ponerte bueno pronto, y yo te aseguro que el retrato volverá a su sitio. Hablemos ahora de otra cosa.

Fue lo único que por entonces pudo saber Oliver acerca del retrato en cuestión. Agradecido el muchacho a la tierna solicitud con que la buena enfermera le trataba, esforzóse por olvidar el asunto y prestó toda su atención a las historias y cuentos que aquélla le contó acerca de una hermana suya, buena y hermosa, casada con un hombre bueno y guapo, que vivía en el campo, y acerca de un hijo que estaba de dependiente en el establecimiento de un comerciante de las Indias Occidentales, que también era joven y muy bueno, y le escribía tres o cuatro veces cada año cartas tan cariñosas, que sólo su recuerdo llenaba de lágrimas sus ojos. Luego que la buena señora explicó a su sabor los méritos y perfecciones de sus virtuosos hijos, sin olvidar los de su excelente marido, fallecido ya, ¡pobrecillo!, veintiséis años antes, hubo de suspender la narración de tan interesantes historias para tomar el té pues era ya la hora, y después del té, enseñó a Oliver a jugar un juego de naipes, que el muchacho aprendió con rapidez asombrosa, juego que les entretuvo hasta que llegó, para el enfermito la hora de tomar un vaso de vino generoso caliente mezclado con agua y una tostadita, refrigerio precursor de la cama.

Felices, muy felices, fueron los días de la convalecencia de Oliver. Respiraba tal ambiente de tranquilidad, lo veía todo tan limpio, tan ordenado, hacíanle objeto de cuidados y atenciones tan tiernas, que acordándose del ruido, de la turbulencia, de la agitación que fue siempre su medio ambiente, creía encontrarse en un paraíso de delicias. No bien recobró fuerzas bastantes para vestirse y andar, el señor Brownlow le compró un traje nuevecito, sin olvidar su gorra y zapatos, manifestando al propio tiempo a su protegido que podía hacer con el viejo lo que le acomodara. Oliver lo regaló todo a una criada que le había atendido con solicitud cariñosa durante su enfermedad, topándole que lo vendiera a cualquier judío y se quedara con su valor. La sirvienta no se lo hizo repetir. Oliver, que desde una ventana presenció la venta, y vio cómo el judío guardaba todas las prendas en un saco y se alejaba, experimentó viva alegría al pensar que no existían probabilidades de que jamás aquellas prendas volvieran a adornar su cuerpo. En rigor, eran una colección de harapos, pues el pobre muchacho no había tenido hasta entonces la satisfacción de vestir una prenda nueva.

Ocho días después de la escena del retrato, encontrábase Oliver departiendo alegremente con la señora Bedwin, cuando recibió recado del señor Brownlow, quien le manifestaba que, si Oliver Twist se sentía bien, desearía verle en su despacho para hablar con él un ratito.

—¡Dios mío! ¡Levántate, hijo mío, y deja que te peine! —exclamó la señora Bedwin—. ¡Señor! ¡No haber sabido que pensaba llamarte, pues te hubiera puesto un cuello limpio para que estuvieras hermoso como un sol!

Obedeció Oliver las órdenes de la anciana, la cual, aunque lanzó al aire mil y mil lamentaciones, no bien le arregló la cabeza, encontróle tan delicado y hermoso, que llegó en su entusiasmo a decir, previo examen de cabeza a pies, que le parecía imposible que en tan breve espacio de tiempo hubiera podido ganar tanto.

El muchacho, animado por las entusiastas ponderaciones de la anciana llamó con los nudillos en la puerta del despacho de su protector, y al entrar, después de oír la frase sacramental de adelante, encontró al señor Brownlow en una estancia reducida, escondida en el centro de la casa, cuyas paredes desaparecían detrás de las estanterías llenas de libros que la cubrían. La habitación tenía una ventana que daba a unos jardines preciosos, frente a la cual estaba la mesa de trabajo ante la que encontró sentado al cariñoso anciano. Cuando éste vio entrar a Oliver, dejó vivamente el libro que estaba leyendo e hizo que el muchacho se acercara y sentara a su lado. Obedeció Oliver, maravillándose de que hubiera en el mundo mortal que pudiera leer tantos libros, que seguramente bastaban y aun sobraban, para hacer sabio a todo el género humano. No es de admirar que se maravillase, pues muchos, de bastante más experiencia que Oliver Twist, no aciertan a comprender el fenómeno de que, habiendo tantos libros, haya tan pocos sabios.

—Muchos libros y muy buenos, ¿no es verdad, hijo mío? —preguntó con dulzura el señor Brownlow al reparar en la curiosidad con que Oliver contemplaba los estantes.

—Muchos, sí, señor; nunca tuve ocasión de ver tantos —contestó Oliver.

—Todos podrás leerlos si te portas bien —observó el caballero—. Por cierto que su lectura te agradará mucho más que sus cubiertas... es decir, no siempre, pues libros hay cuyo mérito único está en la encuadernación.

—Serán esos tan grandes, señor —dijo Oliver, extendiendo el brazo hacia unos volúmenes en cuarto mayor, cuyos lomos ostentaban hermosos relieves dorados.

—No me refiero a ésos precisamente —replicó el anciano, dando unos golpecitos en la espalda al muchacho—. Otros hay que pesan tanto como éstos, aun cuando sus dimensiones sean muchísimo más pequeñas. ¿Te gustaría llegar a ser un sabio y escribir libros, hijo mío?

—Creo que preferiría leerlos, señor.

—¡Cómo! ¿No te agradaría ser autor?

Al cabo de algunos momentos de reflexión, contestó Oliver que, a su juicio, era mejor el oficio de librero que el de autor, contestación que hizo reír de muy buena gana al caballero, quien concluyó por declarar que no dejaba de estar en su punto la respuesta. Huelga decir que Oliver quedó sumamente satisfecho, bien que sin comprender el porqué de la risa de su protector.

—¡Bien, hijo mío, bien! —exclamó el señor Brownlow con seriedad—. No te asustes, que mientras haya un oficio que aprender, te prometo que no serás autor.

—Gracias, señor, muchas gracias —respondió Oliver, con entonación que arrancó nuevas risas al anciano, a la par que murmuraba entre dientes algo acerca del instinto.

—Ahora, hijo mío, necesito que prestes toda tu atención a lo que voy a decirte —repuso el señor Brownlow, hablando con entonación más dulce, si cabe, a la par que con solemnidad excepcional—. Voy a hablarte sin rodeos ni reservas, seguro de que estás en estado de comprenderme tan bien como si fueras hombre de más edad.

—¡Oh, señor! ¡No me diga que trata de despedirme de su casa, por favor! —exclamó, Oliver con ansiedad, lleno de temor ante la solemnidad del preámbulo—. No me ponga a la puerta de su casa, obligándome a correr de nuevo las calles. Permítame continuar a su lado como criado. No me envíe al lugar repugnante de donde salí. ¡Tenga piedad de este pobre muchacho, señor!

—Hijo mío —replicó el señor Bhownlow ante el calor con que Oliver imploraba su protección—. No temas que yo te abandone, a no ser que para ello me des motivos.

—¡Nunca los daré, señor!

—Así lo espero —repuso el anciano—. Persuadido estoy de que no has de dármelos jamás. He sufrido muchos desengaños, me han pagado con ingratitud las personas a quienes he querido proteger, pero esto no obstante, me siento muy inclinado a creer en ti, y una fuerza misteriosa, que ni yo mismo podría explicar, me impulsa a protegerte. Yacen bajo tierra los seres que más queridos me han sido, y aunque al morir llevaron tras sí toda la felicidad de mi vida, todos los encantos que el mundo pueda ofrecerme, no por ello he hecho de mi corazón un ataúd, no por ello he cerrado mi pecho a los efectos puros y a las emociones dulces; antes por el contrario, aquéllos y éstas se robustecen, adquieren mayor fuerza, cuando los agita el recio vendaval de la desgracia.

Como el anciano pronunciara las últimas palabras a media voz, y como hablando consigo mismo, y guardara silencio durante unos cuantos segundos, Oliver permaneció callado, sin atreverse casi a respirar.

—Si te hablo de esta suerte, hijo mío —continuó el señor Brownlow, con mayor dulzura en la voz—, es porque alienta en tu pecho un corazón joven, y sabiendo cuántos dolores, cuántas pesadumbres han herido el mío, evitarás con mayor cuidado enconar las heridas, no bien cerradas todavía. Dices que eres huérfano, y que no tienes un solo amigo en el mundo; y, en efecto, los informes que he logrado obtener son confirmación de tus palabras. Deseo conocer la historia de tu vida, saber de dónde has venido, quién te ha criado y educado, y cómo fuiste a dar con las personas en cuya compañía te encontré. Dime la verdad, y te aseguro que no te faltará un amigo mientras yo viva.

Agolpáronse los sollozos a la garganta del desdichado Oliver, impidiéndole hablar durante unos minutos. Cuando tranquilizado a medias, se disponía a narrar cómo fue criado en la sucursal del hospicio desde la cual pasó a la casa matriz, donde hubo de sufrir los tormentos consiguientes a la animosidad declarada del señor Bumble, sonó en la puerta de la calle un repique de aldabón movido por una mano impaciente, y momentos después entró en el despacho un criado anunciando la visita del señor Grimwig.

—¿Sube ya? —preguntó el señor Brownlow.

—Sí, señor —contestó el criado—. Preguntó si había en casa bizcochos, y cuando le contesté que sí, dijo que venía a tomar el té.

Sonrió el buen anciano, y volviéndose hacia Oliver, díjole que el señor Grimwig era un amigo antiguo suyo, añadiendo que no hiciera caso si observaba que sus modales eran un tanto bruscos, pues bajo una corteza ruda latía un corazón tierno y cariñoso, como tendría ocasión de comprender.

—¿Quiere usted que me vaya, señor? —preguntó Oliver.

—No, no; prefiero que te quedes —contestó el señor Brownlow.

En aquel momento entró en la estancia, apoyándose sobre un bastón extraordinariamente grueso, un caballero de gran corpulencia, cojo de una pierna, que vestía levita azul, chaleco rayado, calzón y polainas de mahón, y cubría su cabeza con un sombrero blanco, de alas muy anchas, vueltas hacia arriba y guarnecidas de verde. Su chaleco dejaba escapar la chorrera de su camisa y una cadena larga de acero, de cuyo extremo pendía no un reloj, sino una llave. Los extremos de su corbata, también blanca, formaban dos bolas del tamaño de naranjas muy regulares. En cuanto a su rostro, la variedad de guiños, gestos y contorsiones que lo animaban al hablar o al escuchar desafían el lápiz del caricaturista más competente. Las revoluciones de su cabeza alrededor del cuello, que hacía las funciones de pivote, eran tan rápidas y frecuentes, y al propio tiempo miraba a sus oyentes o interlocutores tan por los ángulos de los ojos, que todo el mundo, al verle, sin darse cuenta se acordaba de los loros. En esa actitud entró en el despacho, llevando en la mano un pedacito de cáscara de naranja, a la par que gritaba con entonación airada.

—¿No lo está usted viendo? ¿Exagero o no exagero? ¡Es cuento este que no pueda yo subir a una casa sin encontrar en la escalera una de esas cáscaras que liarían la fortuna de un pobre cirujano! ¿Ha visto usted nunca nada tan singular, tan extraordinario, tan maravilloso? A una cáscara de naranja soy deudor de esta maldita cojera, y una cáscara de naranja ocasionará mi muerte. ¡Sí, señor! ¡Una cáscara de naranja me matará! Tan cierto estoy de ello, que no tengo inconveniente en comerme la cabeza si me equivoco.

Era la pena que el buen señor Grimwig se imponía siempre que sentaba alguna afirmación, penalidad verdaderamente peregrina, pues aun dando como buena, que es mucho dar, la posibilidad de que un caballero se coma su propia cabeza, suponiendo que en hacerlo no tenga inconveniente, era tan descomunal la del señor Grimwig, que difícilmente hubiera sido capaz de engullirla el mortal más tragón en una sola sentada, y cuenta que, al hablar de dificultades, no tengo en cuenta la espesa capa de polvo que la cubría.

—¡Sí, señor, sí! ¡Me comería la cabeza! —repitió el señor Grimwig golpeando el suelo con su garrote—. ¡Hombre! ... ¿Qué es eso? —preguntó, clavando sus ojos en Oliver y retrocediendo dos pasos.

—Es Oliver Twist, el muchacho de quien le hablé —contestó el señor Brownlow.

Oliver saludó con una reverencia profunda.

—¡Supongo que no será éste el muchacho que ha pasado la fiebre! —exclamó el señor Grimwig, retrocediendo dos pasos más—. ¡Alto! ¡Espere usted! —añadió con brusquedad, olvidando en medio del alborozo que le produjo el descubrimiento el temor a contagiarse—. ¡Apuesto a que éste es el que ha tirado en la escalera la cáscara de naranja! ¡Si no ha sido él, me como mi cabeza, y hasta la suya!

—¡No, no! ¡No ha sido él! —replicó el señor Brownlow riendo a más no poder—. Pero hablemos de otra cosa. Deje usted el sombrero, y tratemos de mi amiguito.

—Me preocupa lo que usted no puede figurarse este asunto —dijo el irritable caballero quitándose los guantes—. Todos los días encuentro más o menos cáscaras de naranja en la acera de nuestra calle, y me consta que las tira el muchacho del cirujano de la esquina. Anoche, sin ir más lejos, resbaló en una de ellas una joven, y en su caída fue a chocar contra la verja de mi jardín. No bien se levantó, vi que dirigía sus ojos hacia ese infernal farol rojo que baña la calle en una luz siniestra. «¡No vaya usted a esa casa! —grité yo desde la ventana—. ¡Es un asesino!... ¡Un embaucador! ¡Y lo es en verdad! Si me engaño, me...

El irascible caballero puso fin a su discurso descargando sobre el piso un garrotazo formidable, lo que era tanto, y todos sus amigos lo sabían perfectamente, como formular su ofrecimiento de costumbre.

Sentóse a continuación, sin soltar el garrote, abrió unos impertinentes que llevaba pendientes del cuello por medio de una cinta muy ancha, y comenzó a examinar con atención a Oliver, el cual, viendo que era objeto de la inspección del caballero, se ruborizó y saludó de nuevo.

—¿Este es el muchacho? —preguntó el señor Grimwig.

—Este es el muchacho —respondió el señor Brownlow.

—¿Cómo vamos, muchacho?

—Mucho mejor, muchas gracias —contestó Oliver.

El señor Brownlow, viendo que su excéntrico amigo iba a decir algo desagradable, dijo a Oliver que subiera a preguntar a la señora Bedwin si estaba dispuesto el té. El muchacho, a quien no agradaban mucho los modales del recién llegado, alegróse de que le depararan ocasión para salir.

—Es un guapo chico, ¿verdad? —preguntó el señor Brownlow.

—¡Yo qué sé! —contestó el interrogado con entonación brusca.

—¿Que no lo sabe?

—¡Claro que no lo sé! Para mí todos los muchachos son iguales: mejor dicho, no encuentro más que dos clases de muchachos: muchachos espátulas, y muchachos toros.

—¿En qué clasificación incluye a Oliver?

—En la de muchachos espátulas. Un amigo mío tiene un hijo de los de la categoría de muchachos toros... una preciosidad, según dicen. Tiene una cabezota tremebunda, unos mofletes proporcionados a aquélla, rojos como la sangre, por añadidura, y unos ojos como carbones encendidos, en fin, un horror.

—¿Pues qué diremos de su cuerpo? La carne amenaza romper el traje por todas partes, tiene voz de marinero y apetito de lobo. He tenido, ocasión de conocer bien a ese cetáceo.

—Conformes; pero, como no es ése el tipo de Oliver Twist, creo que no tiene usted motivos para enojarse.

—Reconozco que no es ése el tipo de Oliver; pero con mejor tipo, puede ser de peor condición que el otro.

El señor Brownlow tosió con impaciencia, lo que al parecer produjo viva satisfacción a su interlocutor.

—Repito que probablemente será mucho peor —insistió el señor Grimwig—. ¿De dónde viene? ¿Quién es? ¿Qué es? Por lo pronto, ha tenido fiebre, y la fiebre sólo ataca a los malos sujetos. ¿Eh? ¿Qué edad? Conocí a un individuo que fue ahorcado en Jamaica por haber asesinado a su amo: pues bien, ese individuo había contraído la fiebre seis veces. ¿Que le parece?

Lo bueno del caso es que allá en los repliegues más recónditos de su corazón, el señor Grimwig estaba dispuesto a reconocer que el semblante de Oliver le había sido altamente simpático, pero por encima de los dictados de aquella víscera estaba su prurito por contradecir, prurito agudizado en aquel momento por haber encontrado en la escalera la cáscara de naranja. He aquí por qué, resuelto a no consentir que ningún nacido le dijera si un muchacho era guapo o feo, simpático o antipático, desde el primer instante decidió llevar la contraria a su amigo. Cuando el señor Brownlow reconoció que no podía dar contestación satisfactoria a sus preguntas acerca de la honradez del muchacho, y que había diferido toda clase de investigaciones acerca de la historia pasada de aquél hasta que su estado de salud le permitiera referirla, el señor Grimwig sonrió sarcástica y maliciosamente, preguntando con punzante ironía si su ama de gobierno tenía la costumbre de contar todas las noches el servicio de plata, añadiendo que si dentro de un plazo brevísimo no echaba de menos uno o dos cubiertos, estaba dispuesto a comerse... lo que ya se sabe.

El señor Brownlow, aunque de temperamento vivo e impetuoso, como conocía a fondo las cualidades peculiares de su amigo, sufrió con calma sus excentricidades.

Durante el té, como el señor Grimwig tuvo la dignación de encontrar excelentes los bizcochos, la conversación siguió derroteros menos escabrosos, y Oliver, que también estuvo presente a té, comenzó a sentirse más tranquilo ante aquel fiero y destemplado caballero.

—¿Y cuándo vamos a tener el placer de escuchar la historia completa, verídica y detallada de la vida y aventuras de Oliver Twist? —Pregunto el señor Grimwig mirando de soslayo a Oliver.

—Mañana por la mañana —contestó el señor Brownlow—; pero deseo que me la cuente a mí solo. Sube a mi despacho mañana a las diez, hijo mío.

—Está bien, señor —contestó Oliver con cierta vacilación, provocada por las furibundas miradas que le dirigía el señor Grimwig.

—¿Quiere usted que le diga una cosa? —preguntó Grimwig, pegando su boca al oído de su amigo—. No subirá: no le espere usted. He visto su vacilación. Le está engañando a usted, amigo mío.

—¡Juraría que no! —replicó con calor el señor Brownlow.

—¡Y yo me... —aquí descargó un bastonazo tremendo— si no le engaña!

—¡Garantizaría la honradez del chico con mi vida! —insistió el señor Brownlow descargando un puñetazo sobre la mesa.

—¡Y yo con mi cabeza que es un bribón!

—El tiempo nos lo dirá.

—¡Al tiempo, al tiempo!

Quiso la fatalidad que en aquel punto entrase en la estancia la señora Bedwin llevando un paquete de libros que el señor Brownlow había comprado en el mismo puesto de libros que ha figurado ya en esta historia. Dejó el paquete sobre la mesa y se disponía a salir, cuando le dijo Brownlow:

—Haga usted subir al criado, que tiene que ir a un recado.

—Ha salido, señor —respondió la, señora Bedwin.

—Mándelo llamar. Necesito devolver algunos libros y pagar otros, que no están pagados. El librero no es rico, y quiero pagar inmediatamente mi deuda.

Salió la anciana de la estancia, seguida de Oliver, a quien envió por un lado de la calle para que llamara al criado mientras la criada hacía lo propio en dirección opuesta, pero ni aquél ni ésta dieron con el que buscaban. Ambos regresaron jadeantes sin haber conseguido su objeto.

—Lo siento de veras —dijo el señor Brownlow—. Tenía grande empeño en devolver los libros esta noche.

—Puede enviarlos con Oliver —Observó Grimwig con ironía—. Nadie cumplirá el encargo más escrupulosamente que él.

—¡Sí, señor! Yo lo haré —terció Oliver—. Iré volando.

A punto estaba el buen caballero de contestar que no quería que Oliver saliera a la calle bajo ningún pretexto, cuando una tosecilla maliciosa de su extravagante amigo le hizo variar de resolución. Decidió, pues, confiar el encargo al muchacho, manera de demostrar con hechos que las sospechas de Grimwig eran infundadas y maliciosas.

—Vas a ir tú, hijo mío —dijo a Oliver—. Los libros están sobre una silla junto a mi mesa: ve a buscarlos.

Oliver, encantado al ver que podía ser de alguna utilidad a su protector, volvió segundos después con los libros bajo el brazo, y esperó, gorra en mano, las órdenes de Brownlow.

—Dirás al librero que le devuelves estos libros de mi parte —dijo Brownlow, mirando con fijeza a Grimwig—, y que vas a pagarle las cuatro libras y diez chelines que le adeudo. Toma un billete de cinco libras: te devolverá diez chelines.

—No tardaré ni diez minutos, señor —contestó Oliver.

Después de guardar el billete en el bolsillo y de colocar cuidadosamente los libros bajo el brazo, hizo Oliver una reverencia profunda y salió. La señora Bedwin le acompañó hasta la puerta de la calle, indicándole cuál era el camino más corto, el nombre del librero y el de la calle, indicaciones que Oliver manifestó haber entendido perfectamente, y después que le recomendó una y otra vez que se abrigara bien, dejóle marchar.

—¡Angelito! —exclamó la buena anciana, siguiendo a Oliver con la vista—. No puedo decir por qué, pero hubiera deseado que no saliera de casa.

El muchacho, que llegaba a la esquina volvió la cabeza y sonrió a la señora Bedwig antes de doblarla. Esta devolvió la sonrisa y, cerrando la puerta, subió a su habitación.

—Vamos a ver —dijo Brownlow, sacando el reloj del bolsillo y poniéndolo sobre la mesa—. Estará de vuelta dentro de veinte minutos a lo sumo: ya habrá anochecido entonces.

—¿Pero espera usted que vuelva? —preguntó Grimwig.

—¿Lo duda usted? —replicó Brownlow sonriendo.

El espíritu de contradicción respiraba con fuerza en aquel momento en el pecho de Grimwig, pero aún le dio mayores proporciones la sonrisa de confianza de su amigo.

—¡Lo dudo, sí! —respondió, descargando otro puñetazo sobre la mesa—. No sólo lo dudo: afirmo que no volverá. El muchacho lleva un traje nuevo, algunos libros de valor, y un billete de cinco libras en el bolsillo. Desde aquí irá en derechura a encontrar a sus antiguos amigos los ladrones, y todos se burlarán de usted. ¡Si ese muchacho vuelve a aparecer por esta casa, me como mi cabeza!

Pronunciadas estas palabras, acercó su silla a la mesa, y los dos amigos guardaron silencio, fijas sus miradas en la esfera del reloj que tenían delante.

Bueno será hacer constar, a título de ejemplo que pone de relieve la importancia que el hombre suele conceder a sus apreciaciones y el orgullo con que ve confirmadas por los hechos conclusiones temerarias y hasta odiosas que se permitió aventurar, que el señor Grimwig, no obstante su buen corazón, que bueno lo tenía de veras, y el pesar sincero que le proporcionaría ver engañado y estafado a su amigo, en aquel momento deseaba de todas veras y con toda su alma que Oliver Twist no volviera.

La noche fue llegando por sus pasos contados. Apenas se distinguían ya las agujas del reloj; pero los dos caballeros continuaban inmóviles y silenciosos, con los ojos clavados en el reloj.

Continue Reading

You'll Also Like

66.4K 1.4K 45
Una de las novelas más recordadas de Julio Verne, Viaje al centro de la Tierra relata la aventura más prodigiosa de la imaginación: un viaje a las en...
68.7K 12.5K 59
Luke, un hombre murió y renació como un dragón. Su sistema se despertó cuando nació, y en su cofre del tesoro inicial, obtuvo un antiguo linaje kript...
1.3K 92 9
Nuestros queridos personajes viven en el tiempo actual (2023). Son una gran familia multimillonaria y de empresas conocidas como "Andley" El jefe de...
16.5K 2.6K 34
᯾☼︎♧︎︎︎☼︎᯾ La universidad " Pésima opción", quien diría que ahí encontraría la persona que cambiaría su forma de pensar, y el cambio drástico que ten...