Oliver Twist

By WattpadClasicosES

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo XIII

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By WattpadClasicosES

Se hace la presentación de nuevos personajes que han de figurar en varios incidentes agradabilísimos de esta historia


—¿Dónde está Oliver? —gritó colérico el judío, levantándose con expresión amenazadora—. ¿Qué habéis hecho del muchacho?

Los dos pilletes miraron a su maestro con expresión de temor, cual si la violencia del tono empleado por aquél les hubiera alarmado; contempláronse luego mutuamente, y no contestaron palabra.

—¿Qué ha sido de Oliver? —rugió Fajín, agarrando por el cuello al Truhán y lanzando por la boca un torrente de maldiciones—. ¡Habla, o te estrangulo!

Tan en serio parecía hablar Fajín, que Carlos Bates, mozo prudentísimo, amigo de curarse en salud e inclinado por temperamento a esquivar los peligros, considerando altamente probable ser la segunda víctima inmolada por el judío, si éste se decidía a estrangular a su camarada, cayó de rodillas y lanzó un grito recio y prolongado, un grito que lo mismo podía confundirse con el mugido de un toro enfurecido, como con el bramar de una bocina.

—¿Hablarás con cien mil de a caballo? —vociferó el judío, sacudiendo al Truhán con tal furia, que sólo un milagro pudo impedir que se le quedara su levita entre las manos.

—Ha caído en la ratonera, y nada más —contestó el granuja con expresión sombría—. ¡Vaya! ¿Me suelta usted o no?

Desprendiéndose de un salto de la levita, que quedó en manos del judío, el Truhán se apoderó de la tostadera con la cual tiró un viaje tan violento al jovial caballero, que si acierta a alcanzarle, es más que probable que hubiera concluido para siempre con su jovialidad.

Merced a un salto atrás, dado con agilidad increíble en un hombre de sus años, logró esquivarle el golpe, y agarrando al propio tiempo el jarro de peltre, lo levantó con ánimo de estrellarlo contra la cabeza de su agresor. Por fortuna para éste, Bates llamó su atención lanzando un aullido espantosamente terrorífico, y el jarro destinado al Truhán, partió en busca de la cabeza de Bates.

—¿Qué demonios pasa aquí? —gritó en aquel punto una voz bronca—. ¿Quién se atreve a tirarme un jarro a la cara? ¡Gracias a que fue la cerveza y no el jarro el que me hirió, que de lo contrario, alguno lloraría lágrimas de sangre! No creía yo que un judío infernal, rico, ladrón y viejo, fuera capaz de tirar otro líquido que el agua... y ni siquiera agua, si no fuera porque la roba a la empresa que la proporciona a la ciudad. ¿Qué ocurre, Fajín? ¡Voto a...! ¡Me has manchado con cerveza la corbata!... ¡Entra tú, animal gruñón! ¿Qué haces ahí, como si te diera miedo tu maestro? ¡Entra enseguida!

El hombre que barbotaba estas palabras era un mocetón robusto, de unos treinta y cinco años de edad, que vestía levita negra de terciopelo, calzones muy manchados y deteriorados y medias de algodón gris, que encerraban un par de pantorrillas de gran diámetro... unas pantorrillas de esas que siempre parecen incompletas y sin terminar si en los tobillos no presentan unos grilletes a guisa de adorno. Cubría su cabeza un sombrero de color oscuro y rodeaba su cuello un pañuelo sucio y grasiento, con cuyas puntas limpiaba su dueño la cerveza que corría por su cara. Cuando hubo terminado esa operación, quedó al descubierto una cara de líneas rudas y barba crecida, animada por dos ojos de siniestra expresión, uno de los cuales presentaba síntomas indubitables de haber trabado recientemente estrechas relaciones con un puño.

—¡He dicho que entres!... ¿Has oído? —rugió el rufián.

Arrastrándose por el suelo, entró en la habitación un perro lanudo y muy sucio, cuya cabeza estaba llena de chirlos y descalabraduras.

—¿Por qué no entraste antes? —repuso el mocetón—. ¿Es que vas echando orgullo y ya no quieres reconocerme delante de la gente? ¡Échate ahí!

Al mandato acompañó una patada que lanzó el animal al extremo opuesto de la habitación. Muy acostumbrado debía estar el perro a caricias como aquélla, pues se acurrucó tranquilamente en un rincón, sin exhalar un quejido, y abriendo y cerrando sus feos ojos más de veinte veces en menos de un minuto, pareció entregarse de lleno a la obra de examinar la habitación en que se encontraba.

—¿Por qué reñías... por qué maltratabas a los muchachos, viejo avaro, tunante y ladrón?— gritó el recién llegado con aire resuelto—. ¡No comprendo cómo no te matan! Tiempo ha que te habría cortado el pescuezo si yo fuera tu aprendiz, y, además... ¡pero no! No hubiera podido venderte luego, como no fuera para exhibirte como modelo de deformidad encerrado en una botella, y creo que no fabrican botellas bastante grandes para contener a una bestia como tú.

—¡Chitón, señor Sikes! —exclamó el judío temblando—. ¡Hable usted más bajo!

—A mí no me llames señor, gran canalla, que es cosa sabida que cuando apelas al registro de las dulzuras, es porque meditas alguna granujería. Conoces mi nombre, así que puedes llamarme por él. Te aseguro que sabré hacerle honor cuando llegue el caso.

—¡Bien, Guillermo Sikes, muy bien! —dijo el judío con humildad abyecta—. Parece que venimos de mal humor...

—Puede ser, aunque creo que no es muy bueno el tuyo, a no ser que por distracción te divirtieras tirando jarros de peltre a la cabeza de tus amigos, lo cual confieso que es menos malo que denunciarlos.

—¿Estás loco? —exclamó el judío, asiendo a su interlocutor por una manga y extendiendo el brazo hacia los muchachos.

Contentóse Sikes con echarse al pescuezo un nudo corredizo imaginario y con dejar caer la cabeza sobre el hombro derecho, pantomima que el judío comprendió perfectamente, y a continuación, empleando un vocabulario extravagante, que probablemente resultaría ininteligible para mis lectores si de él hiciera uso aquí, pidió un vasito de licor.

—¡Cuidado con mezclarle algún veneno! —dijo Sikes, dejando el sombrero sobre la mesa.

Díjolo como en son de broma; pero si al decirlo hubiera reparado en la sonrisa infernal que vagó por los labios del judío, quizá habría comprendido que la recomendación no era del todo innecesaria y que no eran ganas lo que al jovial viejo faltaban de perfeccionar la industria destilatoria.

Luego que trasegó dos o tres vasos de licor, Sikes llevó su condescendencia hasta el extremo de enterarse de la presencia de los dos pilletes, a los cuales consintió que tomaran parte en una conversación que versó principalmente sobre el cómo y el porqué de la prisión de Oliver. Huelga decir que los cronistas de la misma hicieron una narración circunstanciada, en la que introdujeron cuantas alteraciones creyó el Truhán que aconsejaba la prudencia.

—Temo que ese muchacho diga cosas que nos proporcionen algún disgusto —observó el judío.

—Es muy probable –respondió Sikes, sonriendo con malicia—. Me parece que te veo bailando el zapateado en el aire, Fajín.

—Y temo también —repuso el judío, afectando no haberse percatado de la interrupción y mirando con fijeza a su interlocutor—, que sí comienza el baile conmigo, puedan bailar muchos otros, con la circunstancia de que el baile que éstos bailen, y sobre todo el que baile usted, mi querido amigo, será más movido que el mío.

Estremecióse Sikes y se revolvió con furia contra el judío, pero vio que éste tenía fija la mirada en el techo y que la expresión de su rostro era de inocencia perfecta.

Sobrevino un silencio prolongado. Todos los individuos de aquella asociación respetabilísima parecían embebidos en sus propias reflexiones, sin exceptuar el perro, el cual se lamía el hocico como estudiando la manera de probar la fuerza de sus colmillos en las pantorrillas del primer mortal que topara en la calle en cuanto saliera de casa.

—Es preciso que alguien vaya a informarse de lo que haya en el juzgado —dijo Sikes, con voz más baja de la que desde que llegó había empleado.

El judío hizo un gesto de aprobación.

—Si no ha movido la sin hueso, y le han encerrado ya en la cárcel, ningún peligro corremos hasta que lo suelten —añadió Sikes—. Habrá que estar sobre aviso para entonces, y sobre todo, amarrarle de alguna manera.

Nueva señal de aprobación del judío.

La conveniencia de adoptar la norma de conducta sugerida por Sikes saltaba a la vista, pero para traducirla en hechos, precisaba vencer obstáculos de consideración. Tanto el Truhán como Carlos Bates, lo mismo que Fajín y Guillermo Sikes, miraban con profunda antipatía a los jueces, antipatía extensiva a las salas en que aquéllos administraban justicia y hasta a sus inmediaciones.

Es difícil predecir cuánto tiempo hubieran permanecido callados mirándose unos a otros reflejando indecisiones siempre desagradables. Verdad es que sería innecesario hacer conjeturas, pues la súbita llegada a escena de las dos señoritas que Oliver había tenido el honor de conocer anteriormente, dio nuevo pábulo a la interrumpida conversación.

—¡Feliz coincidencia! —exclamó el judío—. Belita irá; ¿verdad, querida?

—¿Adónde? —preguntó la interrogada.

—Al juzgado, querida —respondió con voz melosa el judío.

En honor a la verdad, debo decir que la joven no afirmó explícitamente que no iría, pues se limitó a expresar el deseo de ser ahorcada antes que visitar el lugar que se le indicaba; forma delicada de eludir el cumplimiento de un favor que se nos pide, que demuestra que Belita había recibido esa educación exquisita que nos impide causar a nuestros semejantes la pesadumbre consiguiente a las negativas expresas y formales.

Anublóse el semblante del judío, quien volviendo la espalda a Belita, ataviada con un vestido magnífico por no decir soberbio, de seda encarnada, y calzada con botitas verdes, se dirigió a su compañera.

—Y tú, querida Anita, ¿qué me dices? —preguntó el judío con dulzura exquisita.

—Que eso no reza conmigo, Fajín, así que, puede evitarse la molestia de insistir —contestó Anita.

—¿Sabes lo que dices? —preguntó Sikes con acento amenazador.

—Sé que lo dicho, dicho está —replicó con tranquilidad la joven.

—Precisamente eres tú la única que puede hacerlo —insistió Sikes—. Nadie te conoce en el distrito.

—Y como ni me conviene, ni quiero que me conozcan —replicó Anita conservando la misma calma—, digo que no voy, lisa y llanamente, Guillermo.

—Ella irá, Fajín —dijo Sikes.

—No, Fajín, no irá —dijo Anita.

—Repito que irá, Fajín; no hay más que hablar —gritó Sikes.

Los hechos dieron la razón a Sikes. Alternando sabiamente las amenazas con los requiebros y promesas, la complaciente joven concluyó por aceptar la comisión. A decir verdad, su repugnancia no reconocía las mismas razones que motivaban las de su amiga, pues recién llegada al barrio de Field Lane desde el lejano pero elegante distrito de Ratcliffe, no debía temer ser reconocida por sus numerosos amigos, como le ocurría a Belita.

En consecuencia, después de haber ceñido alrededor de su cuerpo un delantal blanco y escondido los hermosos rizos de su cabeza bajo un modesto sombrero de paja, prendas sacadas del bien provisto guardarropa del judío, la señorita Anita se dispuso a lanzarse a la calle para desempeñar su cometido.

—Un momento, querida mía —dijo el judío, entregándole una cestita cubierta—. Lleva esto en la mano, y presentarás un aspecto más respetable.

—Dale una llave de buen tamaño para que la lleve en la otra mano —insinuó Sikes—. Así representará su papel más al natural.

—¡Sí, sí! —exclamó el judío, colgando de uno de los dedos de la mano derecha de la joven una llave mayúscula—. ¡Es verdad! ¡Magnífico, querida! ¡Estás admirable! —terminó, frotándose las manos.

—¡Oh, mi hermano querido! ¡Mi desgraciado, mi inocente, mi angelical hermanito! —exclamó Anita, vertiendo raudales de lágrimas, y apretando con mano convulsa la cesta y la llave, cual si se debatiera en las amargas agonías de la desesperación—. ¿Qué ha sido de mi pobrecito hermano? ¿Dónde le han llevado? ¡Oh, caballero! ¡Compadézcanse de mí, y díganme por piedad qué ha sido de mi hermanito! ¡Háganlo, caballeros, háganlo, por favor!

Pronunciadas las palabras que quedan copiadas con voz lastimera entrecortada por los sollozos, con alegría indecible de los que la escuchaban, Anita calló, hizo algunos guiños graciosísimos, se inclinó profundamente ante sus oyentes, y salió.

—¡Oh! ¡Es lista, amigos míos, lista como la que más! —exclamó el judío, volviéndose, hacia sus discípulos y moviendo la cabeza con gravedad, como para recomendarles que procurasen seguir el brillante ejemplo que la joven acababa de darles.

—Hace honor a su sexo —contestó Sikes, llenando otro vaso y descargando sobre la mesa un puñetazo terrible.

—¡Bebo a su salud, y hago votos porque su conducta tenga imitadores!

Mientras todos los presentes se esforzaban por prodigar encomios a Anita, ésta se encaminaba al juzgado de guardia, al cual no tardó en llegar sana y salva, aunque probablemente debió experimentar en el camino ese sentimiento de timidez natural común a todas las jóvenes que se encuentran solas y sin protección en la vía pública.

Entró en el juzgado de guardia por la parte trasera, encaminándose en derechura a una de las celdas cerradas, en cuya puerta llamó suavemente con la llave que en la mano llevaba.

Escuchó; pero, como no contestaran, tosió, y volvió a esperar. Continuó el silencio en el interior de la celda, y entonces se decidió a hablar.

—¡Oliver... querido mío! —llamó Anita con voz dulce—. ¡Oliver! ...

No había allí más que un mísero vagabundo, preso por haber cometido el horrendo crimen de tocar la flauta, Probada su culpabilidad, demostrada con plena evidencia la exactitud del acto delictivo perpetrado contra la sociedad, fue condenado por el justiciero señor Fang a un mes de prisión correccional. En la sentencia hizo constar el mencionado señor Fang el siguiente considerando, tan gracioso como apropiado al caso: «Considerando que el criminal disponía de tiempo sobrado, que dedicaba a tocar la flauta; considerando que este ejercicio es poco sano, y en cambio nada es tan, higiénico como el trabajo corporal, se entenderá que el mes de prisión correccional lleva como accesoria los trabajos forzados» Tal era, pues, el réprobo que ocupaba la celda a cuya puerta llamó Anita, el cual no contestó porque no tenía potencias ni sentidos más que para llorar mentalmente la pérdida de la flauta, confiscada en favor del Estado. Anita llamó en la puerta de la celda contigua.

—¿Quién va? —preguntó una voz débil y temblorosa.

—¿Hay ahí encerrado un muchacho? —inquirió Anita, no sin que a guisa de preámbulo precediera a la pregunta el correspondiente sollozo.

—¡No! —respondió la voz—. ¡No lo permita Dios!

El que así contestaba era un criminal peligroso de unos sesenta y cinco años de edad, a quien habían metido en la cárcel por no tocar la flauta... En otras palabras: por pedir limosna públicamente sin hacer cosa alguna para ganarse la vida.

Ocupaba la tercera celda un forajido que iría a presidio por vender jarros y cacerolas sin autorización, es decir, por trabajar para ganarse el sustento con menosprecio y perjuicio de la Hacienda Pública.

Como ninguno de los criminales mencionados respondía al nombre de Oliver, ni daba razón del muchacho, Anita abordó resueltamente al guardián de las barbas y del manojo de llaves, a quien conocen ya mis lectores, y a vuelta de mil suspiros y otros tantos sollozos, preguntó por su idolatrado hermanito.

—No está aquí, querida —contestó el interrogado.

—¿Dónde está, pues? —preguntó Anita, dando a sus palabras un tono desgarrador.

—Se lo llevó el caballero.

—¿Qué caballero? ¡Dios mío!.. ¿Pero qué caballero?

Al fin de dejar satisfecha de una vez a la joven, librándose de paso de contestar sus preguntas incoherentes, el funcionario judicial refirió a la desolada hermana que Oliver se había desmayado en la sala del tribunal, y que habiéndose presentado un testigo a demostrar que el robo que se le atribuía había sido cometido por otro muchacho, tuvo el juez a bien declararle absuelto, a raíz de lo cual el acusador se llevó al muchacho, todavía desmayado, a su propio domicilio, que debía estar hacia Pentonville, si no mentían las señas que aquél dio al cochero.

Debatiéndose en un mar agitado de dudas y de ansiedades, la dolorida joven se dirigió con paso vacilante hacia la puerta, donde sin duda debió recobrar todas sus fuerzas, pues regresó con paso rápido, firme y seguro a la casa del judío, siguiendo la ruta más tortuosa y complicada que pudo imaginar.

No bien conoció Guillermo Sikes el resultado de la comisión desempeñada por Anita, se caló el sombrero y salió como una flecha, sin tomarse la molestia de despedirse de sus compañeros.

—¡Es preciso averiguar dónde está! —exclamó el judío sin poder disimular su agitación—. Hay que encontrarle a todo trance. Tú, Bates, sal inmediatamente y no vuelvas a casa hasta que me traigas noticias suyas... Anita, querida mía, es preciso que me le encuentres... En ti confío... y en el Truhán. ¡Esperad un momento! —añadió, abriendo con mano trémula un cajón—. Tomad dinero, amigos míos. Esta noche cerraré la tienda... ya sabéis dónde podéis encontrarme. No perdáis tiempo, queridos, ni un segundo.

Hablando de esta suerte les acompañó hasta la escalera, cerró con dos vueltas de llave la puerta y sacó la cajita que bien a su pesar dejara otro día ver a Oliver. Con gran precipitación guardó en sus bolsillos los relojes y joyas que aquélla contenía.

No había terminado la operación, cuando recibió un susto mayúsculo al oír que llamaban a la puerta.

—¿Quién va? —preguntó temblando.

—Soy yo —contestó el Truhán, pegados los labios al ojo de la llave.

—¿Qué pasa? —inquirió el judío con impaciencia.

—Anita quiere saber si debemos encerrarlo en la otra guarida.

—Lo primero es encontrarle, que yo sabré lo que después debe hacerse: no tengas cuidado.

Murmuró el Truhán algunas palabras entre dientes, y bajó apresuradamente la escalera para no hacer esperar a sus compañeros.

—No ha hablado hasta ahora —dijo para sí el judío—. Si su intención es hablar demasiado, todavía es tiempo de cerrarle la boca.

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