Oliver Twist

Oleh WattpadClasicosES

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Oliver Twist es una de las novelas más célebres de la literatura universal. Es la novela más conocida del esc... Lebih Banyak

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII

Capítulo VIII

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Oleh WattpadClasicosES

Oliver va a Londres y tropieza en el camino con un caballerito singular


Oliver una vez se hubo despedido de su amiguito, volvió al camino real. Serían las ocho de la mañana, y aun cuando se había alejado ya una distancia de cinco millas de la ciudad, prosiguió la marcha, ora corriendo, ora escondiéndose detrás de los setos, hasta el mediodía, siempre temiendo ser perseguido y alcanzado. A la hora indicada se sentó junto a un poste para descansar, y comenzó a pensar por primera vez adonde debería dirigirse para ganarse el sustento.

El poste junto al cual se había sentado Oliver llevaba escrito con grandes caracteres que Londres distaba de aquel sitio setenta millas, y el nombre de la capital de Inglaterra dio rumbos nuevos a las ideas que bullían en el cerebro del niño. «¡Londres!... ¡Ciudad inmensa!... ¡Ni el mismo señor Bumble sería capaz de encontrarle allí!» Con frecuencia había oído decir a los pupilos antiguos del hospicio que ningún muchacho listo pasaba hambre en Londres, que aquella ciudad populosa brindaba ocupaciones y medios de vivir de los que ni idea podían formarse los que habían nacido y crecido en provincias. Aquél, pues, era el lugar indicado para un muchacho desvalido y sin amparo, condenado a perecer de hambre si no se le socorría. Dando mil y mil vueltas en su imaginación a estas ideas, Oliver se levantó y reanudó su penoso viaje.

En otras cuatro millas disminuyó la distancia que de Londres le separaba sin darse cuenta de los sufrimientos que le esperaban antes que llegase al término de su viaje. Al ocurrírsele esta reflexión, acortó un poquito el paso y comenzó a pensar en los medios de llegar a su destino. En el hatillo llevaba un mendrugo, de pan, dos pares de medias y una camisa bastante mala. Además, en el bolsillo guardaba un penique, propina con que le obsequió Sowerberry después de un funeral en el cual se portó el muchacho excepcionalmente bien. «Una camisa limpia —pensó Oliver—, es prenda de gran valor, como lo son también dos pares de medias recosidas y un penique; pero resultan socorros insuficientes para hacer un viaje de sesenta y seis millas, a pie, y en invierno» Oliver, quien, semejante a la mayor parte de los jóvenes, poseía una inteligencia clara y no carecía de ingenio para descubrir las dificultades, aunque se aturdía cuando de vencerlas se trataba, después de torturar en vano su imaginación en busca de remedio, echóse de nuevo el hatillo a cuestas y prosiguió su marcha.

Veinte millas anduvo aquel día Oliver, sin comer otra cosa que el mendrugo de pan ni beber más que algunos vasos de agua que de limosna le dieron en las casas de labor que junto al camino encontró. Cuando cerró la noche, entró en un campo y se acurrucó al abrigo de un almiar, donde esperó la llegada del nuevo día. Dominóle al principio un sentimiento de terror al oír los lastimeros quejidos del viento que pasaba sin encontrar obstáculos sobre aquellos dilatados campos desolados, al sentir las punzantes molestias del hambre y los rigores del frío, y sobre todo, al encontrarse más solo y abandonado que nunca; pero, como la caminata había rendido sus fuerzas, no tardó en dormirse y en dar al olvido sus pesares.

Despertó a la mañana siguiente entumecido de frío y con un hambre tan impaciente, que hubo de cambiar su penique por un panecillo en el primer pueblo que encontró. Sorprendióle la segunda noche cuando apenas si había recorrido doce millas. No había podido avanzar más, porque sus pies estaban hinchados y sus piernas tan débiles, que con dificultad podían sostener el peso de su cuerpo. Una noche más pasada a la intemperie concluyó con sus fuerzas, y cuando a la mañana siguiente intentó proseguir el viaje, a duras penas consiguió arrastrarse.

Esperó al pie de una colina el paso de alguna diligencia, resuelto a pedir una limosna a los viajeros. La diligencia llegó, en efecto, Oliver pidió una limosna, pero fueron pocos los viajeros que lo vieron, y los que en su persona repararon, contestáronle que esperase a que ganasen la cresta de la colina, y que entonces, según fuera la distancia que recorriera a la velocidad misma del coche, le darían medio penique. Intentó Oliver ganar el premio ofrecido, y al efecto echó a correr tras la diligencia; pero el cansancio y lo dolorido de los pies pudieron más que su voluntad, y hubo de detenerse incapaz de dar un paso más. El del medio penique volvió la moneda al bolsillo, diciéndole que era un perro holgazán que nada merecía, y la diligencia se alejó dejando tras sí al muchacho y levantando una nube de polvo.

En algunos pueblos de relativa importancia encontraba Oliver a la orilla del camino grandes cartelones en los cuales se anunciaba que toda persona que mendigase en su distrito sería conducida a la cárcel, prevención que asustaba tanto al desdichado, que procuraba salir de la jurisdicción de aquéllos con toda la prisa posible. En otros, buscaba la posada y, de pie en la entrada del corral, dirigía miradas lastimeras a cuantos acertaban a pasar por su lado, recurso que solía terminar con una orden dada por la posadera a los mozos de la casa de que echaran al desconocido que sin duda rondaba la casa con intención de robar alguna cosa. Si pedía una limosna a la puerta de una casa de labor, de cada diez veces nueve se encargaban de contestarle los perros, azuzados por el amo, y si se atrevía a asomarse a una tienda, resonaba inmediatamente en sus oídos el terrorífico nombre del alguacil, nombre que le ponía el corazón en la boca... única cosa que en ella había tenido en muchas horas.

De no haber sido por el buen corazón de un encargado del portazgo y la caridad de una pobre vieja, los sufrimientos de Oliver hubieran terminado como terminaron los de su madre, es decir, habría caído muerto sobre el camino real. El encargado del portazgo le dio un pedazo de pan y queso, y la anciana, que tenía un nieto caminando con los pies desnudos por tierras desconocidas después de haber naufragado el barco en que navegaba, apiadóse del pobre huérfano, dióle lo poco que tenía, y por añadidura, le prodigó palabras cariñosas y excelentes consejos, a lo cual añadió tantas lágrimas de simpatía, que el corazón del pobre muchacho se conmovió hasta el punto de hacerle olvidar por algunos instantes sus propios sufrimientos.

La mañana del día séptimo de marcha, después de abandonar su país natal, Oliver entró caminando pesadamente en la pequeña población de Barnet. Las ventanas de las casas estaban cerradas, desiertas las calles y todo el mundo durmiendo. Alzábase el sol radiante, pero sus resplandores solamente servían para mostrar al muchacho todo el horror de su miseria y desamparo mientras cubierto de polvo, destrozados y cubiertos de sangre los pies, se sentó a descansar un poco sobre los fríos peldaños de una escalinata que daba acceso a la puerta de una casa.

Poco a poco fueron abriéndose las maderas de las ventanas, alzándose las persianas y dejándose ver algunas personas, que comenzaron a circular de aquí para allá. Hubo algunas que se detuvieron durante breves instantes a contemplar a Oliver, otras que volvieron la cabeza sin detener sus pasos; pero nadie le socorrió, nadie se tomó la molestia de preguntarle qué hacía allí. Oliver, en cuyo pecho no latía un corazón de mendigo, permanecía inmóvil y silencioso.

Llevaba ya algún tiempo sentado en la escalinata, admirándose de que hubiera tantos establecimientos públicos (en Barnet, una puerta sí y otra también eran tabernas), mirando con envidia las diligencias que pasaban y pensando con cierto sentimiento de dolor que aquellos carruajes podían recorrer en pocas horas y con comodidad la distancia inmensa que él tardó toda una semana en franquear, cuando llamó su atención un muchacho, que pocos instantes antes había pasado por su lado sin mirarle, al parecer, y ahora se había detenido frente a él y le miraba con atención. Al principio, apenas si Oliver hizo caso; pero tanto rato duró la muda observación del muchacho, que al fin nuestro héroe alzó la cabeza y contestó a la mirada con la mirada. El desconocido cruzó entonces la calle, y encarándose con Oliver, le preguntó:

—¡Hola, compañero! ¿Qué te pasa?

El que así interrogaba al viajero tendría poco más o menos la misma edad que éste, pero era el tipo más extraño que Oliver había visto en su vida. Tenía la nariz achatada, deprimida la frente, las facciones de lo más ordinario y su aspecto resultaba todo lo repugnante que es compatible con un rostro de niño, pues niño era aunque de hombre quería darse importancia y de tal afectaba los modales. Tipo desmedrado, de piernas combadas y ojos muy pequeños y vivos, llevaba el sombrero tan a flor de la cabeza, que se le hubiera caído irremisiblemente a cada paso si un movimiento peculiar de aquélla no le llevara nuevamente a su puesto, cada vez que principiaba a caer, lo que ocurría con mucha frecuencia. Vestía una levita de hombre de gran talla cuyos faldones le llegaban hasta los talones, y las mangas eran tan largas, que las había doblado en una mitad para poder hundir las manos en los bolsillos de sus calzones de pana. En una palabra, parecía tan pagado de sí mismo como jamás lo haya estado un galán de cuatro pies y seis pulgadas, pues ésta venía a ser su estatura.

—¡Hola, compañero! ¿Qué te pasa? —preguntó a Oliver el singular personaje que acabo de describir.

—Tengo mucha hambre y estoy rendido —contestó Oliver con lágrimas en los ojos—. He hecho un viaje muy largo: siete días hace que ando.

—¿Andando siete días? —repitió el caballerito desconocido—. Comprendo, compañero, comprendo. Cosas de algún plumífero, ¿verdad? ¡Vaya! —añadió reparando en la expresión de sorpresa de Oliver—. ¿Acaso ignoras lo que es un plumífero, mi cándido compañero?

Oliver contestó con mansedumbre que siempre había oído aplicar a los volátiles el término en cuestión.

—¡Dios mío, y qué inocentón! —exclamó el desconocido—. Sepa mi querido compañero que un plumífero es un juez, y que cuando viajamos por cosas de un plumífero, nuestra obligación es correr siempre sin dejarnos alcanzar por él ¿Has estado alguna vez en chirona?

—¿En qué chirona? —inquirió Oliver.

—¡En qué chirona! ¡Válgame Dios! En un palacio donde dan de comer gratis, y visten gratis y dan otras muchas cosas gratis, y, sin embargo, tiene pocos aspirantes a su ingreso, y muchos a su salida. Pero dejemos estas cosas, y vente conmigo. Necesitas comer, y comerás. No está mi bolsa tan repleta que amenace romperse; pero mientras haya algo en ella, no faltará qué comer. ¡Ea! ¡Media vuelta sobre tus goznes, y andando!

El joven ayudó a Oliver a levantarse y le condujo a una tienda de comestibles inmediata, donde compró un buen pedazo de jamón y un pan de dos libras. A fin de preservar de polvo el jamón, ocurriósele la ingeniosa idea de practicar un agujero en el pan, quitándole la miga, e introducir en él el jamón. Pagado el pan, lo colocó debajo de su brazo y entró seguido de Oliver en una taberna, donde pidió una habitación reservada para él y su compañero. El joven misterioso mandó que les sirvieran un jarro de cerveza, y Oliver, invitado por su nuevo amigo, comenzó a comer con ansia, mientras el otro le miraba con extraordinaria curiosidad.

—¿A Londres? —preguntó el joven desconocido, luego que Oliver trasladó a su estómago el pan y el jamón.

—Sí.

—¿Tienes allí casa?

—No.

—¿Y dinero?

—Tampoco.

El desconocido empezó a silbar, metidas ambas manos en los bolsillos de sus calzones.

—¿Vive usted en Londres? —preguntó Oliver.

—Sí, allí vivo cuando no viajo. Supongo que también tú necesitarás una casa donde pasar la noche, ¿no es cierto?

—Mucha falta me hace, en efecto; no he dormido bajo techado desde que salí de mi país.

—Pues no te preocupe tan poca cosa. Esta noche necesito llegar a Londres, donde conozco a un anciano respetable, vecino de la ciudad, que te alojará de balde... siempre que te presente uno de sus conocidos. ¿Pero me conoce a mí? ¡No!... ¡Ciertamente que no! ¡Pero no importa!

Sonreía picarescamente el joven mientras pronunciaba las palabras últimas de su discurso, como indicando que eran irónicas, y terminó su ofrecimiento dando fin a la cerveza del jarro.

La oferta inesperada de un albergue era demasiado tentadora para que a Oliver se le ocurriera siquiera la idea de rehusarla, sobre todo después de asegurar el joven desconocido a Oliver que el buen caballero a quien se había referido le buscaría un acomodo excelente sin pérdida de tiempo.

Como es natural, la conversación fue tomando giro amistoso y confidencial, que puso en conocimiento de Oliver que su amigo se llamaba Santiago Dawkins, y que era protegido y favorito del repetido anciano.

Muy poco decía el exterior de Dawkins en favor de las comodidades y bienandanzas que el anciano proporcionaba a aquellos que tomaba bajo su protección; pero, como la conversación del joven era ligera y amena, y por añadidura, él mismo confesó que sus íntimos le distinguían con el sobrenombre del Truhán, supuso Oliver que era por temperamento atolondrado y calavera y que no habían hecho mella alguna en él los preceptos morales de su bienhechor. Cediendo a esta impresión, Oliver decidió cultivar la buena opinión del anciano caballero tan pronto como se le deparase oportunidad, y caso que llegara a comprobar que el Truhán resultaba incorregible, como lo sospechaba, declinar el honor de continuar su trato.

Como se negara Santiago Dawkins a entrar en Londres hasta después de cerrar la noche, eran próximamente las once cuando llegaron nuestros viajeros a la barrera de Islington, atravesaron desde el camino del Ángel hasta el de San Juan, descendieron por la callejuela que termina en el teatro Sadler Wells, recorrieron las calles Exmouth y Coppice Row, pasaron junto a la Casa de Misericordia, cruzaron los clásicos terrenos llamados antiguamente Hockley-in-the-Hole, desde donde pasaron a la Little-Saffron-Hill y desde ésta a la Great-Saffron-Hill, donde el Truhán aceleró considerablemente el paso, recomendando a Oliver que le imitara.

Aunque harto que hacer tenía Oliver con no perder de vista a su guía, no pudo menos de dirigir algunas miradas a uno y otro lado del camino que recorrían, observando que en los días de su vida había visto lugares más sucios y desolados. La calle era angosta y fangosa y la atmósfera estaba saturada de fétidas emanaciones. No escaseaban las tiendecillas, aunque parecía que los artículos únicos en venta eran montones de chiquillos, mercancías que, no obstante lo intempestivo de la hora, corrían y se arrastraban dentro y fuera de las casas o bien alborotaban y chillaban en el interior de las mismas. Las únicas casas que ofrecían aspecto adecentado en medio de aquella miseria general eran las tabernas, donde la hez del pueblo, de la especie humana, disputaba ruidosamente. Callejuelas y patios que de tanto en tanto desembocaban en la calle principal ofrecían grupo de viviendas donde hombres borrachos y mujeres viciosas se revolcaban descaradamente en el cieno más inmundo, y de varias puertas salían individuos de aspecto poco recomendable que, a juzgar por sus movimientos cautelosos, debían abrigar propósitos que nada tenían de inocentes.

En escapar, más que en otra cosa, estaba pensando Oliver, cuando llegaron al pie de la colina donde su guía, cogiéndole por un brazo, empujó una puerta, que no estaba más que entornada, de una casa de la callejuela Field, y le hizo entrar en un patio.

—Ahora, ¿qué? —gritó una voz desde dentro, contestando un silbido del Truhán.

—Desplumado y Capote —respondió el joven.

Debían ser sin duda las palabras anteriores una contraseña convenida, pues brilló en el fondo de un pasadizo obscuro una luz y momentos después asomaba una cabeza por encima de la desvencijada barandilla de una escalera que conducía a la cocina.

—Sois dos —dijo el hombre de la vela, poniéndose una mano sobre los ojos a guisa de pantalla—. ¿Quién es el otro?

—Un recluta nuevo —contestó el Truhán, invitando a Oliver a que le siguiera.

—¿De dónde viene?

—Del país de los inocentes. ¿Está arriba Fajín?

—Arreglando pañuelos lo tienes. Adelante —contestó el hombre desapareciendo con la vela y dejando a obscuras a los jóvenes.

Oliver, una de cuyas manos tenía fuertemente asida su compañero, subió con dificultad tentando con la otra las paredes por una escalera más abundante en agujeros que en peldaños, en medio de una obscuridad, escalera que su guía subió con la ligereza del que conoce perfectamente el camino. Llegados arriba, abrió una puerta de una habitación interior e introdujo en ésta a Oliver.

Los años y la suciedad habían ennegrecido las paredes y el techo de la habitación. Delante de la chimenea, sobre una mesa desvencijada, derramaba turbios resplandores una vela introducida en el cuello de una botella de ginebra, junto a la cual se veían dos o tres cubiletes de estaño, manteca y un pan, así como también un plato. En una sartén puesta a la lumbre, se freían unas morcillas, a las que hacía guardia, tostadera en mano, un judío de cara arrugada y facha innoble y repulsiva, sobre la primera de las cuales caían espesos mechones de cerdas de un rojo sucio que la ocultaban en parte. Vestía una especie de túnica de franela cubierta de pringue, y al parecer dividía su atención entre la sartén y una percha de la cual pendían infinidad de pañuelos de seda. Varios lechos a cual más sucios, hechos de sacos viejos, aparecían alineados en la habitación, y sentados alrededor de una mesa, fumaban en pipas de yeso y bebían, como pudieran hacerlo hombres hechos y derechos, cuatro o cinco muchachos de la misma edad que el Truhán. Todos ellos se agruparon en torno del judío mientras éste escuchaba algunas palabras que en voz baja le dijo el Truhán, después de lo cual dieron media vuelta Y miraron con sonrisa burlona a Oliver, como lo hizo también el judío, tostadera en mano.

—Fajín —dijo Santiago Dawkins, le presentó a mi amigo Oliver Twist.

Hizo el judío un guiño, seguido de una reverencia, y tomando a Oliver por la mano, le dijo que abrigaba la esperanza de estrechar más y más su amistad. A continuación le rodearon los jovencitos de las pipas y menudearon tanto los enérgicos apretones de manos, que a poco más pierde el hatillo que en una llevaba, que fue precisamente la que todos estrechaban con más fuerza. Fue una escena encantadora. Todos se desvivían por servir a Oliver. Uno le quitaba la gorra otro llevaba su complacencia hasta el extremo de desocupar sus bolsillos a fin de que, al irse a dormir, no tuviera que tomarse la molestia de vaciarlos por sí mismo. Es más que probable que aquellas atenciones hubieran llegado hasta bastante más lejos, de no haber prodigado el judío algunas caricias a los complacientes jóvenes con el mango de la tostadera.

—Nos alegramos infinito de verte. Oliver... infinito —dijo el judío—. Tú, Truhán, saca las morcillas y acerca a la lumbre un banco para que se siente tu amigo... ¡Ah! Veo que atraen tus miradas los pañuelos de la colección, ¿eh? Son muchos y de calidad superior, ¿no? Acabamos de sacarlos para ponerlos en colada, Oliver. ¡Ja, ja, ja!

Las palabras del judío arrancaron aplausos estrepitosos a la concurrencia.

Sirvieron la cena. Oliver comió su parte, y cuando hubo terminado, el judío le preparó en un cubilete una mezcla de ginebra y agua caliente, diciéndole que la bebiera sin tardanza en atención a que otro caballero estaba esperando su cubilete. Obedeció Oliver, quien muy pronto se dejó caer sobre uno de los sacos, donde seguidamente recibió la visita del buen Morfeo.

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