El origen de Grey

By Delirium_13

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Christian Grey cuenta como era su vida cuando era pequeño, y las cosas que hicieron que se convirtiera en qui... More

El origen de Grey
Primera sombra
Segunda sombra
Tercera sombra
Cuarta sombra
Quinta sombra
Sexta sombra
Séptima sombra
Octava sombra
Novena sombra
Décima sombra
Décima primera sombra
Décima segunda sombra
Décima segunda sombra
Décima tercera sombra
Décima cuarta sombra
Décima quinta sombra
Décima sexta sombra
Décima séptima sombra
Sombra 18
Sombra 19
Sombra 20
Sombra 21
Sombra 22
Sombra 23
Sombra 24
Sombra 25
Sombra 26
Sombra 27
Sombra 28
Sombra 29
Sombra 30
Sombra 31
Sombra 32
Sombra 33
Sombra 34
Sombra 35
Sombra 36
Sombra 37
Sombra 38

Sombra 39

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By Delirium_13

La luz en la salita de billar era muy escasa y la señora Lincoln estaba parada bajo el quicio de la puerta que separaba la habitación donde nos encontrábamos del pasillo que conducía al distribuidor principal y al comedor. Justo detrás de ella colgaba del techo una araña inmensa, de más de quince bombillas en forma de vela. La diferencia de luz era tal que su silueta se recortaba a contraluz y era difícil distinguir sus gestos.

- Vuestro juego es probablemente el peor que he visto nunca –avanzó hacia el interior de la estancia. – Llevo aquí lo suficiente como para saber que Christian no ha hecho un saque legal y que tú ni siquiera te has dado cuenta.

Abrió un armario camuflado en la pared y sacó de él un taco.

- Christian –sus ojos verdes se posaron en mí, fríos y rápidos como una flecha- ayúdame a volver a poner las bolas en el triángulo de nuevo, por favor.

- Sí señora –comencé a colocarlas atropelladamente.

- Así no. La negra tiene que ir en el centro.

- Lo siento.

- No pasa nada, mira y aprende. Coloca la blanca en el punto de pie.

- ¿Cómo?

- En la marca blanca que hay ahí. Para empezar a jugar, ¿la ves?

Retiró con muchísima suavidad el triángulo que rodeaba las bolas sin que se movieran un milímetro, quietas y juntas, como sometidas a la voluntad de aquella embrujadora mujer rubia platino. Se colocó en el extremo opuesto de la mesa y se inclinó sobre ella, la mano izquierda adelantada y dos dedos apoyados en el tapete verde frente a la bola blanca.

- A ver, par de inútiles –sonreía a pesar de las burlas- la mano izquierda hay que colocarla en forma de puente. De esta forma se evitan oscilaciones del taco que puedan perjudicar la rectitud del tiro inicial. ¿Os ha quedado claro? Así.

De un golpe certero lanzó la bola blanca contra el triángulo que se deshizo en un momento y con un ruido seco. Todas las bolas abandonaron la formación golpeando contra las tres bandas opuestas a ella.

- ¡Anda! –dijo el señor Lincoln - ¡Has metido la amarilla entera en el agujero!

- La uno lisa, y la he embocado en la tronera. ¿Qué es eso de agujero?

- Ya venga, lo que sea. Trae, me toca a mí –su esposo avanzó hacia ella con intención de tomar su sitio cerca de la bola blanca.-

- Pues va a ser que no tenéis ni idea de jugar. Sigue siendo mi turno, tengo que embocar las siete bolas lisas y después la negra. Entonces la partida habrá terminado.

- Pero digo yo que en algún momento nos tocará jugar, ¿no, Elena?

- Imposible. Nunca fallo. Os tocaría si al intentar embocar una fallase. Pero eso no va a ocurrir. La verde en la esquina.

Como si fuera fácil volvió a inclinarse sobre la mesa y golpeó la bola blanca que, rebotando en dos bandas, dio con la bola verde que, como bien había predicho ella, fue a colarse en la tronera de la esquina. La señora Lincoln jugaba como si las bolas fueran por raíles. No fallaba un tiro y se movía alrededor de la mesa grácil, subida en sus tacones de vértigo. Apenas levantaba la vista de la mesa o, si lo hacía, era siempre con una mirada insinuante, de soslayo, sin perder jamás la concentración. Una vez que comprendimos que no teníamos nada que hacer mientras ella permaneciese en el juego, tanto el señor Lincoln como yo nos apoyamos en la pared, a mirarla. A admirarla, más bien.

Llevaba una falda de tubo negra por encima de la rodilla, con una abertura que superaba el medio muslo, a una altura que podría en algún ambiente y en algún momento haber sido considerada poco decente. Pero estando en su casa y con su marido delante no era el caso. Cada vez que pasaba por delante de mí notaba la estela de su perfume, y sentía que pasaba más cerca de lo necesario, casi rozándome. Yo quería mirar al señor Lincoln y comprobar si a él también le parecía excesivamente corta la distancia que marcaba su mujer, pero parecía más aburrido que otra cosa.

En la sala no se oía nada más que a Elena indicar en qué tronera y qué bola iba a ser la siguiente, el chasquido de las bolas y sus pasos persiguiendo la siguiente posición. Cuando se inclinaba hacia delante para buscar una bola que había quedado cerca del centro de la mesa lo hacía con una elegancia que parecía ralentizar el mundo a su alrededor. A cámara lenta la veía doblarse desde la cintura y, si estaba frente a ella, veía el arranque de sus pechos abrirse paso tras el escote de la camisa, e intentaba ver más allá, adivinar el color de la ropa interior y su forma. Si por el contrario se paraba de espaldas a mí la visión de su culo y sus piernas larguísimas era tan tentadora que podía doler. La señora Lincoln tenía una forma perfecta, sin más.

Aquella noche sentí la envidia y la rabia. Su esposo miraba el reloj y consultaba su teléfono móvil mientras Elena nos daba una lección no sólo de billar, sino también de elegancia, y él se mantenía indiferente. Él, que habría puesto sobre aquellas piernas las manos tantas veces, que sabría cuál era el sabor de su piel, la forma de sus tetas, que podría gozarla en cuanto nosotros nos fuéramos desdeñaba la visión de aquella mujer como si no le atrajera. Le habría gritado, le habría golpeado, le habría obligado a adorar a su mujer como si de una pieza de museo se tratase.

- Listo, señores. Ahora ya podemos irnos a cenar.

El señor Lincoln masculló algo y salió de la habitación refunfuñando. Yo me quedé parado donde estaba, saboreando mi momento a solas con ella.

- ¿Estás seguro de que no quieres venir, Christian?

- No, muchas gracias. Prefiero quedarme aquí.

- Está bien. Mandaré ahora mismo a alguien con un plato para ti.

- Muchas gracias. Por cierto, juega usted muy bien, señora Lincoln.

- Bueno, en realidad no es tan difícil. Es un juego más matemático y cerebral de lo que parece. Aunque hay que saber coger el taco, por lo menos, y tú eres un desastre.

Azorado, asentí en silencio.

- Tal vez podría enseñarme, señora Lincoln.

- ¿Eso te gustaría, Christian?

- Sí –contesté en voz muy baja.

- Está bien. Pero tengo que advertirte de que soy una maestra muy exigente. Y que me gusta ver los resultados de mis esfuerzos.

- No se preocupe, yo aprendo rápido.

Se acercó a mí con la mano extendida para sellar el trato.

- Hecho.

Me estrechó la mano derecha y el taco que aún tenía en la mano me levantó la barbilla para obligarme a mirarla. Sus ojos verdes quemaban como el fuego, sus labios rojos dibujaban una sonrisa. Y sin saber de dónde, una rodilla apareció por la abertura de su falta y trepó por mi muslo hasta abrirse paso entre mis piernas. A punto de perder el equilibro me apoyé contra la pared para evitar caerme pero ella no se movió. Al contrario, la presión de su pierna contra mis genitales aumentó, y en un susurro me dijo:

- Yo voy a enseñarte. Confía en mí.

Con brusquedad se apartó, recuperó su posición sobre los dos pies, su altura infinita sobre los tacones. Se percató de la abertura de su falda que ahora sí enseñaba mucha más pierna de lo decente, la oscuridad se hacía dueña de lo alto de sus piernas y, lejos de taparse, me desafió de nuevo. Bajó el taco que sostenía mi barbilla haciendo un surco por mi cuello primero, por mi pecho después, y se detuvo un segundo sobre mi pene, justo antes de retirarlo para irse sin decir adiós.

Caliente como no sabía que podía estarse la vi alejarse majestuosa, inmensa abriendo el aire del distribuidor en dirección al comedor.

Toda mi vida cambió aquella noche, con aquella partida a uno solo de billar.

El curso empezaba a primeros de septiembre, como todos los años. La única diferencia iba a ser que Elliot ya no estaría en mi misma escuela porque iba a empezar la universidad para estudiar ingeniería civil. De hecho, ni siquiera estaría en la misma ciudad, puesto que se había mudado a la costa este tras matricularse en Princeton. Grace y Carrick me llamaron una tarde poco antes de empezar las clases para tener una pequeña charla padres-hijo.

- Christian querido, queremos hablar contigo un momento. Siéntate, por favor.

- ¿Pasa algo?

- No cariño, no pasa nada. Pero las clases están a punto de empezar y como las cosas no terminaron demasiado bien el año pasado estábamos pensando que tal vez te gustaría cambiar de escuela –Grace llevaba la voz cantante de la situación.

- ¿Cambiar? ¿Justo ahora antes de empezar el curso? –pregunté descolocado.

- Sí –intervino Carrick- podemos hablar con el director de la Roosevelt High School. Es cliente mío, no habrá problemas.

- ¿La Roosevelt?

- Sí querido –retomó Grace.- Además el programa de AP de la RHS es famoso en todo el país y tus notas siempre han estado muy por encima de la media. Yo creo que es una buena oportunidad, ya sólo te faltan dos años para ir a la universidad.

El programa AP se estaba empezando a poner de moda en algunas escuelas superiores. Consistían en una serie de materias universitarias en las que los alumnos con mejores calificaciones podían matricularse. Era una forma tanto de poner a prueba sus capacidades como de testar la carrera universitaria que se iba a elegir. Me quedé en silencio, pensando en las posibilidades que un cambio de escuela podría ofrecerme a esas alturas, y la cantidad de lastre antiguo que podría soltar. Carrick malinterpretó mi silencio.

- No te preocupes hijo, era sólo una idea. Estás bien donde estás. Además, tal vez cambiar de amigos con tu edad no sea del todo fácil.

¿Cambiar de amigos? Si yo nunca había tenido amigos. Mis relaciones en la escuela se limitaban a las peleas en el descanso entre clases y algún que otro pescozón de los amigos de Elliot. Y Jason, es cierto. Jason siempre fue bueno conmigo pero él también había terminado la escuela secundaria y probablemente también abandonaría Seattle para ir a estudiar a otro estado. Amanda era la otra persona con la que había mantenido algún tipo de relación. Y prefería borrarla.

- No, no, Carrick. Me parece buena idea. Aún estoy a tiempo de mejorar mi expediente y de terminar los dos últimos años de secundaria con una ficha algo más… limpia, digamos.

- ¡Estupendo! –Grace sonreía. – Mañana mismo nos pondremos a ello. No creo que nos lleve más de unos días hacer el cambio de expediente.

- Yo también me alegro Christian –Carrick se apuntó un tanto y se premió a sí mismo palmeando el muslo de su mujer.- Ya verás como este año es un año mucho mejor que el anterior.

- Y, ¿Mia?

- Mia seguirá en la misma escuela del año pasado. Le hemos preguntado si quería cambiar pero ya sabes cómo es, no quiere separarse de sus amigas.

- Bueno, no importa. Iré yo solo.

- Por cierto, el equipo de baloncesto de la Roosevelt está buscando un base, ¿qué te parece? –Carrick nunca se dio por vencido conmigo y los deportes.

- Basta querido, ya sabes que a Christian no le emocionan los deportes de equipo. No te preocupes querido, podrás seguir navegando en tu velero por las tardes cuando vuelvas a casa. Y ahora vete a dormir.

- Buenas noches, Grace. Carrick. Gracias por darme esta oportunidad.

El año se presentaba lleno de oportunidades. Cambiar de escuela suponía un nuevo principio, limpio de mala fama, limpio de un hermano mayor que me había ignorado durante más de un año entero. Sólo tenía que evitar los enfrentamientos y pasar desapercibido dos años, nada más. Y todo habría terminado. Me sentía aliviado al pensar que no tenía que volver a pasar por el despacho del director Hettifield ni aguantar las caras de superioridad de la señorita Rowland, su secretaria. Ni volver a esquivar a Amanda, que buscaba incansable mi compañía. Ya no sería Christian Grey, el chico raro. El hermano con problemas de Elliot y Mia. Y un peso tremendo desapareció de mí, la losa de la escuela cayó y se rompió en mil pedazos.

- ¿Se puede? – Elliot dio tres toques en la puerta.

- Claro Lelliot. Tengo que disfrutarte ahora que estás aquí –me sorprendió mi buen humor.

- Bueno bueno, Christian haciendo un cumplido. Esto es inaudito –me lanzó una palmadita imaginaria.

- No seas capullo. ¿Qué quieres?

- Mañana me marcho al este, a la universidad, y quiero que te hagas cargo de algunas cosas por mí –se sentó en la cama.

- No pienso cuidar tus peces, ni alimentar a tus asquerosas iguanas –Elliot tenía la fea costumbre de coleccionar animales vivos de los que nos acabábamos haciendo cargo los demás. – Ni lo sueñes.

- ¿Dejarías que se murieran de hambre?

- Sin dudarlo.

- Christian, no tienes corazón. Pero no es eso, el hijo de Olsen quiere quedarse mi pequeño zoo así que tranquilo.

- ¿Entonces?

Elliot se levantó de la cama e introdujo una mano en el bolsillo de su pantalón. Algo metálico sonaba en él. Misterioso, siguió hablando.

- He intentado que me dejaran hacer el viaje en coche pero Grace está empeñada en que no voy a necesitar el BMW en el campus, así que volaré a Nueva York y alquilaré un coche para hasta Princeton.

- Princeton, eso suena a palabras mayores eh, hermanito…

- No te burles que probablemente me sigas los pasos en un par de años. Ya sabes que Carrick está empeñado en que estudiemos en las mejores instituciones –imitó la voz de nuestro padre al decirlo. Llevaba toda la vida diciéndonos que teníamos que ir a estudiar allí.

- Sí –sonreí. – Es bastante probable.

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