El origen de Grey

By Delirium_13

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Christian Grey cuenta como era su vida cuando era pequeño, y las cosas que hicieron que se convirtiera en qui... More

El origen de Grey
Primera sombra
Segunda sombra
Tercera sombra
Cuarta sombra
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Sexta sombra
Séptima sombra
Octava sombra
Novena sombra
Décima sombra
Décima primera sombra
Décima segunda sombra
Décima segunda sombra
Décima tercera sombra
Décima cuarta sombra
Décima quinta sombra
Décima sexta sombra
Décima séptima sombra
Sombra 18
Sombra 19
Sombra 20
Sombra 21
Sombra 22
Sombra 23
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Sombra 30
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Sombra 37
Sombra 39

Sombra 38

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By Delirium_13

El final de aquel verano estuvo marcado por la cordialidad en casa. Después de los últimos meses del curso en los que me habían castigado, expulsado de la escuela, me había metido en mil y una peleas, y había agotado la paciencia de todos los que me querían –salvo Grace, por supuesto- la llegada del otoño vino y se fue como si fuera sobre una balsa de aceite. Elliot, Mia y yo pasábamos las mañanas en el lago, navegando. Grace y Carrick nos dieron permiso para ir los tres solos, el aprendizaje del campamento de mis hermanos dio sus frutos y no necesitamos más al monitor para que nos acompañase.

Los días se iban haciendo poco a poco más cortos, las mañanas y las tardes más frescas. Los árboles del jardín fueron tiñéndose primero de amarillo, de rojo después, y al llegar octubre habían perdido casi todos sus hojas. Guardamos el “Grace” hasta nuevo aviso, y nos preparamos para el curso nuevo. Las actividades estivales fueron dejando poco a poco de ocupar nuestro tiempo y el de nuestros padres, entre ellas, y para mi desgracia, las cenas de los miércoles.

Desde que Elliot y Mia habían vuelto del campamento Grace no había querido llevarme de nuevo con ella a las reuniones con sus amigos. Tal vez pensó que ya no era necesario que fuera con ella, ahora que mis hermanos estaban también en casa. Lo que ella no podía imaginarse era que, por primera vez en meses, era yo el que quería ir. Ahora me imaginaba cómo serían esas cenas, sobre todo las que tenían lugar en casa de la señora Lincoln. Y ansiaba volver a ellas. Sin saber muy bien cómo hacerlo, la ocasión se me presentó sola. Una tarde Grace me llamó a su despacho, quería hablar conmigo. Esa noche Mia y Elliot tenían una fiesta de despedida del verano con sus amigos del campamento. Al parecer iban todos juntos a hacer una regata de despedida y ha comer pescado a la parrilla después en el club náutico. Como yo no había ido al campamento, Grace suponía que no querría ir, aunque por supuesto, si quería, al ser ellos miembros del club no habría ningún problema.

- Si no quieres ir querido, no hay ningún problema. Pero no me gustaría dejarte solo en casa y esta noche tu padre y yo tenemos la cena semanal de los amigos. Salimos para casa de Elena en un par de horas.

El corazón me dio un vuelco.

- ¿Elena?

- Sí, la señora Lincoln. Hoy la cena es en su casa. Pero no te sientas obligado a venir. No me importa nada quedarme contigo esta noche. Podemos ver una película y comer palomitas, ¿te apetece? ¡Incluso podemos inaugurar la temporada de chimenea?

Vi el cielo abierto. Hacía más de un mes que la señora Lincoln no pasaba por nuestra casa. De hecho, no había vuelto a verla desde el episodio del baile en el salón. Y desde aquella tarde ni un solo día había dejado de pensar en ella. En los volantes de su falda, en el calor de su piel, en su voz susurrándome enérgica pasos de baile.

- Puedo ir con vosotros Grace, está bien.

- ¿Seguro que no prefieres que nos quedemos aquí? ¿Ni ir al club náutico? Podrías presumir de barco.

- Seguro que no. Allí no pinto nada, no he ido al campamento así que no conozco a ninguno de los chicos que irán. Prefiero ir con vosotros, si te parece bien.

- Por supuesto, cariño. Arréglate entonces, salimos en media hora. Date una ducha y ponte algo abrigado, está refrescando mucho.

- De acuerdo. Gracias por no obligarme a ir al club, Grace.

- De nada Christian. Sabes que nunca te obligaría a nada.

Con el corazón a punto de salírseme del pecho subía mi habitación a ducharme. Una mezcla de ansiedad, miedo y nervios me confundían los sentidos. Cuando media hora más tarde escuché a Carrick decirle a Grace que iba a sacar el coche y que nos esperaba en el sendero, salí volando escaleras abajo. Mia estaba en el salón. Con una gorra y una camiseta azul a juego.

- Christian, ¿por qué no vienes con nosotros? ¡Vamos a pasarlo muy bien!

- Gracias Mia pero no pinto nada allí. ¿Se te ha olvidado ya que yo no he ido al campamento?

- ¿Y qué más da? Tú eres sin duda el mejor de todos los marineros que vaya a haber allí. ¡Vente, vente, por favor, vente! Podemos ir juntos en el equipo, ganaremos seguro.

- No insistas Mia –interrumpió Grace, salvadora, como siempre. – Mañana nos contaréis qué tal ha ido. Olsen os estará esperando para traeros a casa. ¡Portaros bien!

- Vaaaale. ¡Elliot! ¡Baja que vamos a llegar tarde!

Elliot salió de su habitación con la misma gorra y la misma camiseta que Mia.

- No te preocupes hermanita, yo iré contigo en el equipo.

- ¡Ni lo sueñes! Las arapahoe no necesitamos tu ayuda.

Y así, entre bromas que sólo ellos entendían, salieron por delante de nosotros en dirección al sendero de grava donde les esperaba Olsen con el coche en marcha. Grace y yo esperábamos en la puerta a que llegara Carrick cuando su teléfono sonó.

- ¿Sí? … ¡Hola querida! … Sí, vamos los dos. Y también Christian, pero ya sabes que a él no le gusta cenar con nosotros. … Sí, que le preparen algo. … ¿De verdad? ¡Se va a poner contentísimo! Ahora mismo se lo digo. … Hasta luego.

El coche negro se acercaba levantando pequeñas piedrecitas del sendero.

- Arriba, chicos –dijo Carrick.

- ¿Chicos? Hubo un tiempo en el que yo era tu princesa, querido mío –le reprendió Grace.

- Tú siempre serás mi princesa, Grace. La más bella princesa de todos los reinos. Y la reina de mi corazón.

Siempre me sorprendía el amor que mis padres adoptivos se profesaban. Como si el tiempo no pasara por ellos, como si no hicieran mella las discusiones, las dificultades, los obstáculos. Su relación era tan sincera y transparente que, por muy cursi que me pareciera, parecía sacada de un cuento. Subí en el asiento de atrás mirando hacia otro lado mientras se besuqueaban. Cuando Carrick arrancó el coche Grace recordó algo.

- Christian, por cierto, acaba de decirme Elena que el señor Lincoln ha comprado una mesa de billar nueva, y que llegó esta mañana. ¡Estás a tiempo de estrenarla esta noche hijo!

- No es necesario Grace, he cogido un libro. Además, no sé jugar.

- Oh, no te preocupes. La cena estará llena de grandes jugadores de billar. Alguno te enseñará. Ya verás lo divertido que es.

Llegamos a la puerta de la casa de los señores Lincoln cuando la noche había caído del todo sobre Seattle. Vivían cerca de nuestra casa, en una construcción de ladrillo y cemento vivo que se levantaba en forma de cubos concéntricos en lo alto de una colina. Alrededor se extendía un jardín de pinos que por un lado llegaba hasta el lago, y por el otro se perdían en un bosque que parecía terminar directamente en la falda del monte Olimpia. Dos enormes farolas flanqueaban la puerta de la entrada e iluminaban los dos elegantes escalones que conducían a la vivienda. Antes de que Grace tuviera tiempo de llamar al timbre escuché el sonido de unos tacones y la puerta se abrió. Elena apareció como flotando del interior de la casa. ¿Cómo era posible que alguien que sonaba tan firme pudiera flotar?

- ¡Grace querida! Carrick. Bienvenidos, por favor, pasad.

- Hola Elena. ¡Estás radiante!

- Eres todo un caballero Carrick, pero es mérito de tu mujer y sus trucos de belleza.

- ¿Has usado la crema de liposomas que te recomendé?

Entraron en la casa y yo sentí frío. La señora Lincoln ni siquiera me había saludado. ¿Era posible que no me hubiera visto? No, imposible, había estado ahí parado todo el tiempo, justo al lado de Grace. Les seguí sintiéndome un poco humillado, sintiéndome muy pequeño y vulnerable. Otra vez. Al llegar a la puerta del comedor la señora Lincoln se giró por fin.

- Christian, Grace dice que no quieres cenar con nosotros.

- No, señora Lincoln –el nudo en el estómago tardó una milésima de segundo en formarse.- Si no es mucha molestia preferiría quedarme en la salita de siempre.

- Está bien, como quieras. Estarás un poco más estrecho porque hemos puesto una mesa de billar. He pensado que podría gustarte.

Sin dejar de hablar había encaminado sus pasos hacia la puerta de la salita. Grace y Carrick se habían quedado ya en el comedor saludando al resto de sus amistades, mientras que Elena y yo nos alejábamos de allí.

- Lo cierto es que no sé jugar al billar, señora Lincoln.

- ¿Cómo? No sabes bailar ni jugar al billar. ¿Cómo es posible? La verdad es que no entiendo muy bien cómo os las apañáis los chicos de ahora para ligar. ¿Qué hacéis con las chicas? ¿Llevarlas a comer tacos o gofres al centro comercial?

- Bueno, yo… -no sabía cómo decirle que las chicas y yo no éramos un buen tándem- en realidad no voy mucho con chicas.

Habíamos llegado a la salita y la señora Lincoln se paró en la puerta.

- ¿Ah no? Vaya, las jovencitas de hoy en día se están perdiendo muchas cosas, me parece a mí –su índice se posó un instante sobre mi mejilla, y siguió la línea de mi mentón. Volví a sentir el fuego en mis entrañas.

- Hubo una chica el curso pasado –pensaba en Amanda sin estar seguro de querer contarle nada. Tendría que haber mentido, porque en realidad Amanda y yo no habíamos sido ni siquiera amigos, pero quería impresionar de alguna manera a aquella mujer que me intimidaba tanto.

- ¿Ah sí?

- Sí pero, bueno, no fue nada.

- Tú te lo pierdes, Christian. Tú te lo pierdes. En fin, vuelvo con mis invitados. Cuando sirvan la mesa traeremos un plato. Y si quieres unirte a nosotros, estaremos encantados de que lo hagas. Hasta luego.

Abandonó la habitación de la misma manera que el saloncito del piano la tarde en que bailamos. Salió de allí como si no hubiera trastocado mi existencia. Como si no fuera consciente de que haber puesto un dedo suyo en mi cara había hecho arder la piel de todo mi cuerpo. Se alejó andando por el pasillo en dirección al salón y traté de seguir el eco de sus pasos que se hacía cada vez más tenue. Seguí el movimiento de su falda, al ritmo de sus caderas, de izquierda a derecha. La curva de su cintura. El balanceo de sus manos, de sus uñas pintadas de rojo intenso que hacía sólo un momento habían estado sobre mí. Y me dejé caer en una silla cuando desapareció.

Abrí mi libro fingiendo leer sin quitar ni por un segundo mis ojos de la puerta por la que había desaparecido Elena, deseando que volviera. Que viniera por mí. Pensé que tal vez si iba al salón y conseguía reclamar su atención de alguna manera podría volver a tenerla un rato conmigo, a solas.

- Grace.

- Christian, querido, ¿qué tal?

- Bien. Oye, estaba pensando que me gustaría jugar al billar. ¿Podrías decirle a la señora Lincoln que me diga dónde están los tacos? No los he visto por allí encima.

- Pues claro querido. Creo que ha salido al balcón, en seguida le digo que vaya. ¿Lo estás pasando bien?

- Sí, bueno. Normal.

Volví a la salita esperando la llegada de aquella especie de bruja. Me arreglé los pantalones, estiré la raya de la plancha y me abotoné la camisa. No sabía muy bien qué impresión quería causar, pero no quería sentirme más el niño que sabía que era, el niño que acompaña a sus padres a una cena de mayores y que se queda leyendo cuentos y fábulas en la habitación de al lado, hasta que se lo llevan dormido, en brazos, bien entrada la madrugada.

La puerta se abrió de repente y un hombre mayor que Carrick, con el pelo más blanco y con el traje demasiado justo para el tamaño de su estómago me saludó.

- Tú debes de ser Christian, ¿no es así, jovencito?

- Sí.

- Ya me habían advertido de que no hablas mucho. No te preocupes, te entiendo. Si la conversación no es muy interesante más vale callar que decir estupideces.

Asentí, un poco descolocado. ¿Dónde estaba la señora Lincoln?

- Soy el señor Lincoln –me tendió una mano que no toqué. Me quedé mirándola quieto en el sitio hasta que la situación se hizo evidentemente incómoda y el marido de Elena la retiró.- Tu madre me ha dicho que querías echar una partida de billar, pero uno solo es menos divertido. ¿Te parece bien que juegue contigo?

- Sí, claro. Pero no soy muy bueno.

- No te preocupes hijo, ¡yo tampoco soy un nada del otro mundo! Me he comprado la mesa para poder practicar y no hacer el ridículo en las reuniones del club. Elena es la que es una gran jugadora. Pero mientras no venga ella a humillarnos, nos podemos divertir. Toma, coge esto –me lanzó un taco.- Bola ocho. ¿Las reglas básicas te las sabes?

- Más o menos.

- En ese caso, empecemos. ¡Rompe tú!

Yo era un jugador pésimo pero el señor Lincoln además era torpe. La partida empezaba a parecer imposible de terminar porque ninguno de los dos éramos capaces de dar dos golpes bien dados y seguidos. El taco resbalaba por el tapete sin tocar las bolas, o éstas saltaban en cualquier dirección excepto en la correcta, y hasta salían de la mesa en alguna ocasión.

- ¿Os divertís? Espero que sí, porque estáis dando un espectáculo lamentable.

Elena estaba parada en el quicio de la puerta, fumando un cigarro.

****

Al fin! De regreso :)

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