No fue hasta el final de esa semana que decidí volver a mirar el móvil.

Tenía más de cuarenta llamadas perdidas y casi cien mensajes. Muchos eran de mi madre contándome lo maravilloso que era todo con su nuevo novio, otros de Lisa preocupada por mí y, la mayoría, de Aiden. Solo que él no preguntaba nada, solo me pedía que abriera la puerta.

Ah, así que era él quien había venido unas cuantas veces.

Justo cuando dejé el móvil otra vez en la mesita, escuché que alguien volvía a llamar a la puerta. Esta vez sin tanta fuerza como las otras. Dudé un momento antes de ponerme de pie. Estuve a punto de ir con la manta sobre los hombros, pero me detuve y volví al sofá para dejarla. Cuando llegué a la puerta, ya era la tercera vez que llamaban con los nudillos.

Estuve a punto de escabullirme hacia mi habitación, pero me detuve en seco al oírlo.

—Vamos —murmuró Aiden, y por el sonido supuse que había apoyado la frente en la puerta—, ábreme, por favor.

Me quedé ahí de pie, dudando durante varios segundos, antes de abrir y cerrar los puños. Me sudaban las manos.

Al final, avancé hacia la puerta y puse una mano en el picaporte. Me tomó unos pocos segundos más decidirme a abrirla.

Aiden se apartó de la puerta cuando notó que se movía y dio un paso atrás. No sé qué aspecto tenía yo, pero él estaba vestido como si volviera del gimnasio. Espera, ¿ya era de noche? Ni siquiera me había dado cuenta. Seguramente, me había vuelto a dormir.

Lo único que no formaba parte de su habitual atuendo era que tenía mala cara, como si hubiera descansado mal. Y no sonreía como hacía siempre. De hecho, parecía bastante tenso cuando me miró de arriba a abajo con los labios apretados.

Pensé que diría algo pero, para mi sorpresa, soltó algo en voz baja que supuse que sería una palabrota y pasó por mi lado para entrar en casa sin siquiera preguntar. Cerré la puerta, confusa, cuando entró en el salón como un tornado.

Creo que no había sido del todo consciente de lo poco que había limpiado esos siete días hasta ese momento. Aiden se detuvo al ver el estropicio de envases de comida, mantas revueltas, vasos vacíos y armarios abiertos. Supuse que debería haber sentido vergüenza, pero me dio un poco igual.

—Joder, Amara —soltó en voz baja, y se puso a recoger cosas sin siquiera mirarme—. ¿Esto es lo que has estado haciendo? ¿No podías responder a un mensaje? ¿Aunque fuera de Lisa?

No respondí. Observé cómo recogía las cosas y las llevaba a la basura. Parecía bastante enfadado cuando volvió y recogió los vasos para llevarlos a la cocina. Cuando terminó, se detuvo en medio del salón y me miró. Creo que ya no sabía ni qué decir. Se pasó una mano por el pelo, pensándolo, antes de suspirar.

—Necesitamos hablar —aclaró al final.

—Yo creo que no hay mucho que decir —murmuré.

Era raro hablar. No lo había hecho en siete días seguidos. Sentí que me dolía un poco la garganta al hacerlo. De hecho, mi propia voz sonó un poco rara.

Aiden, por su parte, se contuvo para no decirme nada malo, aunque estaba claro que lo pensaba. En su lugar, dio un paso hacia mí. Y otro. Se acercaba con precaución, como un cazador con su presa. Solo que, cuando se detuvo delante de mí, se limitó a mirarme con los labios apretados.

—¿Por qué no me has respondido en una semana?

Era una pregunta bastante simple, pero me limité a encogerme de hombros. No sabía qué decirle. Ni siquiera yo misma tenía una respuesta.

Tardes de otoñoWhere stories live. Discover now