VII. De cómo la Torre precede a la Estrella

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Si explicarle a Fausto qué era hacer fotografías supuso un reto, explicarle cómo funcionaba el coche —que no era de caballos pero los tenía— estuvo a punto de hacerle perder la cabeza.

Contra todo pronóstico, no tardó en relajarse una vez en el asiento del copiloto. Pareció entender perfectamente por qué debía llevar cinturón y, en cuanto arrancó el motor, abrió los ojos de par en par como un niño emocionado. Tanto Ángel como Amanda creyeron que iba a gritar del sobresalto, pero nada más lejos de la realidad...

—¡Decidme que me dejaréis el timón de esto! —exclamó entusiasmado en cuanto comenzó a moverse— ¡Cómo ruge!

—Se llama volante, y para conducirlo necesitas un carnet —advirtió Ángel, preocupado. Ni muerto le dejaba tocar a la niña de sus ojos.

—Para conducirlo también necesitas vestir como una persona normal.

La voz de Amanda en los asientos de atrás le arrancó un resoplido a su hermano.

—Déjalo que se vista como quiera. Si te avergüenza puedes bajarte y volver a pata a casa.

—¿Acabáis de defenderme? —inquirió Fausto.

—...Sí. Porque si te dejo que lo hagas tú, probablemente acabéis los dos a voces otra vez.

Amanda imitó lo que acababa de decir con una voz absolutamente ridícula. Fausto, por otra parte, giró la cabeza para mirar por la ventana y esbozar una sonrisita sin ser visto.

El paisaje urbano de Amarchel, que apenas abarcaba tres barrios y pocas hileras de bloques residenciales, pronto se transformó para dar paso a lo que más la caracterizaba; los campos de cultivo y las casitas desperdigadas que los regentaban. El verde y el amarillo jugaban a entremezclarse por parcelas hasta donde alcanzaba la vista y, a lo lejos, los sendos pinares que delimitaban la comarca se alzaban altos cual muralla defensiva. Más allá de estos, el ojo podía entrever el dibujo de los primeros montes que conformaban la sierra, todavía ataviados de un verde oscuro otoñal. Las pocas nubes que salpicaban el cielo hacían que luz y sombra se disputasen aquellas tierras de forma dinámica, moviéndose sobre sus cabezas con sosiego.

A pesar de lo bucólico del paisaje, Ángel echó un vistazo por el espejo retrovisor.

A diferencia de Fausto, que tenía la cara pegada al cristal mientras admiraba el exterior a tanta velocidad para él, Amanda estaba encogida en el asiento trasero de en medio. Se aferraba a su cinturón como si le fuera la vida en ello y, a juzgar por su mirada perdida, estaba sumida en ese trance que tanto temía. Sin decir nada, Ángel extrajo un viejo cubo de Rubik de la guantera. Fausto observó el juguete con extrañeza y vio cómo se lo ofrecía a su hermana. Amanda no tardó en cogerlo, silenciosa, y empezar a hacerlo girar entre sus manos con rapidez.

Sólo entonces Ángel se permitió relajarse un poco. Cuando creía que habían superado aquel ritual, siempre había alguna señal que le indicaba lo contrario. Volvió a concentrarse únicamente en el volante, aunque se sentía intensamente observado. Como cabía esperar, Fausto lo contemplaba pidiendo explicaciones con la mirada acerca de aquel colorido objeto, pero Ángel negó con la cabeza suavemente. No era el mejor momento para hablar de ello, y el marqués pareció comprenderlo.

Este se peleaba de vez cuando con el cinturón para que no le aplastase la elaborada chorrera de su blanca camisa, pero pronto se distraía o bien con los accesorios del coche, o bien con el mayor descubrimiento de su vida.

Fausto de AndaviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora