IV. De cómo adoptar a un marqués desvalijado

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—Águeda dice que ha podido sintonizar la radio.

—¿En serio? ¿Y dicen algo en las noticias?

—Eso está intentando averiguar, pero hay demasiada interferencia y apenas se escucha nada.

Fausto abrió los ojos perezosamente.

Sabía que hablaban castellano. Lo sabía, pero su pobre cerebro no daba a basto al intentar comprender lo que decían. Reconocía aquellas voces de haberlas estado escuchando durante su idas y venidas de conciencia, pero no estaban cerca.

Al no saber ubicarlas y al percatarse de que no sabía dónde estaba, Fausto miró a su alrededor.

Espantado, no sólo descubrió que estaba metido en un triste camastro de poca altura, sino que todo en aquella pequeña habitación le rechinaba a la vista. No había ni un sólo cuadro en las paredes que, blancas y rugosas, sólo albergaban grandes papeles adheridos con pinturas hiperrealistas de personas y... garabatos de criaturas que no supo identificar. Se asustó, pues por un momento creyó que aquellas personas verdaderamente estaban ahí, encerradas en el papel. ¿Quién las había pintado que parecían estar vivas?

Con extrema dificultad se incorporó para sentarse bajo las mantas. Aunque la habitación estaba sumida en la semi penumbra, alcanzó a vislumbrar parte del exterior a través de una ventana que mucho tenía que envidiarle a las cristaleras de su cortijo. Parecía que la tormenta no había cesado, a juzgar por los lejanos truenos que continuaban resonando, pero el cielo... ¿Qué le ocurrían a aquellas nubes? ¿Por qué su sombra era violeta?

Fausto se frotó los ojos, pero no; seguían siendo de un violeta oscuro.

Al agachar la cabeza para mirarse las manos descubrió, no sin cierto horror, que no vestía la ropa con la que recordaba haber perdido el conocimiento. Levantó las mantas para ver que su atuendo consistía únicamente de dos piezas. Lo que parecía una pobre camisa abotonada y sin forma, y unos pantalones que... que parecían un saco de patatas a cuadros. Oh, infiernos, no esperaba ser castigado con la meca del mal gusto mirase donde mirase, especialmente cuando se sentía desnudo con tan poca ropa... aunque no era del todo incómoda.

Sólo cuando comenzó a buscar con la mirada su verdadera ropa, se topó con su reflejo en pequeño espejo que parecía colgar de la pared sobre una cómoda sosa y sin decoración de ningún tipo. Por supuesto, se alarmó al comprobar cuán pálido estaba y lo... ¿peinado que tenía la melena? ¿Quién demonios se había tomado la molestia de no sólo desnudarlo sino de dejarle el pelo hecho una preciosidad? Se palpó la negra y corta cabellera que apenas le llegaba por la mitad del cuello. Daba por perdida su habitual peluca, y a pesar de todo, verse sin ella le hacía sentirse terriblemente inseguro.

—Ah, ya has despertado. ¿Cómo te encuentras?

Tan ensimismado estaba mirándose al espejo que no vio llegar al dueño de aquella voz. Corrió a taparse hasta la cabeza con las mantas, dejando únicamente al descubierto su rostro, visiblemente sobresaltado. Al ver eso, el muchacho de angelicales rasgos pareció sorprenderse.

—¿Qué me habéis hecho? —inquirió Fausto, cohibido, ignorando su pregunta— ¿Dónde están mis ropas y qué es este sitio?

Ángel entrecerró los ojos ligeramente. ¿Es que tampoco entendía su vocablo?

—Estás... en mi habitación —respondió con suavidad—. Y tu ropa se está secando. Águeda ha intentado lavarla como ha podido después de la que te cayó encima ahí fuera. Pero dime, ¿estás bien? ¿Es necesario que llamemos a una ambulancia?

Fausto no respondió enseguida, pues tuvo que procesar todo cuanto había dicho con lentitud. Aunque pensaba mostrarse agradecido por el detalle de lavar sus prendas, aquella última palabra lo hizo ladear la cabeza.

Fausto de AndaviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora