Capítulo VII. El barbero y el lapidario

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Es de noche y un hombre, uno de los lapidarios más célebres de Londres y, sin embargo, un hombre con un estilo de vida frugal, pese a ser rico, coloca los postigos de su tienda. Este lapidario es un anciano; su escaso pelo es de color blanco, y sus manos tiemblan mientras asegura los cierres, y acto seguido, una y otra vez, comprueba y agita cada postigo para cerciorarse de que la tienda está bien cerrada. Su negocio se ubica en Moorfields, por aquel entonces un lugar muy frecuentado por los comerciantes de lingotes y piedras preciosas.

Se disponía a entrar por la puerta de su tienda, habiéndole echado una mirada satisfecha a los cierres de la misma, cuando un hombre alto, de aspecto desgarbado, se le aproximó. Dicho hombre llevaba un sombrero de tres picos que le quedaba pequeño, coronando su descomunal y grotesca cabeza, mientras que el abrigo que vestía era lo bastante grande como para confeccionar otro con su tela sobrante. Nuestros lectores no tendrán dificultades en reconocer a Sweeney Todd, y bien podría el ancianito lapidario empezar a sospecharlo por cómo ese personaje tan desagradable se dirigió a él.

―¿Usted negocia ―preguntó él― con piedras preciosas?

―Sí, lo hago ―fue la respuesta―, pero es un poco tarde. ¿Quiere comprar o vender?

―Vender.

―¡Hum! Ah, me atrevería a decir que se encuentra fuera de mi línea de negocio; la única mercancía que acepto son perlas, y no hay en el mercado.

―Y yo no tengo otra cosa para vender que no sean perlas ―dijo Sweeney Todd―; quiero conservar el resto de mis diamantes, granates, topacios, esmeraldas, brillantes y rubíes.

―¡Y un cuerno! Caramba, ¿no querrá decir que de verdad posee joyas? ¡Piérdase! Soy demasiado viejo para bromear, y en casa me espera la cena.

―¿Le echará un vistazo a mis perlas?

―Perlitas naturales, supongo; no tienen ningún valor y no las quiero, tenemos muchas de esas. Son perlas grandes, auténticas y genuinas las que queremos. Perlas por valor de miles de libras.

―¿Le echará un vistazo a las mías?

―¡No, buenas noches!

―Muy bien, entonces iré calle arriba y se las llevaré al Sr. Coventry. Tal vez él haga negocios conmigo si usted no puede.

El lapidario vaciló.

―¡Alto! ―dijo―. ¿Qué utilidad tiene acudir al Sr. Coventry? No dispone de los medios para comprar lo que yo puedo pagar en efectivo. Pase, pase. Veré, en cualquier caso, qué tiene para vender.

Envalentonado, Sweeney Todd penetró en la pequeña y oscura tienda, y el lapidario, habiéndose procurado una luz, y tras asegurarse de mantener a su cliente fuera del mostrador, se puso los anteojos y exclamó:

―Ahora, señor, ¿dónde están sus perlas?

―Aquí ―dijo Sweeney Todd, mientras sostenía un collar de veinticuatro perlas delante del lapidario.

Los ojos del lapidario se abrieron como platos y se subió los anteojos hasta que se pegaron contra su frente, mientras miraba a la cara de Sweeney Todd con manifiesto asombro. Entonces, se colocó de nuevo los anteojos, y tomando el collar, examinó rápidamente cada una de sus perlas, tras lo cual exclamó:

―¡Reales, reales! ¡Cielos! ¡Todas auténticas!

De nuevo, empujó sus anteojos hasta que chocaron con su arrugada frente y dedicó otra prolongada mirada a Sweeney Todd.

―Sé que son auténticas ―dijo este último―. ¿Negociará conmigo o no?

―¿Que si negociaré con usted? Sí, estoy seguro de que son auténticas. Déjeme mirarlas otra vez. Oh, ya veo, es una falsificación; mas tan bien hecha, tan buena, que por tratarse de una rareza, le daré cincuenta libras por ellas.

Sweeney Todd o El Collar de Perlas (Avance)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora