CAPÍTULO 1: ALAS NEGRAS

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El viento aullaba entre los calvos riscos, mientras en el valle las copas de los árboles permanecían estáticas, ajenas por completo al arreciar de la tormenta que se formaba en el monte. El sol vespertino se escondía tras las nubes en el oeste, iluminando las níveas cumbres con sus tonos anaranjados.

Ragan corría por la ladera, dejando sus huellas apresuradas sobre la nieve, evitando las zonas donde la capa estuviera demasiado gruesa, de modo que al hundirse ralentizara su avance. A su espalda marchaba un pelotón de cincuenta guerreros, todos casi sin resuello, pero con determinación en la mirada, a través de la visera de sus yelmos.

Corrían hacia su muerte, pero como todo nórdico, lo hacían sin una pizca de duda. Intentaban llegar a tiempo para rescatar al rey. La noticia de su captura había viajado rápido, aunque no lo suficiente para interceptar al convoy que los transportaba, por lo que se veían obligados a asaltar el pueblo donde se llevarían a cabo las ejecuciones. Un pueblo que en ese momento se hallaba rebosante de soldados imperiales.

Su misión, por tanto, era casi un suicidio. ¿Pero qué nórdico se negaría a morir con honor, defendiendo a su rey? Sovngard los aguardaba. Y no había otro propósito para sus vidas que vivir y morir con honor, para así ganarse su lugar en la mesa junto a Ysgramor. Ragan sonrió ante la idea de morir bañando su lanza en la sangre de los cobardes imperiales y con doble energía aceleró la carrera.

Marchaban cuesta arriba. Ya no se hallaban lejos de Helgen, el pueblo donde retenían al rey y su guardia, por lo que debían acercarse con cautela, pero el tiempo apremiaba. Su punto de infiltración era una gruta que llevaba al interior del bastión, según el informe de Hargrav, quien había escapado de aquella prisión unos días antes. Pero cuando se hallaban cerca de la entrada se oyó un rugido a lo lejos, en el cielo.

Aquel rugido no sonaba como nada que Ragan hubiera oído antes. Él y su pelotón se detuvieron.

―¿Habéis oído eso? ―Preguntó el guerrero a sus compañeros.

―¿Qué cosa? ―Preguntó a su vez Frela, su segunda al mando.

―Nada, ―desestimó Ragan. ―Ha de ser mi imaginación. ¿Crees que llegaremos a tiempo, Frela?

―No lo sé, ―le respondió la mujer, aprovechando el breve descanso para recuperar el aliento. ―Espero que sí, de lo contrario estaremos derrotados.

Ragan asintió, confirmando los temores de la guerrera. El éxito de aquella guerra dependía de que el rey Ulfric sobreviviera a la última batalla y reclamara el trono. Si moría aquel día el ejército se disolvería y el fracaso sería inevitable. Pero eso no pasaría mientras él pudiera evitarlo.

Reanudaron la carrera, habiendo recuperado fuerzas, y pronto divisaron los muros de Helguen. La cueva se hallaba en un monte a su derecha. Ragan indicó a sus hombres que giraran en aquella dirección, cuando un segundo rugido rasgó en el cielo, esta vez más cerca, más potente. Aquel sonido no lo causaba el viento, ni su imaginación distraída.

El cielo se oscureció de repente y un remolino de nubes negras se retorció en lo alto. Luego llegó otro rugido, aterrador, escalofriante, penetrante. Y tras el rugido llegó el fuego, ardiente, destellando en el cielo, como una antorcha en la noche. Y con el fuego, aparecieron las alas. Alas negras, tan oscuras como la media noche. Tan aterradoras como las de un dragón.

El fuego estalló sobre las casas y torres, arrancando cascotes y barriendo los techos con la fuerza del impacto, igual que una brisa fuerte con un cardo lanudo. Los gritos de terror se alzaron tras las murallas, intentando competir contra el rugido del dragón negro, aunque en vano. Nada era más fuerte, más potente o más terrible que el alarido que brotaba de sus fauces infernales.

Las puertas de las murallas del pequeño pueblo estallaron y sus fragmentos volaron cientos de metros en todas direcciones, pero se disolvieron en cenizas antes de caer al suelo. Y del interior del pueblo brotó el infierno, como los lagos ardientes de Oblivion, un lugar donde los mortales no podían existir.

No había esperanza alguna. Ragan cayó de rodillas sobre la nieve, sus brazos inertes a sus costados, las lágrimas marcando surcos en sus mejillas. El rey Ulfric estaba adentro. Y allí ya no había nada, ni siquiera cuerpos calcinados. Solo cenizas en el viento. Estaban derrotados, no por el imperio o por los malditos elfos. Sino por una criatura legendaria, un monstruo salido de las pesadillas olvidadas, una criatura de las que se decía, habían desaparecido hacía miles de años.

Y ahora habían regresado. De repente las guerras entre los humanos parecían insignificantes. No podían hacer nada frente a la muerte alada que traía el infierno en sus fauces. No podían combatir con espadas o flechas a una criatura inmortal. Que los dioses los ayudaran, pues eran los únicos que podían hacer algo al respecto.

―¡Talos bendito! ―Exclamó uno de los soldados a la espalda del joven guerrero, ―Es el rey Ulfric.

Ragan tardó un rato en comprender lo que el soldado decía. No fue sino hasta que vio a un pequeño grupo de cinco o seis guerreros nórdicos saliendo por una grieta en la muralla, que comprendió que no todo estaba perdido. Si alguien sabría qué hacer, ese era el rey Ulfric. Y él estaba entre el pequeño grupo de sobrevivientes.

―Alabado sea Talos, ―susurró el joven, mientras se limpiaba los ojos con el dorso de su mano.
―Los dioses no nos han abandonado.

SANGRE EN LA NIEVEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora