Sandra sonrió.

—Gracias —dijo volviéndose a sonrojar.

—¿Sabes? Serías una buena veterinaria. ¿Quieres venir a ayudarme con las radiografías?

Sandra no se lo podía creer. ¿Era cierto? ¿Sería una buena veterinaria? Ahora que lo pensaba mejor, la encantaba cuidar a los perros. Había dado de comer y de beber al perro abandonado desde el patio de su colegio y había estado cuidando a Nana. La entusiasmaban las cosas que el veterinario hacía: cómo ponía la escayola y cómo se la quitaba, cómo la examinaba, cómo hacía las radiografías… De pronto, se dio cuenta de que era lo que quería, a lo que deseaba dedicarse cuando fuera mayor. Nada de princesas; eso no existía. No lo iba a dar más vueltas, ya lo había decidido: quería ser veterinaria. Estudiaría para ello y luego trabajaría cuidando y curando a los animales, estuvieran abandonados o no.

Entró contentísima a la sala de las radiografías con Nana y el médico pensando que, algún día, sería ella quien preguntaría a una muchacha o a un muchacho si quería ayudarla.

Jaque, a sus casi siete años de edad, estaba demasiado viejo como para continuar corriendo. Habían pasado cinco años y su debilidad se hacía notar en la poca aceleración que tenía al comenzar a correr y en la larga resistencia que antaño lo había convertido en el segundo galgo mejor del mundo y que, ahora, era escasa; más o menos a los treinta segundos, se paraba de puro cansancio. Santi temía ese momento y esperaba que sucediera lo más tarde posible, pero el perro había dicho basta y él tenía que cumplir una promesa que hizo con todo su corazón y conciencia. Por lo que a pesar de lo que le costaría dejar aquel mundo de caza, no se arrepentiría.

Aquella corta carrera de la fría mañana de otoño sería la última que vería, al menos de un perro suyo, porque no pensaba comprar otro galgo más. A partir de ese momento se dedicaría a cuidar de Jaque como se merecía; como campeón que era.

Como toda esa última temporada de caza, Jaque llegó hasta Santi jadeando intensamente, temblando y sin nada en la boca, solo su larga lengua llena de babas moviéndose hacia adelante y hacia atrás al son de los secos sonidos del jadeo. Santi lo ató diciéndole: «Muy bien, chico. Vamos, descansa», y cuando ya se marchaban, les comentó a sus compañeros de cuadrilla sus intenciones.

—Bueno, tengo que deciros que ya no me voy a apuntar más a esto —dijo dibujando con el brazo un amplio arco horizontal que abarcaba a los hombres con los perros y el campo.

Los compañeros alzaron las cejas, sorprendidos.

—¿Por qué? —preguntó uno.

—Jaque está demasiado viejo para correr; ya lo habéis estado viendo estas últimas semanas. Y cuando salí de la cárcel hice una promesa a mi hijo y a mí mismo de que cuando llegara este momento no volvería a cazar. —A ninguno le interesó por qué realizó esa promesa; la vida personal de un hombre era suya. Solo se despidieron—. Venga, hasta otra. Ya vendré algún día a veros.

Sintió una presión en el pecho, señal de lágrimas en el horizonte, pero resistió e impidió que se le cayeran las lágrimas, pues estaba haciendo lo que tenía que hacer, lo que le debía a su perro y a David.

Al llegar a casa, David estaba allí, puesto que era domingo. Se encontraba con su novia inglesa, Alison, a la que Santi había conocido unos días después de decirle a su hijo que quería verla hacía cinco años. Era una muchacha joven, de la edad de David. Tenía un color de piel muy claro característico de los ingleses, un pelo rubio pálido y unos bonitos ojos azules. Era más bien delgada, pero tenía buena forma, y era muy simpática. Había aprendido español durante aquellos últimos años y aunque aún tenía acento, se la entendía bastante bien. Esa noche, había dormido en casa con David, como muchas otras.

¿Qué piensan los perros?Where stories live. Discover now