—Esto es una verdura —le dije con la boca llena.

Estaba segura de que no era así, pero no protestó. Me limpié la boca con la tela de mi camiseta y saqué una papa frita de mi bolsa de papel. Comencé a reconocer los árboles del camino y abrí la ventana para dejar que el viento entrara.

—¿Ahora sí vas a contarme qué ha pasado? —preguntó.

—No lo sé —dudé—. ¿Ahora sí vas a contarme por qué llorabas en la terraza el otro día?

Mi respuesta le sorprendió más de lo que esperé. Ella volvió la cabeza hacia mí sorprendida, luego al camino, y otra vez hacia mí. Juntó las cejas con molestia y volvió a fijarse en el camino.

—Qué dolor de cabeza que eres a veces —protestó—. ¿De verdad quieres jugar a esto? Porque estoy segura de que tú escondes más cosas que yo.

Yo no escondía cosas. Era un libro abierto. Y más con mis padres. Por eso me tomaba tan personal que me ocultaran cosas a mí.

No me parecía justo.

Suspiré.

—¿Qué cosas escondo, mamá?

Ella abrió la boca para responder, pero se lo replanteó. Miró mi reflejo en retrovisor, suspiró y negó.

Sabía que era imposible hablar si ella no estaba dispuesta a hacerlo, pero al menos no tuve que que contarle sobre hoy. No es que no quisiera hacerlo, pero me gustaba ganar discusiones.

Le envié un par de mensajes a Katherine para decirle que me había enterado de todo y que Tania era una tonta, pero los mensajes no le llegaron. Tardé unos segundos en darme cuenta de que me había bloqueado.

Tenía que hacer algo para solucionarlo.

Y también tenía que hacer algo para recuperar la guitarra de Charlie. Me sentía un poco culpable por no haberla podido ayudar a esconderla y tampoco me gustaba verla triste.

La idea llegó al día siguiente, de mano de Noah, y una semana después pusimos el plan en camino.

Era viernes por la noche, faltaba un día para el festival y Charlie, de alguna manera, había convencido a sus padres para que salieran los tres juntos a cenar.

—Volveremos antes de media noche, probablemente —dijo a través del teléfono—. Dejé mi ventana abierta.

Miré la pantalla y le alcé una ceja. En un lado de la videollamada estábamos Noah, Alana, Jade y yo, y del otro estaba Charlie, quien nos enseñaba partes de la casa con la cámara.

—¿Y cómo esperas que trepemos hasta tu ventana? —le pregunté.

Ella enfocó la cámara trasera en su reflejo del espejo. Llevaba un vestido blanco hasta las rodillas con mangas largas escote pronunciado. No era el tipo de ropa que solía usar, pero de alguna manera cuadraba con su estilo. Ella siempre resaltaba, sin importar la ocasión.

—¿Me llamas tu "Julieta", pero no estás dispuesta a escalar hasta mi balcón? —cuestionó y se acomodó un mechón ondulado detrás de la oreja—. Intenta no hacer ruido o los vecinos llamarán a la policía.

—¿Algo más? —ironicé.

Pude oír en ese momento la voz de la madre de Charlie llamándola probablemente desde la planta baja. Mi amiga tomó su bolso, nos saludó y cortó la llamada.

Desde el marco de la puerta de su cuarto, Jade carraspeó. Noah y yo, sentadas frente al escritorio, nos giramos en nuestro asiento para verlo. Alana se había acostado en la cama de Jade con todo el descaro del mundo y parecía estar durmiendo.

¿Escuchas Girl in Red? | PRONTO EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now