Una pintura, dos Golden.

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Aquella mañana de viernes corría un viento fresco, pero era compensado con los cálidos rayos de sol que poco a poco iban tomando fuerza, iluminando la ciudad.

Lena había decidido no ir a trabajar ese día, había demasiado descontrol por parte de L-Corp y necesitaba de alguna forma descargar toda la tensión que estuvo acumulando. Además, Kelly —su psicóloga— le había recomendado tomarse un día libre, al menos, cada dos semanas. Sí podía ser más mejor, porque su estrés rozaba los niveles peligrosos. Ese consejo fue hace mínimo cinco meses. Recién ahora le estaba haciendo caso.

Ella decide relajarse haciendo un cuadro.

Ajustando el agarre sobre el lienzo y la mochila que traía sobre su espalda, deja escapar un suspiro de alivio en cuanto pisa el césped perfectamente bien cortado del Parque de National City. Camina de forma tranquila a su lugar de siempre: la esquina donde se encontraba el árbol más viejo del lugar, junto a un pequeño y descuidado lago —más bien, un enorme charco de agua decorado con piedras que quién sabe hace cuánto están ahí—. Deja sus cosas en las raíces del tronco y busca un buen lugar para acomodarse.

Pocas personas sabían esto de ella realmente, pero Lena era muy buena pintando. Incluso su madre adoptiva había logrado vender unos cuántos de sus mejores cuadros, presumiendo el talento de su hija. No le molestaba en absoluto, pudo pagar la mitad de sus estudios con ese dinero, y aunque los Luthor podrían pagarle diez carreras universitarias si quisiera, ella se sentía orgullosa de colaborar aunque sea con un poco.

Y también dudaba en que alguien la reconocería en este estado: para empezar, llevaba un overol de jean largo y bajo este un sweater un tanto desgastado y salpicado por distintos colores de pintura. Sus zapatillas eran las negras clásicas. El cabello lo tenía suelto, dejando ver el verdadero largo hasta la cintura que tenía. En el rostro sólo llevaba un maquillaje casual y los anteojos de marco grande que generalmente usaba al momento que la vista comenzaba a arderle, luego de unas trece o catorce horas de trabajo.

No era la vista que las personas podrían tener de ella, y por lo tanto pasaba desapercibida entre el tumulto de gente que recorría la ciudad durante la mañana. Era algo que agradecía porque estaba harta de los paparazzis y personas anti-Luthors que hacían su vida imposible día a día, hostigándola e inventando cosas que no se asemejaban ni por un poco a la realidad. Usualmente era reconocida por llevar elegantes vestidos o trajes, zapatos de tacón y un bien armado recogido, el cual hacía ver su cara mucho más imponente de lo que en realidad era, haciéndola destacar entre las personas.

Volviendo a la historia. Lena busca un lugar en la tierra para estabilizar el caballete hasta que lo consigue. A los pocos minutos ya tiene todo acomodado y listo para comenzar. Ella ya sabe a lo que vino así que saca un libro de su mochila, abriéndolo para tomar con delicadeza una foto de colores apagados y aspecto antiguo.

—Madre —sonríe—, espero que estés bien, sea donde sea que estés.

Entonces, pone sus manos en marcha.

. . .

Lena llevaba, al menos, una hora pintando sobre el lienzo. No había progresado mucho, dado que la parte de dibujar el boceto y comenzar a pintar las primeras capas era lo que más tiempo llevaba. En sus auriculares suena una melodía sin letras, posiblemente aleatoria a su lista de reproducción.

—¡Conan, ven aquí!

Ella voltea cuando siente el grito de una mujer por encima del volumen de su música, sólo para darse cuenta que un enorme Golden Retriever estaba casi encima de ella. Ahoga un gesto de sorpresa y sonríe, llamando al perro con la mano. El animal se acerca con alegría a ella y deja descansar su cabeza sobre la extremidad de Lena. Comienza a acariciarlo, sintiendo el suave pelaje y viendo como entierra su cabeza sobre su mano en señal de satisfacción, rogando que no detenga sus movimientos.

Una pintura, dos Golden | Supercorp.Where stories live. Discover now