En realidad, no sabía si el taxi ya me esperaba, pero necesitaba salir de casa urgentemente. Casi solté un suspiro de alivio cuando vi que sí me esperaba y que, de hecho, Aiden ya estaba metiendo su maleta en el maletero. Le tendí la mía nada más acercarme y también la metió, fingiendo que no se daba cuenta de las dagas que mi padre le mandaba con la mirada desde la puerta de mi casa.

—¿Estás bien? —me preguntó en voz baja.

Asentí con la cabeza.

—Estaré mejor cuando mi padre no te mate con la mirada.

—Sí, creo que yo también. Vámonos.

Aiden les hizo un gesto de despedida a ambos, pero solo le respondió Grace. Tendría que hablar con papá sobre el tema, pero no en ese momento.

El taxista básicamente nos preguntó dónde íbamos y puso música extraña a un volumen lo suficientemente alto como para dejar claro que le daba igual nuestra existencia, cosa que agradecí. Me hundí en el asiento trasero, solté un suspiro y me giré hacia Aiden, que estaba escribiendo en el móvil.

—Le estoy diciendo a Rob que mande el coche a mi casa, no aquí —murmuró, dedicándome media sonrisa antes de esconder el móvil.

Y entonces caí en la cuenta de lo idiota que había sido con él esos días.

—Mierda —murmuré, negando con la cabeza—. Ni siquiera te he preguntado cómo estás desde que volviste. Y... te metiste en una pelea con esa herida en la frente... y esa en el brazo...

—No es nada —me dijo, y sonaba como si la idea fuera absurda—. Me he hecho cosas peores en combates.

—Por favor, no me lo recuerdes.

—¿Tanto te preocupa que me haga daño? —sonrió, encantado.

—Me molesta que otros te hagan daño. Esa es mi función, no la suya.

—Bueno, Amara, es lo más extrañamente romántico que me han dicho en la vida.

Sonreí un poco, pero la sonrisa desapareció cuando me acordé de su hermana.

—¿Cómo volverá Lisa a casa?

—Le he dado dinero de sobra para el taxi —me aseguró—. Quería quedarse a cenar con mis padres y volver a casa después.

—¿Y no le ha molestado que nos fuéramos así? ¿No ha preguntado qué pasa?

—Claro que lo ha preguntado. Le he dicho que nos íbamos a echar un polvo a mi casa porque aquí no teníamos intimidad. Y se lo ha creído.

—¡Aiden! —enrojecí.

—¿Qué? ¡He tenido que improvisar!

El taxista, mientras tanto, nos dedicaba miradas muy juzgadoras, pero no decía nada.

El trayecto se me hizo eterno y demasiado corto a la vez. No dejaba de mover la rodilla de arriba a abajo, pasarme las manos por la cara y mirar por la ventanilla. Necesitaba hacer algo que no fuera estar sentada siendo una inútil absoluta. Llegué a pensar que me volvería loca. Y también supe que Aiden había hecho unos cuantos ademanes de estirar la mano y sujetar la mía, pero se había contenido por mi posible reacción. La verdad, en esos momentos prefería que no me tocara nadie. Estaba muy nerviosa.

Pero mis nervios se triplificaron cuando llegamos a mi edificio. Subí las escaleras con el corazón acelerado y me temblaba la mano al meter la llave en la cerradura y ver que... sí.

Efectivamente, mis cosas no estaban. Ni Zaida tampoco.

Me detuve en medio del salón y me quedé mirando las estanterías ahora vacías, los sitios vacíos que habían dejado los pocos cuadritos que había puesto para que la casa se sintiera más hogareña, los de los utensilios de cocina... todo. Se lo había llevado todo. Me entraron ganas de llorar, pero me contuve. Aiden estaba detrás de mí sin saber qué hacer para ayudarme.

Tardes de otoñoWhere stories live. Discover now