Capítulo 2: La llamada del destino

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—¿Sabes defenderte?

—¿Defenderme de qué?

Juan se encogió de hombros.

—De lo que venga.

—¿Es que va a venir algo malo? ¿Un lobo?

El niño miró alrededor. Parecía temeroso. Eso disgustó a Juan. Su vástago había pasado demasiado tiempo sin un hombre en casa y se había vuelto pusilánime y asustadizo. Puede que él también lo hubiera sido cuando tenía seis años, pero en aquel momento no lo recordaba ni le importaba lo más mínimo: había inmortales sanguinarios caminando por el mundo y su hijo no parecía saber cómo proteger su propia vida. Eso era algo a lo que podía poner remedio.

. . .

Oria estaba desplumando una gallina en el patio de atrás cuando empezó a oír el jaleo. Al principio solo eran voces mitigadas por la distancia, la de Juan severa y grave, la de Juanillo infantil y quejumbrosa. Entre ellas sonaba un ruido como de percusión y supuso que jugaban a algo juntos. Fuera lo que fuese, la alivió. Al menos Juan hablaba a su hijo, ya era un avance. Pero pronto entendió que algo no iba bien. La voz de su marido era cada vez más dura y seca y la del niño más cercana al lloriqueo. Aun así, no quiso intervenir. Quizá solo se alarmaba sin razón. Juanillo era muy delicado y a veces más sensible de la cuenta. Pero de pronto la voz severa se convirtió en una sucesión de órdenes autoritarias y los gemidos del niño en llantos. Se puso en pie, más enfadada que preocupada.

—¡Mamá, mamá!

Los pies del pequeño correteando sobre la tierra escarchada la pusieron en tensión. Fue a su encuentro, rodeando la casa, y el niño se le echó a los brazos con las mejillas húmedas y la expresión asustada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó acuclillándose ante él y apartándole el pelo de la cara para verlo bien.

—No quiero jugar más con el palo —lloriqueó Juanillo—. Me hace daño.

Examinó el rostro del niño: tenía un rasguño en el pómulo. Nada importante. Luego le miró la ropa y le palpó los brazos. Juanillo se encogió con dolor.

—Ven, quédate aquí con los pollos. Siéntate en el taburete y me esperas —ordenó. A continuación se dirigió hacia la parte delantera del edificio, arremangándose por el camino y conteniendo el enfado.

Oria no era una mujer paciente. Había sido inquieta desde niña. También respondona, inteligente y un poco peleona. Sus padres siempre le habían advertido que no llegaría muy lejos así pero a ella nunca le importó. Llegara a donde llegase, eso le daba igual, sabía que lo haría siendo quien era y no ninguna otra cosa. Al casarse con Juan del Arroyo no había cambiado nada de sí misma y no pensaba hacerlo ahora.

—¿Se puede saber qué le has hecho al niño? —espetó en cuanto vio a su marido. Juan estaba sentado en el escalón de la casa, afilando un palo largo con un cuchillo. Tirado en el suelo había otro, algo más corto. Debía haber quedado allí cuando Juanillo lo soltó y echó a correr.

—Enseñarle a luchar. Se ha ablandado mucho en estos años —replicó Juan con una voz tensa y oscura.

Oria puso los brazos en jarras. Aquello no le gustaba nada.

—Cuando te fuiste era un bebé, ¿cómo se va a ablandar?

—No me hagas juegos de palabras, mujer. Ya sabes lo que quiero decir. El niño no está espabilado.

—Ya. Y lo vas a espabilar a palos, ¿es eso?

—No. Ha sido un accidente —admitió Juan con tono arrepentido—. Pero tiene que aprender a luchar.

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