2. Aquella noche

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El fracaso es la oportunidad
de comenzar de nuevo
con más inteligencia.
Henry Ford.

Las olas rompían tan cerca de la orilla que se podía oír el crepitar de la burbujeante espuma, mientras el mar se recogía, después de besar a la tierra.

La luna bañaba con su luz la oscurecida playa, mostrando un cielo floreciente de estrellas.

Bajo este, los Primogénitos yacían consternados,  desconcertados por el acontecimiento reciente.

Ninguno se atrevía a hablar o a moverse de su sitio. Habían perdido la noción del tiempo.

La mirada de Ainhara estaba fija en el horizonte ennegrecido, marcado por las blancas ondas de las olas, tan lejano como sus recuerdos. Diez años habían pasado desde que Miranda había irrumpido en su vida, y justo en ese instante, el pasado se presentó nítido ante ella.

El entrenamiento recién había iniciado.

Debajo del amplio gazebo de madera, una joven Ainhara chocaba su vara contra la de Dana. La idea no era golpearse, sino detener los ataques de la otra.

Dana era rápida, a pesar de sus doce años, pero Ainhara la superaba en técnica, así que no se dejaría aminalar por su compañera de práctica.

¡Ainhara! —la llamó Grecia de San Miguel.

Tanto ella como Dana detuvieron sus ataques.

Ainhara se giró hacia su madre, viéndola sonreír con dulzura. Esta tenía sus morenas manos descansando sobre los hombros de una niña trigueña de cabello mediano, castaño y muy liso, con un flequillo que le cubría toda la frente y caía sobre los ojos.

Con  apenas trece años, Ainhara había aprendido a ser empática, habilidad que le daba cierta ventaja en la batalla, por lo que percibió cierta tristeza en la pequeña.

¿Quién es ella, mamá? —preguntó, apoyando el bō en el piso.

Es la hija de un querido amigo, a quién hemos esperado por años. Su nombre es Miranda —dijo, observando a la niña, para luego dirigirse a esta—. ¿Quieres jugar con mi Ainhara y su amiguita Dana? —le preguntó.

Tanto Dana como Ainhara se echaron un breve vistazo, asombradas porque la niña había aceptado. La pequeña no pronunció palabra, solo asintió muy rápido.

Una casi imperceptible sonrisa se dibujó en el rostro de Miranda, hecho que llamó la atención de Ainhara.

Aquel gesto transmitía melancolía, lo que hizo que Ainhara se preguntara de dónde la habían sacado.

¡Bien! —respondió Grecia—. Entonces, te dejo en buenas manos. —Miró a las adolescentes—. Cuiden de la pequeña. Les traeré galletas y limonada. —Sonrió y se marchó.

Al quedarse sola, Miranda caminó hacia las chicas, entrando en el gazebo. Cada uno de sus pasos denotaba tal inseguridad que Ainhara dedujo que jamás había recibido entrenamiento, y si lo había hecho este, de seguro, había sido muy precario.

¿Eres una Mane? —Dana la interrogó.

Miranda asintió. No había Sello en su cuerpo, pero sabía que, de pequeña, la supernova había estado allí, en su cuello. A veces podía sentirla palpitar.

¿De verdad jugarás con nosotras? —preguntó Dana.

Miranda asintió, viendo con nerviosismo a Ainhara.

Las Saetas del Tiempo - Minutos [SEGUNDO LIBRO] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora